El caos. Elena alzó violentamente la cabeza, desorientada, sin saber si debía seguir siendo la esclava arrepentida. Los líderes de la comunidad parloteaban unos con otros, señalando con los dedos, alzando las manos al cielo. Damon había refrenado físicamente al Padrino, que parecía considerar concluida su parte en la ceremonia.
La multitud pitaba y vitoreaba. Parecía que estuviera a punto de empezar otra pelea; esta vez entre Damon y los hombres del Padrino, en especial el llamado Clewd.
A Elena la cabeza le daba vueltas, y sólo conseguía captar frases inconexas.
—… únicamente seis azotes y me prometiste que sería yo quien los administrara… —gritaba Damon.
—… ¿realmente crees que estos insignificantes lacayos dicen la verdad? —gritaba a modo de respuesta alguna otra persona, probablemente Clewd.
Pero ¿no era eso exactamente lo que era el Padrino, también? ¿Un simple lacayo más grande, más aterrador, e, indudablemente, más eficiente, que daba parte a alguien situado mucho más arriba, y que no se ofuscaba la mente fumando droga?, se dijo Elena; y entonces agachó la cabeza a toda prisa cuando el hombre gordo echó un vistazo en su dirección.
Pudo volver a oír a Damon, esta vez con mayor claridad, por encima del barullo.
—Por un momento había creído incluso que aquí existía algo de honor una vez que se cerraba un trato.
Lo dijo de un modo que dejó bien claro que ya no pensaba que fuese posible negociar y que estaba a punto de lanzarse al ataque. Elena se puso en tensión, horrorizada. Jamás había oído una amenaza tan manifiesta en su voz.
—Esperad.
Fue dicho en el lánguido modo de hablar del Padrino, pero provocó un silencio instantáneo entre la muchedumbre. El hombre gordo, tras haber retirado la mano de Damon de su brazo, volvió la cabeza en dirección a Elena.
—Renunciaré, por mi parte, a la participación de mi sobrino Clewd. Diarmund, o quienquiera que fuiste, eres libre de castigar a tu esclava con tus propios instrumentos.
De pronto, de un modo sorprendente, el anciano empezó a quitarse pedazos de oro de la barba y a hablar directamente con Elena. Sus ojos eran ancianos, cansados y sorprendentemente perspicaces.
—Clewd es un maestro en dar azotes, ¿sabes? Tiene su propio invento. Lo llama bigotes de gato y de un solo golpe puede despellejar la piel del cuello a la cadera. La mayoría de los hombres mueren con diez azotes, pero me temo que hoy se verá decepcionado. —A continuación, dejando al descubierto unos dientes sorprendentemente blancos y uniformes, el Padrino sonrió, tendiéndole al mismo tiempo el cuenco de las doradas golosinas que había estado comiendo—. No estaría mal que probases una antes de tu sanción. Vamos.
Temerosa de probar una, pero también de no hacerlo, Elena tomó uno de los irregulares trozos y se lo metió en la boca. Sus dientes mascaron placenteramente. ¡Media nuez! Eso es lo que eran los misteriosos dulces. Una deliciosa media nuez sumergida en alguna especie de jarabe dulce de limón, con pedazos de guindilla o algo parecido adheridos a su superficie, y todo ello dorado con aquel oro comestible. ¡Pura ambrosía!
El Padrino le decía a Damon en aquellos momentos:
—Aplica tu propia «sanción», muchacho. Pero no descuides enseñar a la muchacha cómo ocultar sus pensamientos. Tiene demasiado ingenio para ser malgastado aquí en un burdel del arrabal. Pero entonces ¿por qué no creo que tenga el menor deseo de convertirse en una cortesana famosa?
Antes de que Damon pudiese responder o Elena alzar la mirada de su genuflexión, él ya había desaparecido, transportado por portadores de palanquín al único carruaje tirado por caballos que Elena había visto en los suburbios.
A todo esto, los dirigentes municipales que discutían y gesticulaban, incitados por el joven Drohzne, habían alcanzado un hosco acuerdo.
—Diez azotes, no es necesario que se quite la ropa, y puedes dárselos tú mismo —dijeron—. Pero nuestra última palabra es diez. El hombre que negoció contigo ya no tiene poder para expresar su punto de vista.
Casi con indiferencia, uno de ellos alzó por un mechón de pelo una cabeza a la que faltaba el cuerpo. De un modo absurdo, estaba coronada de hojas polvorientas en previsión del banquete que seguiría a la ceremonia.
