32

Elena resplandecía de felicidad. Se había acostado feliz y había despertado aún feliz, serena porque sabía que pronto…, pronto visitaría a Stefan, y que tras eso —sin duda muy pronto— podría sacarlo de allí.

A Bonnie y a Meredith no les sorprendió que Elena se planteara dos cuestiones: quién la acompañaría y qué ropa ponerse. Lo que sí las sorprendió fueron las elecciones que hizo.

—Si os parece bien —dijo lentamente al principio, describiendo círculos con un dedo sobre la enorme mesa de una de las salas de recibir mientras todo el mundo se congregaba allí a la mañana siguiente—, me gustaría que me acompañasen sólo unas pocas personas. A Stefan le han tratado mal —prosiguió—, y odia tener mal aspecto delante de otras personas. No quiero humillarle.

Hubo una especie de sonrojo general ante aquello. O quizá fue un arrebato conjunto de enojo… y luego todos se sintieron culpables. Con las ventanas orientadas al oeste ligeramente abiertas, de modo que una luz roja de primeras horas del día lo inundaba todo, era difícil de saber. Únicamente una cosa era segura: todo el mundo quería ir.

—Así que espero —dijo Elena, volviéndose para mirar a Meredith y a Bonnie a los ojos— que ninguna de vosotras se sienta dolida si no la escojo para venir conmigo.

«Eso les dice a las que están fuera», pensó Elena al ver florecer la comprensión en ambos rostros. Casi todos sus planes dependían de cómo reaccionaran sus dos mejores amigas ante sus palabras.

Meredith fue hacia ella galantemente para ser la primera en respaldarla.

—Elena, has pasado por un infierno…, literalmente…, y casi has muerto al hacerlo… para llegar hasta Stefan. Lleva contigo a las personas que consideres que te vayan a ser más útiles.

—Nos damos cuenta de que no es un concurso de popularidad —añadió Bonnie, tragando saliva, porque intentaba no llorar.

«En realidad quiere ir —se dijo Elena—, pero lo comprende.»

—Stefan podría sentirse más incómodo delante de un chica que delante de un chico —siguió Bonnie.

«Y ni siquiera ha añadido: "A pesar de que jamás haríamos nada para avergonzarle"», pensó Elena, rodeando la mesa para darle un abrazo y sintiendo el pequeño y suave cuerpo de pajarito de Bonnie entre sus brazos. Luego se dio la vuelta y notó los brazos cálidos, esbeltos y duros de Meredith, y como siempre sintió que parte de su tensión se disipaba.

—Gracias —dijo, y a continuación se secó las lágrimas de los ojos—. Y tenéis razón, creo que sería más duro encontrarse frente a chicas que frente a chicos en la situación en que está. Además, sería más duro encontrarse ante amigas a las que ya conoce y quiere. Así que me gustaría pedirles que me acompañen a Sage, Damon y el doctor Meggar.

Lakshmi se levantó de un brinco tan interesada como si hubiese sido elegida.

—¿Dónde está encarcelado? —preguntó, más bien alegremente.

Fue Damon quien respondió.

—El Shi no Shi.

Los ojos de Lakshmi se abrieron como platos. Miró fijamente a Damon por un momento, y luego salió brincando por la puerta; su voz estremecida flotaba tras ella.

—¡Tengo tareas que hacer, amo!

Elena se volvió para mirar directamente a Damon.

—¿A qué se ha debido esa reacción suya? —preguntó en una voz que habría congelado lava a treinta metros.

—No lo sé. De verdad. No lo sé. Shinichi me mostró caracteres kanji y dijo que se pronunciaban «Shi no Shi» y que significaban «la Muerte de la Muerte»… como al retirarle la maldición de la muerte a un vampiro.

Sage tosió.

—¡Oh, mi confiado pequeño! Mon cher idiot. Mira que no buscar una segunda opinión…

—Lo hice, en realidad. Le pregunté a una señora japonesa de mediana edad en una biblioteca si esas romaji…, esas palabras japonesas escritas en nuestro alfabeto…, significaban la Muerte de la Muerte. Y lo confirmó.

