Elena vadeó al interior de la multitud; se sentía como un soldado, aunque no sabía por qué. Tal vez fuera debido a que había afrontado una misión y había conseguido completarla, permanecer con vida y traer un botín de vuelta. Tal vez porque lucía heridas honrosas. O tal vez porque por encima de su cabeza había un enemigo que seguía tras ella para matarla.
«Bien pensado —se dijo—. Sería mejor que sacase a todos estos no combatientes de aquí. Podemos mantenerlos en una casa segura… bueno, unas cuantas docenas de casas seguras y…»
¿En qué estaba pensando? Eso de casa segura era la frase de un libro, y ella no era responsable de aquellas personas… idiotas en su mayoría, que se habían quedado allí de pie, babeando, y contemplando cómo la azotaban. Pero… no obstante eso, quizá debería sacarles de allí.
—¡Blodwedd! —gritó dramáticamente y señaló un silueta que describía círculos en lo alto—. ¡Blodwedd está libre! ¡Ella me ha hecho esto! —Señaló las tres laceraciones de su espalda—. ¡También irá tras vosotros!
En un principio la mayor parte de las exclamaciones de enojo parecían referirse al hecho de que Elena tuviese ahora una espalda marcada; pero Elena no estaba de humor para discutir y sólo había una persona allí con la que quería hablar en aquellos instantes. Manteniendo a Bonnie y a Meredith pegadas a ella, llamó:
«¡Damon! ¡Damon, soy yo! ¿Dónde estás?»
Había tanto tráfico telepático que dudó que la oyera.
Pero, finalmente, captó un tenue «¿Elena?».
«… Sí…»
«Elena, agárrate a mí. Piensa en agarrarte a mí físicamente, y nos trasladaré a los dos a una frecuencia diferente.»
¿Agarrarse a una voz? Pero Elena se imaginó aferrándose a Damon con fuerza, con mucha fuerza, mientras físicamente sujetaba las manos de Bonnie y Meredith.
«¿Ahora puedes oírme?» Esta vez la voz era mucho más clara, mucho más fuerte.
«Sí, pero no puedo verte.»
«Pero yo te veo. Voy hacia… ¡CUIDADO!»
Demasiado tarde, los sentidos de Elena advirtieron a ésta de una enorme sombra que descendía en picado desde las alturas. No podía moverse con la rapidez suficiente para apartarse del camino de un pico chasqueante del tamaño de un caimán.
Pero Damon sí podía. Saltando desde alguna parte, las rodeó a ella, a Bonnie y a Meredith con los brazos y volvió a saltar; cayeron sobre la hierba y rodaron.
«¡Oh, Dios mío! ¡Damon!»
—¿Alguien se ha hecho daño? —preguntó él en voz alta.
—Estoy perfectamente —respondió Meredith en voz baja y sosegada—. Pero sospecho que te debo la vida. Gracias.
—¿Bonnie? —preguntó Elena.
«Estoy bien. Quiero decir…»
—Estoy bien. Pero Elena, tu espalda…
Por primera vez, Damon pudo darle la vuelta a Elena y ver las heridas de su espalda.
—¿Yo… te he hecho esto? Pero… pensé…
—Ha sido Blodwedd —respondió Elena con brusquedad, mirando hacia lo alto en busca de una figura que describiese círculos en el cielo de intenso color rojo—. Y eso que apenas me tocó. Tiene unas garras como cuchillos, como acero. ¡Tenemos que irnos ya!
Damon puso ambas manos sobre los hombros de Elena.
—Y regresar cuando las cosas se hayan calmado, quieres decir.
—¡Y no regresar jamás! ¡Oh, cielos, aquí viene!
Algo en el rabillo de su ojo adquirió el tamaño de una pelota de béisbol en un instante, el de una pelota de balonvolea en un segundo, el de un ser humano en un momento. Y a continuación todos se desperdigaron, saltando, rodando por el suelo, intentando escapar, excepto Damon, que sujetó a Elena y gritó:
—¡Esta es mi esclava! ¡Si tienes algo que discutir con ella, discútelo primero conmigo!
—Y yo soy Blodwedd, creada por los dioses, condenada a ser una asesina cada noche. ¡Te mataré a ti primero y luego me la comeré a ella, la ladrona! —gritó en respuesta Blodwedd con su nueva voz estridente—. Dos mordiscos son todo lo que hará falta.
