37

A Elena la habían atado, como a un personaje de una película de serie B al que pronto liberarían, de pie contra un pilar. La excavación del terreno proseguía aún de un modo dilatorio mientras los vampiros que la habían conducido a esto iban en busca de una vara de fresno que habían traído, y permitían que Damon la examinara. Damon se movía a cámara lenta; intentaba hallar puntos sobre los que hacer comentarios innecesarios para demorar lo que tenía que hacer; aguardaba para oír el traqueteo de las ruedas de un coche de caballos que le indicaría que el carruaje había regresado; actuaba enérgicamente, pero por dentro se sentía tan lento como plomo a medio enfriar.

«Jamás he sido un sádico —pensó—. Siempre he intentado proporcionar placer… excepto en las peleas. Pero debería ser yo quien estuviese en esa celda. ¿No se da cuenta Elena de eso? Es mi turno bajo el látigo ahora.»

Se había puesto sus «ropas de mago», tomándose tanto tiempo como osó sin dar la impresión de que quisiera postergar aquello. Y ahora había más o menos entre seiscientos y ochocientos espectadores, aguardando para ver derramar la sangre de Elena, para contemplar cómo herían la espalda de Elena y ésta cicatrizaba milagrosamente.

«De acuerdo. Estoy tan preparado como lo estaré jamás para hacer esto.»

Regresó a la conciencia del propio cuerpo, al ahora de lo que estaba sucediendo.

Elena tragó saliva. «Compartir el dolor», había dicho… sin saber en absoluto cómo hacerlo. Pero aquí estaba, como un sacrificio atado a una columna, con la vista fija en la casa de Blodwedd y aguardando la llegada de los azotes.

Damon ofrecía en aquellos momentos una charla de presentación a la muchedumbre, diciendo sandeces y haciéndolo muy bien. Elena localizó una ventana concreta de la casa que contemplar. Y a continuación advirtió que Damon ya no hablaba.

Un contacto de la vara contra su espalda. Un susurro telepático.

«¿Estás lista?»

«Sí», respondió al instante, sabiendo que no lo estaba. En seguida oyó, en el silencio sepulcral, un silbido a través del aire.

La mente de Bonnie flotó al interior de la suya; la de Meredith fluía como un río. El golpe fue un simple cachete, aunque Elena sintió correr sangre.

Pudo percibir el desconcierto de Damon. Lo que debería haber sido el tajo de una espada fue un simple bofetón. Doloroso, pero definitivamente soportable.

Y una vez más. El triunvirato se repartió el dolor antes de que la mente de Damon pudiera recibirlo.

Había que mantener el triángulo en movimiento. Y un tercero.

Faltaban dos más. Elena permitió que su mirada vagase por la casa, ascendiendo hasta el tercer piso donde Blodwedd tenía que estar enfurecida al ver en qué se había convertido su fiesta.

Uno más. La voz de un invitado regresó hasta ella.

—Esa biblioteca. Ella tiene más orbes que la mayoría de bibliotecas públicas, y… —con la voz descendiendo un instante— dicen que tiene toda clase de esferas allí arriba. Esferas prohibidas. Ya sabes.

Elena lo desconocía y con todo difícilmente podía imaginar qué podría estar prohibido allí.

En su biblioteca, Blodwedd, una única figura solitaria, se movió en la enorme esfera brillantemente iluminada para localizar un nuevo orbe. Dentro de la casa sonaría música, música distinta en cada estancia. En el exterior, Elena no podía oír nada.

El último golpe. El triunvirato consiguió manejarlo, distribuyendo un dolor atroz entre cuatro personas. «Al menos —pensó Elena—, mi vestido ya era tan rojo como podía serlo.»

Y entonces todo finalizó, y Bonnie y Meredith se peleaban con algunas de las damas vampiras que querían ayudar a lavar la sangre de la espalda de Elena, para mostrarla una vez más sin mácula y perfecta, brillando dorada a la luz del sol.

«Será mejor mantenerlas alejadas —transmitió mentalmente Elena a Damon con voz un tanto somnolienta—; alguna pueden ser comedoras de uñas o lamedoras de dedos compulsivas. No podemos permitirnos que nadie pruebe mi sangre y perciba la fuerza vital que contiene; no cuando he pasado por tanto para ocultar mi aura.»

Si bien sonaban aplausos y vítores por todas partes, nadie había pensado en desatar las muñecas de Elena; así que la joven permanecía recostada en el pilar, con la mirada puesta en la biblioteca.

Y entonces el mundo se paralizó.

A su alrededor todo era música y movimiento, y ella era el punto inmóvil en un universo rotante. Pero tenía que empezar a moverse, y de prisa. Tiró con fuerza de las ataduras, lacerándose la carne.

—¡Meredith! ¡Desátame! ¡Corta las cuerdas, rápido!

Meredith obedeció a toda prisa.

Cuando se dio la vuelta, Elena sabía lo que vería. El rostro… el rostro de Damon, perplejo, medio resentido, medio humilde, y eso era lo bastante bueno para ella, justo entonces.

