28

Pasaron justo por delante de los llorosos guardas de la puerta. Lo hicieron muy de prisa, y descubrieron que si bien casi todo el mundo estaba escuchando a lady Fazina, en cada habitación del palacio que estaba abierta al público, aguardaba un mayordomo vestido de negro y con guantes blancos, dispuesto a proporcionar información, y a mantener un ojo vigilante sobre las posesiones de su señora.

La primera habitación que les dio alguna clase de esperanza fue la Sala de las Arpas, una estancia consagrada por completo a la exhibición de arpas, desde instrumentos antiguos, en forma de arco y con una sola cuerda, sin duda tocados por individuos parecidos a los habitantes de las cavernas, a altas arpas doradas de orquesta como la que Fazina tocaba en aquellos momentos, y cuya música era audible a lo largo de todo el palacio. «Magia —volvió a pensar Elena—. Parece que aquí la usan en lugar de tecnología.»

—Cada clase de arpa tiene una llave exclusiva para afinar las cuerdas —susurró Meredith, mirando a lo largo de la sala; a cada lado la hilera de arpas se perdía en la distancia—. Una de esas llaves podría ser la que buscamos.

—Pero ¿cómo lo sabremos? —Bonnie se abanicaba levemente con su abanico de pavo real—. ¿Qué diferencia hay entre una llave de arpa y una llave zorro?

—No lo sé. Y tampoco he oído nunca que una llave se guarde en una arpa. Traquetearía en la caja de resonancia cada vez que el arpa se moviese ligeramente —admitió Meredith.

Elena se mordió el labio. Era una pregunta tan simple y razonable. Debería sentirse desalentada, debería estar preguntándose cómo podrían jamás hallar una pequeña mitad de una llave en aquel lugar. En especial teniendo en cuenta la pista que tenían: que estaba dentro del instrumento del Ruiseñor de Plata; de repente parecía absurda.

—Supongo —dijo Bonnie con cierta frivolidad— que el instrumento no será su voz, y que si le metemos la mano garganta abajo…

Elena se volvió para observar a Meredith, que miraba hacia el cielo… o hacia lo que fuese que hubiese por encima de aquella dimensión horrenda.

—Ya lo sé —indicó Meredith—. Nuestra cabeza de chorlito ya no va a beber más. Aunque supongo que es posible que regalen pequeños silbatos de plata o instrumentos como sorpresas; en todas las grandes fiestas se acostumbraba a hacer, ya sabéis… te daban un regalo.

—¿Cómo —inquirió Damon en un tono de voz cuidadosamente inexpresivo— podrían colocar la llave dentro de una sorpresa para una fiesta que se ofrecería como mínimo semanas más tarde, y cómo podrían esperar recuperarla? Para el caso, Misao podría haberle dicho a Elena: «Tiramos la llave».

—Bueno —empezó Meredith—, no estoy en absoluto segura de que tuviesen intención de que la llave la pudiese recuperar nadie, ni siquiera ellos mismos. Y Misao podría haber querido decir: «Tendrías que registrar toda la basura de la noche de esta gala»… o de alguna otra fiesta en la que Fazina actuase.

Imagino que también le piden que toque en gran cantidad de fiestas organizadas por otras personas.

Elena odiaba las riñas, incluso a pesar de tener talento para discutir. Pero era una diosa esta noche. Nada era imposible. Si al menos pudiese recordar…

Algo parecido a un relámpago blanco centelleó en su cerebro.

Justo por un instante —un solo instante— estaba otra vez allí, forcejeando con Misao, que estaba bajo su forma de zorro, mordiendo y arañando… y gruñendo una respuesta a la pregunta de Elena sobre dónde estaban las dos mitades de la llave zorro. «Como si fueses a comprender las respuestas que yo podría darte. Si te dijera que una estaba dentro del instrumento del Ruiseñor de Plata, ¿te daría eso alguna clase de pista?»

Sí. Aquéllas habían sido las palabras exactas, las auténticas palabras que Misao había pronunciado. Elena oyó su propia voz, repitiendo ahora las palabras con claridad.

Y entonces sintió algo parecido a un relámpago abandonar su mente… para reunirse con otro no muy lejos. Lo siguiente que supo fue que los ojos se le abrían de par en par, sorprendidos, porque Bonnie hablaba en aquel tono inexpresivo y monótono que usaba siempre cuando efectuaba una profecía.