—Y tú diste media vuelta y te fuiste —dijo Sage.

—¿Cómo lo sabes? —Damon empezaba a enojarse.

—Porque, mon cher, esas palabras significan muchas cosas. Todo depende de los caracteres japoneses usados en primer lugar…, que tú en realidad no le mostraste.

—¡No los tenía! Shinichi lo escribió en el aire para mí, en humo rojo. —Continuó en una especie de angustia enfurecida—: ¿Qué otras cosas significan?

—Bueno, pueden significar lo que dijiste. Pero también podrían significar «la nueva muerte». O «la auténtica muerte». O incluso… «Los Dioses de la Muerte». Y teniendo en cuenta el modo en que han tratado a Stefan…

Si las miradas hubiesen sido estacas, Damon ya habría sido hombre muerto a aquellas alturas. Todo el mundo le contemplaba con miradas duras y acusadoras. Giró como un lobo acorralado y les mostró los dientes en su sonrisa de 250 kilovatios.

—En cualquier caso, no imaginaba que fuese nada extraordinariamente agradable —repuso—. Simplemente pensé que le ayudaría a librarse de la maldición de ser un vampiro.

—En cualquier caso —repitió Elena, y a continuación dijo—: Sage, si quisieras ir y asegurarte de que nos dejarán entrar cuando lleguemos, me sentiría enormemente agradecida.

—Como si ya estuviese hecho,madame.

—Y…, veamos…, quiero que todo el mundo lleve puesto algo un poco diferente para ir a visitarle. Si os parece bien, iré a hablar con lady Ulma.

Pudo percibir las miradas perplejas de Bonnie y Meredith clavadas en su espalda cuando salió.

Lady Ulma estaba pálida, pero con la mirada brillante, cuando hicieron pasar a Elena a su habitación. Tenía el libro de bocetos abierto, lo que era una buena señal.

Hicieron falta sólo unas pocas palabras y una mirada llena de sentimiento antes de que lady Ulma dijese con firmeza:

—Podemos tenerlo todo listo en una hora o dos. Es sólo una cuestión de llamar a las personas adecuadas. Lo prometo.

Elena le oprimió la muñeca con suma suavidad.

—Gracias. Gracias… ¡obradora de milagros!

—Y por lo tanto tengo que ir como un penitente —dijo Damon.

Estaba justo ante la puerta de lady Ulma cuando Elena salió, por lo que la joven sospechó que había estado escuchando disimuladamente.

—No, eso jamás se me ocurrió —respondió ella—. Simplemente creo que prendas de esclavo en ti y los otros chicos harán que Stefan se sienta menos acomplejado. Pero ¿por qué tendrías que pensar que quería castigarte?

—¿No es eso lo que quieres?

—Estás aquí para salvar a Stefan. Has pasado por… —Elena tuvo que callar y mirar en sus mangas en busca de un pañuelo limpio, hasta que Damon le ofreció uno de seda negra.

—De acuerdo —dijo él—, no entraremos en eso. Lo siento. Se me ocurren cosas que decir y las suelto sin más, sin pensarlo, sin tener en cuenta la persona con la que hablo.

—¿Y no oyes nunca otra vocecita? ¿Una voz que dice que las personas pueden ser buenas y tal vez no estén intentando hacerte daño? —preguntó Elena con nostalgia, preguntándose hasta qué punto estaría cargado de cadenas el niño ahora.

—No lo sé. A lo mejor. A veces. Pero como en este mundo malvado esa voz por lo general se equivoca, ¿por qué tendría que prestarle atención?

—Desearía que a veces te limitases a intentarlo —susurró Elena—. Tal vez entonces estuviera en una posición más sencilla para discutir contigo.

«Esta posición ya me parece perfecta», le dijo Damon telepáticamente y Elena advirtió —¿cómo era que sucedía esto una y otra vez?— que se habían fundido en un abrazo. Peor, ella llevaba su atuendo matutino: un largo camisón sedoso y un salto de cama del mismo tejido, ambos en el más pálido de los azules nacarados, que se convertía en violeta bajo los rayos del sol en permanente ocaso.

