Matt contempló cómo la señora Flowers inspeccionaba la insignia del sheriff Mossberg, sosteniéndola levemente en una mano y pasándole por encima los dedos de la otra.
Habían obtenido la insignia de Rebecca, la sobrina del sheriff Mossberg. Dio la impresión de ser una simple coincidencia cuando Matt casi tropezó con ella unas horas antes aquel mismo día. Entonces él había advertido que la niña llevaba puesta una camisa masculina como vestido, y la camisa le había resultado familiar: la camisa de un sheriff de Ridgemont.
Fue entonces cuando vio la insignia prendida aún en la tela. Se podían decir muchísimas cosas sobre el sheriff Mossberg, pero uno no podía imaginárselo perdiendo su placa; así que Matt había perdido todo sentido de la galantería y se había hecho con el pequeño escudo de metal antes de que Rebecca pudiera detenerle. Tuvo una horrible sensación en el estómago entonces, que no había hecho más que empeorar desde ese momento. La expresión de la señora Flowers tampoco le estaba reconfortando precisamente.
—No estaba en contacto directo con su piel —dijo con suavidad—, de modo que las imágenes que obtengo son confusas. Pero, ¡oh, mi querido Matt! —Alzó los entornados ojos hacia los del muchacho-… Estoy asustada.
Se estremeció, por lo que se sentó en la silla de la mesa de cocina, donde había dos tazas altas de leche caliente con especias sin tocar.
Matt tuvo que aclararse la garganta y llevarse la leche hirviente a los labios.
—¿Cree que es necesario que salgamos a echar un vistazo?
—Debemos hacerlo —dijo la señora Flowers, y meneó tristemente la cabeza de suaves y ralos rizos blancos—. La querida mamá se muestra de lo más insistente, y yo también lo puedo percibir; hay una gran conmoción en este objeto.
Matt sintió una levísima pizca de orgullo tiñendo su miedo por haber obtenido el «objeto», y a continuación pensó: «Sí, claro, robar insignias de las camisas de niñas de doce años es realmente algo de lo que enorgullecerse».
La voz de la señora Flowers le llegó desde la cocina.
—Sería mejor que te pusieses varias camisas y suéteres y un par de éstos.
La mujer emergió de costado por la puerta de la cocina, sosteniendo varios abrigos largos, al parecer sacados del armario empotrado que había frente a la puerta de la cocina, y varios pares de guantes de jardinero.
Matt se alzó de un salto para ayudarla con el montón de abrigos y a continuación tuvo un ataque de tos cuando el olor a bolas de naftalina y a algo más, algo picante, le envolvió.
—¿Por qué… me siento… como si fuese Navidad? —dijo, viéndose forzado a toser a cada pocas palabras.
—Oh, vaya, eso sin duda es por la receta de conservación a base de clavo de la tía abuela Morwen —respondió la señora Flowers—. Algunos de estos abrigos son de la época de mi madre.
Matt la creyó.
—Pero todavía hace calor fuera. ¿Por qué tendríamos que llevar abrigos?
—¡Como protección, querido Matt, como protección! Estas ropas llevan hechizos entretejidos en la tela para salvaguardarnos del mal.
—¿Incluso los guantes de jardinero? —preguntó Matt dubitativo.
—Incluso los guantes —dijo la mujer con firmeza, haciendo una pausa para luego continuar con voz sosegada—: Y será mejor que reunamos algunas linternas, querido Matt, porque esto es algo que vamos a tener que hacer en la oscuridad.
—¡Está de broma!
—No, desdichadamente no lo estoy. Y deberíamos coger un poco de cuerda para atarnos juntos. Bajo ninguna circunstancia debemos penetrar en la espesura del Bosque Viejo esta noche.
Una hora más tarde, Matt seguía pensando. No tuvo el menor apetito para comer la suculenta cena a base de berenjena estofada au fromage preparada por la señora Flowers, y las ruedecillas de su cerebro no dejaban de dar vueltas.
