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—¡Stefan! —chilló Elena, consciente de que su voz sonó igual que la de una demente.

No hubo respuesta.

Corría. Siguiendo la luz.

—¡Stefan! ¡Stefan!

Una celda vacía.

Una momia amarillenta.

Una pirámide de polvo.

Por alguna razón, subconscientemente, sospechaba una de estas cosas. Y cualquiera de ellos habría provocado que corriera fuera a pelear con Blodwedd con las manos vacías.

En su lugar, cuando llegó a la celda correcta, vio a un joven agotado, cuyo rostro mostraba que había abandonado toda esperanza. Alzó un brazo delgado como un palo, rechazándola por completo.

—Me contaron la verdad. Te exportaron por ayudar a un prisionero. Ya no soy susceptible a los sueños.

—Stefan. —Cayó de rodillas—. ¿Es qué tenemos que pasar por esto cada vez?

—¿Sabes lo a menudo que te recrean, zorra?

Elena se sintió conmocionada. Más que conmocionada. Pero al instante siguiente el odio había desaparecido del rostro de Stefan.

—Al menos consigo poder mirarte. Tenía… tenía un retrato. Pero lo cogieron, claro. Lo cortaron a pedacitos, muy despacio, obligándome a observar. A veces me hacían cortarlo. Si no lo cortaba, me…

—¡Oh, cariño! ¡Stefan, cariño! Mírame. Escucha la prisión. Blodwedd la está destruyendo. Porque robé la otra mitad de tu llave de su nido, Stefan, y yo no soy un sueño. ¿Ves esto? ¿Te han mostrado esto alguna vez? —Extendió la mano con el anillo con los dos zorros en ella—. Ahora… dime… ¿dónde la pongo?

—Estás caliente. Los barrotes están fríos —dijo Stefan, aterrándole la mano y hablando como si recitara algo de un libro infantil.

—¡Aquí! —exclamó Elena con voz triunfal.

No necesitaba sacarse el anillo. Stefan le sujetaba la otra mano, y aquella cerradura funcionaba como una sortija de sello. Lo colocó directamente en una depresión circular de la pared. Entonces, cuando nada sucedió, lo giró a la derecha. Nada. A la izquierda.

Los barrotes de la celda empezaron a alzarse hacia el techo.

Elena no podía creerlo y por un instante pensó que alucinaba. Entonces al volverse bruscamente para mirar al suelo vio que los barrotes se alzaban ya al menos treinta centímetros por encima de él.

A continuación miró a Stefan, que volvía a estar de pie.

Ambos cayeron otra vez de rodillas, y los dos se habrían tumbado en el suelo y culebreado como serpientes de haber sido necesario, tan grande era la necesidad de tocarse. Los puntales horizontales de los barrotes hacían que les fuese imposible tomarse de las manos mientras la reja se alzaba.

Entonces los barrotes quedaron por encima de la cabeza de Elena y ésta se encontró abrazando a Stefan —¡rodeaba al fin a Stefan con sus brazos!—, consternada al percibir huesos bajo las manos, pero abrazándole igualmente, y nadie podía decirle que se trataba de una alucinación o que era un sueño, y si Stefan y ella tenían que morir juntos, entonces morirían juntos. Nada importaba excepto que volvieran a estar separados.

Cubrió aquel desconocido rostro huesudo de besos. Resultaba extraño, pues no había una barba medio crecida y desaliñada, pero a los vampiros no les salía barba a menos que ya la tuviesen al convertirse en vampiros.

En seguida hubo otras personas en la celda. Personas buenas. Personas que reían y lloraban y la ayudaban a fabricar una litera improvisada con las sábanas apestosas del camastro de Stefan. Y nadie chilló cuando les saltaron piojos encima porque todos sabían que Elena se habría vuelto y les habría desgarrado la garganta como si fuese Sable. O más bien, como Sable, pero como la señora Courtland siempre había dicho, «con sentimiento». Para Sable era un simple trabajo.

Entonces, de algún modo —las cosas habían empezado a ser inconexas—, Elena contemplaba el rostro amado de Stefan y sujetaba la litera, y corría —él no pesaba nada— ascendiendo por un corredor distinto a aquel por el que había tenido que abrirse paso a empujones y avanzar a trompicones al entrar. Al parecer todos los salmones del Shi no Shi habían elegido el otro pasillo para nadar hacia arriba. Sin duda había un lugar seguro para ellos al final de aquel trayecto.

