Ante su sorpresa, Elena no sintió enojo, únicamente la determinación de proteger a Stefan si podía.
Y entonces vio que en la celda que había dado por sentado que estaba vacía, había un kitsune.
El kitsune no se parecía en nada a Shinichi o a Misao. Tenía una larguísima cabellera tan blanca como la nieve, pero su rostro era joven. También iba todo vestido de blanco, túnica y bombachos hechos de algún material ondulante y sedoso, y la cola ocupaba prácticamente la pequeña celda, de tan esponjosa como era. También tenía orejas de zorro que se movían nerviosamente a un lado y a otro. Sus ojos brillaban con el dorado de los fuegos artificiales.
Era guapísimo.
El kitsune volvió a toser. Luego sacó… de la larga melena, pensó Elena, una bolsa muy pequeña de delgado cuero.
«Como la bolsa perfecta para una joya perfecta», se dijo Elena.
Acto seguido el kitsune simuló coger una botella de Magia Negra (era pesada y el fingido trago fue delicioso), y llenó la pequeña bolsa con ella. Luego fingió tomar una jeringuilla (la sostuvo igual que lo había hecho el doctor Meggar y le dio golpecitos para eliminar las burbujas) y la llenó con el contenido de la bolsita. Finalmente, introdujo la fingida jeringuilla a través de su propia reja y presionó con el pulgar para vaciarla.
—Puedo darte vino Magia Negra —tradujo Elena—. Puedo meterlo en tu bolsita y llenar la jeringuilla. El doctor Meggar lo haría con mayor precisión, pero no hay tiempo, así que voy a hacerlo yo.
—Yo… —empezó a decir Stefan.
—Tú vas a beber tan rápido como puedas.
Elena amaba a Stefan, quería oír su voz, quería llenarse los ojos con él, pero había una vida que salvar, y era la propia vida de Stefan. Tomó la bolsita dando las gracias con una reverencia al kitsune y dejó la capa sobre el suelo; estaba demasiado concentrada en Stefan para recordar siquiera cómo iba vestida.
Sus manos querían temblar pero no quiso permitirlo. Tenía tres botellas de Magia Negra allí: la suya propia, en la capa, la del doctor Meggar, y en alguna parte, en su capa, la de Damon.
Así que, con la delicada eficiencia de una máquina, repitió lo que el kitsune le había mostrado una y otra vez. Sumerge, tira hacia arriba del émbolo, introdúcela a través de la alambrada y lanza un chorrito. Una vez y otra y otra.
Tras haberlo hecho como una docena de veces, Elena desarrolló una técnica nueva, la catapulta. Llenaba la bolsita de vino y la sujetaba por la parte superior hasta que Stefan colocaba su boca en posición, y entonces, todo en un solo movimiento, golpeaba la bolsa con la palma de la mano y lanzaba un buen chorrito directamente al interior de la boca de Stefan. Dejó la rejilla pegajosa, dejó a Stefan pegajoso; no habría funcionado si el acero hubiese sido afilado para él, pero lo cierto era que consiguió introducir una sorprendente cantidad en su garganta.
La otra botella de vino Magia Negra la colocó en la celda del kitsune, que tenía barrotes normales. No sabía muy bien cómo darle las gracias, pero cuando pudo dedicarle un segundo, se volvió hacia él y le sonrió. Éste sorbía el vino directamente de la botella, y su rostro mostraba una serena expresión de placer.
El final llegó demasiado de prisa. Elena oyó la voz de Sage que tronaba:
—¡No es justo! ¡Elena no estará lista! ¡Elena no ha dispuesto de tiempo suficiente con él!
Elena no necesitaba que le dejasen caer un yunque en la cabeza. Introdujo a toda prisa la última botella de vino Magia Negra en la celda del kitsune, le hizo una última reverencia y le devolvió la bolsita… pero con el diamante amarillo de su ombligo dentro. Era la alhaja más grande que le quedaba y vio cómo él le daba vueltas con meticulosidad entre sus dedos de largas uñas y luego se ponía en pie y le dedicaba una pequeña reverencia. Hubo un momento para una sonrisa mutua y acto seguido Elena recogía ya las cosas del maletín del doctor Meggar y se ponía la capa roja. Luego se volvió hacia Stefan, hecha un flan otra vez, y dijo de forma entrecortada:
—Lo siento mucho. No era mi intención convertir esto en una visita médica.
—Tenías la oportunidad de salvarme la vida y no has podido dejarla pasar.
