Elena se sentía segura de sí misma y justo un poquitín aturdida cuando se pusieron en marcha para asistir a la gala del Ruiseñor de Plata. No obstante, cuando los cuatro llegaron en literas —Damon con Elena, Meredith con Bonnie (a lady Ulma su médico le había aconsejado no asistir a ninguna celebración mientras estuviese embarazada)— al hogar palaciego de la honorable lady Fazina, se vio acometida por algo parecido al terror.
La casa era verdaderamente un palacio, en la línea de los cuentos de hadas por excelencia, se dijo. Minaretes y torreones se alzaban imponentes sobre sus cabezas, probablemente pintados de azul y un dorado fastuoso, pero convertidos en color lavanda por la luz del sol, y con un aspecto casi más liviano que el aire. Para complementar la luz del sol, habían encendido antorchas a ambos lados del sendero de las literas que discurría colina arriba y se les había añadido alguna sustancia química —o usado algo de magia— para hacer que sus luces brillasen en distintos colores, de modo que cambiasen de dorado a rojo, a morado, a azul, a verde, a plata, y tales colores brillaban inalterados. Dejaron a Elena sin habla, por ser las únicas cosas que veía en todo aquel mundo que no estaban teñidas de rojo. Damon había traído una botella de Magia Negra con él y estaba casi demasiado lleno de vida; y no era su intención efectuar un juego de palabras, se dijo Elena.
Al detenerse la litera en lo alto de la colina, a Damon y a Elena les ayudaron a salir de ella y les condujeron por un corredor que impedía el paso a gran parte de la luz solar. Sobre sus cabezas pendían delicados faroles de papel encendidos —algunos más grandes que la litera en la que habían llegado un momento antes—, brillantemente iluminados y con formas extravagantes, lo que proporcionaba un aire festivo y desenfadado a un palacio por lo demás tan magnífico que resultaba un poco amedrentador.
Pasaron junto a fuentes iluminadas, algunas de las cuales tenían sorpresas: como la fila de ranas mágicas que saltaban constantemente de lirio de agua en lirio de agua: plaf, plaf, plaf; como el sonido de la lluvia sobre un tejado, o una enorme serpiente dorada que se enroscaba entre los árboles y sobre las cabezas de los visitantes, desenrollándose desde allí al suelo y ascendiendo luego otra vez a los árboles.
Del mismo modo, el suelo se tornaba de improviso transparente con toda clase de mágicos bancos de peces, tiburones, anguilas y delfines retozando, mientras en las sombrías profundidades azules, muy por debajo, se vislumbraba la figura de una ballena gigantesca. Elena y Bonnie apresuraron el paso por aquella zona del sendero.
Estaba claro que la propietaria de la finca podía permitirse cualquier clase de fastuosidad que deseara su corazón, y que por encima de todas las cosas lo que le gustaba era la música, ya que en cada zona tocaba una orquesta magníficamente —a veces extravagantemente— ataviada, o tal vez un único solista famoso, cantando desde una jaula dorada colgada en lo alto quizá a unos siete metros del suelo.
Música… música y luces por todas partes…
Elena, si bien emocionada con las imágenes, sonidos y aromas espléndidos que surgían de enormes tapices de flores así como de los invitados, tanto hombres como mujeres, sentía un leve temor como una pequeña roca en el estómago. Había considerado su vestido y los diamantes algo muy sofisticado al abandonar la finca de lady Ulma, y sin embargo ahora que estaba aquí en la de lady Fazina…, bueno, había demasiadas estancias, demasiadas personas, tan caprichosa y elegantemente ataviadas como ella misma y sus camaradas «asistentes personales», y temió que… bueno, que aquella mujer de allí, chorreando alhajas desde la delicada tiara de diamantes y esmeraldas de tres pisos a los delicados dedos de los pies rodeados de diamantes, hiciera que su propia melena sin aderezos pareciese sin gracia o ridícula, en una ocasión tan espléndida.
«¿Sabes cuántos años tiene?» Elena casi dio un salto al oír la voz de Damon en su cabeza.
