34

«No pienses en esas cosas —respondió Elena del mismo modo que había hablado Damon y por el mismo motivo—. Yo no pienso en ello porque si lo hago me volveré loca. Y si me vuelvo loca, ¿de qué le serviré a Stefan? No podría ayudarle. En su lugar lo bloqueo todo con muros de hierro y lo mantengo lejos a cualquier precio.»

—¿Y puedes conseguir eso? —preguntó Damon, con una voz que temblaba ligeramente.

—Puedo… porque tengo que hacerlo. ¿Recuerdas al principio cuando discutíamos sobre las cuerdas alrededor de nuestras muñecas? Meredith y Bonnie tenían dudas. Pero ellas sabían que yo llevaría esposas y me arrastraría detrás de ti si eso era lo que hacía falta. —Elena volvió la cabeza para mirar a Damon en la oscuridad carmesí y añadió—: Y tú te has delatado, una y otra vez, ¿sabes?

Le rodeó con los brazos para tocar su espalda curada, de modo que no tuviese dudas sobre a qué se refería.

—Eso lo hice por ti —repuso Damon con aspereza.

—En realidad no —replicó Elena—. Piensa en ello. Si no hubieses aceptado la Sanción, podríamos haber huido de la ciudad, pero jamás podríamos haber ayudado a Stefan después. Si te paras a pensarlo, cada cosa, todo lo que has hecho, lo has hecho por él.

—Si te paras a pensarlo, yo soy el culpable de que Stefan esté aquí para empezar —repuso Damon en tono cansado—. Imagino que estamos prácticamente a la par ahora.

—¿Cuántas veces discutiremos sobre lo mismo, Damon? Estabas poseído cuando dejaste que Shinichi te convenciera para hacerlo —dijo Elena, y se sintió exhausta—. Quizá necesites estar poseído otra vez… sólo un poco… para poder recordar lo que se siente.

Cada célula del cuerpo de Damon pareció estremecerse ante la idea. Pero se limitó a decir:

—Hay algo que todo el mundo ha pasado por alto, ya sabes. La arquetípica historia de dos hermanos que se matan el uno al otro simultáneamente, y se convierten en vampiros porque flirtearon con la misma chica.

—¿Qué? —inquirió Elena con dureza, arrancada con un sobresalto de su cansancio—. Damon, ¿a qué te refieres?

—Acabo de decírtelo. Hay algo que a todos vosotros se os ha pasado por alto. Ja. A lo mejor incluso a Stefan se le ha pasado por alto. La historia se cuenta y se vuelve a contar, pero nadie lo pesca.

Damon había vuelto el rostro. Elena se acercó más a él, sólo un poco, para que él pudiese oler su perfume, que era aceite esencial de rosas esa noche.

—Damon, cuéntamelo. ¡Cuéntamelo, por favor!

Damon empezó a volver la cabeza hacia ella…

Y fue en ese momento cuando los portadores se detuvieron. Elena sólo tuvo un segundo para secarse la cara, y las cortinas se descorrieron.

Meredith les había contado el mito que rodeaba a Blodwedd, que había obtenido de una esfera que narraba historias. Les había contado que a Blodwedd la habían hecho de flores y los dioses le habían dado vida, y cómo ella había traicionado a su esposo y lo había conducido a la muerte, y cómo, en castigo, había sido condenada a pasar cada noche desde la medianoche al amanecer bajo la forma de una lechuza.

Y, al parecer, había algo que las fábulas no mencionaban. El hecho de que hubiese sido condenada a vivir aquí, desterrada de la Corte Celestial al crepúsculo rojo intenso de la Dimensión Oscura.

Teniendo todo eso en cuenta, era lógico que sus fiestas empezaran a las seis de la tarde.

Elena descubrió que su mente saltaba de tema en tema. Aceptó una copa de Magia Negra de un esclavo mientras dejaba vagar la mirada.

