—¿Qué? —gritó Damon por encima de la música, a la vez que añadía: «¡Huye… vete!», telepáticamente a Elena.
De haberse tratado simplemente de la vida de Elena, ésta no habría tenido inconveniente en morir allí con la atronadora belleza de El pájaro de fuego envolviéndola, antes que enfrentarse a aquellos peldaños invisibles y empinados ella sola.
Pero no era sólo su vida. Estaba también la de Stefan. Con todo, la doncella flor no parecía especialmente amenazadora, y Elena fue incapaz de reunir adrenalina suficiente para intentar bajar la espantosa escalera.
«Damon, marchémonos los dos. Tenemos que registrar el Gran Salón de Baile del exterior. Únicamente tú eres lo bastante fuerte…»
Una vacilación. Damon preferiría pelear a enfrentarse a aquel enorme e imposible campo de hierba del exterior, se dijo Elena.
Pero Blodwedd, a pesar de sus palabras, volvía a hacer girar la habitación en torno a ellos ahora, de modo que ella, en el borde de alguna pasarela invisible, pudiese hallar el orbe exacto que quería.
Damon tomó a Elena en brazos y dijo: «Cierra los ojos».
Elena no sólo cerró los ojos, sino que los cubrió con las manos también. Si Damon iba a dejarla caer, no serviría de nada que gritase «¡Cuidado!» mientras lo hacía.
Las sensaciones mismas ya eran suficientemente nauseabundas. Damon saltaba de peldaño en peldaño como un íbice. Parecía no tocar apenas los peldaños al bajar y Elena se preguntó —de repente— si algo iba tras ellos.
Si así era, necesitaba saberlo. Empezó a alzar las manos y oyó que Damon le susurraba con un gruñido: «¡Mantenlos cerrados!» en una voz con la que a pocas personas les gustaba discutir.
Miró a hurtadillas por entre las manos, tropezó con los ojos exasperados de Damon, y no vio nada siguiéndoles; así que volvió a unir las manos con fuerza y rezó.
«Si fueses realmente una esclava, no durarías ni un día aquí, ¿sabes?», le informó Damon, dando un último salto en el aire y depositándola a continuación sobre un invisible —pero al menos plano— suelo.
«No querría hacerlo —proyectó ella con frialdad—. Lo juro, preferiría morir.»
«Ten cuidado con lo que prometes. —Damon le mostró su fugaz y espléndida sonrisa de improviso—. Podrías acabar en otra dimensión intentando cumplir tu palabra.»
Elena ni siquiera trató de superar su agudeza. Estaban fuera, libres, y corrían por la casa de cristal hacia la escalera que llevaba al piso inferior —algo un poco peliagudo en el estado mental de la joven, pero soportable— y finalmente salieron por la puerta. En el césped de la Gran Sala de Baile encontraron a Meredith y a Bonnie… y a Sage.
Lo cierto era que también él iba de etiqueta, aunque la americana le tiraba en los hombros. Además, Garra estaba posado en uno; de modo que el problema podría quedar solucionado muy pronto, ya que el ave desgarraba el tejido y le hacía sangrar. Sage no parecía darse cuenta. Sable estaba junto a su amo, mirando a Elena con ojos demasiado pensativos para ser simples ojos de animal, pero sin malicia.
—¡Gracias a Dios que habéis regresado! —exclamó Bonnie, corriendo hacia ellos—. Sage vino y tiene una idea maravillosa.
Incluso Meredith estaba emocionada.
—¿Recuerdas que Damon dijo que deberíamos haber traído un adivino? Bueno, pues tenemos a dos ahora. —Volvió la cabeza hacia Sage—. Por favor, díselo.
—Como norma, no llevo a estos dos a fiestas. —Sage alargó la mano hacia abajo para rascar a Sable bajo la garganta—. Pero una avecilla me contó que podríais estar en apuros. —La mano se alzó para acariciar a Garra, erizando levemente las plumas del halcón—. Así que, dites-moi, por favor: ¿Exactamente en qué medida habéis estado tocando vosotros dos la media llave que poseéis?
—Yo la toqué esta noche y al principio, la noche que la encontramos —dijo Elena—. Pero lady Ulma la tuvo en las manos y Lucen le hizo un cofre y todos hemos tocado eso.
—Pero ¿fuera de la caja?
—Yo la he tenido en la mano y la he mirado una o dos veces —respondió Damon.
—Eh bien! Los olores de los kitsune deberían de ser más fuertes en ella. Y los kitsune tienen un olor muy característico.
—Así que lo que quieres decir es que Sable… -La voz de Elena se apagó de puro desfallecimiento.
