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¡Garra! ¡Ese… ven aquí! —gritó Elena y empezó a correr tan rápido como podía para salir de la habitación.

Era una estrategia. ¿Se tornaría la lechuza aún más pequeña para así poder pasar por la puerta o destruiría su santuario con tal de mantenerse sobre Elena?

Era una buena estrategia, pero no sirvió de gran cosa al final. La lechuza se encogió para salir como una flecha por la puerta, y luego recuperó su gigantesco tamaño para atacar a Elena mientras ésta corría escaleras abajo.

Sí, corría. Con todo su Poder canalizado a los ojos, Elena saltaba de peldaño en peldaño como Damon había hecho antes. Ahora no había tiempo para miedos, no había tiempo para pensar. Sólo había tiempo para darle vueltas en los dedos a un objeto pequeño, duro y en forma de media luna.

«Shinichi y Misao… realmente consiguieron llegar a su nido.

»Debía de haber una escalerilla o algo hecho de cristal que ni siquiera Damon podía ver, en el macizo de flores donde Sable se había detenido y había ladrado. No; Damon la habría visto, así que ellos debían de haber traído su propia escalerilla.

»Es por eso que su rastro finalizaba allí. Treparon directamente al interior de la biblioteca. Y estropearon las flores del arriate, motivo por el que aquellas flores no presentaban muy buen aspecto.»

Elena sabía por tía Judith, desde la infancia, que las flores trasplantadas tardaban un poco en revivir y volver a estar lozanas.

«Brinca… salta… brinca… soy un espíritu de fuego. No puedo perder pie. Soy un espíritu elemental del fuego. Brinca… brinca… brinca.»

Y a continuación Elena contemplaba suelo llano, intentando no brincar contra él, pero prisionera de su cuerpo que saltaba ya. Cayó con fuerza suficiente para dejar un costado entumecido, pero no soltó la preciosa media luna que aferraba en la mano.

Un pico gigante se estrelló contra el cristal en el punto donde ella había estado un momento antes de resbalar. Unas garras le arañaron la espalda.

Blodwedd seguía yendo tras ella.

Sage y su grupo de robustos jóvenes vampiros de ambos sexos viajaban al paso de un perro que corría. Sable podía guiarles, pero únicamente tan rápido como él podía ir. Por suerte, pocas personas parecían querer instigar una pelea con un perro que pesaba tanto como ellas; que pesaba más que muchos de los mendigos y niños con los que tropezaron al alcanzar el bazar.

Los niños se amontonaron alrededor del carruaje, haciéndoles ir más despacio, así que Sage dedicó un momento a intercambiar una cara alhaja por una bolsa llena de calderilla y esparció las monedas tras el carruaje mientras seguían camino, permitiendo que Sable corriera sin trabas.

Pasaron ante docenas de tenderetes y calles que se cruzaban, pero Sable no era un sabueso corriente. Poseía Poder suficiente para confundir a la mayoría de los vampiros. Con quizá tan sólo una o dos de las moléculas de la llave pegadas a la membrana nasal podía dar caza a su objetivo y, donde otro perro podría verse engañado por uno de los cientos de rastros kitsune similares con los que se cruzaban, Sable examinaba y rechazaba cada uno por no tener del todo la forma, tamaño o cincelado correctos.

Llegó un momento, no obstante, en que incluso Sable pareció vencido. Se detuvo en el centro de un cruce de seis caminos, sin importarle el tráfico, cojeando ligeramente y describiendo círculos. No parecía capaz de elegir un sendero.

«Y tampoco podría yo, amigo mío —pensó Sage—. Hemos conseguido llegar hasta aquí, pero está claro que siguieron más adelante. No hay ningún sitio al que subir o donde cavar…» Sage vaciló, paseando la mirada por el redondel de carreteras.

Y entonces vio algo.

Justo al otro lado de donde él estaba, pero a su izquierda, había una perfumería. Debía de vender cientos de fragancias, y billones de moléculas de perfume estaban siendo liberadas deliberadamente al aire.

Sable estaba ciego. No ciego literalmente en sus agudos y líquidos ojos negros. Pero allí donde importaba, quedaba anestesiado y cegado por los billones de aromas que estaban siendo introducidos en su hocico.

