25

—¡Oh! Sólo quiero echar una miradita —gimió Bonnie, contemplando el cuaderno de bocetos prohibido, aquel en el que lady Ulma había dibujado sus trajes de alta costura para la primera fiesta, la que se celebraría esa misma noche.

Junto a él, justo al alcance de la mano, había algunos retales de muestra procedentes de rollos de tela de reluciente raso, ondulante seda, muselina transparente y terciopelo suave y suntuoso.

—Te lo podrás poner para la última prueba en una hora… ¡esta vez con los ojos abiertos! —Elena lanzó una carcajada—. Pero no podemos olvidar que esta noche no es un juego. Tendremos que aceptar algunos bailes, desde luego…

—¡Desde luego! —repitió Bonnie con entusiasmo.

—Pero nuestro propósito allí es encontrar la llave. La primera mitad de la doble llave zorro. Cuánto desearía tener una bola estrella que mostrase el interior de la casa de esta noche.

—Bueno, todas sabemos bastante sobre ella; podemos comentarlo e intentar imaginar cómo es —dijo Meredith.

Elena, que había estado jugueteando con la bola estrella de la otra casa, dejó entonces la esfera levemente nebulosa y repuso:

—De acuerdo. Devanémonos los sesos.

—¿Puedo devanarme también los míos? —preguntó una voz queda y modulada desde la puerta.

Las muchachas se volvieron, levantándose al mismo tiempo para dar la bienvenida a una sonriente lady Ulma.

Antes de tomar asiento, la mujer dio a Elena un abrazo y un beso en la mejilla especialmente sentidos, y la joven no pudo evitar comparar a la mujer tal y como la habían visto en casa del doctor Meggar con la dama elegante que era ahora. Entonces, apenas había sido más que huesos recubiertos de pellejo, con los ojos de una criatura tímida y salvaje bajo una gran tensión, vestida con una bata corriente y calzada con zapatillas de hombre. Ahora, a Elena le recordaba una matrona romana, con un rostro tranquilo que empezaba a estar más lleno bajo una corona de brillantes trenzas oscuras recogidas atrás con peinetas adornadas con alhajas. También su cuerpo iba engordando, en especial el vientre, aunque conservaba su gracia natural mientras se acomodaba en un sofá de terciopelo; llevaba puesto un vestido de seda cruda de color azafrán, con unas enaguas de brillante color albaricoque adornadas con una orla.

—Estamos tan emocionadas con la prueba de los vestidos para esta noche —dijo Elena, indicando con un movimiento de cabeza el libro de bocetos.

—Yo misma estoy tan emocionada como una criatura —admitió lady Ulma—. Sólo desearía poder hacer por vosotras una décima parte de lo que habéis hecho por mí.

—Ya lo ha hecho —respondió Elena—. Y si podemos encontrar las llaves zorro…, será sin duda gracias a su ayuda. Y… no puedo expresarle lo mucho que eso significa para mí —finalizó casi en un susurro.

—Pero jamás pensaste que podría ayudarte cuando desafiaste la ley por una esclava maltratada. Tan sólo quisiste salvarme… y has padecido mucho por ello —respondió Ulma en voz sosegada.

Elena se removió incómoda. El corte que había sufrido en su rostro había dejado únicamente una fina cicatriz blanca a lo largo del pómulo. En el pasado —a su regreso de la otra vida— habría sido capaz de deshacerse de la cicatriz con una simple oleada de Poder. Pero ahora, a pesar de que podía canalizar su Poder a través del cuerpo, y de que era capaz de usarlo para ampliar sus sentidos, no podía hacer que obedeciera su voluntad de ningún otro modo.

Y en otro tiempo, se dijo, imaginando a la Elena que había estado de pie en el aparcamiento del instituto Robert E. Lee y babeando ante la visión de un Porsche, habría considerado la marca que le desfiguraba el rostro como la mayor calamidad de su vida. Pero con todos los elogios que había recibido, con Damon llamándola la «blanca marca del honor», y la certeza que Elena tenía de que a Stefan le importaría tan poco como le importaría a ella que él tuviese una cicatriz en el pómulo, a la muchacha le daba igual esa marca perenne en su cara.

