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Era un día como tantos de un octubre plagado de ocres. Me gustan los octubres. Hay algo en ellos que invita a la reflexión y la serenidad después de la locura del verano y antes de la nueva locura que supone la Navidad. Hoy en día pasamos de preparar las vacaciones de verano a preparar el consumismo navideño. Así que octubre es una isla.

Te recuperas de lo que, acabas de vivir, y aún no piensas en el pistoletazo de salida navideño, que se desata ya en noviembre, en cuanto los grandes almacenes, las marcas de cavas y, sobre todo, las de juguetes, invaden los televisores con sus «mensajes» de paz.

Hemos sustituido el «respira, así sabes que estás vivo», por el «consume, así sabes que eres feliz».

Pero no es de eso de lo que quiero hablaros.

Ese día de octubre cambiaron muchas cosas, incluso para mí, tan habituado a viajar de aquí para allá y meterme en líos dada mi condición de periodista.

Ese día de octubre sonó el teléfono, a eso de las doce de la mañana, y tuve que dejar de escribir el artículo que debía entregar por la tarde en la redacción de una revista que paga bien. Ya se sabe. Hay buenos trabajos que haces a gusto y están mal pagados y buenos trabajos que haces no tan a gusto pero que están bien pagados. Ése era de los bien pagados.

Ayudan a vivir. Sobre todo cuando se trabaja «freelance», o sea, independiente. Viejas secuelas de mis años hippies. Descolgué el auricular y escuché la voz de Martín. Martín es mi primo.

—¿Alberto?

—Caramba, el aparecido. ¿Qué hay? No sabía nada de ti desde la verbena de San Juan.

—Acabamos de volver de la India.

—¡Vaya, te decidiste! Me alegro, ¿qué tal?

—Tenías razón, es un mundo fascinante, aunque duro. Y ha pasado algo.

—¿Algo?

—Sí. ¿Podrías venir a casa esta noche? Cenamos, te enseño las fotos, aunque no sea nada que tú no hayas visto ya, y te hablo de ello. ¿Hace?

—No sé si Estrella tiene algún plan, pero por mí… de acuerdo. En caso de que no pueda, te llamo a mediodía, ¿te parece?

—De acuerdo.

—Oye.

—¿Qué?

—Me has intrigado.

—Ya, ya. Pues espera y verás.

Colgué el teléfono. Era verdad.

Me había intrigado. Que Martín me intrigara tenía su parte de sorpresa.

Mi primo es un buen tipo, pero… bueno, no es como yo. Ni mejor ni peor. Sólo diferente. Cada año solía irse de vacaciones en septiembre a visitar lugares típicos; yo le había convencido de que debía cambiar de aires. Siempre hablaba de mi suerte, por conocer países exóticos y lejanos, yo le decía que a los países exóticos y lejanos se puede ir igual que a Londres o Roma y hasta por el mismo dinero o menos. Claro que en algunos sitios, como el Tíbet o Papúa-Nueva Guinea, las condiciones de vida son duras. No en todas partes hay Hiltons o Sheratons. Dado mi amor por la India, le había sugerido que empezara por ahí si de verdad quería conocer un poco este mundo nuestro que nos ha tocado vivir. Y me había hecho caso.

Poco podía imaginar yo que eso iba a ser la causa de que volviese a la India antes de lo previsto y de que mi vida cambiase una vez más, aunque sólo fuese al nivel anímico, personal.

Ese nivel íntimo que todos tenemos y llevamos muy dentro de nosotros y que en suma es el motor que nos permite seguir, vivir.

Saber y creer.

Cuando llegó Estrella, mi esposa, que es maestra, y le comenté lo de la invitación, no puso ninguna pega. No, no tenía ningún plan. Y podíamos dejar a nuestros hijos con su madre, como solíamos hacer. Así que acabé el artículo, fui a entregarlo a la redacción de la revista junto con la factura y regresé a casa justo a tiempo de cambiarme de ropa y comprar una botella de vino para no llegar con las manos vacías.

Luego salimos.

En octubre el aire suele ser limpio, porque en Barcelona suele llover. Es como si la gente pudiera verse mejor, aunque por lo general nadie mire a nadie y caminemos siempre solos.

Ésa era una noche agradable, muy agradable.

La recordé mucho, después, cuando estaba allí.