Los vampiros del carruaje gritaban pidiendo seguir adelante o regresar. Aquellas gentes no tenían ningún sentido de la auténtica aventura. Sólo querían un bonito espectáculo. Y sin duda muchos tenían esclavos que les estaban grabando los azotes, de modo que pudiesen disfrutar de ellos con tranquilidad en casa.

En aquel momento un destello de azul y oro decidió a Sage.

«¡Una Guardiana! Eh, bien…»

—¡Ven aquí, Sable!

La cabeza y la cola del perro descendieron mientras Sage elegía al azar una de las direcciones y le hacía correr junto a él para abandonar la vía y penetrar en otra calle.

Pero entonces, milagrosamente, la cola volvió a alzarse. Sage calculaba que no podía existir ni un molécula de olor kitsune en los orificios nasales de Sable ya…

… pero el recuerdo del olor… aún seguía allí.

Sable volvía a estar en modo cacería, con la cabeza gacha, la cola tiesa, todo su Poder e inteligencia concentrados en un único objetivo: encontrar otra molécula que encajase con la memoria tridimensional de una que tenía en la mente. Ahora que no lo cegaba el punzante olor de todos aquellos distintos aromas concentrados, era capaz de pensar con mayor claridad. Y pensar le alentó a deslizarse entre las calles, provocando una conmoción detrás de él.

—¿Qué pasa con el carruaje?

—¡Olvidad el carruaje! ¡No perdáis de vista a ese tipo con el perro!

Sage, intentando él mismo mantenerse a la altura de Sable, sabía cuándo una persecución estaba a punto de finalizar. «Tranquillité!», dijo mentalmente al perro. También susurró apenas la palabra. Nunca había estado seguro de si sus amigos animales poseían telepatía o no, pero le gustaba creer que la poseían, a la vez que se comportaba como si no fuese así. «Tranquillité!», se dijo a sí mismo.

Y así pues, cuando el enorme perro negro de brillantes ojos oscuros y el hombre ascendieron a la carrera los peldaños de un edificio especialmente desvencijado, lo hicieron en silencio. Luego, como si hubiese disfrutado de un agradable paseo por el campo, Sable se sentó y miró a Sage a la cara, jadeando como si riera o puede que viceversa. Abrió y cerró la boca en una silenciosa parodia de un ladrido.

Sage aguardó a que los jóvenes vampiros le alcanzaran antes de abrir la puerta. Y, puesto que quería tener el elemento sorpresa, no llamó. En su lugar atravesó la puerta con un puñetazo que tenía la potencia de una almádena y buscó a tientas cerraduras, cadenas y cerrojos. No localizó ninguno, pero sí palpó un pomo.

Antes de abrir la puerta, y entrar en quién sabía que peligro, dijo a los que tenía detrás:

—Cualquier botín que cojamos es propiedad del amo Damon. Soy su capataz y ha sido sólo gracias a las habilidades de mi perro como hemos conseguido llegar tan lejos.

Hubo un acuerdo, que abarcó desde refunfuños a indiferencia.

—De igual modo —dijo Sage—, cualquier peligro que haya ahí dentro, yo me enfrento a él primero. ¡Sable! ¡AHORA!

Irrumpieron en la habitación, sacando casi la puerta de sus goznes.

Elena lanzó un grito involuntario. Blodwedd acababa de hacer lo que Damon no haría, y le había cubierto la espalda de ensangrentados cortes abiertos con sus garras.

Mientras se las apañaba para localizar la puerta de cristal que conducía al exterior, Elena pudo sentir incluso otras mentes que se abalanzaban sobre ella para ayudarla a tenerse en pie, para alzarla y compartir algo de aquel dolor.

Bonnie y Meredith se abrían paso por entre fragmentos enormes de cristal para llegar hasta ella. Le gritaban a la lechuza. Y Garra, heroicamente, atacaba al ave desde las alturas.

Elena no podía soportarlo más. Tenía que verlo. Tenía que saber que aquel objeto con tacto metálico que había cogido del nido de Blodwedd no era ningún pedazo de basura inmunda. Tenía que saberlo ya.