«También a mí me gusta», admitió Elena, y sintió cómo ondas expansivas pasaban a través de Damon desde la superficie del cuerpo de éste, atravesaban su propio cuerpo, y se adentraban profundamente en aquel agujero insondable que uno podía ver al mirarle a los ojos.

«Tan sólo intento ser honesta —añadió, asustada casi por su reacción—. No puedo esperar que nadie más lo sea si yo no lo soy.»

«No seas honesta, en serio. Ódiame. Despréciame», le suplicó Damon, a la vez que le acariciaba los brazos y las dos capas de seda que eran todo lo que se interponía entre sus manos y la piel de la joven.

—Pero ¿por qué?

«Porque no se puede confiar en mí. Soy un lobo malvado, y tú eres una alma pura, un corderito blanco como la nieve recién nacido. No debes permitir que te lastime.»

«¿Por qué tendrías que lastimarme?»

«Porque podría… no, no quiero morderte… sólo quiero besarte, sólo un poco, así.» Existía revelación en la voz mental de Damon. Y besaba con mucha dulzura, y siempre sabía cuándo las rodillas de Elena iban a doblarse y la sostenía antes de que ella pudiese caer al suelo.

«Damon, Damon», pensaba, sintiendo una gran dulzura porque sabía que le estaba proporcionando placer, cuando de improviso se dio cuenta.

«¡Oh! Damon, por favor, suéltame… ¡Tengo una prueba ahora mismo!»

Profundamente ruborizado, la dejó en el suelo despacio y de mala gana, la agarró antes de que pudiera caer, y volvió a dejarla en el suelo.

«Creo que yo también estoy pasando por una prueba ahora mismo», le dijo él con toda seriedad mientras salía de la estancia dando traspiés, sin dar con la puerta la primera vez.

«Esa prueba no…, ¡una prueba de ropa!», gritó Elena tras él, aunque jamás supo si él la había oído. Le complacía, no obstante, que la hubiese soltado, sin comprender realmente nada excepto que ella decía no. Eso era toda una mejoría.

Luego corrió a la habitación de lady Ulma, que estaba llena de toda clase de personas, incluidos dos modelos masculinos, a los que acababan de ataviar con pantalones y camisas largas.

—Las ropas de Sage —dijo lady Ulma, señalando con la cabeza al de mayor tamaño—, y las de Damon. —Esta vez su cabeza señaló al más menudo.

—¡Oh, son perfectas!

Lady Ulma la miró con la más leve de las dudas en los ojos.

—Están hechas de arpillera auténtica —explicó—. La tela más humilde e inferior en la jerarquía de los esclavos. ¿Estás segura de que se las pondrán?

—O se las ponen o no vendrán —declaró Elena tajante y le guiñó un ojo.

Lady Ulma rió.

—Buen plan.

—Sí; pero ¿qué piensa de mi otro plan? —preguntó Elena, genuinamente interesada en la opinión de la mujer, incluso a pesar de sonrojarse.

—Mi querida benefactora —respondió lady Ulma—. Observaba a mi madre crear tales vestimentas… una vez que hube cumplido los trece, desde luego; y ella me decía que siempre la hacían sentirse feliz, porque llevaba alegría a dos a la vez, y que el propósito no era otro que la alegría. Te prometo que Lucen y yo habremos acabado dentro de nada. Ahora, ¿no deberías estar preparándote?

—¡Ah, sí…, oh, la quiero tanto, lady Ulma! ¡Es tan curioso que a cuantas más personas quieres, a más quieres querer! —Y tras decir eso, Elena regresó corriendo a sus propios aposentos.

Sus doncellas personales estaban todas allí y todas preparadas. Elena tomó el baño más rápido y enérgico de su vida —estaba excitadísima— y se encontró sobre un diván en medio de un grupito sonriente, de mirada penetrante, en el que cada una hacía su trabajo sin interferir en el de las demás.