Los ojos de Damon llamearon con auténtica cólera que hizo vibrar los objetos que lo rodeaban. Elena pudo percibir el Poder que emanaba de él como de una pantera que se rebelara contra su correa, y se sintió como si hablase enfrentada a un huracán que arrojaba cada palabra de vuelta al interior de su garganta.
—Lo acepto.
—¿Qué?
—Se acabó, Da…, amo Damon. No más gritos. Estoy de acuerdo.
Entonces, mientras se postraba sobre las alfombras ante Drohzne, sonó un repentino lamento agudo procedente de mujeres y niños y una descarga cerrada de objetos lanzados —algunos de ellos, con mala puntería— contra el propietario de esclavos que sonreía presuntuoso.
La cola del vestido estaba extendida tras ella como la de una novia, con la sobrefalda color perla dando a la enagua un reluciente tono burdeos bajo la eterna luz roja. Sus cabellos se habían soltado del nudo alto que había hecho con ellos, formando una nube alrededor de sus hombros que Damon tuvo que apartar con las manos. El joven vampiro temblaba. De cólera. Elena no se atrevió a mirarle, sabiendo que las mentes de ambos correrían a unirse. Fue ella quien se acordó de pronunciar su discurso protocolario ante él y el joven Drohzne de modo que toda aquella farsa no tuviera que volverse a repetir.
«Decidlo con sentimiento —había reprendido siempre su profesora de arte dramático, la señora Courtland, a la clase—. Si no hay sentimiento en vosotros, no podrá existir sentimiento alguno en el público.»
—¡Amo! —gritó Elena en una voz que era lo bastante fuerte como para ser oída por encima de los lamentos de las mujeres—. Amo, no soy más que una esclava que no es digna de dirigirse a vos. Pero he pecado y acepto mi castigo con avidez… Sí, con avidez, si ello os restituye aunque sea una parte de la respetabilidad de que gozabais antes de mi inusitada maldad. Os suplico que castiguéis a esta esclava deshonrada que yace igual que basura desechada en vuestro magnánimo camino.
El discurso, que había gritado en el tono invariablemente inanimado de quien se ha aprendido cada palabra de memoria, en realidad sólo debía contener cuatro palabras: «Amo, os suplico perdón». Pero nadie parecía haber reconocido la ironía que Meredith le había insuflado, ni haberlo hallado divertido. El Padrino lo había aceptado; el joven Drohzne ya lo había oído una vez, y ahora le tocaba el turno a Damon.
Pero el joven Drohzne no había acabado aún. Dirigiendo una sonrisa burlona a Elena, dijo:
—Ahora es cuando verás lo que es bueno, nena. Pero ¡quiero ver esa vara de fresno antes de que la uses!… —Y fue hacia Damon dando traspiés.
Unos cuantos mandobles al aire y golpes a los almohadones que les rodeaban (que llenaron el aire de polvo color rojo rubí) le convencieron de que la vara era todo lo que incluso él podía desear.
Con la boca haciéndosele agua visiblemente, se acomodó en el sofá dorado, estudiando a Elena de pies a cabeza.
Finalmente había llegado el momento. Damon no podía posponerlo por más tiempo. Despacio, como si cada paso fuese parte de una obra que no había ensayado como era debido, se colocó tímidamente junto a Elena para obtener un buen ángulo, y, por fin, mientras la multitud allí reunida empezaba a mostrarse impaciente, y las mujeres daban señales de ensimismarse en la bebida, más que en las lamentaciones, eligió el lugar.
—Pido perdón, mi amo —dijo Elena en su voz inexpresiva.
De haber sido al revés, pensó ella, Damon no habría recordado ni siquiera lo imprescindible.
Realmente había llegado el momento. Elena recordaba lo que Damon le había prometido, pero también sabía que se habían roto gran cantidad de promesas ese día. Para empezar, diez eran casi el doble de seis.
Aquello no le hacía ninguna gracia.
Pero cuando recibió el primer golpe supo que Damon no era de los que faltaban a la palabra dada. Sintió un golpe sordo, y un entumecimiento, y luego, curiosamente, una humedad que le hizo echar una ojeada a lo alto a través de la celosía de tablas que tenían sobre sus cabezas para ver si había nubes. Fue desconcertante advertir que la sensación húmeda era su propia sangre, derramada sin producirle dolor, que le corría por el costado.
—Haz que los cuente —gruñó el joven Drohzne, arrastrando las palabras.
Y Elena dijo «Uno» automáticamente, antes de que Damon pudiese resistirse.