«Me pregunto si es así como se siente Elena —pensó—, cuando está preparando los planes A, B y C. Me pregunto si alguna vez se siente así de idiota haciéndolo.»
Notó una opresión en el corazón, y por enésima vez desde que los había dejado a ella y a Damon, se preguntó si había hecho lo correcto.
Tenía que ser lo correcto, se dijo. Era lo que más dolía, y ésa era la prueba. Las cosas que duelen de verdad son las que deben hacerse.
«Pero tan sólo quería despedirme de ella…»
«Pero si te hubieses despedido, jamás te habrías ido. Acéptalo, imbécil, en lo referente a Elena eres el mayor perdedor del mundo. Desde el momento en que encontró un novio que le gustaba más que tú, has estado trabajando como si fueses Meredith y Bonnie para ayudarla a conservarlo y mantener alejado al Chico Malo. Quizá deberías conseguirte toda una colección de camisetas idénticas en las que pusiera: «Soy un lacayo. Sirvo a la princesa Ele…».
¡PAM!
Matt se incorporó de un salto y aterrizó en el suelo en posición agazapada, lo que resultó más doloroso de lo que parecía en las películas.
¡Clank, clink!
Era el postigo suelto del otro extremo de la habitación. El primer estrépito había sido realmente un portazo, no obstante. El exterior de la casa de huéspedes estaba en muy malas condiciones, y los postigos de madera a veces se soltaban repentinamente de las sujeciones.
Pero ¿había sido una mera coincidencia?, se dijo Matt, en cuanto el corazón dejó de irle a mil por hora. ¿En esta casa de huéspedes en la que Stefan había pasado tanto tiempo? A lo mejor, en cierto modo, todavía quedaban restos de su espíritu por allí, sintonizados con lo que la gente pensaba dentro de aquellas estancias. De ser así, a Matt le acababan de asestar un potente porrazo en el plexo solar, por el modo en que se sentía.
«Lo siento, amigo —pensó, casi diciéndolo en voz alta—. No era mi intención poner verde a tu chica. Está bajo muchísima presión.»
¿Poner verde a su chica?
¿Poner verde a Elena?
Demonios, él sería el primero en darle un puñetazo a cualquiera que pusiera verde a Elena. ¡Siempre y cuando Stefan no usara trucos de vampiro para adelantársele!
¿Y qué era lo que Elena siempre decía? Nunca puedes estar demasiado preparado. Nunca puedes tener demasiados planes secundarios porque, tan seguro como que Dios colocó una molesta cáscara alrededor de un cacahuete, tu plan principal seguro que tendrá algunos fallos.
Era por eso que Elena contaba siempre con tanta gente como le era posible. Así que no importaba si los que trabajaban en el C y el D no llegaban a verse implicados; estaban allí por si se les necesitaba.
Pensando en esto, y sintiendo la cabeza mucho más despejada de lo que había estado desde que vendiera el Prius y entregara el dinero de Stefan a Bonnie y a Meredith para el billete de avión y otros gastos, Matt se puso a trabajar.
—Y luego dimos un paseo por la propiedad, y vimos el manzanar y el naranjal y el cerezal —le contó Bonnie a Elena, que yacía, con aspecto desvalido y de niña pequeña, en la cama con dosel, a la que habían puesto colgaduras de transparente color oro viejo, en aquellos momentos sujetas hacia atrás con gruesas borlas en distintos tonos de dorado.
Bonnie estaba cómodamente sentada en una silla tapizada en dorado que habían acercado al lecho, y tenía los pies descalzos puestos sobre las sábanas.
Elena no estaba siendo una buena paciente. Quería levantarse, insistía; se empeñaba en deambular por ahí. Eso le haría más bien que todos los copos de avena, los filetes, la leche y las cinco visitas diarias del doctor Meggar, que se había mudado a la finca.
Sabía que era lo que todos temían realmente, no obstante. Bonnie lo había soltado todo en un largo y sollozante gemido agudo una noche mientras la pequeña pelirroja había estado de guardia junto a su cama.