«Damon, es necesario que lleguemos a la…»

Pero entonces se vieron engullidos por un tumulto. Gentes que les deseaban lo mejor, admiradores, escépticos, vampiros que suplicaban «probar un poquitín sólo», gentes que miraban con ojos como platos y querían asegurarse de que la espalda de Elena era auténtica, cálida y sin marcas. Elena sintió demasiadas manos sobre su cuerpo.

—¡Apartaos de ella, maldita sea!

Fue el salvaje rugido primitivo de una bestia defendiendo a su compañera. La gente se apartó de Elena, para rodear entonces…, muy despacio y tímidamente…, a Damon.

«De acuerdo —pensó Elena—. Lo haré sola. Puedo hacerlo sola. Por Stefan, puedo.»

Se abrió paso a empujones por entre la muchedumbre, aceptando de los admiradores ramos de flores arrancadas precipitadamente… y sintiendo más manos sobre su cuerpo.

—¡Eh, es cierto, no tiene ninguna señal!

Y por fin, Meredith y Bonnie la ayudaron a salir de allí; sin ellas jamás lo habría conseguido.

Y a continuación corría ya, corría al interior de la casa, sin preocuparse de usar la puerta situada cerca del lugar donde había ladrado Sable. Creía saber lo que había allí de todos modos.

En el segundo piso pasó un minuto de perplejidad antes de ver una fina línea roja en la nada. ¡Su propia sangre! Sin duda, eran incontables sus utilidades. Justo ahora ponía de relieve el primero de los escalones para ella, aquel con el que había tropezado antes.

Antes, sostenida por los fuertes brazos de Damon, no había podido imaginar ser capaz de ascender aunque fuese a rastras aquellos peldaños. Ahora, canalizó todo el Poder que poseía a los nódulos oculares… y la escalera se iluminó. Seguía siendo aterradora. No había dónde asirse en ninguno de los lados, y se sentía aturdida por la excitación, el miedo y la pérdida de sangre. Pero se obligó a subir, y subir, y subir.

—¡Elena! ¡Te amo! ¡Elena!

Oía el grito como si Stefan estuviese a su lado en aquel momento.

Arriba, arriba, arriba… Las piernas le dolían.

«Sigue andando. Nada de excusas. Si no puedes andar, cojea. Si no puedes cojear, gatea.»

Gateaba cuando por fin llegó a lo alto, al borde del nido de la lechuza Blodwedd.

Al menos fue todavía una doncella bonita, aunque de aspecto insípido, la que le dio la bienvenida, y Elena comprendió por fin cuál era el problema con la belleza de Blodwedd: carecía de vitalidad animal. En el fondo, era un vegetal.

—Voy a matarte, ¿sabes?

Pero era un vegetal con muy mal carácter.

Elena miró a su alrededor. Podía ver el exterior desde allí, aunque en medio estaba la cúpula a base de estantes y más estantes de orbes, de modo que todo quedaba extrañamente distorsionado.

Allí no había enredaderas colgantes, ni una flagrante exhibición de exóticas flores tropicales. Pero se encontraba ya en el centro de la habitación, en el nido de lechuza de Blodwedd, y Blodwedd no estaba en absoluto cerca de él; estaba en el artilugio que le permitía alcanzar las bolas estrella.

La llave sólo podía estar enterrada en aquel nido.

—No quiero robarte —prometió Elena, respirando con dificultad, y al mismo tiempo que hablaba, hundió dos brazos en el nido—. Aquellos kitsune nos gastaron una jugarreta a ambas. Me robaron algo y colocaron la llave que da acceso a ello en tu nido. Tan sólo quiero recuperar lo que dejaron.

—¡Ja! ¡Tú…, esclava humana! ¡Bárbara! ¡Osaste violar mi biblioteca privada! Esa gente está ahí fuera cavando en mi hermosa sala de baile, arrancando mis preciosas flores. ¡Crees que podrás volver a escapar esta vez, pero no lo harás! ¡Esta vez vas a MORIR!

Fue una voz totalmente distinta del monótono timbre nasal, pero aun así de una doncella, que había recibido a Elena antes. Ésta era una voz potente, una voz profunda…

… una voz que hacía juego con el tamaño del nido.

Elena alzó los ojos. No consiguió comprender nada de lo que vio. ¿Un enorme abrigo de piel con un dibujo de lo más exótico? ¿La espalda de algún enorme animal disecado?

La criatura de la biblioteca se volvió hacia ella. O más bien, la cabeza se volvió hacia ella, mientras la espalda permanecía perfectamente inmóvil. Hizo rotar la cabeza lateralmente y Elena supo que lo que veía era un rostro. La cabeza era aún más horrorosa e indescriptible de lo que podría haber imaginado; tenía un especie de ceja única que bajaba en picado desde un lado de la frente en dirección a la nariz (o a donde debería de haber estado la nariz) y luego volvía a ascender. Era como una ceja gigante en forma de V y debajo tenía dos enormes ojos redondos amarillos que pestañeaban a menudo. No había una nariz o boca como las de un humano, sino que en su lugar había un curvo pico negro, enorme y cruel. El resto del cuerpo estaba cubierto de plumas, en su mayoría blancas, que adquirían un moteado gris en el extremo final, donde parecía estar el cuello. También era gris y blanca en dos proyecciones semejantes a cuernos que brotaban de la parte superior de la cabeza… como los cuernos de un demonio, se dijo Elena atolondradamente.