—Puede olfatear cualquier cosa con el olor a kitsune en ella. Entretanto, Garra tiene una vista muy aguda. Puede volar por encima de nosotros y buscar el destello del oro por si acaso está a la vista de todos en alguna parte. Ahora mostradles lo que tendrán que buscar.
Elena alargó, servicial, la media llave en forma de media luna para que Sable la olfateara.
—Voilà! Y Garra, ahora echa tú un vistazo.
Sage retrocedió hasta lo que era, supuso Elena, la distancia óptima de visión de Garra. Luego cuando regresó, dijo: «Commençons!», y el perro negro salió disparado, con el hocico pegado al suelo, mientras el halcón alzaba el vuelo en espléndidos, elevados y amplios círculos.
—¿Así que crees que los kitsune estuvieron en este césped? —preguntó Elena a Sage, mientras Sable corría de un lado a otro, con el hocico todavía justo a centímetros por encima de la hierba…, y luego de improviso se desviaba a la parte central de la escalinata de mármol.
—Pues claro que estuvieron aquí, no tengo la menor duda. ¿Ves cómo corre Sable, igual que una pantera negra, con la cabeza baja y la cola tiesa? ¡Lo tiene controlado! Está sobre la pista.
«Yo conozco a alguien que da la misma sensación», pensó Elena a la vez que dirigía una ojeada a Damon, quien permanecía de pie con los brazos cruzados, inmóvil, enroscado como un muelle, a la espera de las noticias que pudiesen traer los animales.
Por casualidad la joven echó una mirada a Sage en el mismo momento, y vio una expresión en su rostro que…, bueno, probablemente era la misma expresión que ella había mostrado hacía un minuto. Él la miró y ella se ruborizó.
—Pardonnez-moi, monsieur -dijo, desviando rápidamente la mirada.
—Parlez-vous français, madame?
—Un peu -respondió ella con humildad; lo que era algo insólito—. En realidad no puedo mantener una conversación seria. Pero me encantó visitar Francia.
Estaba a punto de decir algo más, cuando Sable ladró una vez, con sequedad, para atraer la atención y luego se sentó muy erguido en el bordillo.
—Llegaron o se marcharon en un carruaje o litera —tradujo Sage.
—Pero ¿qué hicieron en la casa? Necesito un rastro que vaya en la otra dirección —dijo Damon, alzando los ojos hacia Sage con algo parecido a cruda desesperación.
—De acuerdo, de acuerdo. ¡Sable! Contremarche!
El negro perro giró en redondo al instante, aplicó el hocico al suelo como si ello le proporcionase el mayor de los deleites, y empezó a correr de un lado a otro por las escaleras y el césped que conformaba la Gran Sala de Baile… que en aquellos momentos estaba quedando llena de agujeros a medida que la gente cavaba en ella con palas, picos e incluso cucharas enormes.
—Los kitsune son difíciles de atrapar —murmuró Elena al oído de Damon.
Este asintió, echando un vistazo a su reloj.
—Espero que también lo seamos nosotros —murmuró en respuesta.
Sonó un agudo ladrido procedente de Sable, y a Elena el corazón le dio un brinco.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Qué es?
Damon pasó por su lado, la agarró de la mano y la arrastró tras él.
—¿Qué ha encontrado? —jadeó Elena mientras alcanzaban todos el mismo punto a la vez.
—No lo sé. No es parte de la Gran Sala de Baile —respondió Meredith.
Sable estaba sentado con orgullo delante de un macizo de altas y arracimadas hortensias azul lavanda claro (violeta intenso).
—Estas flores no tienen demasiado buen aspecto —dijo Bonnie.
—Y no están debajo de ninguno de los salones de baile superiores, tampoco —indicó Meredith, inclinándose para colocarse a la altura de Sable y luego mirar arriba—. Sólo está la biblioteca.
—Bueno, una cosa sí la sé sin la menor duda —dijo Damon—. Vamos a tener que excavar esta parcela de flores y no me atrae la idea de pedirle permiso a la señora OjosdeEspueladeCaballeroAhoratengoquemataros.
—¿Ah, te pareció que eran de espuela de caballero sus ojos? Porque yo pensé que eran más bien campánulaaas —dijo una invitada detrás de Bonnie.
—¿Realmente dijo que tenía que mataros? Pero ¿por qué? —preguntó nerviosamente otra invitada, situada más cerca de Elena.
Elena no les hizo caso.
—Bueno, pongámoslo de este modo, desde luego que no le va a gustar. Pero es la única pista de que disponemos.
«Excepto, supongo, si los kitsune pensaban dejarla aquí, pero entonces salieron huyendo en un coche de caballos», añadió mentalmente a Damon.
—Así que eso significa que el espectáculo puede comenzar —exclamó uno de los jóvenes admiradores vampiros, avanzando hacia Elena.