Todas las mujeres y la mayoría de los hombres de la fiesta llevaban atuendos ingeniosos que cambiaban de color bajo el sol. Elena se sintió humilde; al fin y al cabo, todo al aire libre parecía ser rosa, escarlata o color vino. Mientras vaciaba su copa de Magia Negra, Elena se sintió ligeramente sorprendida al descubrir que su comportamiento pasaba automáticamente a modo fiesta y saludaba a personas que había conocido aquella misma semana con besos en las mejillas y abrazos como si las conociese de años. Entretanto, Damon y ella se abrían paso hacia la mansión, a veces a favor, a veces en contra de la corriente de personas en constante movimiento.

Consiguieron subir un empinado tramo de escalones de mármol blanco (rosa), que exhibían a ambos lados terraplenes de soberbias espuelas de caballero azules (violetas) y rosas silvestres de color rosa (escarlata). Elena se detuvo allí, por dos motivos. Uno fue conseguir una nueva copa de Magia Negra. La primera le había proporcionado ya un agradable rubor —aunque desde luego todo resplandecía constantemente allí— y esperaba que la segunda copa la ayudaría a olvidar todo lo que Damon había sacado a colación en la litera excepto la llave… y la ayudaría a recordar qué la había estado preocupando originalmente, antes de que la conversación de Bonnie y Meredith le hubiese hurtado los pensamientos.

—Imagino que el mejor modo es preguntarle a alguien —dijo a Damon, quien de improviso y sin hacer ruido estaba pegado a ella.

—¿Preguntar qué?

Elena se inclinó un poco en dirección al esclavo que acababa de proporcionarle una copa nueva.

—¿Podría indicarme… dónde está el salón de baile principal de lady Blodwedd?

El esclavo con librea pareció sorprendido. Luego, con la cabeza, indicó a su alrededor.

—Esta plaza… bajo el dosel… se ha ganado el nombre de Gran Salón de Baile —respondió, haciendo una reverencia por encima de su bandeja.

Elena le miró fijamente. Luego miró fijamente a su alrededor.

Bajo un dosel gigante —que le pareció semipermanente y del que colgaban por todas partes hermosos faroles en tonos que el sol realzaba— la lisa extensión de césped se extendía a lo lejos cientos de metros en todas direcciones.

«Es más grande que un campo de rugby.»

—Lo que me gustaría saber —preguntaba en aquellos momentos Bonnie a una invitada, una mujer que a todas luces había asistido a muchos de los acontecimientos sociales de Blodwedd y conocía bien la mansión— es: ¿qué habitación es la sala de baile principal?

—Oh, queridaaa, depende de a qué te refieras —respondió alegremente la invitada—. Estáaa el Gran Salón de Baile al aire libre… y tienes que haberlo visto mientras ascendías…, ¿el gran pabellón? Y luego estáaa el Salón de Baile Blanco en el interior. Ese está iluminado con candelabros y tiene todas las cortinas corridas. En ocasiones se le llama la Sala del Vals, ya que todo lo que se interpreta allí son valses.

Pero Bonnie seguía atrapada en el horror experimentado unas pocas frases antes.

—¿Hay un salón de baile fuera? —dijo con voz temblorosa, esperando que de algún modo lo hubiese oído mal.

—Así es, queridaaa. Puedes verlo a través de esa pared de allí.

La mujer decía la verdad. Uno podía ver a través de la pared, porque las paredes eran todas de cristal, una tras otra, lo que permitía a Bonnie ver lo que parecía una ilusión óptica creada con espejos: una habitación iluminada tras otra, todas repletas de gente. Únicamente la última estancia del piso inferior parecía hecha de algo sólido. Ése debía de ser el Salón de Baile Blanco.

Pero a través de la pared opuesta, a donde señalaba la invitada…, ¡oh, sí! Había la parte superior de un dosel, y recordó vagamente haber pasado por su lado. La otra cosa que recordaba era…

—¿Bailan sobre la hierba? ¿Ese… enorme campo de hierba?

—Desde luego. Está toda ella cortada y alisada especialmente. No tropezarás con una mala hierba o una pequeña protuberancia del suelo. ¿Estás segura de sentirte bien? ¿Pareces un tanto pálidaaa? Bueno —la invitada rió—, tan pálidaaa como puede parecerlo cualquiera bajo esta luz.