«¡Damon, necesito decirte algo!»
—¡Pelearé contigo, pero mi esclava queda fuera de esto!
—¡Primer mordisco; aquí voy!
«¡Damon, tenemos que irnos!»
Un alarido de dolor y furia primitivos.
Damon estaba de pie ligeramente agazapado con un enorme pedazo de cristal sujeto en la mano como si fuese una espada y grandes gotas negras de sangre goteaban de donde había… «¡Oh, Dios mío!», pensó Elena… ¡le había arrancado un ojo a Blodwedd!
—¡MORIRÉIS TODOS! ¡TODOS!
Blodwedd cargó al azar contra un vampiro que estaba directamente debajo de ella y Elena chilló cuando oyó el grito del vampiro. El negro pico lo había atrapado por una pierna y lo levantaba.
Pero Damon corría ya al frente, saltando, asestando cuchilladas. Con un alarido furioso, Blodwedd volvió a alzar el vuelo.
Ahora todo el mundo estaba en peligro. Otros dos vampiros se precipitaron a coger a su camarada de las manos de Damon, y Elena se alegró de que sus amigos no fuesen responsables de otra vida. Ya tenía demasiadas cosas entre manos.
«Damon, me voy ahora. Puedes venir conmigo o no. Tengo la llave.»
Elena envió las palabras en la frecuencia en la que estaban más o menos solos, y las envió sin teatralidad. Ya no le quedaba sitio para el dramatismo. La habían despojado de todo excepto de la necesidad de llegar hasta Stefan.
Esta vez, sabía que Damon la oía.
Al principio pensó que Damon se moría. Que Blodwedd había regresado y le había atravesado todo el cuerpo, como con una lanza hecha de luz. Entonces comprendió que la sensación era éxtasis, y dos manos diminutas surgieron de la luz y se aferraron a las suyas, permitiéndole extraer a un niño delgado y harapiento, pero que reía.
«No hay cadenas —pensó aturdidamente—. Ni siquiera lleva brazaletes de esclavo.»
—¡Mi hermano! —le dijo él—. ¡Mi hermano pequeño va a vivir!
—Bueno, eso es algo estupendo —respondió Elena con voz temblorosa.
—¡Va a vivir! —Una arruga diminuta apareció en la frente—. ¡Si te das prisa! ¡Y cuidas bien de él! Y…
Elena posó dos dedos sobre sus labios, con gran delicadeza.
—No necesitas preocuparte por nada como eso. Simplemente sé feliz.
El niño rió:
—¡Lo haré! ¡Lo soy!
—¡Elena!
Elena salió de… bueno, supuso que era una alucinación, aunque había sido más real que muchas otras cosas que había experimentado recientemente.
—¡Elena! —Damon intentaba desesperadamente contenerse—. ¡Muéstrame la llave!
Despacio, con gesto majestuoso, Elena alzó la mano.
Los hombros de Damon se tensaron, esperando… algo… y descendieron.
—Es un anillo —dijo con desánimo.
El gesto lento y majestuoso no había tenido el menor efecto en él.
—Es lo que pensé al principio. Es una llave. No te estoy preguntando, ni intentando saber si estás de acuerdo conmigo; lo afirmo. Es una llave. La luz de sus ojos señala hacia Stefan.
—¿Qué luz?
—Te lo mostraré más tarde. ¡Bonnie! ¡Meredith! Nos vamos.
—¡NO OS IRÉIS SIN MI PERMISO!
—¡Cuidado! —chilló Bonnie.
La lechuza volvía a descender en picado. Y una vez más, en el último segundo, Damon cogió en sus brazos a las tres muchachas y saltó. El pico del ave chocó no contra hierba ni contra pedazos de cristal sino contra los peldaños de mármol, que se resquebrajaron. Sonó un alarido de dolor y luego otro, cuando Damon, ágil como un bailarín, acuchilló el ojo bueno de la gigantesca ave y consiguió hacer un corte justo por encima de él. La sangre empezó a llenar el ojo.
Elena ya no podía soportarlo más. Ya desde el momento en que había iniciado aquel viaje con Damon y Matt, había sido un vial que se iba llenando de ira. Gota a gota, con cada nueva atrocidad, aquella ira había llenado y llenado el frasco, y ahora su cólera estaba a punto de acabar de llenarlo hasta rebosar.