La muchacha siguió contando con la misma voz clara e inalterada. Mentalmente no estaba allí en absoluto, en aquella especie de alcantarilla horrible y maloliente. Estaba tumbada con los codos apuntalados para sostenerle el rostro, y contemplaba los ojos de Stefan; aquellos ojos verde intenso que jamás envejecerían, sin que importara cuántos siglos acumulasen. Contaba en tono soñador para él, y diez sería la señal para incorporarse de un salto e iniciar la carrera. Llovía débilmente, pero Stefan le iba a dar ventaja, y pronto, pronto ella se alzaría rápidamente de encima de él y saldría corriendo por la exuberante hierba verde. Haría que fuese una carrera justa y realmente pondría toda su energía en ella, pero Stefan, desde luego, la alcanzaría. Entonces caerían juntos sobre la hierba, riendo sin parar como si les hubiese dado un ataque de risa.
En cuanto a los vagos y lejanos sonidos de lobunas risas socarronas y gruñidos de borrachos, incluso éstos cambiaban gradualmente, y todo tenía que ver con el mismo sueño estúpido sobre Damon y una vara de fresno. En el sueño, Damon la blandía con fuerza suficiente como para satisfacer a los espectadores más exigentes, y sus golpes, que Elena podía oír en el creciente silencio, sonaban de lo más fuerte, y le hacían sentir una cierta sensación de náusea, sabedora de que aquél era el sonido de su propia piel al rajarse, pero no sentía más que sordos cachetes arriba y abajo de la espalda. ¡Y Stefan tiraba ya de su mano para besarla!
—Siempre seré tuyo —le decía Stefan—. Estaremos juntos cada vez que sueñes.
«Siempre seré tuya —le dijo Elena en silencio, sabiendo que él recibiría el mensaje—. Tal vez no pueda soñar contigo todo el tiempo, pero estoy siempre contigo.»
«Siempre, mi ángel. Te estoy esperando», le dijo Stefan.
Elena oyó a su propia voz decir: «Diez», y Stefan volvió a besarle la mano y desapareció. Pestañeando, desconcertada y confusa por la repentina avalancha de ruidos, se incorporó con cautela a una posición sentada, mirando a su alrededor.
El joven Drohzne estaba encorvado sobre sí mismo, ciego de ira, decepción, y más licor del que ni siquiera él podía aguantar. Las mujeres que gemían hacía mucho que habían callado, sobrecogidas. Lo niños eran los únicos que todavía efectuaban algún ruido, subiendo y bajando por las gradas de tablas mientras cuchicheaban unos con otros y echando a correr si Elena miraba por casualidad hacia ellos.
Y entonces, con una falta total de ceremonia, todo acabó.
Cuando Elena se puso en pie, el mundo efectuó una vuelta doble completa a su alrededor y las piernas se le doblaron. Damon la sostuvo, y llamó a los pocos jóvenes que aún estaban conscientes y predispuestos a ayudarle.
—Dadme una capa.
No fue una petición, y el mejor vestido de aquellos hombres, que parecía haber venido de visita por los barrios bajos, le arrojó una gruesa capa, negra, forrada de un azul verdoso, y dijo:
—Quédatela. Una actuación… maravillosa. ¿Es un número de hipnotismo?
—No es ninguna actuación —gruñó Damon, en una voz que detuvo a los otros visitantes de los suburbios en el acto de tender tarjetas de visita.
—Tómalas —musitó Elena.
Damon agarró las tarjetas con una mano, de mala gana. Pero Elena se obligó a apartarse los cabellos de la cara con un movimiento de cabeza y a sonreír lentamente, con los párpados entornados, a los jóvenes. Ellos le devolvieron la sonrisa con cierta timidez.
—¿Cuándo…, esto…, volvéis a actuar…?
—Os enteraréis de ello —les respondió Elena.
Damon la llevaba ya de vuelta junto al doctor Meggar, rodeado por el inevitable séquito de niños que les tiraban de las capas. No fue hasta entonces cuando a Elena se le ocurrió preguntarse por qué Damon había pedido una capa a unos desconocidos, cuando él, de hecho, ya llevaba puesta una.
—Llevarán a cabo ceremonias en alguna parte, ahora que hay tantos de ellos —dijo la señora Flowers con discreta aflicción mientras Matt y ella tomaban té de hierbas sentados en el salón de la casa de huéspedes.
Era la hora de la cena, pero aún había bastante luz en el exterior.
