29

Alguien intentaba hacerle beber de un vaso. El sentido del olfato de Elena era tan agudo que podía notar ya el sabor de lo que había en el vaso: vino Magia Negra. ¡No quería! ¡No! Lo escupió. No podían obligarla a beber.

Mon enfant, es por tu propio bien. Ahora, bébelo.

Elena apartó la cabeza. Notaba cómo la oscuridad y el huracán se precipitaban hacia arriba para apoderarse de ella. Sí. Eso estaba mejor. ¿Por qué no la dejaban en paz?

En las trincheras más profundas de la comunicación, un niño pequeño la acompañaba en la oscuridad. Le recordaba, pero no así su nombre. Le tendió los brazos y él fue a ellos y parecía que las cadenas que le sujetaban eran más ligeras de lo que habían sido… ¿cuándo? Antes. Eso era todo lo que podía recordar.

«¿Estás bien?», le susurró al niño. Allí abajo, en las profundidades más íntimas de la comunión entre ellos, un susurro era un grito.

«No llores. Nada de lágrimas», le suplicó él, pero las palabras le recordaron algo en lo que no podía soportar pensar, y le puso los dedos sobre los labios, acallándole con dulzura.

Demasiado alta, una voz del Exterior le llegó atronadora.

—Así pues, mon enfant, has decidido convertirte en un vampire encore une fois.

«¿Es eso lo que está sucediendo? —le susurró al niño—. ¿Me estoy muriendo otra vez? ¿Para convertirme en vampiro?»

«¡No lo sé! —lloró el niño—. No sé nada. Está enfadado. Tengo miedo.»

«Sage no te hará daño —prometió ella—. El ya es un vampiro, y es tu amigo.»

«No se trata de Sage…»

«Entonces ¿de quién tienes miedo?»

«Si mueres otra vez, estaré envuelto en cadenas de pies a cabeza.» El niño le mostró una imagen lastimosa de sí mismo cubierto de una vuelta tras otra de gruesas cadenas. En la boca, amordazándole; inmovilizándole los brazos a los costados y las piernas a la bola. Además, las cadenas tenían púas de modo que allí donde se clavaban en la tierna carne del niño, manaba la sangre.

«¿Quién haría algo así? —exclamó Elena—. Le haré desear no haber nacido. ¡Dime quién va a hacer esto!»

El semblante del niño estaba triste y perplejo. «Yo lo haré —respondió tristemente—. El lo hará. El/yo. Damon. Porque te habremos matado.»

«Pero no es culpa suya…»

«Tenemos que hacerlo. Tenemos que hacerlo. Pero a lo mejor moriré, el médico dice…» Había un definitivo deje de esperanza en la última frase.

Eso la convenció. Si Damon no pensaba con claridad, quizá ella tampoco, razonó despacio. A lo mejor… a lo mejor debería hacer lo que Sage quería.

Y el doctor Meggar. Podía discernir su voz como a través de una niebla espesa.

—… tú bien, has estado trabajando toda la noche. Da a otro una oportunidad.

Sí… toda la noche. Elena no había querido volver a despertar, y tenía una gran fuerza de voluntad.

—¿Quizá podríamos intercambiar nuestros puestos? —Alguien, una muchacha, una muchacha joven, sugería en aquel momento; no tenía una voz potente, pero era tozuda, sin embargo; era Bonnie.

—Elena… Soy Meredith. ¿Notas cómo te cojo la mano? —Hubo una pausa, luego en voz muchísimo más alta, llena de excitación—: ¡Eh, me ha oprimido la mano! ¿Lo habéis visto? Sage, dile a Damon que venga aquí de prisa.

La conciencia iba y venía…

—… bebe un poco más, ¿Elena? Lo sé, lo sé, estás harta de esto. Pero bebe un peu por mí, ¿quieres? La conciencia iba y venía…

Trés bon, mon enfant! Maintenant, ¿qué tal un poco de leche? Damon cree que puedes seguir siendo humana si bebes un poco de leche.

A Elena se le ocurrieron dos cosas al respecto. Una fue que si bebía algo más de cualquier cosa, podría estallar. Otra fue que no iba a hacer promesas estúpidas.

Intentó hablar pero sus palabras surgieron en forma de hilillo de voz.

—Dile a Damon… que no volveré a menos que libere al niño.

—¿A quién? ¿Qué niño?

—Elena, cielo, todos los niños de esta finca son libres.

—¿Por qué no dejamos que sea ella quien se lo diga a él? —sugirió Meredith.

El doctor Meggar indicó entonces:

—Elena, Damon está justo aquí en el diván. Los dos habéis estado muy enfermos, pero vais a poneros bien. Oye, Elena, podemos mover la mesa de exploración de modo que puedas hablar con él. Ya está.

Elena intentó abrir los ojos, pero todo brillaba de un modo brutal. Tomó aliento y volvió a probar. Seguía siendo demasiado brillante. Y no sabía cómo atenuar más su visión; así que habló con los ojos cerrados a la presencia que percibía frente a ella: «No puedo volver a dejarle solo. En especial, si vas a cargarle de cadenas y amordazarle».

«Elena —dijo Damon con voz trémula—, no he llevado una buena vida. Pero no he tenido esclavos nunca, lo juro. Pregúntale a cualquiera. Yo no le haría eso a un niño.»

«Lo has hecho, y sé su nombre. Y sé que él está hecho tan sólo de dulzura, y buen corazón… y miedo.»

Le llegó el bajo retumbo de la voz de Sage: «… la está agitando…», y el murmullo algo más alto de la voz de Damon:

—Sé que desvaría, pero aun así querría conocer el nombre del niño al que se supone que he hecho lo que dice. ¿Cómo la perturba eso?

Sonaron más murmullos ruidosos, luego:

—Pero ¿es que no puedo simplemente preguntárselo? Al menos podré limpiar mi nombre de esas acusaciones. —A continuación, en voz alta—: Elena, ¿puedes decirme a qué niño se supone que he torturado así?

Estaba tan cansada…, pero respondió en un susurro:

—Se llama Damon, por supuesto.

Y le llegó la voz agotada de Meredith:

—¡Oh, Dios mío! Está dispuesta a morir por una metáfora.