«¿Quién? —respondió, intentando mantener la envidia, la preocupación, fuera de su voz telepática—. ¿Y estoy proyectando esto en voz alta?», añadió alarmada.
«No tan alta, pero no te iría mal bajarla un poco. Y sabes perfectamente bien "quién": esa jirafa a la que mirabas de arriba abajo —respondió Damon—. Para tu información, es unos doscientos años mayor que yo, e intenta dar la impresión de tener unos treinta, que son diez años menos de los que tenía cuando se convirtió en vampiro.»
Elena pestañeó. «¿Qué intentas decir?»
«Envía un poco de Poder a tus oídos —sugirió Damon—. ¡Y deja de preocuparte!»
Obedientemente, Elena aumentó un tanto el Poder en lo que todavía consideraba como sus nódulos auditivos reventados, y de improviso las conversaciones que tenían lugar a su alrededor se tornaron audibles.
—… ¡Oh, la diosa de blanco! No es más que una criatura, pero qué figura…
—… Sí, la de los cabellos dorados. Espléndida, ¿no es cierto?
—… ¡Oh, por el Hades, mira esa chica…!
—… ¿Viste al príncipe y a la princesa allí? ¿Me pregunto si intercambiarían… o…, o… harían un cuarteto, querida?
Aquello era más parecido a lo que Elena estaba acostumbrada a escuchar en fiestas, y le dio más confianza. También, mientras permitía que sus ojos se movieran con mayor descaro por la multitud ataviada con opulencia, le hizo sentir un repentino torrente de amor y respeto por lady Ulma, que había diseñado y supervisado la elaboración de tres vestidos soberbios en sólo una semana.
«Esa mujer es un genio —informó Elena a Damon en tono solemne, sabiendo que a través del vínculo mental que compartían sabría a quién se refería—. Mira, Meredith tiene ya una multitud de gente a su alrededor. Y… y…»
«Y no está actuando en absoluto como lo haría Meredith», finalizó Damon, que pareció ligeramente incómodo.
Meredith no parecía incómoda ni lo más mínimo. Tenía el rostro vuelto deliberadamente para mostrar un perfil clásico a sus admiradores, pero no era el perfil de una Meredith Sulez sensata y serena en absoluto; era una muchacha sensual y exótica, que daba la impresión de que podría muy bien cantar la habanera de Carmen. Llevaba el abanico abierto y se abanicaba con elegancia y languidez. La iluminación del interior de la casa, suave pero cálida, hacía que sus hombros y brazos desnudos reluciesen como perlas sobre el vestido de terciopelo negro, que parecía aún más misterioso y llamativo de lo que había sido allá en casa. De hecho, parecía haber llegado ya al corazón de un admirador, que estaba arrodillado ante ella con una rosa roja en la mano, arrancada con tal precipitación de uno de los arreglos florales que se había pinchado con una espina y la sangre afloraba del pulgar. Meredith no parecía haberlo advertido. Tanto Elena como Damon se compadecieron del joven, que era rubio y sumamente apuesto. Elena sintió lástima… y Damon, hambre.
«Cualquiera diría que le ha abandonado en verdad su cascarón», aventuró Damon.
«¡Oh, en realidad Meredith jamás lo abandona! —respondió Elena—. Es puro teatro. Pero esta noche creo que son los vestidos los que lo hacen. Meredith va vestida como una sirena, así que actúa en plan sensual. Bonnie va vestida de pavo real y… mira.»
Indicó con la cabeza el largo pasillo que conducía a una estancia enorme situada frente a ellos. Bonnie, vestida en lo que parecían auténticas plumas de pavo real, tenía su propia multitud de seguidores; y eso era justo lo que hacían: seguirla. Cada movimiento de la muchacha era ligero y grácil como el de una ave y los brazaletes de jade tintineaban entre sí en sus pequeños brazos redondos, los pendientes campanilleaban con cada movimiento de cabeza, y sus pies parecían centellear en doradas sandalias por delante de la cola de pavo real.