—Cada mitad de la llave zorro tiene la forma de un zorro individual, con dos orejas, dos ojos y un hocico. Las dos mitades de la llave zorro son de oro y están cubiertas de gemas… y sus ojos son verdes. La llave que buscas está aún en el instrumento del Ruiseñor de Plata.

—¡Bonnie! —exclamó Elena.

Podía ver que a Bonnie le temblaban las rodillas, y que tenía la mirada extraviada. Entonces sus ojos se abrieron y Elena vio cómo la confusión brotaba a raudales para ocupar el lugar de la vacuidad.

—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Bonnie, mirando a su alrededor y encontrándose con que todo el mundo la miraba—. ¿Qué… qué ha pasado?

—¡Nos ha revelado el aspecto que tienen las llaves zorro! —Elena no pudo evitar la exclamación; fue casi un grito de júbilo.

Ahora que sabían lo que buscaban podrían liberar a Stefan; liberarían a Stefan, nada la detendría ahora. Bonnie acababa de ayudar a trasladar la búsqueda a un nivel totalmente distinto.

Pero mientras se estremecía interiormente de dicha ante la profecía, Meredith, con su sensato modo de actuar, se ocupaba del profeta. La muchacha indicó en voz baja.

—Creo que va a desmayarse. ¿Podríais…?

Meredith no tuvo que finalizar la pregunta, ya que los vampiros, Damon y Sage, fueron lo bastante rápidos como para atrapar y sostener a Bonnie desde lados opuestos. Damon contemplaba fijamente a la menuda joven con sorpresa.

—Gracias, Meredith —dijo Bonnie, y respiró profundamente, pestañeando—. No creo que vaya a desmayarme —añadió, y luego echó una ojeada a Damon a través de las pestañas—. Pero probablemente sea mejor asegurarse.

Damon asintió y la sujetó mejor, con semblante serio. Sage medio se apartó, dando la impresión de tener alguna molestia en la garganta.

—¿Qué es lo que he dicho? ¡No lo recuerdo!

Y después de que Elena hubiese repetido solemnemente las palabras de Bonnie, fue muy propio de Meredith decir:

—¿Estás segura, Bonnie? ¿Te parece correcto?

—Yo estoy segura. Estoy segurísima —intervino Elena.

Y lo estaba. La diosa Ishtar y Bonnie habían desentrañado el pasado para ella y le habían mostrado la llave.

—De acuerdo. ¿Y si Bonnie, Sage y yo nos ocupamos de esta habitación? Mientras dos de nosotros distraen al mayordomo, el tercero puede buscar en las arpas? —sugirió Meredith.

—Estupendo. ¡Hagámoslo! —dijo Elena. El plan de Meredith resultó más difícil en la práctica de lo que parecía, porque incluso con dos jovencitas espectaculares y un chico con un aspecto de muerte en la habitación, el mayordomo siguió describiendo pequeños círculos y pescando a uno u otro de ellos manipulando y atisbando dentro de una arpa.

Naturalmente, tocarlas estaba rigurosamente prohibido. Desafinaba las arpas y podía dañarlas fácilmente, en especial puesto que el único modo de asegurarse sin lugar a dudas de que no había una pequeña llave dorada en la caja de resonancia del arpa era precisamente zarandear el instrumento y escuchar si se oía algún tintineo.

Peor aún, cada una de las arpas se exhibía en su propio rinconcito, acompañada de una iluminación espectacular, una vistosa mampara pintada tras ella (en su mayor parte retratos de Fazina tocando el arpa en cuestión), y un afelpado cordón rojo atravesado en la parte frontal del hueco que anunciaba «Prohibido el paso» con la misma claridad que un letrero.

Al final Bonnie, Meredith y Sage recurrieron a hacer que Sage influenciara al mayordomo para que estuviese totalmente pasivo; algo que sólo se podía hacer durante unos pocos minutos cada vez, o el mayordomo advertiría los huecos en el programa de lady Fazina. Entonces cada uno de ellos se ponía a registrar arpas frenéticamente mientras el hombre permanecía inmóvil como una figura de cera.

Entretanto, Damon y Elena deambulaban por el palacio, revisando el resto de la mansión que tenía el acceso prohibido a los visitantes. Si no encontraban nada, tenían intención de registrar las estancias más accesibles a medida que proseguía la gala.