Se usó depilatorio, desde luego; de hecho, le depilaron las piernas, las axilas y las cejas. Mientras estas mujeres y otras mujeres armadas con suaves cremas y ungüentos trabajaban, creando una fragancia única para Elena, otra mujer estudiaba pensativamente el rostro y el cuerpo de la joven en su conjunto.

La mujer retocó las cejas de Elena para oscurecerlas, y le cubrió de dorado los párpados con pintura cosmética metalizada antes de usar algo que alargó al menos medio centímetro las pestañas de Elena. A continuación prolongó los ojos de la joven con exóticas líneas horizontales trazadas con lápiz de ojos y, finalmente, le pintó con sumo cuidado los labios de un lustroso e intenso rojo que en cierto modo daba la impresión de que estaban continuamente fruncidos para besar. Tras esto las mujeres rociaron con una levísima iridiscencia todo el cuerpo de Elena y, finalmente, le pegaron con firmeza en el ombligo un diamante enorme de color amarillo canario que Lucen había enviado arriba desde su mesa de trabajo de joyero.

Fue mientras las peluqueras se ocupaban de los últimos pequeños rizos de su frente cuando llegaron las dos cajas y una capa escarlata procedentes de las mujeres que trabajaban con lady Ulma. Elena dio las gracias sinceramente a todas sus doncellas y a las esteticistas, les pagó a todas una bonificación que hizo que se pusieran a parlotear muy excitadas, y luego les pidió que la dejasen sola. Cuando vacilaron indecisas, volvió a pedírselo con la misma educación, pero en tono más alto. Finalmente, salieron.

Las manos de Elena temblaban cuando sacó el conjunto que lady Ulma había creado. Era casi tan decente como un bañador, pero daba la impresión de estar formado por alhajas colocadas estratégicamente sobre jirones de tul dorado. Todo ello conjuntaba con el diamante amarillo: desde el collar a los brazales y los brazaletes dorados que indicaban que, por caras que fuesen las ropas de Elena, ésta seguía siendo una esclava.

Y eso era todo. Iba a ir a ver a Stefan ataviada con tul y alhajas, perfume y maquillaje. Se colocó la capa escarlata con sumo cuidado para evitar arrugar o embadurnar nada debajo, e introdujo los pies en delicadas sandalias doradas de tacones muy altos.

Corrió escaleras abajo y llegó justo a tiempo. Sage y Damon llevaban capas bien cerradas, lo que significaba que iban vestidos con las prendas de arpillera debajo. Sage se había ocupado de que el carruaje de lady Ulma estuviese listo. Elena acomodó los brazaletes dorados a juego en las muñecas, odiándolos porque estaba obligada a llevarlos, no obstante lo bonitos que quedaban sobre el reborde de piel blanca de la capa escarlata, y Damon extendió una mano para ayudarla a subir al carruaje.

—¿Voy a viajar dentro? ¿Significa eso que no tengo que llevar…?

Pero al mirar a Sage sus esperanzas se vieron aplastadas.

—A menos que queramos poner cortinas en todas las ventanillas —dijo él—, legalmente viajas fuera sin brazaletes de esclava.

Elena suspiró y le dio la mano a Damon. De pie con el sol a su espalda, éste era una silueta oscura. Pero entonces, cuando Elena parpadeó bajo la luz, él la mire» atónito y Elena supo que había visto el dorado de sus párpados. Los ojos del joven descendieron a los labios fruncidos para ser besados. Elena se ruborizó.

—Te prohíbo que me ordenes que te muestre lo que hay bajo la capa —se apresuró a decir, y Damon pareció frustrado.

—Pelo en rizos diminutos por toda la frente, capa que lo cubre todo del cuello a los dedos de los pies, un lápiz de labios como…

Volvió a mirarla fijamente y frunció la boca como si le estuviesen obligando a que se adecuara a la de ella.

—¡Y es hora de partir! —cantó alegremente Elena, introduciéndose a toda prisa en el carruaje.

Se sentía muy feliz, aunque comprendía por qué los esclavos liberados jamás volvían a llevar nada parecido a un brazalete.