Restregando el diminuto pedazo de metal contra el malhadado vestido escarlata, dedicó un momento a echar un vistazo abajo, a ver cómo la luz carmesí del sol centelleaba sobre oro y diamantes y dos pequeñas orejas dobladas hacia atrás y dos brillantes ojos de alexandrita verde.

El duplicado de la primera mitad de la llave zorro, pero mirando en dirección opuesta.

A Elena las piernas casi se le doblaron.

Sostenía la segunda mitad de la llave zorro.

A toda prisa, entonces, Elena alzó la mano libre y metió los dedos dentro del pequeño bolsillo cuidadosamente confeccionado tras el entredós de diamantes. Ocultaba una bolsa diminuta, cosida especialmente allí por la propia lady Ulma, donde llevaba la primera mitad de la llave zorro, que había vuelto a guardar allí en cuanto Sable y Garra hubieron terminado con ella. Ahora, mientras empujaba la segunda mitad al interior del bolsillo junto a la primera, le desconcertó percibir movimiento en la bolsa. Las dos piezas de la llave estaban… ¿qué?, ¿convirtiéndose en una?

Un pico negro embistió la pared de cristal junto a ella.

Sin pensar siquiera, Elena se agachó y rodó para escapar. Cuando sus dedos regresaron a toda prisa para asegurarse de que la bolsa seguía atada y a salvo, la dejó estupefacta percibir una forma familiar descansando dentro.

¿No era una llave?

¡No era una llave!

El mundo giraba vertiginosamente alrededor de Elena. Nada importaba; ni el objeto, ni su propia vida. Los gemelos kitsune les habían engañado, habían hecho hacer el ridículo a aquellos humanos idiotas y al vampiro que había osado enfrentarse a ellos. No existía una doble llave zorro.

Con todo, la esperanza se negó a morir. ¿Qué era lo que Stefan acostumbraba a decir? Mai dire mai: nunca digas nunca jamás. Sabiendo el riesgo que corría, Elena volvió a introducir los dedos en la bolsa.

Algo frío se deslizó sobre un dedo y permaneció allí.

Echó un vistazo abajo y por un momento quedó cautivada por lo que veía. Allí, en su dedo anular, centelleaba un anillo de oro, incrustado de diamantes. Representaba dos zorros abstractos enroscados juntos, cada uno mirando en una dirección. Cada zorro tenía dos orejas, dos ojos de alexandrita verde y un hocico puntiagudo.

Y eso era todo. ¿De qué le servía una alhaja así a Stefan? No se parecía en nada a las llaves de dos alas que aparecían en las fotografías de los santuarios kitsune.

Como tesoro, sin duda valía un millón de veces menos de lo que ya habían gastado para conseguirla.

Y entonces Elena reparó en algo.

Una luz brilló desde los ojos de uno de los zorros. De no haber estado mirándolo con tanta atención, o de no haber estado en aquellos momentos en la Sala de Baile Blanca de los Valses, donde los colores aparecían tal y como eran, tal vez no lo hubiera advertido; pero la luz brilló directamente ante ella cuando giró la mano lateralmente. Ahora brillaba desde cuatro ojos.

Brillaba exactamente en dirección a donde se encontraba la celda de Stefan.

La esperanza se alzó como una ave fénix en el corazón de Elena, y la elevó en un vuelo mental fuera del laberinto de habitaciones de cristal. La música que sonaba era el vals de Fausto. Lejos del sol, en lo más profundo del corazón de la ciudad, ahí era donde estaba Stefan. Y era allí hacia donde brillaba la pálida luz verde de los ojos del zorro.

Llena de esperanza, giró el anillo. La luz se extinguió con un parpadeo de los ojos de ambos zorros, pero cuando giró el anillo de modo que el segundo zorro estuviese alineado con la celda de Stefan, volvió a brillar de golpe.

Señales secretas. ¿Cuánto tiempo podría haber poseído un anillo como ése y no haber hecho nada de no haber sabido ya dónde estaba la prisión de Stefan?

Más tiempo del que a Stefan le quedaba de vida, probablemente.

Ahora sólo tenía que sobrevivir el tiempo suficiente para llegar hasta él.