—¿Sabes?, es curioso —murmuró Elena, mientras alcanzaban la enorme sala y por fin el sonido quedaba apagado de modo que pudiese oír la voz física de Damon—. No había reparado en ello, pero lady Ulma diseñó nuestros vestidos a niveles diferentes del mundo animal.
—¿Hum?
Damon volvía a mirarle la garganta. Pero por suerte en aquel momento un hombre apuesto vestido en un traje de etiqueta de la Tierra —esmoquin, faja, y todo lo demás— pasó por su lado con Magia Negra en grandes copas de plata. Damon vació la suya de un trago y tomó otra que le ofrecía el camarero con una elegante reverencia. A continuación Elena y él tomaron asiento… en la parte exterior de la fila del fondo, incluso aunque eso fuese una grosería de cara a la anfitriona. Necesitaban tener libertad de movimientos.
—Bueno, Meredith es una sirena, lo cual está en la categoría más elevada, y actúa como una sirena. Bonnie es una ave, así que ésa es la categoría siguiente más elevada, y realmente actúa como una ave: observando cómo todos los muchachos se exhiben mientras no deja de reír. Y yo soy una mariposa… así que supongo que seré una mariposa sociable esta noche. Contigo a mi lado, espero.
—Qué… mono —repuso Damon con un resoplido—. Pero ¿qué te hace pensar exactamente que debes ser un mariposa?
—Bueno, los dibujos, tonto —respondió ella, y alzó el abanico de madreperla, oro y diamantes y le asestó un levísimo golpecito en la frente.
Luego lo abrió para mostrarle un bosquejo magistral del mismo dibujo que tenía su collar en la parte delantera, decorado con diminutos puntos en diamantes, oro y madreperla en los lugares donde no los dañarían los pliegues.
—¿Ves? Una mariposa —dijo, nada contrariada con la imagen.
Damon resiguió el contorno con un dedo largo y afilado que le recordó tanto a los de Stefan que sintió un nudo en la garganta, y se detuvo al llegar a seis líneas estilizadas sobre la cabeza.
—¿Desde cuándo tienen pelo las mariposas? —El dedo pasó a dos líneas horizontales entre las alas—. ¿O brazos?
—Ésas son patas —le indicó Elena, divertida—. ¿Qué clase de cosa con brazos y piernas y una cabeza tiene seis pelos y alas?
—Un vampiro achispado —sugirió una voz por encima de ellos y Elena alzó los ojos, sorprendida de ver a Sage—. ¿Puedo sentarme con vosotros? —preguntó éste—. No pude conseguir una camisa, pero mi hada madrina sí que hizo aparecer un chaleco.
Elena, riendo, se cambió de asiento de modo que él pudiese ocupar el asiento del pasillo junto a Damon. Iba mucho más limpio que la última vez que le había visto trabajando por la casa, aunque sus cabellos seguían siendo largos rizos revueltos. Advirtió, de todos modos, que su hada madrina lo había perfumado con cedro y sándalo, y le había proporcionado unos vaqueros y un chaleco de Dolce & Gabbana. Tenía un aspecto… magnifique. No había ni rastro de sus animales.
—Pensaba que no ibas a venir —le dijo Elena.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Ataviada como vas de blanco celestial y oro? Mencionaste la gala; tomé tus deseos como una orden.
Elena lanzó una risita. Desde luego, todo el mundo la trataba de un modo distinto esta noche. Era el vestido. Sage, murmurando algo sobre su latente heterosexualidad, juró que la imagen del collar y el abanico era una ave fénix. El muy educado demonio que la joven tenía a la derecha, que poseía una piel de un intenso tono malva y pequeños cuernos blancos rizados, expuso con toda deferencia que a él le parecía la diosa Ishtar, quien aparentemente lo había enviado a la Dimensión Oscura hacía unos cuantos milenios por tentar a la gente con la pereza.