Pero entonces… ¿qué sucedería?
No quería saberlo. Temía que no sobreviviría a ello.
Lo que sí sabía era que no podía contemplar más dolor, sangre y aflicción justo en aquellos momentos. A Damon le gustaba pelear. Bien. Que lo hiciese. Ella acudiría junto a Stefan aunque tuviese que andar todo el camino.
Meredith y Bonnie estaban silenciosas. Conocían a Elena en aquel estado de ánimo; sabían que no bromeaba, y ninguna de ellas quería que la dejasen atrás.
Fue justo en ese momento cuando el carruaje llegó entre retumbos al pie de la escalinata de mármol.
Sage, que evidentemente sabía algo sobre la naturaleza humana, la naturaleza demoníaca, la naturaleza vampírica y varias clases de naturalezas bestiales, saltó del vehículo con dos espadas desenvainadas. También silbó. Al cabo de un instante una sombra —una sombra pequeña— hendió el aire como una flecha hacia él desde el cielo.
Por último, lentamente, estirando cada pata igual que un tigre, llegó Sable, que inmediatamente echó los labios hacia atrás para mostrar una sorprendente cantidad de dientes.
Elena se abalanzó hacia el carruaje, trabando la mirada con Sage. «Ayúdame», pensó con desesperación. Y los ojos de él respondieron con la misma sencillez: «No temas».
A ciegas, la joven alargó ambas manos atrás. Una mano pequeña, de huesos pequeños, y levemente temblorosa se introdujo en la suya, y una mano delgada y fría, dura como la de un muchacho pero con largos dedos afilados, le sujetó la otra.
No había nadie allí en quien confiar. Nadie de quien despedirse, o con quien dejar mensajes de despedida. Elena se introdujo a toda prisa en el vehículo y se colocó en el asiento posterior, el más alejado de la parte delantera, para dejar espacio a humanos y animales que pudiesen entrar.
Y sí que entraron, como una avalancha. Había arrastrado a Bonnie con ella, y Meredith las había seguido, de modo que cuando Sable saltó a su lugar de costumbre aterrizó sobre tres blandos regazos.
Sage no había desperdiciado ni un momento. Con Garra aferrado a su muñeca izquierda, dejó justo espacio suficiente para el último brinco de Damon… que los alcanzó de un salto. Agrietado y roto, rezumando un fluido negro, el pico de Blodwedd golpeó el extremo de la escalinata de mármol donde Damon había estado parado.
—¡Instrucciones! —gritó Sage, pero solamente cuando los caballos se dirigían ya al galope… a alguna parte, a cualquier sitio, lejos de allí.
—Por favor, no permitas que ella lastime a los caballos —exclamó Bonnie con voz ahogada.
—Por favor, no permitas que raje el techo como si fuese cartulina —dijo Meredith, de algún modo capaz de ser irónica incluso cuando su vida estaba en peligro.
—¡Instrucciones, s'il vous plaît! -rugió Sage.
—La prisión, desde luego —jadeó Elena, que sentía que había transcurrido mucho tiempo desde que había podido inhalar suficiente aire.
—¿La prisión? —Damon parecía trastornado—. ¡Sí! ¡La prisión! —Pero a continuación, añadió, tirando hacia arriba de algo parecido a una funda de almohada repleta de bolas de billar—. Sage, ¿qué son estas cosas?
—Botín. Ganancias. ¡Despojos! ¡Rapiña!
Mientras los caballos viraban en una nueva dirección, la voz de Sage pareció tornarse cada vez más jubilosa.
—¡Y mira a tus pies!
—¿Más fundas de almohada…?
—No estaba preparado para obtener grandes ganancias esta noche. Pero ¡las cosas salieron la mar de bien!
En aquellos momentos, Elena palpaba una de las fundas de almohada por sí misma. Efectivamente, la funda estaba repleta de transparentes y centelleantes hoshi no tama. Bolas estrella. Que valían…
¿Que carecían de valor?
—Tienen un valor inestimable… aunque por supuesto no sabemos qué hay en ellas. —La voz de Sage cambió sutilmente.
Elena recordó la advertencia sobre «esferas prohibidas». ¿Que, por el sol amarillo, era posible que pudieran prohibir algo allí abajo?