Era una tarea peligrosa, eso de escabullirse dentro y fuera de habitaciones vacías —a menudo cerradas con llave—, oscuras y acordonadas: peligroso y extrañamente emocionante para Elena. En cierto modo, parecía que el miedo y la pasión estaban más estrechamente relacionados de lo que había llegado a comprender. O al menos, eso parecía en su caso y en el de Damon.

La muchacha no podía evitar advertir y admirar pequeños detalles de Damon. Este parecía capaz de abrir cualquier cerradura con un único y pequeño utensilio que sacaba del interior de la cazadora negra, del modo en que otras personas sacaban estilográficas, y tenía un modo veloz y elegante de abrir la cerradura y volver a cerrarla. Economía de movimientos, sabía ella, obtenida después de haber vivido durante casi cinco siglos.

Además, nadie podía discutirlo: Damon parecía mantener la serenidad en cualquier situación, lo que les convertía en una buena pareja en aquellos momentos en que ella deambulaba con paso firme por allí como una diosa a la que no podían constreñir las normas de los mortales. Los sustos que recibía aumentaban incluso tal sensación: formas que parecían guardas o centinelas alzándose ante ella resultaron ser un oso disecado, una vitrina alta y algo a lo que Damon sólo le permitió dar un breve vistazo, pero que parecía un humano momificado. Damon no se inmutó ante nada de todo ello.

«Si al menos pudiese canalizar más Poder a mis ojos», pensó Elena, y las cosas adquirieron más brillantez al instante. ¡Su Poder la obedecía!

«¡Cielos! Tendré que llevar puesto este vestido durante el resto de mi vida: me hace sentir tan… poderosa. Tan… descarada. Tendré que ponérmelo en la universidad, si alguna vez consigo ir a la universidad, para impresionar a mis profesores; y en mi boda con Stefan, sólo para que la gente comprenda que no soy una cualquiera; y… en la playa, sólo para que los chicos miren atónitos…

Sofocó una risita y le sorprendió ver a Damon echarle una veloz mirada con fingido reproche. Desde luego, él estaba tan estrechamente concentrado en ella como ella lo estaba en él. Pero era un caso un poco diferente, claro, porque, a sus ojos, ella lucía una etiqueta enorme que llevaba escrito Mermelada de Fresa, atada alrededor del cuello. Y él empezaba a sentirse hambriento otra vez. Muy hambriento.

«La próxima vez me ocuparé de que comas como es debido antes de salir», le transmitió ella, mentalmente.

«Preocupémonos de tener éxito esta vez antes de empezar a planear la próxima», replicó él, con apenas un levísimo indicio de su sonrisa de 250 kilovatios.

Pero estaba todo mezclado, por supuesto, con un poco del triunfo sardónico que Damon siempre llevaba consigo. Elena se juró que por mucho que se riera de ella, por mucho que le suplicase, amenazase o quisiera engatusarla, no proporcionaría a Damon la satisfacción de un mordisquito siquiera esa noche. Que le quitara la tapa a otro tarro de mermelada, se dijo.

Finalmente, la dulce música del concierto se acalló y Elena y Damon regresaron a toda prisa a reunirse con Bonnie, Meredith y Sage en la Sala de las Arpas. Elena habría adivinado la noticia por la actitud de Bonnie, incluso si no la hubiese conocido ya por el silencio de Sage. Pero la noticia era peor de lo que la muchacha podría haber imaginado: no era tan sólo que no hubieran hallado nada en la Sala de las Arpas, sino que al final habían recurrido a sonsacar al mayordomo, que podía hablar, si bien no moverse, bajo la influencia de Sage.

—Y adivinad qué nos contó —dijo Bonnie, que añadió antes de que nadie pudiese aventurar una palabra—: Cada una de esas arpas se limpia y afina todos los días sin excepción. Fazina tiene todo un ejército de criados para ocuparse de ellas. Y cualquier cosa, cualquier cosa que no perteneciese a una de las arpas sería comunicada al instante. ¡Y no se ha informado de nada! ¡Sencillamente no está ahí!

Elena sintió que encogía de diosa omnisciente a humana frustrada.