En ocasiones los dos hermanos se parecían muchísimo.
—¡Stefan, no! ¡Oh, te amo!
—Elena. —Le besó los dedos, apretado contra las rejas, y luego se dirigió a los guardas—: ¡No, por favor, por favor, no os la llevéis! ¡Por compasión, dadnos un minuto más! ¡Sólo uno!
Pero Elena tuvo que soltarle los dedos para mantener cerrada la capa. Lo último que vio de Stefan fue que aporreaba la alambrada con los puños y gritaba:
—¡Elena, te amo! ¡Elena!
Luego a ella la arrastraron fuera del pasillo y se cerró una puerta entre ellos. Hundió los hombros con desánimo.
Unos brazos la rodearon y la ayudaron a andar. ¡Elena se enfureció! Si a Stefan lo estaban llevando de vuelta a su antigua celda infestada de piojos —como suponía que harían, más o menos en aquellos momentos— le estaban haciendo andar. Y aquellos demonios no hacían nada con delicadeza, lo sabía. Probablemente le conducían igual que a un animal con afilados instrumentos de madera.
Elena también podía andar.
Al alcanzar la parte delantera del vestíbulo del Shi no Shi, miró a su alrededor.
—¿Dónde está Damon?
—En el carruaje —respondió Sage con su voz más dulce—. Necesitaba algo de tiempo.
Parte de Elena dijo: «¡Yo le daré tiempo! ¡Tiempo para chillar una vez antes de que le arranque la garganta!». Pero el resto de ella simplemente estaba triste.
—No he conseguido decirle nada de lo que le quería decir. Quería decirle lo mucho que lo siente Damon; y cómo ha cambiado Damon. Ni siquiera recordaba que Damon había estado allí…
—¿Habló contigo? —Sage parecía estupefacto.
Los dos, Sage y Elena, cruzaron las últimas puertas de mármol del edificio de los Dioses de la Muerte. Ése era el nombre que Elena había elegido para el lugar en su propia mente.
El carruaje estaba junto al bordillo frente a ellos, pero nadie entró. En su lugar, Sage guió con suavidad a Elena a cierta distancia de los demás. Una vez allí posó las enormes manos sobre sus hombros y habló, todavía con aquella voz tan suave.
—Mon Dieu, mi pequeña, la verdad es que no quiero decirte esto. Lo que sucede es que debo hacerlo. Temo que incluso aunque consigamos sacar a tu Stefan de la cárcel el día de la fiesta de lady Blodwedd… será demasiado tarde. En tres días estará ya…
—¿Es ésa tu opinión médica? —replicó Elena con sequedad, alzando los ojos hacia él.
Sabía que tenía el rostro demacrado y pálido y que él la compadecía enormemente, pero lo que quería era una respuesta.
—No soy un médico —respondió despacio—. Sólo soy otro vampiro.
—¿Sólo otro Antiguo?
Sage enarcó las cejas.
—Vaya, ¿de dónde has sacado esa idea?
—De ningún sitio. Disculpa si estoy equivocada. Pero ¿podrías hacer venir al doctor Meggar?
Sage la contempló durante un largo minuto más, luego partió en busca del médico. Regresaron juntos.
Elena estaba preparada para ellos.
—Doctor Meggar, Sage únicamente vio a Stefan al principio, antes de que le diese esa inyección. La opinión de Sage es que, en tres días, Stefan estará muerto. Teniendo en cuenta los efectos de la inyección, ¿está usted de acuerdo?
El doctor Meggar la miró detenidamente y ella pudo ver el brillo de las lágrimas en sus ojos miopes.
—Es… posible…, sólo posible, que si tiene suficiente fuerza de voluntad, pudiese seguir vivo para entonces. Pero lo más probable…
—¿Cambiaría de algún modo su opinión si yo dijese que ha bebido quizá una tercera parte de una botella de vino Magia Negra esta noche?
Los dos hombres la miraron sorprendidos.
—¿Estás diciendo…?
—¿O es un plan que tienes ahora?
—¡Por favor! —Olvidándose de la capa, olvidándolo todo, Elena aferró las manos del doctor Meggar—. Encontré un modo de hacerle beber más o menos esa cantidad. ¿Cambia eso las cosas? —Oprimió las ancianas manos hasta notar los huesos.
—Desde luego que debería. —El doctor Meggar se mostró desconcertado y temeroso de tener esperanzas—. Si realmente conseguiste introducir esa cantidad en su sistema, es casi seguro que vivirá hasta la noche de la fiesta de Blodwedd. Eso es lo que querías oír, ¿no es cierto?