—Estoy perfectamente —respondió Bonnie un tanto aturdida—. Estoy… perfectamente.

Los dos grupos se reunieron más tarde y se contaron mutuamente los horrores que habían sacado a la luz. Damon y Elena habían descubierto que el suelo de la sala de baile al aire libre era casi tan duro como la roca; cualquier cosa que se hubiese enterrado allí antes de que el suelo se aplanara con pesados rodillos hasta dejarlo bien liso estaría ahora apisonado en algo parecido al cemento. Tan sólo se podía cavar alrededor del perímetro.

—Deberíamos haber traído a un adivino —dijo Damon—. Ya sabéis, alguien que usa un palo ahorquillado o un péndulo o un pedazo de ropa de una persona desaparecida para que lo conduzca a la zona correcta.

—Tienes razón —convino Meredith, cuyo tono de voz añadía claramente «por una vez»—. ¿Por qué no habremos traído a un adivino?

—Porque no conozco a ninguno —respondió él, con su más dulce y más feroz sonrisa de barracuda.

Bonnie y Meredith habían descubierto que el pavimento de la sala de baile interior era de roca; de hermosísimo mármol blanco. Había docenas de arreglos florales en la habitación, pero todo en lo que Bonnie había introducido la pequeña mano (tan discretamente como le fue posible) eran simplemente flores cortadas en un jarrón con agua. Nada de tierra, nada que pudiese justificar el uso del término «enterrado en».

—Y además, ¿por qué tendrían Shinichi y Misao que colocar la llave en agua que sabían que se tiraría a los pocos días? —preguntó Bonnie, frunciendo el ceño, mientras Meredith añadía:

—¿Y cómo encuentra uno una pieza suelta en el mármol? Así que no vemos cómo podría estar enterrada aquí. A propósito, lo he comprobado… y el Salón de Baile Blanco lleva aquí años, así que tampoco existe la posibilidad de que la arrojaran bajo las piedras cuando lo construían.

Elena, que bebía ya su tercera copa de Magia Negra, dijo:

—Muy bien. Tal y como lo vemos es una habitación tachada de la lista. Ahora, hemos conseguido ya la mitad de la llave… Fijaos en lo fácil que eso ha sido…

—A lo mejor eso fue sólo para fastidiarnos —repuso Damon, enarcando una ceja—. Para aumentar nuestras esperanzas, antes de hacerlas añicos por completo… aquí.

—No puede ser —dijo Elena con desesperación, dirigiéndole una mirada iracunda—. Hemos llegado tan lejos; más lejos de lo que Misao jamás imaginó que haríamos. Podemos encontrarla. Ya lo creo que la encontraremos.

—Está bien —dijo Damon, repentinamente muy serio—. Si hemos de fingir que somos personal de la casa y usar picos en esa tierra de ahí fuera, lo haremos. Pero primero, recorramos toda la casa por dentro. Eso pareció funcionar la mar de bien la última vez.

—De acuerdo —respondió Meredith, por una vez mirándole directamente y sin desaprobación—. Bonnie y yo nos ocuparemos de la planta de arriba y vosotros podéis dedicaros a la de abajo; a lo mejor podéis hallar algo en ese Salón de Baile Blanco.

—Muy bien.

Se pusieron manos a la obra. Elena deseó poder tranquilizarse. A pesar de tener la mayor parte de tres copas de Magia Negra oscilando en su interior —o quizá debido a ellas— veía ciertas cosas bajo otros ojos. Pero tenía que mantener la mente puesta en la misión… y sólo en la misión. Haría cualquier cosa —cualquiera, se dijo— para conseguir la llave. Cualquier cosa por Stefan.

El Salón de Baile Blanco estaba engalanado con olorosas flores enormes y opulentas en medio de un abundante follaje. Había arreglos florales sobre soportes individuales dispuestos para resguardar una zona alrededor de una fuente y convertirla en un rincón íntimo donde pudiesen sentarse las parejas. Y, aunque no había una orquesta visible, la música penetraba a raudales en la sala de baile, exigiendo una respuesta al susceptible cuerpo de Elena.