—Me preocupaba que pudiese ser así —admitió, suspirando—. Habría sido demasiado fácil de otro modo. De acuerdo, plan B. Mezclaos con los invitados a la gala, intentad echar un vistazo a cada una de las habitaciones abiertas al público. Intentad encandilar al consorte de Fazina y sacadle información. Averiguad si Misao y Shinichi han estado aquí recientemente. Damon y yo seguiremos mirando en las habitaciones que se supone que están cerradas.

—Eso es tan peligroso… —repuso Meredith, frunciendo el ceño—. Me asusta cuál podría ser la pena si os pescan.

—A mí me asusta cuál podría ser la pena para Stefan si no encontramos la llave esta noche —replicó Elena en tono seco, y se volvió sobre los talones, saliendo de allí.

Damon la siguió. Registraron infinitas habitaciones a oscuras, sin saber ya si buscaban una arpa u otra cosa. En primer lugar Damon comprobaba si había un cuerpo que respirara en la habitación (podría haber un guarda vampiro, desde luego, pero no se podía hacer gran cosa al respecto), luego forzaba la cerradura. Las cosas iban saliendo a la perfección hasta que llegaron a una habitación al final de un largo pasillo que daba al oeste; Elena hacía rato que se había perdido en el palacio, pero podía decir con certeza dónde estaba el oeste, porque era donde flotaba el abotargado sol.

Damon había forzado la cerradura de la habitación y Elena había, en un principio, entrado por delante de él con gesto ansioso. Registró la habitación, que contenía, frustrantemente, una fotografía enmarcada en plata de una arpa, pero sin que hubiese nada tan voluminoso como la mitad de la llave zorro en su interior, ni siquiera después de que hubiese usado con sumo cuidado la ganzúa de Damon para desatornillar la parte posterior.

Fue mientras ella volvía a colocar la fotografía en la pared cuando oyeron el golpe sordo. Elena dio un respingo, rezando para que ninguno de los «sirvientes guardas de seguridad» vestidos de negro que deambulaban por el palacio hubiese oído el ruido.

Damon le puso rápidamente una mano sobre la boca e hizo girar el botón de la luz de gas para sumirles en la oscuridad.

Pero ambos podían oírlo ya… pasos que se acercaban fuera en el pasillo. Alguien había oído el golpe sordo. Las pisadas se detuvieron al otro lado de la puerta y sonó el claro sonido de la discreta posecilla de un sirviente de posición superior.

Elena giró en redondo, percibiendo en aquel momento como si las Alas de Redención se hallasen a su alcance. Sería necesario sólo un levísimo incremento en la adrenalina y tendría al empleado o empleada de seguridad de rodillas, sollozando arrepentido por toda una vida de trabajo a favor del mal. Elena y Damon se habrían marchado antes de…

Pero Damon tenía otra idea, y Elena la secundó con un sobresalto.

Cuando la puerta se abrió en silencio al cabo de un momento, el mayordomo encontró a una pareja fundida en un abrazo tan intenso que ni siquiera parecieron advertir la intrusión. Elena prácticamente pudo percibir su indignación. El deseo de una pareja de invitados de abrazarse discretamente en la privacidad de las innumerables estancias públicas de lady Fazina era comprensible, pero aquello formaba parte de la zona privada de la casa. Mientras encendía las luces, Elena le miró a hurtadillas por el rabillo del ojo, con los sentidos psíquicos lo bastante abiertos para captar lo que pensaba. El hombre revisaba los objetos de valor de la habitación con mirada experimentada pero aburrida. El exquisito jarrón en miniatura con las rosas trepadoras resaltadas con rubíes y enredaderas incrustadas de esmeraldas; la lira sumeria de madera de 5.000 años conservada mágicamente; la pareja idéntica de candeleras de oro macizo en forma de dragones alzados sobre las patas traseras; la máscara funeraria egipcia con sus oscuros y alargados agujeros para los ojos que parecían observar desde sus facciones pintadas en tonos vivos… Todo seguía en su sitio. Ni siquiera era como si su señoría guardase nada de gran valor en la estancia, pero aun así…

—Esta habitación no forma parte de las que están abiertas al público —dijo el hombre a Damon, quien se limitó a aferrar con más fuerza a Elena.

Sí, Damon parecía muy decidido a hacer un buen papel ante el mayordomo… o algo parecido. Pero ¿no lo habían hecho… ya? Los pensamientos de Elena perdían coherencia. Lo último… justo lo último que podían permitirse… era… perder la oportunidad de… encontrar la llave zorro. Elena empezó a empujar para apartarse, y entonces se dio cuenta de que no debía hacerlo.