«No soy la misma persona que fui —pensó—. Y me alegro.»

—No es nada —respondió, haciendo caso omiso de los pinchazos en la pierna que todavía sentía a veces—. Hablemos sobre el Ruiseñor de Plata y su gala.

—Exacto —dijo Meredith—. ¿Qué sabemos sobre esa mujer? ¿Nos recuerdas qué es lo que decía la clave, Elena?

—Misao dijo: «Si dijese que una de las mitades estaba dentro del instrumento del Ruiseñor de Plata, ¿te daría eso alguna clase de pista?»… o algo parecido —repitió Elena obedientemente.

Todas conocían las palabras de memoria, pero aquello era parte del ritual cada vez que trataban el tema.

—¡Y «Ruiseñor de Plata» es el apodo de lady Fazina Darley y todo el mundo en la Dimensión Oscura lo sabe! —exclamó Bonnie, aplaudiendo gozosa con sus menudas manos.

—Ya lo creo, ha sido su sobrenombre durante mucho tiempo, se lo otorgaron cuando llegó aquí y empezó a cantar y a tocar sus arpas de cuerdas de plata —terció lady Ulma en tono solemne.

—Y las cuerdas de las arpas necesitan afinarse, y las afinan con llaves —prosiguió Bonnie con excitación.

—Sí. —Meredith, en contraste, habló despacio y pensativamente—. Pero no es una llave para afinar arpas lo que buscamos. Esas tienen este aspecto. —Depositó sobre una mesa que tenía al lado un objeto hecho de suave y pálida madera de arce que parecía una T muy corta o, si se sostenía de lado, un árbol elegantemente ondulado con un corta rama horizontal—. Obtuve ésa de uno de los juglares que Damon contrató.

Bonnie observó la llave de afinar con altivez.

—Pero sí que podría ser una llave para afinar arpas lo que buscamos —insistió—. Podría ser utilizada para ambas cosas, supongo.

—No veo cómo —replicó Meredith obstinadamente—. A menos que de algún modo cambien de forma cuando se unan las dos mitades.

—Oh, caramba, claro —dijo lady Ulma, como si Meredith acabara de efectuar una sugerencia lógica—. Si son mitades mágicas de una única llave, sin duda alguna que cambiarán de forma cuando se unan las dos partes.

—¿Lo ves? —dijo Bonnie.

—Pero si pueden tener cualquier clase de forma, entonces ¿cómo demonios sabremos siquiera que las hemos encontrado? —preguntó Elena con impaciencia, pues todo lo que le importaba era encontrar lo que hacía falta para salvar a Stefan.

Lady Ulma calló, y Elena se sintió mal. Odiaba hablar con dureza o mostrarse afligida siquiera delante de aquella mujer que había llevado una vida de sometimiento y horror desde casi el principio de la adolescencia. Elena deseaba que lady Ulma se sintiera a salvo, que fuese feliz.

—En todo caso —siguió a toda prisa—, sabemos una cosa, y es que está en el instrumento del Ruiseñor de Plata. Así que lo que sea que esté dentro del arpa de lady Fazina, tiene que ser eso.

—¡Oh!, pero… —empezó a decir lady Ulma, y luego se detuvo casi antes de que surgieran las palabras.

—¿Qué sucede? —preguntó Elena con dulzura.

—Nada en absoluto —dijo apresuradamente lady Ulma—. Quiero decir, ¿os gustaría ver vuestros vestidos ahora? Esta última prueba en realidad sólo es para asegurarnos de que cada puntada es perfecta.

—¡Oh, nos encantaría! —exclamó Bonnie, a la vez que se abalanzaba sobre el libro de bocetos, mientras Meredith agitaba el tirador de una campanilla, lo que hizo que una sirvienta apareciese a toda prisa y volviese a desaparecer a la misma velocidad en dirección al cuarto de costura.

—Sólo desearía que el amo Damon y lord Sage hubiesen accedido a dejarme crear algo para ellos —dijo lady Ulma a Elena en tono pesaroso.

—¡Oh, Sage no asistirá! Y estoy segura de que a Damon no le hubiese importado… siempre y cuando le diseñase una cazadora de cuero negra, una camisa negra, vaqueros negros y botas negras exactamente iguales a los que lleva cada día. Entonces le habría encantado ponérselo.