Elena se echó hacia atrás, incapaz de resistirse a posar un leve beso en sus manos mientras las soltaba.
—Y ahora vayamos a darle a Damon la buena noticia —dijo.
En el carruaje, Damon estaba sentado muy rígido, con el perfil recortado contra un cielo rojo sangre. Elena entró y cerró la puerta tras ella.
Sin la menor expresión, él dijo:
—¿Se ha acabado?
—¿Acabado?
Elena en realidad no era tan dura de entendederas, pero imaginó que era importante que Damon tuviese bien claro lo que preguntaba.
—¿Está… muerto? —preguntó Damon en tono fatigado, pellizcándose el caballete de la nariz con los dedos.
Elena permitió que el silencio se prolongara unos cuantos segundos más. Damon debía de saber que no era probable que Stefan muriera realmente en la media hora siguiente. Al no recibir ahora una confirmación instantánea de tal cosa su cabeza se alzó con brusquedad.
—¡Elena, cuéntamelo! ¿Qué sucedió? —exigió, con urgencia—. ¿Está muerto mi hermano?
—No —respondió ella con calma—; pero es probable que muera en unos pocos días. Esta vez estaba lúcido, Damon. ¿Por qué no has hablado con él?
Hubo una inhalación de aire casi palpable por parte de Damon.
—¿Qué tengo que decirle que importe? —preguntó con aspereza—. ¿«Vaya, siento haberte casi matado»? ¿«Vaya, espero que sobrevivas unos cuantos días más»?
—Algo así, quizá, si eliminas el sarcasmo.
—Cuando yo muera —replicó Damon en tono cortante—, lo haré de pie y peleando.
Elena le abofeteó en la boca. No había mucho espacio para tomar impulso allí, pero puso tras el gesto tanto Poder como se atrevió sin correr el riesgo de destrozar el carruaje.
Tras ello, hubo un largo silencio. Damon se tocaba el labio sangrante, acelerando la cicatrización, tragando su propia sangre.
Por fin dijo:
—No se te ha ocurrido siquiera que eres mi esclava, ¿verdad? ¿Que soy tu amo?
—Si quieres refugiarte en la fantasía, es asunto tuyo —repuso ella—. Por mi parte, tengo que ocuparme del mundo real. Y, a propósito, poco después de que huyeses, Stefan no tan sólo estaba de pie sino que reía.
—Elena. —Su tono se fue elevando rápidamente—. ¿Encontraste un modo de darle sangre? —Le agarró el brazo con tanta fuerza que le dolió.
—Sangre no. Un poco de Magia Negra. Con dos de nosotros allí, habría sido el doble de rápido.
—Erais tres allí.
—Sage y el doctor Meggar tenían que distraer a los guardas.
Damon retiró la mano.
—Entiendo —dijo, inexpresivo—, así que le he vuelto a fallar una vez más.
Elena le miró con lástima.
—Estás totalmente dentro de la bola de piedra ahora, ¿verdad?
—No sé de qué estás hablando.
—La bola de piedra en la que metes todo lo que podría lastimarte. Incluso te metes a ti dentro de ella, aunque debe de haber muy poco espacio allí dentro. Katherine debe de estar allí también, supongo, emparedada en su propia pequeña cámara. —Recordó la noche en el hotel—. Y tu madre, desde luego. Debería decir la madre de Stefan. Ella fue la madre que conociste.
—No…, mi madre… —Damon no podía siquiera formar una frase coherente.
Elena sabía lo que él quería. Necesitaba que le abrazasen, le consolasen y le dijesen que todo estaba bien; ellos dos, solos, bajo la capa de la joven, rodeándole con sus cálidos brazos. Pero no iba a obtenerlo. Esta vez ella se negó.
Le había prometido a Stefan que esto era para él, sólo para él. Y, se dijo, se mantendría fiel al espíritu de esa promesa, aunque no se hubiese mantenido fiel a la letra, eternamente.
A medida que transcurría la semana, Elena consiguió recuperarse del dolor de ver a Stefan. Aunque ninguno de ellos podía hablar sobre ello excepto en forma de entrecortadas exclamaciones breves, escucharon a Elena cuando dijo que todavía quedaba un trabajo por hacer, y que si conseguían completarlo bien podrían ir a casa pronto; mientras que si no lo completaban, a Elena tanto le daba si se iba a casa como si se quedaba allí en la Dimensión Oscura.