Entonces, mientras la cabeza la miraba todavía fijamente, el cuerpo se volvió hacia Elena.

Era el cuerpo de una mujer robusta, cubierto de plumas blancas y entrecanas, lo que vio Elena. Asomaban garras por debajo de las plumas más cercanas al suelo.

—Hola —dijo la criatura con voz chirriante, abriendo y cerrando el pico para expulsar las palabras a mordiscos—. Soy Blodwedd, y jamás permito que nadie toque mi biblioteca. Soy tu muerte.

Las palabras «¿Podemos al menos discutirlo primero?» aparecieron en los labios de Elena, que no quería ser una heroína; que desde luego no quería enfrentarse a Blodwedd mientras buscaba la llave que, por fuerza, tenía que estar allí… en alguna parte.

Elena seguía intentando dar explicaciones a la vez que palpaba frenéticamente el interior del nido, cuando Blodwedd extendió unas alas que abarcaron de lado a lado de la habitación y se abalanzó sobre ella.

Y entonces, como un rayo, algo pasó volando como una exhalación entre ellas, profiriendo un chillido estridente.

Era Garra. Sage debía de haberle dado órdenes al halcón después de separarse de ella.

La lechuza pareció encogerse un poco… «Para atacar mejor», se dijo Elena.

—Por favor, deja que me explique. No lo he encontrado aún, pero hay algo en tu nido que no te pertenece. Es mío… y…, y de Stefan. Los kitsune lo escondieron aquí la noche que tuviste que perseguirles fuera de tu propiedad. ¿Recuerdas eso?

Blodwedd no respondió durante un momento. Luego demostró que poseía una simple filosofía inamovible que servía para todas las situaciones.

—Si pones un pie en mis aposentos privados, mueres —declaró, y esta vez, cuando descendió en picado y pasó junto a Elena, la joven oyó el chasquido del pico al cerrarse.

Una vez más algo pequeño y brillante se abalanzó sobre Blodwedd intentando alcanzarle los ojos, y la enorme lechuza tuvo que apartar la atención de Elena para ocuparse de ello.

Elena se dio por vencida. Hay ocasiones en las que uno necesitaba ayuda.

¡Garra! -gritó, no muy segura de hasta dónde comprendía el habla humana aquella ave—. ¡Intenta mantenerla ocupada… sólo un minuto!

Mientras las dos aves se perseguían como flechas, describían círculos y chillaban a su alrededor, Elena intentó buscar con los brazos, a la vez que se agachaba cuando era necesario. Pero aquel enorme pico negro estaba siempre demasiado cerca. En una ocasión le hizo un corte en un brazo, pero Elena tenía la adrenalina disparada, y apenas notó el dolor. Siguió buscando sin pausa.

Finalmente, comprendió lo que debería haber hecho desde el principio. Agarró un orbe de su estante transparente.

«Garra» -llamó—. ¡Toma!

El halcón descendió en picado hacia ella y sonó un chasquido. Pero después de eso Elena todavía tenía todos los dedos y el hoshi no tama había desaparecido.

En ese momento, en ese momento sí que Elena oyó un alarido de furia procedente de Blodwedd. La lechuza gigante fue tras el halcón, pero era como un humano intentando dar una palmada a una mosca… a una mosca inteligente.

—¡Devuélveme ese orbe! ¡Tiene un valor inestimable! ¡Inestimable!

—Lo recuperarás en cuanto encuentre lo que estoy buscando.

Elena, loca de terror, trepó hasta alcanzar el interior del nido y empezó a registrar el suelo de mármol con los dedos.

En dos ocasiones Garra la salvó dejando caer orbes al suelo con gran estrépito cuando la enorme lechuza Blodwedd se dirigía hacia ella. En cada ocasión, el estrépito provocó que la lechuza se olvidara de Elena e intentara atacar al halcón. Entonces Garra se hacía con otro orbe y pasaba volando a gran velocidad bajo el rostro de la lechuza.

Elena empezaba a tener la aterradora sensación de que todo lo que había sabido hasta media hora antes estaba equivocado.

Estando apoyada contra el poste del dosel, agotada, con la vista fija arriba en la biblioteca y la doncella que la habitaba, las palabras sencillamente habían fluido en su mente.

La sala de los orbes de Blodwedd…

La sala de las esferas de Blodwedd…

La sala de las bolas estrella… de Blodwedd…

… la sala de las esferas que contenían los bailes.

En cierto modo también se la podía denominar…

… la sala de baile particular de Blodwedd.

Dos modos de usar las mismas palabras. Dos habitaciones de una clase muy distinta.

Era muy propio de un kitsune proporcionar una pista que omitía algunos datos, para conducir a error.

Justo estaba recordando esto cuando los dedos tocaron metal.