—¿Ceremonias para hacer qué? —preguntó Matt.
No había conseguido llegar a la casa de sus padres desde que había abandonado a Damon y a Elena hacía más de una semana para regresar a Fell's Church. Había hecho una parada en casa de Meredith, que estaba en los confines de la ciudad, y ella le había convencido para que pasase primero por casa de la señora Flowers. Tras la conversación que los tres habían tenido con Bonnie, Matt había decidido que lo mejor era ser «invisible». Su familia estaría más segura si nadie sabía todavía que él había regresado a Fell's Church. Viviría en la casa de huéspedes, pero ninguno de los críos que estaban causando todos los problemas lo advertirían. Luego, una vez que Bonnie y Meredith se hubiesen marchado sin problemas a reunirse con Damon y Elena, Matt podría ser una especie de agente secreto.
En este momento casi deseaba haberse ido con las chicas. Intentar ser un agente secreto en un lugar donde todos los adversarios parecían ser capaces de oír y ver mejor que uno, además de moverse mucho más rápido, no había resultado ser tan útil como hubiera podido parecer; así que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo los blogs de Internet que Meredith había marcado, en busca de pistas que pudiesen servirles de algo.
Pero no había leído sobre la necesidad de ninguna clase de ceremonias. Se volvió hacia la señora Flowers mientras ésta sorbía pensativamente su té.
—¿Ceremonias para qué? —repitió.
Con su suave cabello blanco y su rostro tierno y despistado, y afables ojos azules, la señora Flowers parecía la ancianita más inofensiva del mundo. Sin embargo, no lo era. Bruja de nacimiento, y jardinera por vocación, sabía tanto sobre hierbas tóxicas de magia negra como sobre emplastos curativos de magia blanca.
—Bueno, para hacer cosas por lo general desagradables —respondió con tristeza, clavando la mirada en las hojas de té de su taza—. Son en parte como asambleas de preparación, ya sabes, para que todo el mundo se vaya entusiasmando. Probablemente también llevan a cabo algo de magia negra en ellas. Parte de ello funciona mediante chantaje y lavado de cerebro; pueden convencer a los nuevos conversos de que ahora son culpables por el simple hecho de asistir a las reuniones. Que lo mejor sería que cedieran y se convirtieran en iniciados por completo… Esa clase de cosas. Muy desagradable.
—Pero ¿desagradable en qué sentido? —persistió Matt.
—En realidad no lo sé, querido. Jamás he asistido a una.
Matt reflexionó. Eran casi las siete de la tarde, la hora en la que se iniciaba el toque de queda para los jóvenes menores de dieciocho años. Los dieciocho parecían ser la edad máxima que podía tener alguien para convertirse en poseído.
Desde luego, no era un toque de queda oficial. El departamento del sheriff no parecía tener ni idea de cómo manejar la curiosa enfermedad que se iba abriendo paso entre las jóvenes de Fell's Church. ¿Asustarlas directamente? Era la policía la que sentía miedo. Un joven sheriff había salido como una exhalación de casa de los Ryan para vomitar en la calle tras ver como Karen Ryan había arrancado de un mordisco las cabezas de sus ratoncitos y presenciar lo que había hecho con el resto de ellos.
¿Encerrarles? Los padres no querían ni oír hablar de ello; sin importarles lo malo que fuese el comportamiento de sus hijos, lo evidente era que las criaturas necesitaban ayuda. Los niños que eran conducidos a la ciudad vecina para que les visitase un psiquiatra permanecían sentados recatadamente y hablaban con calma y lógica… durante los quince minutos de la visita. Luego, durante el camino de vuelta, se vengaban, repitiendo todo lo que sus padres decían imitándolos a la perfección, efectuando sonidos animales que parecían reales, manteniendo conversaciones consigo mismos en idiomas que parecían asiáticos, o incluso recurriendo al tópico pero todavía espeluznante número de hablar hacia atrás.
Ni castigos normales ni la ciencia médica habitual parecían proporcionar una respuesta al problema de los niños.
Pero lo que más asustaba a los padres era cuando sus hijos e hijas desaparecían. En un principio, se dio por sentado que los niños iban al cementerio, pero cuando los adultos intentaron seguirlos a una de sus reuniones secretas, hallaron el cementerio vacío, incluida la cripta secreta de Honoria Fell. Los niños simplemente parecían haberse… desvanecido.
Matt creyó conocer la respuesta al enigma. Aquella espesura perteneciente al Bosque Viejo que todavía existía cerca del cementerio. O bien los poderes de purificación de Elena no habían llegado tan lejos, o el lugar era tan maligno que había sido capaz de resistirse a la limpieza.