E incluso mientras Elena se preguntaba cómo un rostro podía ser tan puro, y apuesto, y perfecto, a pesar de tener casi el aspecto de una calavera, la muchacha pensaba: «Puedo correr y encorvarme». Y se inclinó sobre Stefan y sus cabellos crearon un escudo alrededor de ambos, de modo que sólo estaban ellos dos en su interior. Todo el mundo exterior quedó fuera, y quedaron a solas, y ella le dijo al oído:

—Por favor, necesitamos que estés fuerte. Por favor… hazlo por mí. Por favor…, por Bonnie. Por favor…, por Damon. Por favor…

Habría seguido nombrándolos a todos ellos, y probablemente a otros más una y otra vez, pero ya era demasiado y, tras su larga privación, Stefan no sentía ánimos de llevarle la contraria. Su cabeza se alzó veloz y Elena sintió más dolor del acostumbrado porque él estaba en el ángulo incorrecto, y eso la complació al mismo tiempo porque Stefan había abierto una vena a lo largo y la sangre fluía a su boca en un chorrito constante.

Tuvieron que ir un poco más despacio ahora, o Elena habría tropezado y pintado el rostro de Stefan de color granate como el de un demonio, pero seguían trotando. Otra persona les guiaba.

Entonces, se detuvieron súbitamente. Elena, con los ojos cerrados y la mente fija en la de Stefan, no habría alzado la vista por nada del mundo. Pero en un momento volvían a moverse, y Elena tuvo una sensación de espacio a su alrededor y comprendió que estaban en el vestíbulo y tenía que asegurarse de que todo el mundo lo sabía.

«Está a nuestra izquierda ahora —le envió a Damon—. Está cerca de la parte delantera. Es una puerta con toda clase de símbolos encima.»

«Estoy familiarizado con ellos», envió como respuesta Damon en tono seco, pero ni siquiera él podía ocultarle dos cosas. Una, que se alegraba, que se alegraba de percibir la euforia de Elena, y de saber que era él, principalmente, el causante.

La otra era simple. Que si existía una elección entre su vida y la vida de su hermano, daría su propia vida. Por el bien de Elena, por su propio orgullo.

Por Stefan.

Elena no quiso dar demasiadas vueltas a aquellas cosas secretas que no tenía derecho a conocer, y se limitó a abrazarlas, permitió que Stefan las percibiera en toda su cruda vitalidad, y se aseguró de que no hubiese una retroalimentación que comunicase a Damon que Stefan lo sabía. Los ángeles cantaban en el cielo para ella. Pétalos de la rosa Magia Negra eran esparcidos alrededor de su cuerpo. Se soltaban palomas y ella sentía sus alas. Era feliz.

Pero no estaba a salvo.

Sólo lo averiguó al penetrar en el vestíbulo, pero fue una gran suerte para ellos que la Puerta Dimensional estuviese en aquel lado, pues Blodwedd había destruido metódicamente el otro lado hasta conseguir que se viniese abajo en un montón de simple madera astillada. La disputa entre Elena y Blodwedd podría haberse iniciado como una riña entre una anfitriona que pensaba que su invitada había infringido las normas de la casa y una invitada que simplemente quería huir, pero se había convertido en una guerra a muerte. Y teniendo en cuenta el modo en que vampiros, hombres lobo, demonios y otras gentes reaccionaban allí abajo en la Dimensión Oscura, había causado sensación. Las Guardianas estaban ocupadísimas manteniendo a la gente fuera del edificio, y había cuerpos sin vida esparcidos por la calle.

«¡Oh, Dios mío, la gente! ¡La pobre gente!», pensó Elena, cuando esto último quedó por fin en su campo de visión. En cuanto a las Guardianas, que mantenían el lugar despejado y combatían a Blodwedd por ella… «Dios os bendiga por eso», pensó Elena, que preveía encontrar un vestíbulo repleto de gente en pie mientras ellos intentaban atravesar corriendo aquel espacio con Stefan. Se encontraron con que estaban solos.

—Ahora volvemos a necesitar tu llave, Elena —dijo la voz de Damon, justo por encima de ella.

Elena arrancó con suavidad a Stefan de su garganta.

—Sólo un instante, cariño. Sólo un instante.

Contemplando la puerta, Elena se sintió aturrullada durante unos momentos. Había un agujero, pero nada sucedió cuando puso el anillo en él y empujó, apretó, o lo giró a derecha o a izquierda. Por el rabillo del ojo vio una sombra oscura por encima de ella, la desechó como irrelevante, y entonces ésta cayó con un alarido sobre ella igual que un bombardero en picado, alargando unas garras de acero para atraparla.

No había tejado. Las garras de Blodwedd lo habían arrancado metódicamente.