Entonces Elena pensó que lady Ulma había llamado al vestido un «vestido de diosa», ¿no era así? Sin duda, era una vestido que sólo podías llevar si tu cuerpo era muy joven y muy próximo a la perfección, porque no había modo de encajar corsetería en él o efectuar siquiera un drapeado que pudiese minimizar un rasgo poco favorecedor. Las únicas cosas que había bajo el vestido eran el propio físico joven y firme de Elena y un par de reducidas piezas de suave ropa interior de encaje color carne. Ah, y perfume de jazmín pulverizado sobre el cuerpo.
«Así que es eso: me siento como una diosa», pensó, dando las gracias al demonio (que se puso en pie y le dedicó una reverencia). La gente empezaba a tomar asiento para asistir a la primera actuación del Ruiseñor de Plata. Elena tuvo que admitir que anhelaba ver a lady Fazina, y además, era demasiado temprano para intentar efectuar una excursión al cuarto de baño; la joven ya había reparado en que había guardas apostados en todas las puertas.
Había dos arpas sobre una tarima en mitad de un gran círculo de sillas. Y entonces de improviso todo el mundo estaba de pie y aplaudiendo, y Elena no habría visto nada si lady Fazina no hubiese elegido descender por el mismo pasillo en el que se hallaban Elena y Damon. De hecho, la mujer se detuvo justo al lado de Sage para agradecer las estruendosas aclamaciones, y Elena pudo verla a la perfección.
Era una encantadora mujer joven, que para sorpresa de Elena apenas aparentaba más de veinte años, y era casi tan menuda como Bonnie. Aquella minúscula criatura evidentemente se tomaba su sobrenombre muy en serio: iba ataviada con un vestido de malla de plata. El pelo era de un color plata metalizado, también, recogido bien alto al frente y muy corto por detrás. Llevaba la cola apenas sujeta a ella, mediante dos sencillos broches en los hombros, y ésta flotaba horizontalmente a su espalda, en un movimiento constante, más parecida a un rayo de luna o a una nube que a tejido real hasta que llegó a la tarima central y subió a ella, entonces dio una vuelta alrededor del arpa alta sin cubrir, momento en el que la parte suspendida de la capa cayó con suavidad y elegancia al suelo en un semicírculo a su alrededor.
Y entonces llegó la magia de la voz del Ruiseñor de Plata. Empezó tocando el arpa alta, que parecía aún más alta en comparación con su cuerpo menudo. Podía hacer cantar el arpa bajo los dedos, persuadirla para que chillara como el viento o emitiera música que parecía descender del cielo en glissandos. Elena lloró durante toda la primera canción, incluso a pesar de que se interpretó en un idioma extranjero. Era tan agudamente dulce que a Elena le recordó a Stefan, las veces que habían estado juntos, comunicándose únicamente mediante las palabras y contactos más tiernos…
Pero el instrumento más impresionante de lady Fazina era su voz. Su diminuto cuerpo era capaz de generar un volumen extraordinario cuando ella así lo quería, y a medida que entonaba una conmovedora canción tras otra en tono menor, Elena pudo sentir cómo su piel se recubría de carne de gallina, y un temblor en las piernas. Sintió que podía caer de rodillas en cualquier momento mientras aquellas melodías le inundaban el corazón.
Cuando alguien la tocó por detrás, Elena se sobresaltó violentamente, traída de vuelta demasiado de prisa del mundo de fantasía que la música había tejido a su alrededor. Pero no era más que Meredith, quien a pesar de su propio amor por la música tenía una sugerencia muy práctica para su grupo.
—Iba a sugerir que empezáramos ahora, mientras todos los demás están escuchando —susurró—. Incluso los guardas están desconcentrados. Acordamos que sería de dos en dos, ¿no?
Elena asintió.
—Se trata tan sólo de echar un vistazo por la casa. Puede que incluso encontremos algo mientras todo el mundo sigue aquí, escuchando, durante casi otra hora. Sage, tal vez tú podrías digamos que servir de enlace entre los dos grupos, telepáticamente.
—Sería un honor, madame.
Los cinco se pusieron en marcha para recorrer la mansión del Ruiseñor de Plata.