¡A casa! Sonaba como un lugar de asilo, incluso a pesar de que Bonnie y Meredith sabían de primera mano la clase de infierno que les acechaba en Fell's Church. Pero de algún modo cualquier cosa sería preferible a esta tierra de luz color sangre.
La esperanza despertó el interés por lo que les rodeaba, y volvieron a ser capaces, una vez más, de entusiasmarse con los vestidos que lady Ulma estaba haciendo confeccionar para ellas. Diseñar era la única actividad de la que la mujer podía disfrutar aún durante su descanso oficial en cama, y lady Ulma había trabajado intensamente en su libro de bocetos. Puesto que la fiesta de Blodwedd sería un acontecimiento que se celebraría tanto bajo techo como al aire libre, los tres vestidos tenían que diseñarse cuidadosamente para que resultasen atractivos tanto a la luz de las velas como bajo los rayos carmesíes del enorme sol rojo.
El vestido de Meredith era de un intenso azul metálico, violeta a la luz del sol, y mostraba un lado de la muchacha por completo diferente de la seductora joven del ajustado traje de sirena que había asistido a la gala de lady Fazina. A Elena le recordaba en cierto modo a la manera de vestir de una princesa egipcia. Una vez más, dejaba los brazos y hombros de Meredith al descubierto, pero la púdica falda estrecha que descendía en líneas rectas hasta las sandalias y la delicadeza de los zafiros que adornaban los tirantes servían para dar a Meredith un aspecto recatado. El conjunto quedaba acentuado por el pelo suelto, como lady Ulma había dictaminado, y el rostro desprovisto de maquillaje a excepción de kohl alrededor de los ojos. Para finalizar, un collar elaborado con los zafiros más grandes tallados en forma de óvalo y gemas de un color azul a juego en las muñecas y los delgados dedos.
El vestido de Bonnie era muy ingenioso: estaba confeccionado en un tejido plateado que adquiría un tinte pastel del color de la luz ambiental. Del color de la luz de la luna bajo techo, brillaba con un suave rosa reluciente, casi el mismo color de los cabellos fresa de Bonnie, cuando estaba en el exterior. Lo acompañaban un cinturón, un collar, unos brazaletes, unos pendientes y unos anillos, todo de ópalos blancos tallados en cabujón. Recogerían los rizos de Bonnie cuidadosamente en alto y lejos de la cara, en una audaz masa desordenada, dejando que su traslúcida tez brillase suavemente rosada bajo la luz del sol, y etéreamente pálida dentro de la casa.
Una vez más, el vestido de Elena era el más sencillo y el más llamativo. El traje era escarlata, el mismo color bajo el sol que a la luz de una lámpara de gas dentro de la casa. Era bastante escotado, dando a su piel cremosa una oportunidad de brillar dorada a la luz del sol. Muy ceñido al cuerpo, tenía un gran corte vertical lateral para concederle espacio para andar o bailar. La tarde de la fiesta, lady Ulma hizo que cepillasen con esmero los cabellos de Elena hasta convertirlos en una nube enmarañada que brillaba en un tono rojo veneciano al aire libre y dorado bajo techo. Las alhajas abarcaban desde un entredós de diamantes al final del escote, a diamantes en los dedos, muñecas y la parte superior de un brazo, más una gargantilla de diamantes que encajaba sobre el collar de Stefan. Todas ellas refulgirían tan rojas como rubíes a la luz del sol, pero de vez en cuanto centellearían con otro color llamativo, como un estallido de fuegos artificiales en miniatura. Los espectadores, prometió lady Ulma, se sentirían deslumbrados.
—Pero no puedo ponerme estas cosas —había protestado Elena a lady Ulma—. Tal vez no tenga la posibilidad de volver a verla antes de que lleguemos hasta Stefan… ¡y a partir de ese momento estaremos huyendo!
—Lo mismo nos sucede a nosotras —había añadido Meredith con voz sosegada, mirando a cada una de las muchachas con sus colores «bajo techo» azul plateado, escarlata y ópalo—. Todas llevamos más alhajas de las que hemos llevado nunca dentro o fuera de una casa…, pero ¡usted podría perderlas todas!
—Y vosotras podríais necesitarlas todas —había dicho Lucen con tranquilidad—. Más razón aún para que cada una lleve joyas que pueda canjear por carruajes, seguridad, comida, lo que sea. Los diseños son muy simples, además; podéis arrancar una gema y usarla como pago, y las joyas no están montadas de un modo complicado que pudiese no ser del gusto de un coleccionista.