—Chi…chillaste y todos los va…vampiros lo oyeron, y Sage nos cogió a Meredith y a mí como si fuésemos dos gatitos, una bajo cada brazo, y corrió al lugar donde sonaban los chillidos. Pero ¡pa…para entonces habían llegado ya tantas personas primero hasta vosotros! Estabas inconsciente pero también lo estaba Damon, y alguien dijo: «Le…les han atacado y ere…creo que están muertos!». Y todo el mu…mundo decía: «¡Llamad a las Gua…Guardianas!». Y me desmayé, un poco.
—¡Chist! —había dicho Elena amablemente… y con astucia—. Toma un poco de Magia Negra, te sentirás mejor.
Bonnie había tomado un poco. Y un poco más. Y luego había proseguido con el relato.
—Pero Sage debió de sospechar algo porque dijo: «Veamos, yo soy médico, y voy a examinarles». ¡Y uno realmente le habría creído, por el modo en que lo dijo!
»Y entonces os miró a los dos, e imagino que supo al instante qué había sucedido, porque dijo: «¡Traed un carruaje! Tengo que llevarlos a…al doctor Meggar, mi colega». Y lady Fazina en persona acudió y dijo que podían disponer de uno de sus carruajes, y limitarse a enviarlo de vuelta cu…cuando fuese. ¡Es taaan rica! Y luego, os sacamos por la parte posterior porque había…había algunos bastardos que pedían, que os dejasen morir. Eran auténticos demonios, blancos como la nieve, llamados Mujeres de Nieve. Y luego, luego, simplemente estábamos en el carruaje y, ¡oh, Dios mío! ¡Elena! ¡Elena, te moriste! ¡Dejaste de respirar dos veces! Y Sage y Meredith no hacían más que efectuarte masaje cardíaco. Y yo…, yo recé tan…tanto.
Elena, totalmente metida en el relato ya, la había abrazado, pero las lágrimas de Bonnie no dejaban de reaparecer.
—Y llamamos a la puerta del doctor Meggar como si fuésemos a derribar la puerta… y…, y alguien se lo contó… y te examinó y dijo: «Necesita una transfusión». Y yo le dije: «Coja mi sangre». Porque recordé cuando en la escuela las dos dimos sangre para Jody Wright y éramos prácticamente las únicas que podíamos hacerlo porque éramos del mismo tipo. Y entonces el doctor Meggar preparó dos mesas así… —Bonnie chasqueó los dedos—, y yo estaba tan asustada que apenas podía permanecer quieta para la aguja, pero lo hice. ¡Lo hice! Y te dieron algo de mi sangre. Y, entretanto, ¿sabes qué hizo Meredith? Dejó que Damon la mordiera. De veras que lo hizo. Y el doctor Meggar envió el carruaje de vuelta a la casa para pedir sirvientes que «quisieran una bonificación» porque a…así es como lo llaman aquí; y el carruaje regresó lleno. Y no sé a cuántos mordió Damon, pero ¡fueron una barbaridad! El doctor Meggar dijo que era la mejor medicina. Y Meredith y Damon y todos nosotros hablamos y convencimos al doctor Meggar para que viniese aquí, me refiero a vivir, y lady Ulma va a convertir todo el edificio donde él vivía en un hospital para la gente pobre. Y a partir de entonces hemos estado intentando que te recuperes. Damon estaba perfectamente a la mañana siguiente. Y lady Ulma, Lucen, y él…; quiero decir que fue idea de ellos pero fue él quien lo hizo… Envió la perla a lady Fazina; una perla para la cual el padre de lady Ulma jamás había hallado un cliente lo bastante rico como para comprarla, porque es tan grande como un puño, pero irregular, lo que significa que tiene ondulaciones y curvas, y un brillo como plateado. La pusieron en una cadena gruesa y se la enviaron.
Los ojos de Bonnie habían vuelto a llenarse de lágrimas.