—Supongo que no sabrás bailar el vals —dijo Damon de improviso, y Elena advirtió que había estado oscilando al compás de la música, con los ojos cerrados.

—Desde luego que sé —respondió, un tanto ofendida—. Todas asistimos a las clases de la señora Hopewell. Era el equivalente a una escuela privada de etiqueta para señoritas en Fell's Church —añadió, viendo el lado divertido de ello y riéndose de sí misma—. Pero a la señora Hopewell en realidad lo que le encantaba era bailar, y nos enseñó todos los bailes y movimientos que consideró elegantes. Eso fue cuando yo tenía unos once años.

—Supongo que sería absurdo por mi parte pedirte que bailases conmigo —dijo Damon.

Elena le miró con lo que sabía eran unos ojos enormes y desconcertados. No obstante el escotado traje escarlata, no se sentía una sirena irresistible esta noche, pues estaba demasiado alterada para sentir la magia tejida en la tela, magia que ahora reparó en que le decía que era una llama danzarina, un espíritu del fuego. Supuso que Meredith debía de sentirse como un arroyo apacible, fluyendo veloz y constante hacia su punto de destino, pero chispeando y brillando todo el camino. Y Bonnie… Bonnie, por supuesto era un duendecillo del aire, que se suponía tenía que danzar con la ligereza de una pluma en aquel vestido opalino, sujeto apenas a la gravedad.

Pero, de pronto, Elena recordó ciertas ojeadas de admiración que había visto dirigidas a ella. ¿Y ahora de improviso Damon era vulnerable? Sin embargo, ¿no suponía que ella fuese a bailar con él?

—Pues claro que me encantaría bailar —dijo, advirtiendo con un leve sobresalto que en realidad no había reparado antes en que Damon llevaba un elegante traje de etiqueta con pajarita incluida.

Desde luego, era precisamente la noche en que podría resultar un estorbo para ellos, pero le daba el aspecto de un príncipe de la sangre.

El título hizo que sus labios formaran un leve mohín. De la sangre…, ¡oh, sí!

—¿Estás seguro de saber bailar el vals? —le preguntó ella.

—Una buena pregunta. Me interesé por él en 1885 porque tenía reputación de ser desenfrenado e indecente. Pero depende de si se habla del vals de los campesinos, el vals vienes, el vals vacilante, o…

—¡Oh, vamos, o nos perderemos otro baile!

Elena le agarró la mano, sintiendo diminutas chispas como si hubiese acariciado el pelaje de un gato a contrapelo, y le arrastró al interior de la oscilante multitud.

Empezó un nuevo vals. La música penetró a raudales en la habitación y casi alzó a Elena del suelo a la vez que le erizaba el vello de la nuca. Todo su cuerpo hormigueó como si hubiese bebido alguna especie de elixir celestial.

Era su vals favorito desde la infancia: aquel con el que había crecido. El vals de La Bella Durmiente de Chaikovski. Pero alguna parte infantil de su mente no pudo evitar emparejar las dulces notas arrolladoras que llegaron tras el atronador y electrizante inicio con las palabras de la versión cinematográfica de Disney:

«Eres tú el príncipe azul que yo soñé…»

Como siempre, hicieron aflorar las lágrimas a sus ojos; hicieron que su corazón cantase y los pies quisieran volar más que bailar.

Su vestido carecía de tela en la espalda, y la mano cálida de Damon descansaba allí sobre su piel desnuda.

«Ahora sé —le musitó— por qué llamaban a este baile desenfrenado e indecente.»

Y ahora, verdaderamente, Elena se sentía como una llama. «Estábamos destinados a estar así.» No podía recordar si era una vieja cita de Damon o algo nuevo que él justo le susurraba apenas a la mente en aquel momento. «Como dos llamas que se unen y funden en una.»

«Eres buena», le dijo Damon, y esta vez supo que era él hablando y que era el presente.