—Además de eso, son todas de la mayor calidad —había añadido lady Ulma—. Son las muestras más perfectas de su clase que hemos podido conseguir con tan poca antelación.
En ese momento, las tres chicas ya no pudieron más y se abalanzaron sobre la pareja —lady Ulma en su enorme cama, con el libro de bocetos siempre junto a ella, y Lucen de pie a poca distancia— y lloraron y besaron y en general arruinaron los maravillosos trabajos que se habían llevado a cabo en sus rostros.
—Ustedes son como ángeles para nosotras, ¿lo saben? —sollozó Elena—. ¡Igual que hadas madrinas o ángeles! ¡No sé cómo decir adiós!
—Como ángeles —había dicho entonces lady Ulma, secando una lágrima de la mejilla de Elena.
Luego la agarró, diciendo: «¡Mira!» y se señaló a sí misma cómodamente en cama, con un par de radiantes muchachas de ojos ingenuos preparadas para atender sus deseos. A continuación, señaló la ventana, por la cual se podía ver una corriente de agua movida por un molino, y algunos ciruelos, con fruta madura resplandeciendo como joyas en las ramas, y acto seguido, con un amplio movimiento de la mano, indicó los jardines, huertos, campos y bosques de la hacienda.
Después tomó la mano de Elena y la pasó sobre la curva de su propio abdomen.
—¿Ves? —había dicho casi en un susurro—. ¿Ves todo esto…? ¿Puedes recordar cómo me encontraste? ¿Quién es un ángel ahora?
Al oír aquellas palabras y recordar «cómo la encontró», las manos de Elena habían volado a cubrirle el rostro… como si hubiese sido incapaz de soportar lo que el recuerdo le mostraba de ella en aquel momento. En seguida volvió a abrazar y besar a lady Ulma, y se inició toda una nueva ronda de abrazos que acabaron de echar por tierra los últimos restos de maquillaje.
—El amo Damon tuvo incluso la amabilidad de comprar a Lucen —dijo lady Ulma—, y quizá no te lo puedas imaginar, pero… —en este punto había mirado al sosegado joyero barbudo con ojos llenos de lágrimas— siento por él lo que tú sientes por tu Stefan. —Y entonces se ruborizó y ocultó su rostro entre las manos.
—Va a liberar a Lucen hoy mismo —explicó Elena, dejándose caer de rodillas para posar la cabeza sobre la almohada de la mujer—. Y le va a entregar la hacienda de modo irrevocable. Ha tenido a un abogado… un letrado dirían ustedes… trabajando en los papeles toda la semana con una Guardiana. Al fin están listos, e incluso si aquel repugnante general volviese, no podría hacerle nada. Esta casa es suya para siempre.
Más llantos. Más besos. Sage, que recorría inocentemente el pasillo, silbando, tras un divertido paseo con su perro, Sable, pasó ante la habitación de lady Ulma y le hicieron entrar.
—¡Todas te echaremos de menos también a ti! —había llorado Elena—. ¡Muchas gracias!
Más tarde, ese mismo día, Damon cumplió todas las promesas de Elena, además de dar una gran bonificación a cada miembro del servicio. El aire se llenó de confeti metálico, pétalos de rosa, música y gritos de despedida mientras conducían a Damon, Elena, Bonnie y Meredith a la fiesta de Blodwedd… y lejos de allí para siempre.
—Ahora que lo pienso, ¿por qué Damon no nos ha liberado a nosotras? —preguntó Bonnie a Meredith mientras se dirigían en literas a la mansión de Blodwedd—. Puedo comprender que necesitásemos ser esclavas para entrar en este mundo, pero ahora estamos dentro de él. ¿Por qué no convertirnos en chicas honradas?
—Bonnie, ya somos chicas honradas —le recordó Meredith—. Y creo que la cuestión es que jamás fuimos auténticas esclavas en absoluto.
—Bueno, me refería a: ¿por qué no nos libera de modo que todo el mundo sepa que somos chicas honradas, Meredith?, y tú lo sabes.
—Porque no puedes liberar a alguien que ya es libre, ése es el motivo.
—Pero podría haber cumplido con el ceremonial —persistió Bonnie—. ¿O es tan difícil liberar a un esclavo libre aquí?