Elena lo sabía.

Porque de algún modo Elena de improviso vio la situación al completo, no tan sólo su parte en ella, sino como si fuese alguien que estuviese fuera de su cuerpo, que comprendiera muchas más cosas de las que comprendía la enclenque Elena Gilbert.

Las Guardianas estaban allí para prevenir daños colaterales.

No podían o no iban a detener a Blodwedd.

Elena también sabía eso.

Todas las personas que corrían por el otro pasillo habían estado haciendo lo que normalmente hace la presa de una lechuza: se habían lanzado al fondo de su madriguera. Había una enorme sala segura allí.

De algún modo, Elena lo sabía.

Pero ahora, de un modo borroso pero definitivo, Blodwedd veía a aquellos a los que había estado persiguiendo en un principio, a los ladrones del nido, a los que habían arrancado para siempre uno de sus enormes ojos naranjas capaces de ver a grandes distancias, y la habían herido tan profundamente que el otro ojo se estaba llenando de sangre.

Elena podía percibirlo.

Blodwedd supo que eran los que habían provocado que se destrozara el pico. Los criminales, los salvajes,.aquellos a los que haría pedacitos lentamente, muy despacio, de extremidad en extremidad, pasando de uno a otro mientras aferraba a cinco o seis en una de las garras, o mientras los observaba, incapaces de correr por falta de extremidades, retorciéndose por debajo de ella.

Elena podía darse cuenta.

Por debajo de ella.

Justo ahora… estaban directamente debajo de Blodwedd.

Blodwedd descendió en picado.

¡Sable! ¡Garra! -gritó Sage, pero Elena sabía que no existiría ninguna distracción ahora.

No habría nada excepto matar y desgarrar, lentamente, y alaridos resonando en la única pared que quedaba en el vestíbulo.

Elena podía verlo mentalmente.

—No quiere abrirse, maldita sea —gritó Damon.

Manipulaba la muñeca de Elena para mover la llave en el agujero, pero por mucho que tirase o empujase, nada sucedía.

Casi tenían ya a Blodwedd encima.

Esta aceleró, proyectando imágenes telepáticas ante ella.

Tendones tensándose, articulaciones fracturándose, huesos que se astillaban…

Elena sabía…

¡Nooooo!

La copa de ira de Elena rebosó.

Repentinamente vio todo lo que necesitaba saber en una gran y arrolladora epifanía. Pero era demasiado tarde para meter a Stefan dentro de la puerta, así que lo primero que chilló fue:

—¡Alas de Protección!

Blodwedd, apenas a algo más de metro y medio de distancia, chocó contra una barrera que un misil nuclear no habría podido dañar. Se estrelló contra ella a la velocidad de un coche de carreras y con la masa de un aeroplano de tamaño medio.

Aquella cosa monstruosa estalló con el pico por delante al entrar en contacto con las alas de Elena, que eran de un verde transparente en la parte superior, salpicadas de esmeraldas centelleantes, y que cambiaban gradualmente a un rosado como la luz del amanecer cubierto de cristales en la parte inferior. Las alas envolvieron a los seis humanos y a los dos animales… y no se movieron ni un milímetro cuando Blodwedd chocó contra ellas.

Blodwedd se había convertido a sí misma en el equivalente a un animal atropellado.

Elena cerró los ojos, intentó no pensar en la doncella que había sido creada de flores (¡y que había matado a su esposo!, se dijo Elena con desesperación), y, con los labios resecos y el llanto corriéndole por las mejillas, volvió la cabeza hacia la puerta. Puso el anillo dentro. Se aseguró de que no sobresaliese.

Y dijo:

—Fell's Church, Virginia, Estados Unidos. Cerca de la casa de huéspedes, por favor.

Era bien pasada la medianoche. Matt dormía en el catre del bunker, mientras que la señora Flowers dormía en el sofá; de pronto, les despertó súbitamente un golpe sordo.

—¿Qué diantres ha sido eso?

La señora Flowers se levantó y miró con atención por la ventana, que tendría que haber estado oscura.

—Tenga cuidado, señora —dijo Matt automáticamente, pero no pudo evitar añadir—: ¿Qué es? —Como siempre, esperaba lo peor y se aseguraba de que el revólver con las balas bendecidas estaba preparado.

—Es… luz —respondió la mujer débilmente—. No sé qué otra cosa decir sobre ello. Es luz.

Matt podía ver la luz, que proyectaba sombras sobre el suelo del bunker. No se oían truenos, y no los había habido desde que despertara. Se reunió a toda prisa con la señora Flowers en la ventana.