No debía. No era que no pudiese, pero ella era una propiedad, una propiedad cara sin lugar a dudas, engalanada como iba esta noche, que pertenecía a Damon para que dispusiera de ella a su antojo. Mientras otra persona mirase, no debía dar la impresión de que desobedecía los deseos de su amo.

Sin embargo, Damon estaba llevando aquello demasiado lejos… más allá de las libertades que se había tomado jamás con ella, aunque, pensó irónicamente, él no lo sabía. Le acariciaba la piel que quedaba desprotegida por el vestido de diosa color marfil, los brazos, la espalda, incluso el pelo, y sabía cómo le gustaba a ella eso, como podía sentirlo en cierto modo cuando le sujetaban el pelo y le acariciaban los extremos o los aplastaban con suavidad en un puño.

«¡Damon! —recurría ya al último recurso: la súplica—. Damon… si nos detienen, o nos hacen algo que nos impida encontrar la llave esta noche…, ¿cuándo tendremos otra oportunidad?…» Dejó que percibiera su desesperación, su sentimiento de culpa, incluso el traicionero deseo que tenía de olvidarlo todo y permitir que cada minuto la llevara más allá en aquella oleada de ardor que él había creado. «Damon, lo… diré si lo deseas. Te estoy… suplicando.» Sintió que le escocían los ojos a medida que las lágrimas afloraban a ellos.

«Nada de lágrimas.» Oyó la voz telepática de Damon agradecida. Aunque había algo raro en ella. No podía ser inanición; él había tomado su sangre no hacía mucho más de dos horas. Y no era pasión, pues podía percibir —y distinguir— eso con suma claridad. Aun así, la voz telepática de Damon mostraba un control tan tenso que casi la asustaba. Tampoco podía efectuar ninguna exploración, como pudo comprobar, ya que la mente de Damon estaba totalmente cerrada a ella.

La única cosa a la que podía comparar la sensación que obtenía de aquel férreo control era dolor. Un dolor que estaba justo en el límite de lo soportable.

«Pero ¿debido a qué?», se preguntó Elena con impotencia.

¿Qué podía causarle un dolor como ése?

Elena no podía malgastar el tiempo de ambos haciéndose preguntas sobre qué le sucedía a Damon. Subió el volumen del Poder de su propio oído y empezó a escuchar ante las puertas antes de entrar.

Fue mientras escuchaba que una nueva idea tomó cuerpo de improviso en su mente; detuvo a Damon en un pasillo oscuro como boca de lobo e intentó explicarle qué clase de habitación buscaba. Lo que hoy en día se denominaría una «oficina central».

Damon, familiarizado con la arquitectura de las grandes mansiones, la llevó, tras únicamente unas pocas salidas falsas, al interior de lo que era a todas luces la sala de escribir de una dama. Los ojos de Elena eran en aquellos momentos tan agudos como los de él en la penumbra mientras escudriñaban a la luz de una iónica vela.

En tanto que Elena iba viendo frustradas sus esperanzas tras registrar un escritorio excepcional con casilleros en busca de cajones secretos, sin hallar ninguno, Damon vigilaba el pasillo.

—Oigo a alguien fuera —dijo—. Creo que es hora de marcharnos ya.

Pero Elena seguía mirando. Y —al pasear los ojos a toda velocidad por la habitación— vio un escritorio pequeño con una silla anticuada y una colección de distintas plumas, desde antiguas a modernas, que se exhibían colocadas en soportes de elaborado diseño.

—Vámonos mientras el camino siga estando despejado —murmuró Damon en tono impaciente.

—Sí —respondió ella distraídamente—. De acuerdo…

Y entonces lo vio.

Sin un momento de vacilación cruzó la sala con paso decidido y levantó una pluma con una brillante pluma de ave de plata. No era un cálamo auténtico, desde luego; era una estilográfica hecha para parecer elegante y anticuada… con una pluma. La estilográfica en sí era curva para encajar en su mano, y la madera tenía un tacto cálido.

—Elena, no me siento muy…

—Damon, chist —dijo Elena, sin prestarle atención, demasiado absorta en lo que estaba haciendo para escuchar en realidad.