Seguía sintiéndose feliz cuando llegaron al Ski no Shi; aquel edificio enorme que parecía una combinación de una prisión con un centro de adiestramiento para gladiadores.

Y seguía sintiéndose feliz cuando los guardas del gran puesto de control del Ski no Shi les dejaron penetrar en el edificio sin mostrar señales de resentimiento. Pero por otra parte, era difícil saber si la capa les causó algún efecto. Eran demonios: hoscos, de piel malva, imperturbables como bueyes.

Reparó en algo que al principio la conmocionó y luego creó un río de esperanza en su interior. El vestíbulo de la parte delantera del edificio tenía una puerta a un lado que era como la puerta lateral del depósito/tienda de esclavos: siempre cerrada; con símbolos extraños encima, y personas yendo hasta ella vestidas de modos distintos y anunciando un destino antes de girar la llave y abrir la puerta.

En otras palabras: una puerta dimensional. Allí mismo, en la prisión de Stefan. Sólo Dios sabía cuántos guardas irían tras ellos si intentaban usarla, pero era algo que tener en cuenta.

Los guardas de los pisos inferiores del edificio del Shi no Ski, en lo que era sin la menor duda una mazmorra, mostraron una clara reacción ofensiva a Elena y su grupo. Eran alguna especie más pequeña de demonio —diablillos, quizá, pensó Elena— y pusieron a los visitantes un sinfín de dificultades respecto a todo sin excepción. Damon tuvo que sobornarlos para que les permitieran entrar en la zona donde estaba la celda de Stefan, para entrar solos, sin un guarda por visitante, y para permitir a Elena, una esclava, entrar para ver a un vampiro libre.

E incluso cuando Damon les había dado una pequeña fortuna para franquear tales obstáculos, ellos rieron burlones y sus gargantas emitieron ásperos gorjeos guturales. Elena no confió en ellos.

No se equivocaba.

En un pasillo en el que Elena sabía por sus viajes astrales que deberían haber girado a la izquierda, en su lugar siguieron en línea recta y pasaron ante otro grupo de guardas, que casi se desternillaban de risa.

«¡Oh… Dios mío…! ¿Nos estarán llevando a ver el cuerpo sin vida de Stefan?», se preguntó Elena de improviso. Entonces fue Sage quien realmente la ayudó, extendiendo un brazo enorme y sosteniéndola en volandas, hasta que ella recuperó el uso de las piernas.

Siguieron andando, más al interior de lo que era ya una mazmorra mugrienta y apestosa de suelos de piedra. Luego bruscamente giraron a la derecha.

El corazón de Elena salió corriendo por delante de ellos, diciendo: «Mal, mal, mal», incluso antes de que llegasen a la última celda de la hilera. Aquella celda era totalmente distinta de la antigua celda de Stefan; estaba rodeada, no de barrotes, sino por una especie de alambrada llena de arabescos recubierta de afiladas púas. No había modo de entregar una botella de Magia Negra; no había modo de colocar la parte superior de la botella en posición para verter el contenido en la boca que aguardase al otro lado. No había espacio, siquiera, para introducir un dedo o la boquilla de una cantimplora a través de ella de modo que el ocupante de la celda succionara. Y la celda en sí no estaba mugrienta, pero estaba desprovista absolutamente de todo aparte de un Stefan tumbado apáticamente. Sin comida, sin agua, sin una cama en la que ocultar nada, sin paja. Sólo Stefan.

Elena chilló y no tuvo ni idea de si emitía palabras o un angustiado sonido informe. Se arrojó contra la celda… o lo intentó. Sus manos aferraron tirabuzones de acero afilados como cuchillas que provocaron que la sangre manara al instante allí donde tocaban, y a continuación Damon, que era quien tenía una capacidad de reacción más rápida, ya tiraba de ella hacia atrás.