«No es necesario que me trates con condescendencia. ¡Me siento demasiado feliz ya!», respondió Elena, riendo. Damon era un experto, y no tan sólo en la precisión de los pasos. Bailaba el vals como si todavía fuese desenfrenado e indecente, y guiaba con una firmeza que, desde luego, la fuerza humana de Elena no podía vencer. Pero podía interpretar pequeñas señales de la joven, sobre lo que ésta quería y la complacía, como si bailasen sobre hielo, como si en cualquier momento fuesen a efectuar una rotación y saltar.

El estómago de Elena se derretía lentamente y se llevaba con él sus otros órganos internos.

Y en ningún momento se le ocurrió pensar qué habrían pensado sus amigas y rivales y enemigas del instituto viéndola derretirse por la música clásica. Estaba libre de rencores, de señalar mezquinamente diferencias para avergonzar a los demás. Ya no ponía etiquetas, y deseó poder regresar para mostrarle a todo el mundo que para empezar jamás lo había pensado en serio.

El vals finalizó demasiado pronto y Elena quiso presionar el botón de repetición y volver a empezar por el principio. Hubo un momento justo al finalizar la música en el que Damon y ella se miraron el uno al otro, con idéntica exaltación y anhelo y…

Y entonces Damon hizo una reverencia sobre su mano.

—En el vals hay otras cosas aparte de mover los pies —dijo, sin alzar los ojos hacia ella—. Hay una gracia ondulante que se puede aplicar a los movimientos, una llama saltarina de júbilo y unión… con la música, con una pareja. Ésas no son cuestiones que tienen que ver con la pericia. Muchas gracias por proporcionarme el placer.

Elena rió porque quería llorar. No quería dejar de bailar nunca. Quería bailar un tango con Damon; un auténtico tango, de esos que se supone que uno tiene que casarse después de bailarlo. Pero existía otra misión…, una misión necesaria que tenían que completar.

Pero al volverse, se encontró con toda una multitud frente a ella: hombres, demonios, vampiros, criaturas con aspecto de animal. Todos ellos querían un baile. La espalda del esmoquin de Damon se alejaba ya de ella.

«¡Damon!»

Él se detuvo pero no se dio la vuelta. «¿Sí?» «¡Ayúdame! ¡Es necesario que encontremos la otra mitad de la llave!»

Pareció necesitar un instante para aquilatar la situación, pero entonces comprendió. Regresó junto a ella y, tomándola de la mano, dijo en voz clara y resonante:

—Esta muchacha es mi… asistente personal. No deseo que baile con nadie que no sea yo.

Las palabras produjeron un murmullo de desasosiego; la clase de esclavas que se llevaba a aquel tipo de bailes no eran por lo general de la clase a las que se prohibía relacionarse con desconocidos. Pero justo entonces hubo una especie de conmoción en el lateral de la estancia, que acabó por hacer que la gente se apiñase en el extremo opuesto de donde estaban Damon y Elena.

—¿Qué sucede? —preguntó Elena, olvidando el baile y la llave.

—¿Quién es?, preguntaría yo, más bien —respondió Damon—. Y contestaría que nuestra anfitriona, lady Blodwedd en persona.

Elena se encontró apretujándose detrás de otras personas para conseguir una visión fugaz de aquella criatura de lo más extraordinaria. Pero cuando por fin vio a la muchacha de pie sola en la entrada de la sala de baile, lanzó una exclamación ahogada de sorpresa.

«Estaba hecha de flores…», recordó Elena. ¿Qué aspecto tendría una muchacha hecha de flores?

Tendría una tez del más tenue tono rosáceo de una flor de manzano, se dijo Elena, mirando fijamente sin el menor reparo. Las mejillas serían de un rosa levemente más intenso, como una rosa color amanecer, y los ojos, enormes en el delicado rostro perfecto, serían del color de la espuela de caballero, con espesas pestañas negras livianas como plumas que los mantendría entornados, como si anduviese siempre medio en sueños. Y tendría cabellos de un amarillo tan pálido como las prímulas, que le llegarían casi hasta el suelo, sujeto en trenzas que se iban amalgamando en trenzas más gruesas hasta que toda la masa quedaba unida justo por encima de los delicados tobillos.