«Primero: intenta escribir.» Nada. Algo bloqueaba el cartucho. «Segundo: desenrosca la estilográfica con cuidado, como para poner un cartucho nuevo.» Mientras, durante todo ese tiempo, el corazón le vociferaba en los oídos y las manos le temblaban. «Sigue moviéndote despacio…, no pases nada por alto… y, por el amor de Dios, no dejes que se te caiga nada y salga rebotando por el suelo en esta penumbra.» Las dos partes de la pluma se separaron en su mano…

… y sobre el protector verde oscuro de la mesa cayó una pequeña y pesada pieza curva de metal que había encajado justo en la parte más ancha de la pluma. La tenía en la mano y volvía a montar la estilográfica antes de poder dedicarle una buena mirada. Pero entonces… realmente tuvo que abrir la mano y verla.

Aquel pequeño objeto en forma de media luna le deslumbre a la luz de la vela, pero era justo igual que la descripción que Bonnie había realizado. Una representación diminuta de un zorro con un cuerpo simbólico y una cabeza con joyas incrustadas que lucía dos orejas planas. Los ojos eran dos centelleantes piedras verdes. ¿Esmeraldas?

—Alexandrita —dijo Damon en un susurro de alcoba—. El folklore dice que cambian de color a la luz de las velas o del fuego. Reflejan la llama.

Elena, que había estado recostada contra él, rememoró con un escalofrío el modo en que los ojos de Damon habían reflejado llamas cuando estuvo poseído: la llama rojo sangre de los malachs… de la crueldad de Shinichi.

—Así pues —quiso saber Damon—, ¿cómo lo has descubierto?

—¿Ésta es de verdad una de las dos piezas de la llave zorro?

—Bueno, no parece que pertenezca a una estilográfica. A lo mejor es la sorpresa de una caja de galletas. Pero fuiste directa a ello en cuanto entramos en la habitación. Incluso los vampiros necesitan tiempo para pensar, mi preciosa princesa.

Elena se encogió de hombros.

—Es demasiado fácil, en realidad. Cuando quedó claro que todas aquellas llaves para arpas no eran lo que buscábamos, me pregunté qué otro instrumento podía uno encontrar en casa de alguien. Una pluma es un instrumento para escribir. Así que sólo tenía que descubrir si lady Fazina tenía un gabinete o una sala de escribir.

Damon exhaló con fuerza.

—Por todos los demonios del Infierno, pequeña criatura inocente. ¿Sabes lo que buscaba yo? Trampillas. Entradas secretas a las mazmorras. El único otro instrumento que se me ocurría era un «instrumento de tortura» y te sorprendería la gran cantidad de ellos que puedes encontrar en esta deliciosa ciudad.

—Pero ¡no en su casa…!

La voz de Elena se elevó peligrosamente, y ambos permanecieron callados un instante para compensarlo, escuchando, en ascuas, por si llegaba cualquier sonido procedente del corredor.

No llegó ninguno.

Elena soltó el aliento que había contenido.

—¡De prisa! ¿Dónde, dónde estará a salvo?

Reparaba en aquellos momentos en que el único defecto del vestido de diosa era que no existía el menor lugar donde ocultar nada. Tendría que hablar con lady Ulma sobre eso para la próxima vez.

—En el fondo, en el fondo del bolsillo de mis vaqueros —dijo Damon, temblando y tan apremiante como ella.

Una vez que la hubo guardado en lo más profundo de sus negros vaqueros Armani, sujetó a Elena por ambas manos.

—¡Elena! ¿Te das cuenta? ¡Lo hemos conseguido!

—¡Lo sé! —Manaban lágrimas de los ojos de Elena y toda la música de lady Fazina parecía expandirse en un acorde enorme y perfecto—. ¡Lo hemos logrado juntos!

Y entonces, sin saber cómo, igual que en todos los otros «sin saber cómo» que empezaban a convertirse en una costumbre en ellos, Elena estaba en los brazos de Damon, deslizando los propios brazos bajo su chaqueta para percibir su calidez, su solidez. No le sorprendió, tampoco, sentir una doble perforación en la garganta al echar la cabeza atrás: su preciosa pantera sólo estaba un poco domesticada en realidad, y necesitaba aprender algunas cosas básicas sobre la etiqueta de las citas; por ejemplo, que uno besa antes de morder.