—Porque os salvó tanto a ti como a Damon. Su carruaje salvó vuestras vidas. —Bonnie se había inclinado al frente para susurrar—. Y Meredith me contó…, es un secreto, pero no para ti…, que el que te muerdan no es tan malo. ¡Ya lo ves! —Y Bonnie, como la gatita que era, había bostezado y se había desperezado—. Me habría mordido a mí a continuación —dijo casi con añoranza, y añadió a toda prisa—: pero tú necesitabas mi sangre. Sangre humana, pero la mía especialmente. Imagino que lo saben todo sobre tipos sanguíneos aquí porque pueden degustar y oler las diferencias. —Luego dio un pequeño salto y dijo—. ¿Quieres contemplar la mitad de la llave zorro? Estábamos muy seguros de que todo había acabado y que jamás la encontraríamos, pero cuando Meredith entró en el dormitorio para que la mordiesen…, y prometo que fue todo lo que hicieron…, Damon se la entregó y le pidió que la guardara. Así lo hizo y ha cuidado bien de ella; está en una arqueta que Lucen construyó con algo que parece plástico pero no lo es.
Elena había admirado la pequeña media luna, pero aparte de eso no había nada que hacer en cama que no fuese charlar y leer obras clásicas o enciclopedias procedentes de la Tierra. Ni siquiera quisieron permitir que Damon y ella descansaran en la misma habitación.
Elena sabía el motivo. Temían que ella no se limitase simplemente a hablar con Damon. Temían que se acercase a él y oliese su exótico y familiar perfume, confeccionado con bergamota italiana, mandarina y cardamomo, y que alzase la mirada hacia sus ojos negros que podían contener universos dentro de las pupilas, y que sus rodillas se doblasen y que despertase convertida en un vampiro.
¡No sabían nada! Damon y ella habían estado intercambiando sangre durante semanas antes de la crisis. Si no había nada que volviese a hacerle perder la cordura, del modo en que lo había logrado el dolor esa vez, se comportaría como un perfecto caballero.
—¡Hum! —dijo Bonnie, al oír aquella protesta, empujando de un lado a otro un diminuto cojín con uñas pintadas de color plata—. Quizá no les debería decir que habéis estado intercambiando sangre tantas veces desde el principio. Podría hacer que empezaran a decir «¡Aja!» o algo parecido. Ya sabes, interpretarlo de algún modo.
—No hay nada que interpretar. Estoy aquí para recoger a mi amado Damon y Stefan simplemente me está ayudando.
Bonnie la miró con el ceño y los labios fruncidos, pero no aventuró ni una palabra.
—¿Bonnie?
—¿Ajá?
—¿Acabo de decir lo que pienso que he dicho?
—Ajajá.
Elena, con un único ademán, reunió un montón de almohadones y los colocó sobre su rostro.
—¿Podrías por favor decirle al chef que quiero otro bistec y un gran vaso de leche? —pidió con voz ahogada desde debajo de los almohadones—. No me encuentro bien.
Matt tenía un nuevo coche desvencijado. Siempre era capaz de conseguir uno cuando lo necesitaba. Y ahora conducía, a trancas y barrancas, en dirección a casa de Obaasan.
La casa de la señora Saitou, se corrigió a toda prisa. No quería ofender costumbres culturales con las que no estaba familiarizado, no cuando pedía un favor.
Abrió la puerta de los Saitou una mujer a la que Matt no había visto nunca antes. Era una mujer atractiva, vestida espectacularmente con una amplia falda escarlata —o quizá con unos pantalones escarlata muy amplios, pues mantenía los pies tan separados que era difícil saberlo—. Llevaba una blusa blanca. Su rostro era llamativo: dos franjas de liso cabello negro y una franja más corta y aún más pulcra en forma de flequillo que le llegaba hasta las cejas.
Pero lo más sorprendente respecto a ella era que sujetaba una larga espada curva, que apuntaba directamente a Matt.
—Ho…hola —dijo él, cuando la puerta se abrió de golpe para mostrar aquella aparición.
—Esta es una buena casa —replicó la mujer—. Esto no es una casa de malos espíritus.
—Jamás he pensado que lo fuese —repuso Matt, retrocediendo al avanzar la mujer—. De veras.