—No lo sé —repuso Meredith, desmoronándose por fin bajo el incansable interrogatorio—. Pero te diré por qué creo yo que no lo hace. Creo que es porque de este modo es responsable de nosotras. Quiero decir, no es que a las esclavas no se las pueda castigar; ya lo vimos con Elena. —Meredith hizo una pausa mientras ambas se estremecían ante el recuerdo—. Pero, en última instancia, es el propietario del esclavo quien puede perder la vida por la infracción. Recuerda, querían clavarle una estaca a Damon por lo que hizo Elena.
—¿Así que lo hace por nosotras? ¿Para protegernos?
—No lo sé. Eso… supongo —dijo Meredith lentamente.
—Entonces… Imagino que hemos estado equivocadas respecto a él en el pasado…
Bonnie usó generosamente el «hemos» en lugar del «has», pues Meredith había sido siempre el miembro del grupo que más se resistía al encanto de Damon.
—Eso… supongo —volvió a decir Meredith—. ¡Aunque parece que todo el mundo olvida que no hace tanto que Damon ayudó a los gemelos kitsune a meter a Stefan aquí! Y está muy claro que Stefan no había hecho nada para merecerlo.
—Bueno, es evidente que eso es cierto —replicó Bonnie, que pareció aliviada por no haber estado demasiado equivocada, y al mismo tiempo curiosamente nostálgica.
—Todo lo que Stefan ha querido siempre de Damon ha sido paz y tranquilidad —prosiguió Meredith, como si pisara terreno más firme.
—Y Elena —añadió automáticamente Bonnie.
—Sí, sí… y Elena. Pero ¡todo lo que Elena quería era a Stefan! Quiero decir… todo lo que Elena quiere…
La voz de Meredith se apagó. La frase ya no parecía funcionar adecuadamente en el tiempo presente. Volvió a probar.
—Todo lo que Elena quiere ahora es…
Bonnie se limitó a contemplarla sin habla.
—Bueno, sea lo que sea lo que quiera —concluyó Meredith, bastante conmocionada—, quiere que Stefan forme parte de ello. Y no quiere que ninguna de nosotras tenga que permanecer aquí; en este…, este agujero infernal.
En otra litera justo al lado de ellas las cosas estaban muy silenciosas. Bonnie y Meredith estaban tan acostumbradas ya a viajar en literas cerradas que ni siquiera habían advertido que otro palanquín había ido a colocarse a su lado y que sus voces se podían oír perfectamente en el caluroso y quieto aire de la tarde.
En la segunda litera, Damon y Elena contemplaban con atención las cortinas de seda que ondeaban abiertas.
Entonces, Elena, con un aire casi enloquecido de necesitar algo que hacer, desenrolló a toda prisa un cordón y las cortinas descendieron.
Fue un error. Encerró a Elena y a Damon en un surrealista rectángulo que resplandecía en tonos rojos, en el que únicamente las palabras que acababan de escuchar parecían tener sentido.
Elena notó que su respiración se aceleraba. El aura se escapaba de su control. Todo se iba al traste.
«¡Ellas no creen que únicamente quiero estar con Stefan!»
—Mantente tranquila —dijo Damon—. Ésta es la última noche. Para mañana…
Elena alzó una mano para impedir que lo dijese.
—Para mañana ya habremos encontrado la llave y recuperado a Stefan y estaremos fuera de aquí —dijo Damon de todos modos.
«Eso trae mala suerte», pensó Elena. Y envió una oración tras el pensamiento.
Viajaron en silencio en dirección a la espléndida mansión de Blodwedd y, durante un tiempo sorprendentemente largo, Elena no advirtió que Damon temblaba. Fue un veloz e involuntario suspiro entrecortado lo que la alertó.
—¡Damon! ¡Santo…, santo cielo! —Elena estaba acongojada, sin encontrar, no palabras, sino las palabras correctas—. ¡Damon, mírame! ¿Por qué?
«¿Por qué? —respondió él en la única voz en la que podía confiar que no temblaría, que no se quebraría—. Porque… ¿piensas alguna vez en lo que le está sucediendo a Stefan mientras tú vas de camino a una fiesta vistiendo ropas espléndidas, transportada en volandas, para beber el vino más excelente y bailar… mientras él…, mientras él…» El pensamiento permaneció inconcluso.
«Esto es precisamente lo que necesitaba justo antes de ser vista en público», pensó Elena, mientras alcanzaban el largo camino de entrada de la casa de Blodwedd. Intentó hacer acopio de todos sus recursos antes de que se descorrieran las cortinas y fueran libres de penetrar en la ubicación de la segunda mitad de la llave.