Recordó que él le había dicho antes que tenía hambre y que ella no le había prestado atención, demasiado subyugada como estaba por la pluma de plata para reparar en sus palabras. Pero sí lo hizo ahora, y comprendió…, excepto el motivo de que él pareciera estar tan excepcionalmente hambriento esa noche.

Quizá incluso… excesivamente hambriento.

«Damon —pensó con dulzura—, estás tomando mucha.»

No pudo percibir ninguna respuesta aparte del hambre salvaje de la pantera.

«Damon, esto podría ser peligroso… para mí.» Esta vez Elena puso todo el Poder que pudo en las palabras que proyectó.

Siguió sin obtener respuesta de Damon, pero ella flotaba ahora, descendiendo a la oscuridad. Y eso le dio el vago hilo de una idea.

«¿Dónde estás? ¿Estás aquí?», llamó, formándose la imagen mental del niño.

Y entonces le vio, encadenado a su peñasco, hecho un ovillo, cubriéndose los ojos con los puños.

«¿Qué sucede?», preguntó Elena al instante, flotando hasta él, preocupada.

«¡Está haciendo daño! ¡Está haciendo daño!»

«¿Estás herido? Muéstramelo», dijo Elena al momento.

«¡No! ¡Te hace daño a ti! ¡Podría matarte!»

«Silencio. Silencio.» Intentó acunarle.

«¡Tenemos que conseguir que nos escuche!»

«De acuerdo», dijo Elena. Realmente se sentía rara y débil. Pero se volvió, junto con el niño, y gritó sin voz: «¡Damon! ¡Por favor! ¡Elena dice que pares!»

Y sucedió un milagro.

Tanto ella como el niño lo percibieron. El leve escozor de colmillos al retirarse. El cese del flujo de energía que iba de Elena a Damon.

Y entonces, irónicamente, el milagro empezó a alejarla del niño, con quien realmente quería hablar.

«¡No! ¡Aguarda!», intentó decirle a Damon, aferrando las manos del niño tan fuerte como podía. Sin embargo, estaba siendo catapultada de vuelta a la conciencia como arrastrada por un huracán. La oscuridad se desvaneció. En su lugar había una habitación, demasiado iluminada, la única vela llameaba como un foco de la policía dirigido directamente a ella. Cerró los ojos y sintió la calidez y pesadez del Damon corpóreo en sus brazos.

—¡Lo siento! Elena, ¿puedes hablar? No me di cuenta de cuánto…

Había algo raro en la voz de Damon. Entonces lo comprendió. Los colmillos de Damon no se habían retraído.

¿Qu…? Todo estaba mal. Habían sido tan felices, pero…, pero en aquellos momentos sentía el brazo derecho húmedo.

Elena se apartó por completo de Damon y se contempló los brazos, que estaban rojos de algo que no era pintura.

Estaba todavía demasiado exaltada para hacer preguntas como era debido, así que se deslizó detrás de Damon y le quitó la negra chaqueta de cuero. Bajo la brillante luz pudo ver la camisa de seda negra manchada por una línea tras otra de sangre seca, parcialmente seca o sencillamente húmeda.

—¿Damon? —Su primera reacción fue de horror sin una traza de culpabilidad o comprensión—. ¿Qué ha pasado? ¿Te has peleado? ¡Damon, dímelo!

Y entonces en su mente surgió un número. Desde que era una niña, había sabido contar. De hecho, había aprendido a contar hasta diez antes de cumplir un año, y por lo tanto, había tenido diecisiete años completos de aprendizaje para poder contar el número de cortes irregulares, profundos, que todavía sangraban en la espalda de Damon.

Diez.

Elena bajó los ojos hacia sus propios brazos ensangrentados y al vestido de diosa, que era ahora el vestido de los horrores debido a que su blanco puro como la leche había quedado arruinado por unas manchas de un rojo brillante.

Un rojo que debería haber procedido de la sangre de la propia Elena. Un rojo que debía de haberse sentido igual que tajos de espada en la espalda de Damon a medida que éste canalizaba el dolor y las marcas de la Noche de su Sanción de ella a sí mismo.

«Y me llevó en brazos todo el trayecto hasta la casa.» El pensamiento llegó dando vueltas de un modo confuso desde la nada. «Sin decir una palabra al respecto. Jamás lo habría sabido…»

Y todavía no habían cicatrizado. ¿Le cicatrizarían alguna vez?

Fue entonces cuando empezó a chillar en todas las frecuencias.