Bonnie fue la primera en tomar una y acercársela a la sien. Lo hizo con tal rapidez, con unos movimientos tan veloces como los de una ave, que Elena no pudo detenerla.
—¿Qué es? —jadeó Elena, intentando apartar la esfera.
—Es… poesía. Poesía que no comprendo —respondió Bonnie con enojo.
Meredith también había tomado un centelleante orbe. Elena alargó la mano hacia ella pero una vez más llegó demasiado tarde.
Meredith permaneció como en trance por un momento, luego hizo una mueca y bajó la esfera.
—¿Qué? —quiso saber Elena.
Meredith negó con la cabeza; mostraba una delicada expresión de desagrado.
—¿Qué? —aulló casi Elena.
Entonces, cuando Meredith depositó la bola estrella junto a sus pies, Elena se abalanzó sobre ella. La sujetó contra la propia sien e inmediatamente se encontró vestida de cuero de pies a cabeza. Había dos hombres corpulentos frente a ella, sin demasiado tono muscular. Y podía verles toda la musculatura porque estaban totalmente desnudos a excepción de andrajos como los que llevaban los mendigos. Pero no eran mendigos; tenían un aspecto bien alimentado y untuoso y quedó muy claro que era una actuación cuando uno de ellos imploró:
—Hemos transgredido las normas. ¡Te suplicamos perdón, oh, ama!
Elena acercaba ya la mano para retirar la esfera de la sien (se pegaban levemente, si se aplicaba un poco de presión allí) y decía:
—¿Por qué no utilizan el espacio para alguna otra cosa?
Pero entonces otra cosa la rodeó por todas partes al instante. Una muchacha, vestida pobremente, pero no con arpillera. Parecía aterrada. Elena se preguntó si la estaban controlando.
Y Elena era la muchacha.
Porfavornopermitasquemecojaporfavornopermitasquemecoja…
«¿Permitir a qué que te coja?», preguntó Elena, pero era como contemplar a un personaje de una película o de un libro mientras entran en una casa solitaria en medio de una tormenta terrible y la música ha adquirido un carácter fantasmagórico. La Elena que andaba con miedo no podía oír a la Elena que hacía preguntas sensatas.
«Me parece que no quiero ver cómo acaba esto», decidió, y volvió a colocar la bola estrella a los pies de Meredith.
—¿Tenemos tres sacos?
—Sí, señora, tres sacos llenos.
¡Oh! Aquello no era muy satisfactorio. Elena volvía a abrir la boca, cuando Damon añadió con calma:
—Y, un saco vacío.
—¿De veras? Entonces intentemos separarlas entre todos. Cualquier cosa… prohibida… va dentro de un saco. Cosas raras como la lectura poética de Bonnie, a otro. Cualquier información sobre Stefan… o sobre nosotros…, al tercero. Y las cosas agradables, como días de verano, al cuarto —dijo Elena.
—Creo que estás siendo optimista, ya lo creo —indicó Sage—. Esperar encontrar un orbe donde aparezca Stefan tan rápidamente…
—¡Silencio todo el mundo! —interrumpió Bonnie, frenética—. Ésta es de Shinichi convenciendo a Damon.
Sage se quedó rígido, como si hubiese recibido un rayo del tormentoso cielo, luego sonrió.
—Hablando del rey de Roma —murmuró.
Elena le sonrió y le oprimió la mano antes de coger otra esfera.
—Ésta parece ser alguna especie de asunto legal. No lo comprendo. Un esclavo debe de estar memorizándolo porque puedo verles a todos ellos.
Elena sintió cómo se le tensaban los músculos faciales a causa del odio ante aquella visión —incluso en una especie de sueño— de Shinichi, el kitsune que les había hecho tanto daño. Tenía los cabellos negros, a excepción de un fleco irregular en los extremos, que hacía que diese la impresión de que los habían sumergido en lava al rojo vivo.
Y luego, por supuesto, Misao. La hermana de Shinichi… supuestamente. Un esclavo debía de haber grabado aquella bola estrella, porque podía ver a ambos gemelos y a un hombre con aspecto de abogado.
