La llamada telefónica de Edurne Estebaranz se produjo poco antes de que empezáramos a cenar. Le estaba contando a mi hijo que, aunque no le gustara lo que se veía por su ventana, no estaba bien que hubiera dibujado una con rotuladores, en mitad de la pared, con árboles al otro lado, pese a lo loable de su acción. Y eso que me entusiasmaba su sentido ecologista, la verdad. Claro que como le diera por pintar ventanas por toda la casa…
—Bilbao —me dijo simplemente Estrella.
Dejé a Óscar para que meditara sobre su acción y fui hacia mi despacho a buen paso. Sentía que aquello era una buena señal.
Es decir, buena para acabar de confirmar la historia. Mala porque, si era verdad, seguía siendo algo espeluznante golpeándonos de lleno en nuestra conciencia occidental y pequeña, burguesa.
—¿Señora Estebaranz?
Más que una voz, fue un grito.
—¡Lo he encontrado, señor Serradell! ¡Tenía razón! ¡Hay un mensaje en la alfombra de mi madre, en una esquina, metido en el dobladillo, y desde luego no estaba nada visible a no ser que se mire expresamente! ¿Qué le parece?
Buena pregunta.
Estaba literalmente helado y supongo que pálido.
—¿Qué dice la nota?
—Está en inglés. Cosas como «help» y «please» y… Yo no sé inglés, pero lo de «help» es como aquella canción de los Beatles, y significa «socorro», ¿verdad? Y lo de «please» es «por favor», que hasta ahí sí llego.
—¿Aparece la palabra Iqbal al final de la nota?
—Sí. Iqbal.
—Ha sido usted de una gran ayuda, señora Estebaranz —suspiré con un súbito agotamiento, como si ya supiera lo que iba a pasar a continuación y la clase de lío en el que me iba a meter—.Y aún podría hacer algo más por mí, si fuera tan amable.
—¿Quiere que le mande por correo el recorte de periódico con esas palabras? —se me adelantó ella.
—Mejor si pudiera hacerlo por fax. ¿Tiene fax, señora Estebaranz?
—No, ni mi madre tampoco, pero Gorka sí que tiene en su oficina. Podría enviárselo mañana por la mañana.
—Eso sería perfecto.
—Pues no se preocupe. Está hecho.
—No se olvide de mandar los dos lados del recorte.
—¿Hasta el que no está escrito a mano?
—Sí, por favor. Puede ser importante. ¿Quiere anotar mi número de fax?
—Diga, diga —lo anotó. Parecía una mujer despierta, viva. Ella también sentía interés por el tema—.¿De verdad escribirá usted sobre esto?
—Haré algo más —le confesé—. Para eso están las organizaciones de ámbito internacional: Amnistía, Greenpeace, Ayuda de Acción Directa…
—Desde luego —noté que ya no estaba exultante y nerviosa, sino más bien entristecida—. Si llego a saberlo, no hubiera comprado esas alfombras, créame.
—Pero usted no lo sabía, señora Estebaranz, y el problema no es ése.
—Esté tranquila. Ya ha hecho su parte. Lo importante es que todos juntos formemos una cadena, eslabón a eslabón. Si falla uno sólo, la cadena se rompe.
—Pase lo que pase, ¿le importaría decírmelo? —me pidió.
—Lo haré, le doy mi palabra. Sin esa segunda nota tal vez incluso habría llegado a pensar que esto podría ser una broma.
—Mañana tendrá ese recorte por los dos lados.
—Gracias.
Dejé el auricular y salí de mi despacho hogareño —en el cual tenían prohibida la entrada mis hijos por obvias razones de seguridad—, para ir en busca de Estrella.
Óscar aún discutía acerca de su derecho a tener una ventana con árboles al otro lado, como la de su amigo Elías, y muy especialmente discutía sus dotes como dibujante, que le parecían magníficas.