La mujer cerró los ojos y pareció reflexionar. Luego, bruscamente, bajó la espada.
—Dices la verdad. Tu intención no es hacer daño. Por favor, pasa.
—Gracias —dijo Matt, que jamás había estado tan contento de que una mujer mayor que él le acogiera.
—Orime —se dejó oír una voz débil procedente del piso superior—. ¿Es uno de los niños?
—Sí, Hahawe —respondió la mujer en la que Matt no podía evitar pensar como «la mujer de la espada».
—Envíale arriba, ¿por qué no lo haces?
—Desde luego, Hahawe.
—Ha, Ha…, ¿ha dicho «Hahawe»? —dijo Matt, convirtiendo una risa nerviosa en una frase desesperada cuando la espada se balanceó de nuevo a la altura de su estómago—. ¿No Obaasan?
La mujer de la espada sonrió por primera vez.
—Obaasan significa abuela. Hahawe es uno de los modos de decir madre. Pero a madre no le importara en absoluto si la llamas Obaasan; es un saludo amistoso para una mujer de su edad.
—De acuerdo —repuso Matt, haciendo todo lo posible por parecer un tipo del todo amistoso.
La señora Saitou le indicó con un gesto que subiera las escaleras y él echó un vistazo al interior de varias habitaciones antes de encontrar una con un futón enorme en el centro exacto de un suelo totalmente desnudo, y en él a una mujer que parecía tan diminuta y tan similar a una muñeca como para no ser real.
Tenía el pelo tan suave y negro como la mujer de la espada del piso de abajo, pero peinado hacia arriba o dispuesto de tal modo que descansaba a su alrededor como un halo mientras permanecía echada en la cama. Sus oscuras pestañas descansaban sobre las pálidas mejillas y Matt se preguntó si se habría sumido en uno de los repentinos sopores de las personas de edad.
Pero entonces, de un modo más bien brusco, la dama con aspecto de muñeca abrió los ojos y sonrió.
—¡Vaya, es Masato-chan! —dijo, mirando a Matt.
Mal comienzo. Si ni siquiera reconocía que un tipo rubio no era su amigo japonés de hacía unos sesenta años…
Pero a continuación la mujer reía ya, con las pequeñas manos delante de la boca.
—Lo sé, lo sé —dijo—. No eres Masato. El se convirtió en un banquero, muy rico. Muy obtuso. Muy gordo. Con una gran barriga.
Volvió a sonreírle.
—Siéntate, por favor. Puedes llamarme Obaasan si quieres, u Orime. A mi hija le pusieron mi nombre. Pero la vida ha sido dura para ella, como lo fue para mí. Ser doncella de un santuario, y ser una samurai… requiere disciplina y mucho trabajo. Y a mi Orime le iba tan bien… hasta que vinimos aquí. Buscábamos una ciudad que fuese pacífica y tranquila. En vez de eso, Isobel encontró… a Jim. Y Jim fue… desleal.
La garganta de Matt se inflamó por el deseo de defender a su amigo, pero ¿qué defensa podía existir? Jim había pasado una noche con Caroline en respuesta a la insistente invitación de ésta. Y había quedado poseído y había transmitido aquella posesión a su novia Isobel, que se había agujereado el cuerpo de un modo grotesco…, entre otras cosas.
—Tenemos que atraparles —se encontró diciendo Matt con vehemencia—. A los kitsune que lo empezaron todo; que lo empezaron con Caroline. Shinichi y su hermana Misao.
—Kitsune. —Obaasan asentía con la cabeza—. Sí, ya supe yo que habría uno involucrado, desde un buen principio. Veamos; bendije aquellos amuletos para tus amigas…
—Y algunas balas. Me he llenado más o menos los bolsillos —dijo Matt, azorado, a la vez que desparramaba un revoltijo de calibres distintos sobre el borde de la colcha del futón—. Incluso encontré algunas oraciones en la Red sobre cómo deshacerse de ellos.
—Has sido muy concienzudo. Bien hecho.
