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—No obstante —los ojos de Damon adquirieron un destello acerado— sin el amuleto, mi asistente y yo no actuaremos.

—Pero… ¿con él lo haréis? Vaya, ¿estás diciendo que lo perdiste aquí?

—Pues mira por dónde, sí. Justo por la época en que se estaban efectuando los preparativos para la fiesta. —Damon lanzó una hermosa sonrisa perturbadora a los jóvenes vampiros y luego la apagó de improviso—. No tenía ni idea de que contaría con vuestra ayuda, e intentaba encontrar un modo de conseguir una invitación. Así que eché una mirada por ahí para ver cómo iban a diseñar el lugar.

—No me digas que fue antes de que apisonaran la hierba —dijo alguien con aprensión.

—Desgraciadamente, sí. Y recibí un mensaje psíquico, que me indicaba que la ll…, el amuleto está enterrado en alguna parte aquí.

Surgió un coro de gemidos entre la multitud.

A continuación se alzaron voces individuales, que señalaban las dificultades: la dureza parecida a la de la piedra del césped aplanado, las muchas salas de baile con sus innumerables arreglos florales en tierra, el huerto y los jardines («que todavía no hemos visto siquiera», pensó Elena).

—Comprendo la imposibilidad virtual de encontrar esto —dijo Damon, volviendo a introducir la mitad de la llave zorro en su mano y haciéndola desaparecer limpiamente en la mano de Elena, que estaba lista para recibirla. La joven tenía ahora un lugar especial para ella; lady Ulma se había ocupado de ello.

Hubo algunos refunfuños, pero acto seguido la gente empezó a alejarse en grupos de uno, dos y tres, hablando sobre los mejores lugares donde empezar a mirar.

«Damon, van a destruir los jardines de Blodwedd», protestó Elena en silencio.

«Estupendo. Ofreceremos todas las joyas que lleváis puestas las tres, así como todo el oro que llevo encima, como recompensa. Pero lo que cuatro personas no pueden hacer, a lo mejor mil sí pueden conseguirlo.»

Elena suspiró. «Todavía deseo que hubiésemos tenido la oportunidad de hablar con Blodwedd. No tan sólo para oírla hablar, sino para hacerle algunas preguntas. Me refiero a qué motivo tendría una hermosa flor como ella para proteger a Shinichi y Misao.»

La respuesta telepática de Damon fue breve. «Bien, probemos en las habitaciones superiores, entonces. Era a donde ella se dirigía, de todos modos.»

Encontraron una escalera de peldaños de cristal; bastante difícil de localizar al ser transparentes todas las paredes, y cuya ascensión resultaba aterradora. Una vez en el segundo piso buscaron otra, y finalmente Elena la encontró, al tropezar con el primer peldaño.

—¡Oh! —dijo, pasando la mirada del peldaño, que ahora era visible mediante una línea roja a lo largo del borde delantero, a su espinilla, que mostraba los mismos daños—. Bueno, puede que ella sea invisible, pero nosotros no.

—No es del todo invisible.

Elena sabía que Damon estaba canalizando Poder a sus ojos, porque ella había estado haciendo lo mismo, pero estos días se preguntaba quién de ellos tenía más de su sangre: ¿él o ella?

—No te fuerces, yo puedo ver los peldaños —dijo él—. Sólo cierra los ojos.

—Los ojos…

Antes de que pudiera preguntar por qué supo el motivo y, antes de que pudiera dar un grito, él ya la había levantado en volandas, su cuerpo cálido y sólido acogiéndola. Ascendió la escalera sosteniéndola en brazos de modo que el vestido quedara fuera del alcance de las gotitas de sangre que caían libremente al espacio.

Para alguien con miedo a las alturas, era un recorrido delirante y aterrador: incluso a pesar de que sabía que Damon estaba en unas condiciones magníficas y no la dejaría caer e incluso a pesar de que estaba segura de que veía por donde iba. Con todo, de habérsele dejado decidir a ella, jamás habría ido más allá de la primera escalera. En cualquier caso, ni siquiera se atrevió a moverse mucho por si acaso le hacía perder el equilibrio a Damon. Tuvo que limitarse a gimotear por lo bajo e intentar soportarlo.

Cuando, al cabo de una eternidad, llegaron a lo alto, Elena se preguntó quién la bajaría, o si se quedaría allí el resto de su vida.

Se encontraron cara a cara con Blodwedd, la más encantadora criatura inhumana que Elena había visto hasta el momento. Encantadora… pero singular. ¿Acaso no había una leve forma de prímula en sus cabellos en la parte posterior y en los lados? ¿En realidad no tenía su rostro la forma de un pétalo de flor de manzano así como el tenue rubor de tal pétalo?

—Estáis en mi biblioteca privada —les dijo.

Y, como si un espejo se hubiese quebrado, Elena quedó libre del postrer glamour de Blodwedd.

Los dioses la habían hecho de flores… pero las flores no hablan. La voz de Blodwedd era apagada y monótona, y destrozaba por completo la imagen de la muchacha hecha de flores.

—Lo sentimos —respondió Damon, naturalmente en absoluto sin aliento—. Pero nos gustaría hacerle algunas preguntas.

—Si creéis que os ayudaré, os equivocáis —contestó la joven pétalo de flor en el mismo tono nasal—. Odio a los humanos.

—Pero yo soy un vampiro, como sin duda ya ha discernido —empezó a decir Damon, usando grandes dosis de encanto, cuando Blodwedd le interrumpió.

—Una vez humano, siempre humano.

—¿Cómo dice?

La pérdida de control de Damon podría haber sido lo mejor que podía haber sucedido, se dijo Elena, intentando mantenerse detrás de él. Este se mostró tan claramente sincero respecto a su desprecio por los humanos que Blodwedd se ablandó un poco.

—¿Qué has venido a preguntar?

—Tan sólo si ha visto a unos kitsune últimamente; son hermano y hermana y se llaman a sí mismos Shinichi y Misao.

—Sí.

—O podrían… ¿perdón? ¿Sí?

—Esos ladrones vinieron a mi casa por la noche. Yo estaba en una fiesta. Volé de vuelta de la fiesta y casi les atrapé. Los kitsune son difíciles de alcanzar, no obstante.

—¿Dónde…? —Damon tragó saliva—. ¿Dónde estaban?

—Bajaban corriendo las escaleras de la entrada principal.

—¿Y recuerda la fecha en que estuvieron aquí?

—Fue la noche que se prepararon los jardines para esta fiesta. Pasaron rodillos de piedra por encima de la hierba. Montaron el dosel.

«Cosas muy raras para hacer por la noche», pensó Elena, pero luego recordó —de nuevo— que la luz era siempre la misma.

Pero el corazón le latía a toda prisa. Shinichi y Misao sólo podían haber estado aquí por una razón: dejar la mitad de la llave zorro.

«Y tal vez dejarla caer en el Gran Salón de Baile», pensó la joven, y contempló apáticamente cómo todo el exterior de la biblioteca rotaba, casi como un planetario gigante, de modo que Blodwedd pudiese tomar una esfera y colocarla en alguna especie de aparato que debía de hacer sonar la música en diferentes estancias.

—Disculpe —dijo Damon.

—Esto es mi biblioteca privada —respondió con frialdad Blodwedd con el telón de fondo del crescendo del soberbio final de la Suite de El pájaro de fuego.

—¿Lo que significa que debemos irnos?

—Lo que significa que ahora voy a mataros.