Lady Ulma rió.

—Entiendo. Bueno, se lucirán suficientes modelos fantásticos esta noche como para que pueda cambiar de idea de cara al futuro. Ahora corramos las cortinas sobre todas las ventanas. Esta gala se celebrará bajo techo, sólo con iluminación de lámparas de gas, así podréis ver los colores tal y como son.

—Me preguntaba por qué ponía «bajo techo» en las invitaciones —comentó Bonnie—. Pensé que a lo mejor era por la lluvia.

—Es debido al sol —repuso lady Ulma en tono solemne—. Esa odiosa luz carmesí, que convierte todo azul en morado, todo amarillo en marrón. Veréis, nadie iría vestido en tonos aguamarina o verde para una velada al aire libre; no, ni siquiera tú, con ese pelo de color rojizo que lo pide a gritos.

—Comprendo. Tener ese sol constante cada día debe de acabar deprimiéndole a uno al cabo de un tiempo.

—Me pregunto si de verdad lo comprendes —murmuró lady Ulma, y luego añadió a toda prisa—: Mientras esperamos, ¿queréis que os muestre lo que he creado para vuestra amiga la alta que duda de mí?

—¡Oh, por favor, sí! —Bonnie le tendió el libro de bocetos.

Lady Ulma lo hojeó hasta que llegó a una página que pareció complacerla. Tomó carboncillo y lápices de colores como una niña ansiosa por volver a jugar con sus adorados juguetes.

—Aquí está —anunció, usando los lápices de colores para añadir una línea aquí y una curva allí, pero sosteniendo el cuaderno de modo que las tres jóvenes pudiesen ver el boceto.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bonnie con un asombro sincero, e incluso Elena sintió que se le ponían unos ojos como platos.

La muchacha del boceto era Meredith, sin la menor duda, con los cabellos la mitad recogida arriba y la otra mitad caída, pero luciendo un vestido… ¡increíble! Negro como el ébano y sin tirantes, se adhería a la larga figura esbelta esbozada a la perfección en el dibujo, resaltando las curvas, realzándolas en la parte superior mediante lo que Elena averiguó que recibía el nombre de escote «corazón»: uno que hacía que la parte delantera de Meredith pareciese un corazón del Día de San Valentín. El vestido se mantenía pegado al cuerpo hasta llegar a las rodillas, donde se acampanaba repentinamente, ensanchándose de un modo espectacular.

—Un vestido «sirena» —explicó lady Ulma, satisfecha por fin con el boceto—. Y aquí está —añadió al mismo tiempo que entraban varias costureras, sosteniendo reverentemente el milagroso vestido entre ellas.

Entonces las muchachas pudieron ver que el tejido era de elegante terciopelo negro salpicado de diminutas motas metálicas rectangulares en dorado. Elena se dijo que era como la medianoche allá en casa, con un millar de estrellas fugaces en el firmamento.

—Y con él, llevarás estos enormes pendientes de ónice negro y oro, estas peinetas de esos mismos materiales para recoger el pelo en alto, y unos cuantos brazaletes y anillos a juego que Lucen ha creado para este conjunto —prosiguió lady Ulma.

Elena advirtió que en algún momento durante los últimos minutos Lucen debía de haber entrado en la estancia. Le sonrió, y luego sus ojos descendieron a la bandeja de tres pisos que sostenía. En la bandeja superior, sobre un fondo marfil, había dos brazaletes de ónice negro y diamantes, así como un anillo con un diamante en él que casi la hizo desmayarse.

Meredith paseaba la mirada por la habitación como si hubiese tropezado con una discusión privada y no supiese cómo escabullirse. Luego volvió a dirigir la mirada del vestido a las joyas y luego a lady Ulma. Meredith no era una persona que perdiera la compostura con facilidad, pero tras un instante, simplemente fue hacia lady Ulma y la abrazó con ferocidad, luego fue hacia Lucen y le posó una mano sobre el antebrazo con suma delicadeza. Estaba claro que era incapaz de hablar.

Bonnie estudiaba el boceto con ojos de entendida en aquellos momentos.