—¿Alguna vez has…? —exclamó la anciana, alzando las manos y volviendo a dejarlas caer—. ¿Qué podría significar?

—No lo sé, pero recuerdo que todo el mundo hablaba sobre líneas de energía. Líneas de Poder en el suelo.

—Sí, pero ésas discurren a lo largo de la superficie de la tierra. ¡No señalan hacia arriba, como… como un surtidor! —dijo la señora Flowers.

—Pero yo oí que dondequiera que tres líneas de energía se unan (creo que Damon lo dijo) éstas pueden formar un Portal. Un Portal como aquel al que ellos se dirigían.

—¡Válgame Dios! —dijo ella—. ¿Quieres decir que tal vez uno de esos Portales está ahí fuera! A lo mejor son ellos, que regresan.

—No es posible. —El tiempo que Matt había pasado con aquella anciana peculiar le había hecho no sólo respetarla, sino incluso quererla—. No creo que debamos salir fuera, de todos modos.

—Querido Matt. Me reconfortas tanto —murmuró la señora Flowers.

Matt realmente no comprendió cómo podía ser así; al fin y al cabo era la comida y el agua que tenía almacenados la mujer 4o que utilizaban, e incluso el camastro plegable era suyo.

De haber estado solo podría haber investigado aquella…, aquella cosa extraordinaria. Tres reflectores brillaban fuera sobre el suelo en un ángulo de modo que se unían justo más o menos a la altura de un ser humano. Luces brillantes, y que se volvían más brillantes con cada minuto que pasaba.

Matt inhaló con fuerza. Tres líneas de energía, ¿eh? Cielos, probablemente era una invasión de monstruos.

Ni siquiera se atrevía a albergar esperanzas.

Elena no sabía si hubiera sido necesario decir Estados Unidos o la Tierra, o incluso si la puerta podía llevarla en realidad a Fell's Church, o si Damon tendría que darle el nombre de alguna puerta que estuviese cerca de allí. Pero…, sin duda…, con todas aquellas líneas de energía…

La puerta se abrió, mostrando una habitación pequeña como un ascensor.

Sage indicó en voz baja:

—¿Podéis sostenerle entre los cuatro si tenéis que pelear, también?

Y —tras un segundo para descifrar lo que esto significaba— sonaron tres chillidos de protesta, en tres tonos de voz femenina diferentes.

—¡No! ¡Oh, por favor, no! ¡No nos dejes! —La voz de Bonnie suplicaba.

—¿No vienes a casa con nosotros? —Era la voz sin tapujos de Meredith.

—Te ordeno que entres… ¡y que lo hagas de prisa! —Elena.

—Una mujer tan dominante —murmuró Sage—. ¡Oh, bien, parece que el Gran Péndulo ha vuelto a oscilar! No soy más que un hombre. Obedezco.

—¿Qué? ¿Significa eso que vienes? —exclamó Bonnie.

—Significa que voy con vosotros, sí.

Suavemente, Sage cogió en brazos el cuerpo consumido de Stefan y penetró en el pequeño cubículo que había tras la puerta. A diferencia de las primeras llaves que Elena había usado hoy, esto parecía funcionar más como un ascensor activado por la voz… o eso esperaba. Al fin y al cabo, Shinichi y Misao únicamente habían necesitado una llave cada uno. Aquí, una variedad de personas podrían querer ir al mismo lugar a la vez.

O eso esperaba.

Sage apartó hacia atrás, de una patada, las viejas sábanas de Stefan y algo tintineó en el suelo.

—¡Oh!… —Stefan alargó la mano con impotencia hacia ello—. Es mi diamante, Elena. Lo encontré en el suelo después de…

—Hay muchos más de donde salió ése —dijo Meredith.

—Es importante para él —dijo Damon, que estaba ya dentro.

En lugar de acabar de entrar en el ascensor, en la pequeña habitación que podría desaparecer en cualquier segundo, que podría haberse ido a Fell's Church antes de que él pudiese regresar, salió al vestíbulo, miró con atención al suelo y se arrodilló. Luego, rápidamente, alargó la mano y en seguida se levantó y regresó a toda prisa al interior de la pequeña habitación.

—¿Quieres sujetarlo tú o lo hago yo? —Tú sujétalo… por mí. Cuida de él.

Cualquiera que conociese los antecedentes de Damon, en especial en referencia a Elena o incluso a un viejo diamante que había pertenecido a ella, habría creído que Stefan tenía que estar loco. Pero Stefan no estaba loco.

Cerró la mano sobre el puño de su hermano que sujetaba el diamante.