—Pero no he recuperado mi amuleto —declaró Damon, tajante, yendo a colocarse delante de Elena igual que un muro infranqueable.
—Pero lo tendrás en unos minutos, sin duda. Oye, ¿no podrían algunos tipos retroceder junto con el perro hasta de donde sea que vinieron los tipos malos…, desde donde vinieron a la finca, no sé si me entiendes? Y entretanto nosotros podríamos proseguir con el espectáculo.
—¿Puede hacer eso Sable? -preguntó Damon—. ¿Seguir un carruaje?
—¿Con un zorro dentro? Pues claro que sí. En realidad podría ir yo con ellos —respondió Sage con voz sosegada—. Podría asegurarme de que estos dos enemigos son atrapados si están en el otro extremo del rastro. Muéstramelos.
—Estas son las únicas formas que conozco. —Damon alargó dos dedos y tocó la sien de Sage—. Pero, por supuesto, tendrán otras, posiblemente un número infinito.
—Bueno, ellos no son nuestra prioridad, supongo. El, esto, el amuleto lo es.
—Sí —dijo Damon—; incluso aunque no puedas asestarles un buen golpe, consigue la mitad de la llave y regresa corriendo.
—¿Es así? Aún más importante que la venganza —repuso Sage en voz queda, meneando la cabeza maravillado, y a continuación añadió a toda prisa—: Bueno, te desearé buena suerte. ¿Hay alguna persona intrépida que quiera venir conmigo? Ah, estupendo, cuatro… muy bien, cinco, madame… es suficiente.
Y desapareció.
Elena miró a Damon, que miraba atrás con negros ojos inexpresivos.
—¿Realmente esperas que haga… eso… otra vez?
—Todo lo que tienes que hacer es quedarte ahí. Me aseguraré de que pierdas la menor sangre posible. Y si en algún momento quieres parar podemos tener una señal.
—Sí, pero ahora lo comprendo. Y puedo manejarlo.
El rostro de Damon se tornó repentinamente impasible. Dejándola fuera.
—No se requiere de ti que manejes nada. Además, ¿no es suficiente si digo que es un trato justo por Stefan?
¡Stefan! Todo el cuerpo de Elena experimentó una especie de cambio elemental.
—Déjame compartirlo —suplicó, y sabía que suplicaba y sabía lo que Damon iba a decir.
—Stefan va a necesitarte cuando salgamos. Tan sólo asegúrate de que puedes manejarlo.
«Para. Piensa. No le partas la crisma —indicó a Elena su cerebro—. Te está manipulando. Sabe cómo hacerlo. No le permitas que te manipule.»
—Puedo manejar ambas cosas —dijo ella—. Por favor, Damon. No me trates como si fuese… una de tus conquistas de una noche, o incluso tu Princesa de la Oscuridad. Háblame como si fuese Sage.
—¿Sage? Sage es el más frustrante, astuto…
—Lo sé. Pero le hablas. Y acostumbrabas a hablarme, y ahora ya no lo haces. Escúchame. No puedo soportar volver a pasar por esta situación. Chillaré.
—Eso suena a amenaza…
—¡No! Te cuento lo que sucederá. A menos que me amordaces. Chillaré. Y chillaré. Como chillaría por Stefan. No puedo evitarlo. A lo mejor me estoy desmoronando…
—Pero ¿no te das cuenta? —De improviso había girado en redondo y sujetaba sus manos—. Estamos casi al final. Tú, que has sido la más fuerte todo el tiempo…, no puedes desmoronarte ahora.
—La más fuerte… —Elena negaba con la cabeza—. Pensaba que estábamos justo allí, a punto de comprendernos mutuamente.
—De acuerdo. —Sus palabras surgieron duras como esquirlas de mármol ahora—. ¿Que te parece cinco?
—¿Cinco?
—Cinco azotes en lugar de diez. Prometeremos continuar con los otros cinco cuando se encuentre el «amuleto», pero saldremos huyendo cuando lo encontremos.
—Tendrías que incumplir tu palabra.
—Si es necesario…
—No —replicó ella, tajante—. Tú no digas nada. Seré yo quien lo diga. Soy una mentirosa y una tramposa y siempre he jugado con los hombres. Veamos si por fin puedo dar un buen uso a mi talento. Y no tiene ningún sentido probar con cualquiera de las otras muchachas —añadió, alzando a toda prisa los ojos—. Bonnie y Meredith llevan vestidos que se caerían de buen principio si las azotases. Sólo yo llevo la espalda al descubierto.
Efectuó una pirueta para mostrar cómo el vestido se cerraba muy arriba con un tirante alrededor del cuello y muy abajo en la espalda en un escote en V.
—Entonces estamos de acuerdo. —Damon hizo que un esclavo volviera a llenarle la copa y Elena pensó:
«Vamos a hacer el número más borracho de la historia, por lo menos.»