Después se limitó a pasar por delante de ella y a mirar fijamente. Observó boquiabierto a su hermano menor: un joven de rostro ceniciento, esquelético, que apenas respiraba, que parecía un niño perdido en su uniforme de prisionero arrugado, manchado y raído. Damon alzó una mano, como si ya hubiese olvidado la existencia de la barrera… y Stefan se estremeció. No parecía conocer o reconocer a ninguno de ellos. Escudriñó con mayor atención las gotas de sangre que habían quedado en la afilada alambrada allí donde Elena la había aferrado, olisqueó, y luego, como si algo hubiese atravesado la niebla de su desconcierto, miró en derredor con apatía. Alzó los ojos hacia Damon, cuya capa había caído, y luego, como la de un bebé, la mirada de Stefan siguió vagando.

Damon emitió un sonido ahogado y se dio la vuelta y, apartando violentamente a un lado a todo el que se interponía en su camino, corrió en dirección contraria y dobló la esquina. Si esperaba que le siguieran suficientes guardas para que sus amigos consiguiesen sacar a Stefan, se equivocaba. Unos pocos le siguieron, igual que monos, profiriendo insultos. El resto permaneció donde estaba, detrás de Sage.

Entretanto, la mente de Elena trabajaba sin cesar trazando planes, y por fin la joven volvió la cabeza hacia Sage.

—Usa todo el dinero que tenemos más esto —dijo, e introdujo la mano bajo la capa en busca del collar de diamantes amarillos: más de dos docenas de gemas del tamaño de un pulgar—, y llámame si necesitamos más. Consígueme media hora con él. ¡Veinte minutos, entonces! —añadió cuando Sage empezó a negar con la cabeza—. Entretenlos, como sea; consígueme al menos veinte minutos. Pensaré en algo aunque suponga mi muerte.

Al cabo de un momento, Sage la miró a los ojos y asintió.

—Lo haré.

A continuación, Elena miró suplicante al doctor Meggar. ¿Tenía él algo —existía algo— que pudiera ayudar?

Las cejas del doctor Meggar descendieron, luego sus bordes interiores se alzaron. Fue una mirada de profunda pena, de desesperación. Pero entonces frunció el ceño y susurró:

—Hay algo nuevo… una inyección que se dice que ayuda en casos extremos. Podría probarlo.

Elena hizo un esfuerzo supremo para no caer a sus pies.

—¡Por favor! ¡Por favor, pruébelo! ¡Por favor!

—No ayudará más allá de un par de días…

—¡No será necesario más! ¡Le habremos sacado para entonces!

—De acuerdo.

A todo esto, Sage se había llevado lejos a todos los guardas, diciendo:

—Soy un comerciante de piedras preciosas y hay algo que todos vosotros deberíais ver.

El doctor Meggar abrió su maletín y sacó una jeringuilla.

—Aguja de madera —dijo con una pálida sonrisa mientras la llenaba con un líquido rojo transparente contenido en una ampolla.

Elena había tomado otra jeringuilla y la examinaba con ansiedad mientras el doctor Meggar convencía con gestos a Stefan para que le imitase y acercase el brazo a la alambrada. Por fin, Stefan hizo lo que el médico le pedía… para apartarse en seguida de un salto con un grito de dolor al notar que le clavaban una aguja y le inyectaban un líquido que escocía terriblemente.

Elena miró al doctor con expresión desesperada.

—¿Cuánto ha recibido?

—La mitad más o menos. No pasa nada… La llené con el doble de la dosis y empujé tan fuerte como pude para introducir el… —usó una palabra médica que Elena no reconoció— en su interior. Sabía que le dolería más, al inyectarlo tan de prisa, pero he conseguido lo que pretendía.

—Bien —repuso Elena con entusiasmo—. Ahora quiero que llene esta jeringuilla con mi sangre.

—¿Sangre? —El doctor Meggar pareció consternado.

—¡Sí! La jeringuilla es lo bastante larga como para pasar a través de la malla metálica. La sangre goteará al otro lado, y él podrá bebería a medida que salga. ¡Podría salvarle!

Elena pronunció cada palabra con cuidado, como si le hablase a un niño. Estaba desesperada por transmitirle lo que quería decir.