—Y yo me sujetaré a ti —dijo con una leve sonrisa irónica.

—No sé si le interesa a alguien —dijo Meredith—, pero hay un único botón en el interior de este artilugio.

—¡Presiónalo! —gritaron Sage y Bonnie, pero Elena gritó en voz más alta:

—¡No… esperad!

Había divisado algo. Al otro lado del vestíbulo, las Guardianas habían sido incapaces de impedir a un único y aparentemente desarmado ciudadano que entrara en la estancia y la recorriera con un grácil zigzagueo a paso rápido. Debía de medir más de metro ochenta y vestía una túnica y unos bombachos totalmente blancos, que hacían juego con su larga melena blanca; sus vigilantes orejas parecían las de un zorro y su larga y ondulante cola sedosa se agitaba tras él.

—¡Cerrad la puerta! —bramó Sage.

—¡Oh, cielos! —musitó Bonnie.

—¿Puede decirme alguien qué pasa? —gruñó Damon.

—No te preocupes. Es sólo un compañero de prisión. Un tipo silencioso. ¡Eh, también tú has conseguido salir!

Stefan sonreía y eso era suficiente para Elena. Y el intruso apretaba algo contra él que, bueno, no podía ser lo que parecía, pero estaba ya muy cerca y sí que parecía un ramo de flores.

—¿Eso es un kitsune, verdad? —preguntó Meredith, como si el mundo se hubiese vuelto loco a su alrededor.

—Un prisionero… —dijo Stefan.

—¡UN LADRÓN! —chilló Sage.

—¡Silencio! —pidió Elena—. Probablemente pueda oír aunque no pueda hablar.

Para entonces el kitsune ya les había alcanzado. Trabó la mirada con Stefan, dirigió una veloz mirada a los demás y alargó el ramo, que estaba fuertemente precintado con plástico transparente de envolver alimentos y alguna especie de pegatinas largas con inscripciones que parecían mágicas.

—Esto es para Stefan —dijo.

Todo el mundo, incluido Stefan, se quedó boquiabierto.

—Ahora tengo que ocuparme de unas cuantas Guardianas pesadas —suspiró—. Y tienes que presionar el botón para que la habitación se ponga en marcha, guapa —le dijo a Elena.

Ésta, que había estado momentáneamente fascinada por el movimiento ondulante de una cola esponjosa alrededor de unos calzones de seda, enrojeció violentamente de improviso. Recordaba ciertas cosas. Ciertas cosas que habían parecido muy diferentes…, en una mazmorra solitaria…, en la oscuridad de una noche artificialmente creada…

Bueno. Lo mejor sería ponerle al mal tiempo buena cara.

—Gracias —dijo, y apretó el botón.

Las puertas empezaron a cerrarse.

—¡Gracias otra vez! —añadió, efectuando una leve reverencia al kitsune—. Soy Elena.

Yoroshiku. Soy…

La puerta se cerró entre ellos.

—¿Es que os habéis vuelto locos? —exclamó Sage—. ¡Aceptar un ramo de un zorro!

—Tú eres quien parece conocerle, monsieur Sage —observó Meredith—. ¿Cómo se llama?

—¡No sé su nombre! ¡Lo que sí sé es que me robó tres quintas partes del Tesoro del Claustro del Sena! ¡Sé que es un magnífico experto en hacer trampas con las cartas! ¡Ahhh!

Lo último no fue un grito de cólera sino una exclamación de alarma, ya que la pequeña habitación se movía lateralmente, precipitándose hacia abajo, casi deteniéndose, antes de reanudar su anterior marcha constante.

—¿Realmente nos llevará a Fell's Church? —preguntó Bonnie con timidez, y Damon la rodeó con un brazo.

—Nos llevará a alguna parte —prometió—. Y entonces ya veremos. Somos un grupo de supervivientes muy capaz.

—Lo que me recuerda —dijo Meredith— que creo que Stefan tiene mejor aspecto.

Elena, que había estado ayudándole a amortiguar el movimiento del ascensor dimensional, alzó la mirada hacia ella.

—¿Tú crees? ¿O es sólo la luz? Creo que debería estar alimentándose —dijo en tono ansioso.

Stefan se sonrojó, y Elena presionó dedos contra sus propios labios para detener su temblor. «No, cariño —dijo sin hablar—. Cada una de estas personas ha estado dispuesta a dar su vida por ti…, por mí…, por nosotros. Tengo buena salud y sigo sangrando. Por favor, no la desperdicies.»

Stefan murmuró:

—Detendré la sangre.

Pero cuando ella se inclinó hacia él, tal y como había sabido que haría, él bebió.