Recuerdo.

Huíamos a través de la noche.

Casi, incluso, a través del tiempo.

Porque de lo que escapábamos era de las tradiciones milenarias, la historia, la incultura, el dominio del débil a manos del fuerte, la intolerancia, la esclavitud…

Lacras arraigadas en el submundo de mi fascinante India.

Dios mío… mi fascinante India.

Un océano perdido, distante y remoto, sin costas a las que nadar. No creo que nadie se haya sentido más solo que yo en esos instantes, corriendo, corriendo.

Nada se movía, excepto nosotros.

Diez personas, nueve niños y un adulto. La gran evasión.

—¡Narayan!

—¡Por aquí!

El patio, el muro interior. Primero ella, después el resto. Yo se los subía y ella los pasaba al otro lado.

Como plumas. Pese a ello, la opresión de mi pecho me impedía respirar.

¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba allí? Si me cogían, ¿qué podía decir? Me encerrarían en una cárcel india y tirarían la llave. ¿Secuestro? Por lo menos. Mis hijos crecerían preguntándose por qué su padre había preferido a nueve desconocidos antes que a ellos.

Comencé a sudar.

Y de repente, ella retrocedió, volvió atrás.

—Narayan, ¿qué haces?

Me miró con sus intensos ojos cargados de luz.

—Yo vuelvo rápido.

—¡No!

—Vuelvo rápido, espere en la calle.

¿Volvía rápido? ¿Adónde iba? Pensé que quería coger dinero.

—¡No necesitamos nada, sube!

—¡No!

Desapareció en el patio, saltó el segundo muro y la perdí en la oscuridad. No era más que una cría, pero era la jefa. Sin ella… Miré a mis ocho compañeros.

Llegué al nivel de la calle, al frente del pelotón, obedeciéndola casi por instinto, pero aún más por miedo.

Mis ocho acompañantes, sin embargo, sabían qué estábamos haciendo. Los mayores ayudaban a los más pequeños.

Había una extraña disciplina. Por raro que pareciese, formábamos un equipo. Y yo era su dios. El dios cuya promesa significaba la Libertad.

La noche en Madurai era silenciosa.

Al llegar a la esquina de la calle inicié la espera.

La más tensa, terrible, dramática y especial de las esperas de mi vida.

Fue en ese instante cuando todo pasó por mi cabeza.

Minuto a minuto.

Como el condenado a muerte que ve llegar el fin y rememora su existencia.

En mi caso no era tanto. Sólo desde aquel día. Desde la llamada de mi primo.

Sí, los cinco peores minutos de toda mi vida.

Antes de que estallara la tormenta y las llamas del gran incendio nos empujaran de nuevo por las calles de la ciudad a mí y a mis… ¿liberados? Alguien escribió una vez: «Si los pájaros no son libres de las cadenas del cielo, ¿qué pretendemos nosotros en la cárcel de la Tierra?».

—Estás loco —me dije antes de que volvieran las preguntas.

¿Por qué estaba allí? ¿Qué demonios, hacía? ¿A qué jugaba? No era un juego. Lo sabía. Nunca lo fue.

Desde el mismo momento en que escuché la llamada de Martín.

La llamada de Martín, aquel día cargado de ocres…