Los labios serían tan rojos como amapolas, entreabiertos e incitantes. Y despediría un perfume que era como un ramillete de todas las primeras flores de la primavera. Andaría como si oscilara bajo la brisa.

Elena sólo pudo permanecer allí de pie, siguiendo con la mirada aquella visión como el resto de invitados que la rodeaban. «Sólo un segundo más para empaparme de tal hermosura», suplicó su mente.

—Pero ¿qué llevaba puesto? —se oyó preguntar Elena en voz alta, pues era incapaz de recordar ni un vestido deslumbrante ni un atisbo de reluciente piel color flor de manzano a través de tantas trenzas.

—Alguna especie de vestido. Estaba hecho de ¿qué otra cosa? Flores —intervino Damon irónicamente—. Llevaba un vestido hecho de todas las clases de flores que he visto en mi vida. No comprendo cómo permanecían en su sitio; a lo mejor eran de seda y estaban cosidas entre sí. —Era el único que no parecía deslumbrado por aquella visión.

—Me pregunto si querría hablar con nosotros… sólo unas pocas palabras —dijo Elena, que anhelaba oír la delicada voz mágica de la muchacha.

—Lo dudo —le respondió un hombre en el gentío—. No habla mucho… al menos hasta la medianoche. ¡Oye! ¡Eres tú! ¿Cómo te encuentras?

—Muy bien, gracias —respondió Elena cortésmente, y luego retrocedió a toda prisa.

Reconocía al que había hablado como uno de los jóvenes que habían obligado a Damon a coger su tarjeta de visita al final de la ceremonia ante el Padrino, la noche de su Sanción.

Ahora todo lo que quería era escapar de allí discretamente, pero había demasiada gente, y estaba claro que aquellos hombres no estaban dispuestos a que Damon y ella se fuesen.

—Esta es la muchacha de la que os hablé. Entra en trance y no le importa cómo la azoten; no siente nada…

—… sangre corriendo por sus costados igual que agua y ella no se estremeció ni una vez…

—Son un número profesional. Efectúan giras…

Elena estaba a punto de decir, con la mayor frescura, que Blodwedd había prohibido estrictamente esta clase de barbarie en su fiesta, cuando oyó que uno de los vampiros jóvenes decía:

—Por si no lo sabéis, fui yo quien persuadió a lady Blodwedd para que os invitara a esta reunión informal. Le hablé sobre vuestro número y se mostró muy interesada en verlo.

«Vaya, ingéniate una excusa —pensó Elena—. Pero al menos sé amable con estos jóvenes. De algún modo podrían resultar útiles más tarde.»

—Me temo que no podré hacerlo esta noche —dijo, en tono calmado, de modo que ellos no se rebelaran—. Me disculparé ante lady Blodwedd directamente, por supuesto. Pero hoy no es posible.

—Sí, sí lo es. —La voz de Damon, justo detrás de ella, la dejó estupefacta—. Es del todo posible… siempre y cuando alguien encuentre mi amuleto.

«¡Damon! ¿Qué estás diciendo?»

«¡Silencio! Hago lo que debo.»

—Por desgracia, hará unas tres semanas y media perdí un amuleto muy importante. Tiene este aspecto. —Sacó la mitad de la llave zorro y les dejó que le echasen un buen vistazo.

—¿Es eso lo que usaste para llevar a cabo el número? —preguntó alguien, pero Damon era demasiado listo para eso.

—No, muchas personas me vieron hacer el número hará sólo una semana más o menos sin él. Esto es un amuleto personal, pero con una parte de él desaparecida, sencillamente no me siento con ganas de hacer magia.

—Parece un zorro pequeño. ¿No serás un kitsune? —preguntó alguien demasiado listo para su propio bien, se dijo Elena, a continuación.

—Puede parecéroslo a vosotros. En realidad es una flecha. Una flecha con dos piedras verdes en la cabeza de la flecha. Es un… amuleto para potenciar el atractivo masculino.

Una voz femenina en alguna parte entre la multitud dijo:

—¡Yo diría que no necesitas más encanto masculino del que ya tienes en estos momentos!

Y sonaron carcajadas.