—Esos brazaletes a juego se crearon justo para este vestido, ¿verdad? —dijo en tono conspirador.

Ante la sorpresa de Elena, lady Ulma pareció incómoda, y al poco dijo, hablando muy despacio:

—Lo cierto es… bueno, la señorita Meredith es… una esclava. A todos los esclavos se les exige que luzcan alguna especie de brazaletes simbólicos cuando salen de sus casas. —Bajó los ojos hacia las pulidas tablas del suelo; tenía las mejillas coloradas.

—Lady Ulma…, por favor, ¿cómo puede pensar que eso nos importa?

Los ojos de lady Ulma centellearon cuando los alzó.

—¿No os parece mal?

—Bueno —repuso Elena con desdén—, en realidad no importa… porque no se puede hacer nada al respecto; no ahora.

Por supuesto, los sirvientes no estaban al tanto de los secretos de la relación Damon-Elena-Meredith-Bonnie. Ni siquiera lady Ulma comprendía cómo era que Damon no liberaba a las tres jóvenes por si acaso «las Guardianas Celestiales no lo permitían y sucediera algo». Pero las jóvenes habían adoptado una sólida postura contra ello; sería como gafar toda la empresa.

—Bueno, en cualquier caso —parloteaba Bonnie—, creo que los brazaletes son hermosos. Me refiero a que difícilmente podría encontrar algo más perfecto para el vestido, ¿no es cierto?… —alabó la sensibilidad profesional del diseñador.

Lucen sonrió con modestia y lady Ulma le dirigió una mirada afectuosa.

Meredith seguía mostrando una expresión radiante.

—Lady Ulma, no sé cómo agradecérselo. Me pondré este vestido… y durante esta noche seré alguien que no he sido nunca antes. Desde luego, ha dibujado mis cabellos recogidos arriba, o recogidos en parte. Yo no acostumbro a llevarlos así —finalizó con timidez.

—Lo harás esta noche… los llevarás bien recogidos por encima de esa deliciosa frente amplia que tienes. Este vestido realzará las deliciosas curvas de tus hombros y tus brazos desnudos. Es un crimen cubrirlos, de día o de noche. ¡Y el peinado está pensado para dejar al descubierto tu rostro exótico en lugar de ocultarlo! —dijo lady Ulma con firmeza.

«Estupendo —pensó Elena—. La han desviado del tema de la esclavitud simbólica.»

—También llevarás un poco de maquillaje: un dorado pálido en los párpados, y lápiz de ojos y rímel para resaltar y alargar las pestañas. Un toque de pintalabios dorado, pero no colorete; no me gusta para las chicas jóvenes. Tu tez aceitunada completará la imagen de una doncella seductora a la perfección.

Meredith miró a Elena con expresión impotente.

—Tampoco acostumbro a llevar maquillaje —dijo, pero las dos sabían que la habían vencido y que la visión de lady Ulma cobraría vida.

—No lo llame vestido sirena; ella será una sirena —dijo Bonnie con entusiasmo—. Pero será mejor que coloquemos un hechizo en él para mantener alejados a todos los marineros vampiros.

Ante la sorpresa de Elena, lady Ulma asintió solemnemente.

—Mi amiga costurera ha enviado a una sacerdotisa hoy para bendecir todas las prendas e impedir que seáis víctimas de vampiros, por supuesto. Si eso cuenta con vuestra aprobación, claro. —Miró a Elena, quien asintió.

—Siempre y cuando no mantengan apartado a Damon —añadió ésta en broma, y sintió cómo el tiempo se paralizaba cuando Meredith y Bonnie volvían inmediatamente los ojos hacia ella, esperando captar algo en la expresión de Elena que la delatara.

Pero Elena mantuvo la expresión neutral, mientras lady Ulma proseguía:

—Naturalmente, las restricciones no serían aplicables a tu… al amo Damon.

—Naturalmente —repuso Elena con serenidad.

—Y ahora, para que la belleza más menuda asista a la gala —empezó a decir lady Ulma en referencia a Bonnie, que se mordió el labio, ruborizándose—, tengo algo muy especial para ti. No sé cuánto tiempo he ansiado trabajar con este tejido. He pasado penosamente ante él, contemplándolo en un escaparate año tras año, suspirando por comprarlo y crear con él. ¿Veis?