—¡Oh, Elena! —El doctor se sentó, con un tintineo, y sacó una botella de Magia Negra que llevaba oculta en la túnica—. Lo siento tanto. Pero ya me resulta bastante difícil sacar sangre de un frasco. Mis ojos, criatura…, ya no sirven.

—Pero ¿con gafas…, anteojos…?

—Ya no me sirven de nada. Es una afección complicada. Pero lo cierto es que hay que ser muy bueno para pinchar una vena en cualquier caso. La mayoría de los médicos son toda una nulidad; yo, totalmente inútil. Lo siento, criatura. Pero han transcurrido veinte años desde la última vez que lo conseguí.

—Entonces localizaré a Damon y haré que me abra la aorta. No me importa si eso me mata.

—Pero a mí sí.

La nueva voz procedía de la celda brillantemente iluminada que tenían delante e hizo que tanto el doctor como Elena alzaran bruscamente la cabeza.

—¡Stefan! ¡Stefan! ¡Stefan!

Sin preocuparle lo que la afilada alambrada pudiese hacer a su carne, Elena se inclinó al frente para intentar cogerle las manos.

—No —susurró él, como si compartiera un secreto valioso—. Pon los dedos aquí y aquí…, encima de los míos. Esta alambrada no es más que acero tratado de un modo especial; aturde mis Poderes pero no puede desgarrar mi piel.

Elena colocó los dedos donde Stefan le había indicado. Lo estaba tocando. Lo tocaba de verdad. Después de tanto tiempo.

Ninguno de ellos habló. Elena oyó cómo el doctor Meggar se levantaba y se escabullía sin hacer ruido… para reunirse con Sage, supuso. Pero su mente estaba centrada por completo en Stefan, y ambos se limitaron a mirarse el uno al otro, trémulos, con lágrimas temblándoles en las pestañas; se sentían muy jóvenes.

Y muy cerca de la muerte.

—Dices que siempre te obligo a decirlo primero, así que te desconcertaré. Te amo, Elena.

Brotaron lágrimas de los ojos de la joven.

—Esta misma mañana estaba pensando en cuántas personas hay a las que amar. Pero en realidad se debe a que existe una en primer lugar —le susurró ella en respuesta—. Una para siempre. ¡Te amo, Stefan! ¡Te amo!

Elena retiró las manos un momento y se secó los ojos del modo en que todas las chicas listas saben cómo hacerlo para no estropearse el maquillaje: colocando los pulgares bajo las pestañas inferiores e inclinándose luego hacia atrás, arrojando lágrimas y lápiz de ojos al aire en forma de gotitas infinitesimales.

Por primera vez era capaz de pensar.

—Stefan —dijo—, lo siento tanto. Malgasté tiempo esta mañana vistiéndome… bueno, desvistiéndome… para mostrarte lo que te aguarda cuando te saquemos. Pero ahora… me siento… como…

Tampoco había ya lágrimas en los ojos de Stefan.

—Muéstramelo —susurró él, ansioso a su vez. Elena se irguió y, sin golpes de efecto, se despojó de la capa. Cerró los ojos, los cabellos convertidos en cientos de caracolillos, pequeñas espirales finas pegadas alrededor de la cabeza. Los ojos pintados en dorado, a prueba de agua, aún conservaban su brillo. Su única vestimenta, los jirones de tul dorado con gemas incrustadas para que resultara decente. El cuerpo entero iridiscente, la perfección de la flor de la juventud que jamás se podía igualar ni recrear.

Sonó algo parecido a un largo suspiro… y luego se hizo el silencio, y Elena abrió los ojos, aterrada ante la idea de que Stefan pudiese haber muerto. Pero estaba de pie, aferrado a la verja de metal como si fuese a arrancarla para llegar hasta ella.

—¿Todo esto será mío? —musitó él.

—Todo esto es para ti. Todo es para ti —respondió ella.

Y en aquel momento sonó un ruido quedo tras ella y al girar en redondo se encontró con dos ojos que brillaban en la penumbra de la celda situada frente a la de Stefan.