Obaasan miró las hojas con las oraciones que había impreso. Matt se removió avergonzado, sabiendo que no había hecho más que la lista de Cosas Que Hacer de Meredith, y que el mérito en realidad era de ella.
—Bendeciré las balas primero y luego escribiré más amuletos —dijo la anciana—. Pon los amuletos donde más necesites tener protección. Y, bueno, supongo que sabes qué hacer con las balas.
—¡Sí, señora!
Matt hurgó en sus bolsillos para sacar el resto, y las depositó en las manos extendidas de Obaasan. Entonces la mujer salmodió una larga e intrincada oración con las diminutas manos extendidas sobre los proyectiles. A Matt el conjuro no le pareció aterrador, pero sabía que en lo referente a habilidades como médium era una inutilidad, y que Bonnie probablemente había visto y oído cosas que él no podía.
—¿Debería apuntar a alguna parte concreta de ellos? —preguntó Matt, observando a la anciana mientras intentaba seguirla con su propia copia de las oraciones.
—No, cualquier parte del cuerpo o la cabeza servirá. Si eliminas una cola, lo debilitarás, pero lo enfurecerás, también.
Obaasan hizo una pausa para toser, una tos corta y seca de anciana; pero antes de que Matt pudiera ofrecerse a correr abajo y traerle algo de beber, la señora Saitou entró en el cuarto con una bandeja y tres tazas de té en cuencos pequeños.
—Gracias por esperar —dijo ella educadamente mientras se arrodillaba con soltura para servirles.
Matt descubrió con el primer sorbo que el humeante té verde era mucho mejor de lo que había esperado por sus experiencias en restaurantes.
Y luego se hizo un silencio. La señora Saitou permaneció sentada contemplando la taza de té, Obaasan permaneció tendida con aspecto pálido y empequeñecido bajo la colcha del futón y Matt sintió un torrente de palabras acumulándose en su garganta.
Por fin, a pesar de que el buen sentido le aconsejaba no hablar, soltó:
—¡Cielos, siento tanto lo de Isobel, señora Saitou! ¡No merece nada de esto! Sólo quería que supiese que lo…, lo siento mucho, y que voy a coger al kitsune que está en el fondo de esto. Se lo prometo. ¡Le cogeré!
—¿Kitsune? —dijo la señora Saitou con aspereza, mirándole fijamente como si se hubiese vuelto loco, mientras Obaasan observaba la escena con compasión desde su almohada.
Entonces, sin aguardar para recoger las cosas del té, la señora Saitou se incorporó de un salto y salió corriendo de la habitación.
Matt permaneció allí sin saber qué decir.
—Yo…, yo…
—No te sientas demasiado afligido, joven muchacho —dijo Obaasan desde la almohada—. Mi hija, aunque sacerdotisa, es muy moderna en sus puntos de vista. Probablemente te diría que los kitsune ni siquiera existen.
—Incluso después… Quiero decir, ¿cómo cree que Isobel…?
—Cree que existen influencias malignas en esta ciudad, pero de la clase «humana, corriente». Cree que Isobel hizo lo que hizo debido al estrés que sufría, intentando ser una buena estudiante, una buena sacerdotisa, una buena samurai.
—¿Se refiere a… algo como… que la señora Saitou se siente culpable?
—Culpa en gran medida al padre de Isobel. —Obaasan hizo una pausa—. No sé por qué te he contado todo esto.
—Lo siento —dijo Matt en seguida—. No era mi intención fisgar.
—No, pero te preocupan las demás personas. Ojalá Isobel hubiese tenido a un chico como tú en lugar del que tenía.
Matt pensó en la lastimosa figura que había visto en el hospital. La mayor parte de las cicatrices de Isobel acabarían resultando invisibles bajo sus ropas…, suponiendo que aprendiera a hablar otra vez. Valientemente, respondió:
—Bueno, yo todavía estoy disponible.
Obaasan le dedicó una leve sonrisa, luego volvió a bajar la cabeza hasta la almohada; no, era un reposacabezas de madera, advirtió Matt. No parecía muy cómodo.