Misao, pensó Elena. Delicada, respetuosa, recatada… diabólica. Sus cabellos eran idénticos a los de Shinichi, pero los llevaba recogidos arriba en una cola de caballo. Se apreciaba en seguida su parte diabólica cuando alzaba los ojos, que eran ojos risueños, efervescentes y dorados, idénticos a los de su hermano; ojos que jamás se habían arrepentido de nada… salvo tal vez de no haber obtenido venganza suficiente. No se responsabilizaban de nada. Encontraban la aflicción divertida.
Y entonces sucedió algo curioso. Las tres figuras de la habitación se dieron la vuelta de repente y la miraron directamente. Miraron directamente a quienquiera que había originado la esfera, se corrigió Elena, pero aun así seguía siendo desconcertante.
Fue aún mucho más desconcertante cuando siguieron avanzando. «¿Quién soy?», pensó Elena, frenética por la ansiedad. Entonces intentó algo que nunca antes había hecho u oído que se pudiera hacer; extendió su Poder con cuidado al interior de la Personalidad que rodeaba el orbe. Ella era Werty, una especie de secretario/a del abogado, y tomaba notas cuando se celebraban acuerdos importantes.
Y a Werty definitivamente no le gustaba cómo iban las cosas en aquellos momentos. Los dos clientes y su jefe se acercaban a él, de un modo como no lo habían hecho nunca.
Elena salió del oficinista y colocó la bola en el suelo a un lado. Tiritó, como si la hubiesen sumergido en agua helada.
Y entonces el techo se derrumbó. Blodwedd.
Incluso con el pico lisiado, la enorme lechuza desgarró un buen pedazo del techo del carruaje.
Todo el mundo chillaba y nadie ofrecía demasiados buenos consejos. Sable y Damon le habían causado daños: Sable se alzó instintivamente de los tres blandos regazos sobre los que descansaba y se lanzó directamente a por las patas de Blodwedd. Había desgarrado y zarandeado una antes de soltarla y volver a caer al carruaje, donde casi resbaló fuera por la parte posterior. Elena, Bonnie y Meredith lo aferraron por donde pudieron e izaron al enorme animal de vuelta al asiento trasero.
—¡Echaos a un lado! Dejadle un lugar donde sentarse —gimió Bonnie, contemplando los jirones de su vestido color perla allí donde Sable había tomado impulso y desgarrado por completo la gasa; el animal había dejado rojos verdugones tras él.
—Bueno —dijo Meredith—, la próxima vez pediremos enaguas de acero. ¡Aunque espero que no vaya a ver una próxima vez, en serio!
Elena rezó fervientemente para que no se equivocase. Blodwedd pasaba en vuelo rasante desde un ángulo más bajo ahora, sin duda esperando arrancar de un mordisco algunas cabezas.
—Que todo el mundo sujete madera. ¡Y esferas! Arrojadle las esferas cuando se acerque.
Elena esperaba que la visión de bolas estrella —por las que Blodwedd estaba obsesionada— podría conseguir que aquella bestia aflojara la velocidad.
Al mismo tiempo, Sage gritó:
—¡No malgastéis las bolas estrella! ¡Arrojadle cualquier otra cosa! Además, ya casi hemos llegado. ¡Todo a la izquierda, luego recto!
Las palabras dieron nueva esperanza a Elena. «Tengo la llave —pensó—. El anillo es la llave. Todo lo que tengo que hacer ahora es sacar de ahí a Stefan… y conseguir que todos nosotros lleguemos a la puerta donde está la cerradura. Todo está en un solo edificio. Prácticamente estamos ya de vuelta.»
El siguiente barrido llegó aún más bajo. Blodwedd, ciega de un ojo, con sangre enturbiando la visión del otro, y el sentido del olfato bloqueado por su propia sangre seca, intentaba embestir el coche de caballos para volcarlo.
«Si lo consigue, estaremos muertos —pensó Elena—. Y a cualquiera que quede retorciéndose en el suelo, lo atrapará sin problemas.»
—¡AGACHAOS!
Gritó la palabra a la vez vocal y telepáticamente.
Y entonces algo parecido a un aeroplano voló tan cerca de ella que sintió cómo le arrancaban mechones de pelo, atrapados en las garras del ave.