No pudo evitar estremecerse. La última vez que había sentido un temblor interior, su origen estaba en la mano cálida de Damon sobre su espalda mientras bailaban. En aquellos momentos sentía algo mucho más gélido, quizá tan sólo una ráfaga de aire frío. Pero le hizo recordar la sensación de la sangre corriéndole por los costados.
De pronto, Bonnie y Meredith estaban junto a ella, formando una barrera entre ella y la multitud cada vez más curiosa y excitada.
—Elena, ¿qué ha sucedido? Han dicho que iban a azotar a una salvaje humana… —empezó a decir Meredith.
—Y vosotras en seguida habéis sabido que tenía que ser yo, claro —completó Elena—. Bien, pues es cierto. No veo cómo puedo librarme.
—Pero ¿qué es lo que has hecho? —preguntó Bonnie, fuera de sí.
—Ser una idiota. Permitir que una suerte de fraternidad de chicos vampiros piense que lo del otro día era una especie de número de magia —intervino Damon, que aún mostraba un semblante lúgubre.
—Eso es un poco injusto, ¿no es cierto? —inquirió Meredith—. Elena nos lo contó la primera vez. Se diría que fueron ellos quienes sacaron precipitadamente esa conclusión por sí solos.
—Tendríamos que haberlo negado entonces. Ahora no podemos desdecirnos —declaró Damon categóricamente y, luego, como si le costara pronunciarlo—: Ah, bueno, a lo mejor conseguiremos lo que vinimos a buscar, de todos modos.
—Así es como nos hemos enterado; un idiota bajó corriendo los escalones chillando sobre un amuleto con dos piedras verdes.
—Fue todo lo que se nos ocurrió —explicó Elena en tono cansino—. Tanto a Damon como a mí nos compensa hacer esto si al menos podemos hallar la otra mitad de la llave.
—No tenéis que hacerlo —repuso Meredith—. Podemos irnos sin más.
Bonnie se la quedó mirando con asombro.
—¿Sin la llave zorro?
Elena negó con la cabeza.
—Ya hemos pasado por todo eso. La decisión unánime ha sido hacerlo de este modo. —Miró a su alrededor—. Bueno, ¿dónde están los tipos que estaban tan interesados en verlo?
—Buscando en el terreno… que antes había sido una sala de baile —respondió Bonnie—. O consiguiendo palas…, gran cantidad de ellas…, en el recinto de las cosas de jardinería de Blodwedd. ¡Uy! ¿Por qué me pellizcas, Meredith?
—Oh, vaya, ¿ha sido un pellizco? Mi intención era hacer esto…
Pero Elena se alejaba ya con paso firme, tan impaciente ahora como lo estaba Damon por acabar con aquello. «Medio acabarlo. Sólo espero que recuerde cambiarse y ponerse la cazadora de cuero y los vaqueros negros. Con traje de etiqueta… la sangre…»
«No permitiré que haya sangre.»
El pensamiento fue repentino y Elena no supo de dónde procedía. Pero en lo más profundo de su ser, pensó: «Ya ha sufrido suficiente castigo. Temblaba en la litera. Pensaba en el bienestar de otra persona a cada minuto. Ya es suficiente. Stefan no querría que se le lastimase más».
Alzó los ojos y se encontró con que una de las pequeñas y deformes lunas de la Dimensión Oscura se movía visiblemente sobre su cabeza. En esta ocasión la claudicación que Elena le brindó fue de un rojo brillante, una pluma brillando en sombría luz carmesí; pero se entregó a ella sin reservas, en cuerpo y alma, y ésta descansó sobre el santificado manantial de sangre eterna que era su condición de mujer. Y entonces supo lo que tenía que hacer.
—Bonnie, Meredith, oíd: somos un triunvirato. Tenemos que intentar compartir esto con Damon.
Ninguna se mostró entusiasmada.
Elena, cuyo orgullo había quedado hecho añicos por completo desde el primer momento que vio a Stefan en su celda, se arrodilló frente a ellas sobre el duro escalón de mármol.
—Os lo estoy suplicando…
—¡Elena! ¡No hagas eso! —jadeó Meredith.
—¡Por favor, levántate! ¡Oh, Elena…! —Bonnie estaba a punto de llorar.
Y así pues, fue la menuda y compasiva Bonnie quien cambió las cosas.
—Intentaré enseñar a Meredith cómo. Pero en cualquier caso, al menos lo compartiremos entre las tres.
Abrazo. Beso. Un susurro al interior de la melena rojiza.
—Sé lo que ves en la oscuridad. Eres la persona más valerosa que conozco.
Y entonces, dejando a una Bonnie estupefacta tras ella, Elena fue a reunir espectadores para sus azotes.