Y el siguiente grupo de costureras se adelantó, sosteniendo un vestido más pequeño y ligero entre ellas, mientras lady Ulma sostenía en alto un boceto. Elena lo contemplaba ya, atónita. El tejido era soberbio —increíble—, pero especialmente ingenioso era el modo en que se había estructurado. La tela era de un intenso azul-verde pavo real, con un sorprendente bordado a mano que mostraba el dibujo de unos ojos de pavo real que se desplegaban hacia arriba desde la cintura.

Los ojos castaños de Bonnie se habían vuelto a abrir de par en par.

—¿Esto es para mí? —musitó, temerosa casi de tocar el tejido.

—Sí, y vamos a alisar ese pelo tuyo hacia atrás hasta que tengas un aspecto tan sofisticado como tu amiga. Anda, pruébatelo. Creo que te gustará el modo en que ha quedado este vestido.

Lucen se había retirado y a Meredith la embutían ya con cuidado en el vestido sirena.

Bonnie empezó a quitarse la ropa, encantada.

Lady Ulma resultó tener razón, y a Bonnie le gustó muchísimo su aspecto. Justo en aquellos momentos recibía los toques finales, como verse delicadamente rociada con agua de rosas mezclada con cítricos; una fragancia creada sólo para ella. Estaba de pie ante un espejo gigantesco de plateado cristal, justo minutos antes de que debieran ponerse en marcha para asistir a la gala ofrecida por Fazina, el Ruiseñor de Plata en persona.

Bonnie se volvió un poco y contempló aquel vestido sin tirantes, de falda larga y con mucho vuelo, con sobrecogimiento. El corpiño estaba confeccionado —o parecía estar confeccionado— totalmente con ojos de las plumas de pavo real, dispuestos en un ramillete que se juntaba en la cintura, resaltando lo diminuta que era. Llevaba otro ramillete de plumas más grandes señalando al suelo desde la cintura, por delante y por detrás, e incluso la parte posterior tenía una pequeña cola de plumas de pavo real sobre seda esmeralda. Delante, bajo el ramillete más grande dirigido hacia el suelo, un dibujo realizado en plata y oro, de ondulantes plumas estilizadas, todas boca abajo, descendía hasta el borde del vestido, que estaba ribeteado con fino brocado dorado.

Por si esto no fuese suficiente, lady Ulma había hecho confeccionar un abanico con auténticas plumas de pavo real ensartadas en un mango de jade color esmeralda, con una borla en el extremo de dijes de jade, citrino y esmeraldas que tintineaban suavemente.

Alrededor del cuello, Bonnie lucía un collar a juego de jade, con incrustaciones de esmeraldas, zafiros y lapislázuli. Y en cada muñeca llevaba varios brazaletes de jade que tintineaban entre sí cada vez que se movía, el símbolo de su esclavitud.

Pero los ojos de Bonnie a duras penas podían permanecer fijos en ellos, y no era capaz de sentir ningún odio por los brazaletes. Se había centrado en una peluquera que había acudido para alisar sus rizos rojizos que, oscurecidos para resultar auténticamente rojos, peinó aplastados hacia atrás sobre el cráneo e inmovilizó con horquillas de jade y esmeraldas. Su rostro en forma de corazón jamás había tenido un aspecto tan maduro, tan sofisticado. A unos párpados esmeralda y mirada oscurecida con lápiz de ojos, lady Ulma había añadido un pintalabios de un rojo intenso y había roto por una vez su norma y, manejando con habilidad el pincel ella misma, había añadido toques de colorete aquí y allá, de modo que la tez traslúcida de Bonnie daba la impresión de ruborizarse constantemente ante algún halago. Pendientes de jade delicadamente tallados con campanillas doradas en su interior completaban el conjunto, y Bonnie se sentía como si fuese una princesa del Antiguo Oriente.

—Realmente es alguna especie de milagro. Por lo general parezco un duendecillo intentando disfrazarse de animadora o una damita de honor en una boda —le confió, besando a lady Ulma una y otra vez, contentísima de ver que el carmín permanecía en sus labios en lugar de transferirse a las mejillas de su benefactora—. Pero esta noche tengo el aspecto de una mujer joven.