Elena oyó un grito de dolor procedente del asiento delantero pero no alzó la cabeza para ver qué era. E hizo bien, pues mientras el carruaje se detenía de golpe, al momento siguiente una ave portadora de muerte descendió vertiginosamente, girando como una peonza y chillando, en aquella misma dirección. Elena necesitó entonces de toda su atención, de todas sus facultades para esquivar a aquel monstruo que descendía cada vez más hacia ellos en medio de un zumbido.
—¡El carruaje ya no sirve! ¡Salid! ¡Corred! —La voz de Sage le llegó atronadora.
—Los caballos —chilló Elena.
—¡Olvídalos! ¡Salid, maldita sea!
Elena no había oído nunca antes a Sage maldecir. Abandonó el tema.
Nunca supo cómo Meredith y ella consiguieron salir, rodando la una sobre la otra, intentando ayudar y sin conseguir más que obstaculizarse el paso mutuamente. Bonnie estaba ya fuera, debido a que el vehículo había chocado contra un poste y la había lanzado por los aires. Por suerte, había caído sobre un parterre de feo pero mullido trébol rojo, y no se había hecho demasiado daño.
—¡Ahhh!, mi brazalete… no, ahí está —exclamó, apoderándose de algo reluciente que había entre los tréboles; dirigió una cautelosa mirada arriba a la noche carmesí—. ¿Ahora qué hacemos?
—¡Correr! —oyeron decir a Damon.
Éste surgió de detrás de los escombros de la esquina donde habían caído. Tenía sangre en la boca y en la antes inmaculada pajarita blanca que lucía en la garganta, y le recordó a Elena a aquellas personas que beben sangre de vaca además de leche como alimento. Pero Damon sólo bebía sangre humana. Jamás se rebajaría a tomar sangre equina…
«Los caballos seguirán aquí y también seguirá Blodwedd —explicó una voz áspera en su cabeza—. Ella jugaría con ellos; habría dolor. Ha sido rápido. Ha sido… un antojo.»
Elena intentó cogerle las manos.
—¡Damon! ¡Lo siento!
—¡SALID DE AQUÍ! —rugía Sage en aquellos instantes.
—Hemos de llegar hasta Stefan —dijo Elena, y agarró a Bonnie con la otra mano—. Ayúdame a guiarme, por favor. No puedo ver el anillo muy bien.
Meredith, confiaba, llegaría al edificio del Shi no Ski por sus propios medios.
Y a continuación aquello se convirtió en una pesadilla de carreras y retrocesos y falsas alarmas por parte de una Bonnie conmocionada. En dos ocasiones el horror procedente de las alturas descendió en vuelo rasante directo hacia ellas para acabar estrellándose justo delante, o un poco a un lado, quebrando madera y losas del sendero por igual, a la vez que levantaba nubes de polvo. Elena no sabía si todas las lechuzas actuaban igual, pero Blodwedd se abatía hasta quedar en ángulo con la presa, luego abría las alas y se lanzaba en el último instante. Parte de lo peor respecto a la gigantesca ave era lo silenciosa que era; no se oía ningún susurro que les advirtiese de dónde podría estar. Algo en sus propias plumas amortiguaba el sonido, de modo que nunca sabían cuándo iba a descender de nuevo.
Al final tuvieron que gatear por entre toda clase de desperdicios, avanzando tan rápido como podían, sosteniendo madera, cristal, cualquier cosa afilada por encima de sus cabezas, cuando Blodwedd efectuaba otra pasada.
Y todo el tiempo Elena trataba de usar su Poder. No era un Poder que hubiese usado antes, pero podía percibir su nombre dándole forma a los labios. Lo que no percibía, no podía forzar, era una conexión entre las palabras y el Poder.
«Soy inútil como heroína —pensó—. Soy patética. Deberían haberle entregado estos Poderes a alguien que ya supiese cómo controlar tales cosas. O no, deberían habérselos dado a alguien y luego haber ofrecido a ese alguien un curso sobre cómo usarlos. O… no…»
—¡Elena!
Volaba basura frente a ella, pero en seguida se encontró yendo a la izquierda y rodeándola de algún modo. Y a continuación estaba en el suelo, sobre la espalda, y mirando a Damon, que la había protegido con su cuerpo.
—Gracias —musitó.
—¡Vamos!
—Lo siento —susurró y extendió la mano derecha, con el anillo en ella, para que lo cogiera.
Y luego se dobló al frente y sollozó jadeante. Podía oír el aleteo de Blodwedd justo encima de ella.