—Es una gran lástima que tenga que existir conflicto entre una familia humana y los kitsune —dijo la mujer—. Porque corren rumores de que uno de nuestros antepasados tomó una esposa kitsune.
—¿Cómo dice?
Obaasan rió, ocultando la boca de nuevo tras los puños.
—Mukashi-mukashi o, como decís vosotros, hace mucho en tiempos que son leyenda, una gran shogun se enfureció con todos los kitsune de su hacienda por los daños que causaban. Durante muchísimos años éstos habían llevado a cabo toda clase de diabluras, pero cuando él sospechó que eran los culpables de haber acabado con las cosechas en los campos, ya no aguantó más. Despertó a todos los hombres y mujeres de la casa, y les dijo que cogiesen palos, flechas, piedras, azadones y escobas e hicieran salir a todos los zorros que tenían madrigueras en su finca, incluso los que estaban entre el desván y el tejado. Iba a matar a todos y cada uno de los zorros sin piedad. Pero la noche antes de que lo hiciera, tuvo un sueño en el que una hermosa mujer llegaba y le decía que era responsable de todos los zorros de su hacienda. «Y —dijo ella— si bien es cierto que causamos daños, te compensamos devorando las ratas, ratones e insectos que en verdad arruinan tus cosechas. ¿No estarías de acuerdo en descargar tu cólera sobre mí y ejecutarme sólo a mí en lugar de a todos los zorros? Vendré al amanecer a escuchar tu respuesta.»
»Y mantuvo su palabra. Ella, la más bella entre las kitsune, llegó al amanecer con doce hermosas doncellas como séquito, pero a las que ella eclipsaba igual que la luna eclipsa a cualquier estrella. El shogun no fue capaz de matarla, y de hecho le pidió la mano en matrimonio, y casó a su vez a las doce ayudantes con sus servidores más leales. Y se cuenta que ella fue siempre una esposa fiel, y que le dio muchos hijos tan fieros como Amaterasu, la diosa del sol, y tan hermosos como la luna, y que esto continuó hasta un día en que el shogun estaba de viaje y accidentalmente mató a un zorro. Corrió a casa a explicar a su esposa que no había sido algo deliberado, pero cuando llegó, encontró a todo el mundo de duelo, pues su esposa ya le había abandonado, y se había llevado a todos sus hijos e hijas.
—¡Oh, qué mala suerte! —murmuró Matt, intentando ser educado, cuando de repente el cerebro le dio un codazo en las costillas—. Aguarde. Pero si todos se fueron…
—Veo que eres un joven que presta atención —rió la delicada anciana—. Todos sus hijos e hijas se habían ido… a excepción de la más joven, una muchacha de belleza sin par, aunque no era más que una niña. Ella le dijo: «Te quiero demasiado para abandonarte, querido padre, incluso aunque deba tener un forma humana toda mi vida». Y así es como se dice que descendemos de una kitsune.
—Bueno, estos kitsune no se limitan a causar daños o estropear cosechas —dijo Matt—. Están aquí para matar. Y tenemos que defendernos.
—Desde luego, desde luego. No era mi intención alterarte con mi pequeño relato —repuso Obaasan—. Te escribiré esos amuletos ahora.
Matt abandonaba ya la casa cuando la señora Saitou apareció en la puerta y le puso algo en la mano. Él bajó los ojos para mirarlo y vio la misma caligrafía que Obaasan le había dado. Excepto que era mucho más pequeña y escrita en…
—¿Un pósit? —inquirió él, perplejo.
La señora Saitou asintió.
—Muy útil para pegarlas en las caras de demonios o las ramas de árboles o cosas así. —Y, cuando él se la quedó mirando con total asombro añadió—: Mi madre no conoce todo lo que hay que saber.
También le entregó una sólida daga, más pequeña que la espada que seguía llevando con ella, pero muy práctica; Matt se cortó al instante con ella.
—Pon tu fe en los amigos y en tus instintos —le aconsejó la mujer.
Ligeramente aturdido, pero sintiéndose alentado, Matt condujo hasta la casa de la doctora Alpert.