Habría seguido parloteando, incapaz de detenerse a pesar de que lady Ulma intentaba ya secarse discretamente las lágrimas de los ojos, de no ser porque en aquel momento Elena entró y Bonnie lanzó una exclamación de asombro.

El vestido de Elena ya había quedado terminado pasado el mediodía y por lo tanto todo lo que Bonnie había visto de él era el boceto. Pero de algún modo eso no había conseguido transmitir lo que el vestido haría por Elena.

Bonnie se había preguntado secretamente si lady Ulma estaría dejando demasiado a cargo de la propia belleza natural de Elena, y esperaba que ésta estaría tan emocionada sobre su propio vestido como todo el mundo parecía estarlo respecto a los de Bonnie y Meredith.

Ahora Bonnie lo comprendió.

—Lo he llamado vestido de diosa —explicó lady Ulma ante el atónito silencio que inundó la habitación cuando entró Elena, y Bonnie pensó atolondradamente que si habían vivido alguna vez diosas en el monte Olimpo, sin duda habrían querido vestirse así.

La belleza del vestido radicaba en su misma sencillez. Estaba confeccionado en seda blanca como la leche, con una cintura delicadamente plisada (lady Ulma llamó al irregular plisado apretado «fruncido») que sostenía dos sencillas piezas de corpiño que formaban un escote en forma de V, realzando la tez color melocotón entre ellas y a la espalda. Las piezas estaban sujetas a su vez en los hombros mediante dos broches labrados: oro con incrustaciones de madreperla y diamantes. Desde la cintura, la falda descendía en elegantes pliegues de seda hasta alcanzar las delicadas sandalias de Elena… a su vez diseñadas en oro, madreperla y diamantes. En la espalda, las dos piezas que se sujetaban al hombro se convertían en tirantes que se cruzaban para volver a unirse a la falda plisada.

Un vestido tan sencillo, pero tan espléndido, lucido por la muchacha adecuada.

En la garganta de Elena, un collar de oro y madreperla exquisitamente diseñado con la forma estilizada de una mariposa llevaba incrustados tantos diamantes que parecía llamear con fuego múltiple cada vez que ella se movía y atrapaban la luz. Lo lucía sobre el colgante de lapislázuli y diamante que Stefan le había regalado, ya que se había negado rotundamente a quitárselo. No importaba, ya que la mariposa lo cubría por completo.

En cada muñeca, Elena llevaba un ancho brazalete de oro y madreperla con incrustaciones de diamantes, creaciones que habían hallado en la habitación secreta de las joyas, evidentemente creados para acompañar al collar.

Y eso era todo. A Elena le habían cepillado el pelo una y otra vez hasta que éste formó una sedosa masa dorada de ondas que descendía por debajo de los hombros en la espalda, y llevaba un toque de pintalabios rosa. Pero al rostro, con las espesas pestañas negras y cejas arqueadas algo más claras —y justo ahora con su expresión emocionada que entreabría los labios pintados de rosa y hacía asomar un color intenso a las mejillas—, no le habían aplicado nada. Pendientes que eran simples cascadas de diamantes asomaban por entre los dorados mechones.

«Va a volverlos locos esta noche —pensó Bonnie, pasando revista al osado vestido con envidia, aunque no con celos, sino más bien regocijándose en la idea de la sensación que Elena causaría—. Lleva el vestido más sencillo de las tres, pero de todos modos nos eclipsa a Meredith y a mí.»

Con todo, Bonnie jamás había visto a Meredith más guapa… ni más exótica. Tampoco había sabido nunca la figura tan despampanante que tenía Meredith, a pesar del amplio surtido de ropa de diseñadores que poseía su amiga.

Meredith se encogió de hombros cuando Bonnie se lo dijo. También ella tenía un abanico, de laca negra, que se plegaba. Lo abrió ahora y volvió a cerrarlo de golpe, dándose golpecitos en la barbilla pensativamente.

—Estamos en manos de un genio —se limitó a decir—. Pero no podemos olvidar por qué nos encontramos realmente aquí.