Y, como Matt sabía muy bien, el Bosque Viejo estaba totalmente bajo el dominio de los kitsune. Dabas dos pasos al interior de la espesura y te podías pasar el resto de la vida intentando salir de allí.
—Pero a lo mejor soy lo bastante joven para seguirlos al interior —le decía ahora a la señora Flowers—. Sé que Tom Pierler va con ellos y tiene mi edad. Y por otra parte también la tenían los que lo iniciaron: Caroline se lo pasó a Jim Bryce, quien se lo pasó a Isobel Saitou.
La señora Flowers parecía abstraída.
—Deberíamos pedirle a la abuela de Isobel más de esas salvaguardas shinto contra el mal que bendijo —propuso—. ¿Crees que podrías encargarte de hacerlo en algún momento, Matt? Pronto tendremos que prepararnos para montar una barricada, me temo.
—¿Es eso lo que dicen las hojas del té?
—Sí, querido, y coinciden con lo que dice mi pobre cabeza, también. Tal vez querrías pasar esa información a la doctora Alpert para que pueda sacar a su hija y a sus nietos de la ciudad antes de que sea demasiado tarde.
—Le daré el mensaje, pero creo que va a ser muy difícil arrancar a Tyrone de Deborah Koll. Está realmente colado por ella… ¡Oiga!, a lo mejor la doctora Alpert puede conseguir que también se marchen los Koll.
—A lo mejor. Eso significaría unos cuantos pequeños menos de los que preocuparse —repuso la señora Flowers, tomando la taza de Matt para atisbar en su interior.
—Lo haré.
Resultaba raro, se dijo Matt. Tenía tres aliados ahora en Fell's Church y eran tres mujeres de más de sesenta años. Una era la señora Flowers, todavía lo bastante llena de energía como para levantarse cada mañana y dar un paseo y llevar a cabo el cuidado del jardín; otra era Obasaan —confinada en una cama, diminuta y parecida a una muñeca, con los negros cabellos recogidos en un moño— que estaba siempre lista para ofrecer consejos basados en los años que había pasado como doncella en un santuario; y la tercera era la doctora Alpert, la médico local de Fell's Church, de cabellos entrecanos, bruñida tez de un moreno oscuro, y una actitud totalmente pragmática respecto a todo, incluida la magia. A diferencia de la policía, se negaba a ignorar lo que sucedía ante sus narices, y hacía todo lo posible por ayudar a aliviar los miedos de los niños así como aconsejar a los aterrados padres.
Una bruja, una sacerdotisa y una doctora. Matt supuso que tenía todas sus bases cubiertas, en especial porque además conocía a Caroline, el paciente original en aquel caso; tanto si era posesión por parte de zorros, lobos o ambos, además de alguna otra cosa.
—Iré a la reunión esta noche —declaró con firmeza—. Los chicos han estado cuchicheando y contactando unos con otros durante todo el día. Me ocultaré en algún lugar donde pueda verles entrar en la espesura. Luego les seguiré…, siempre y cuando Caroline o…, ¡que Dios nos ampare!, Shinichi o Misao… no estén con ellos.
La señora Flowers le sirvió otra taza de té.
—Me preocupas mucho, Matt, querido. Creo que éste es un día de malos presagios. No es la clase de día para correr riesgos.
—¿Qué dice su madre al respecto? —preguntó él, genuinamente interesado.
La madre de la señora Flowers había muerto en algún momento de principios de 1900, pero eso no le impedía comunicarse con su hija.
—Bueno, es precisamente eso. No he sabido nada de ella en todo el día. Volveré a intentarlo una vez más.
La señora Flowers cerró los ojos, y Matt pudo ver cómo sus párpados arrugados como el crepé se movían de un lado a otro mientras buscaba a su madre, intentaba entrar en trance o alguna cosa parecida. El muchacho bebió el té y después inició una partida de un juego en su móvil.
Por fin, la señora Flowers volvió a abrir los ojos y suspiró.
—Mi querida mamá —siempre lo decía poniendo mucho énfasis en el acento de la segunda sílaba— se muestra díscola hoy. No hay modo de que consiga que me dé una respuesta clara. Según ella, la reunión será muy ruidosa, y luego muy silenciosa. Y está claro que siente que será muy peligrosa, además. Creo que será mejor que vaya contigo, querido.
—¡No, no! Si su madre piensa que es peligroso, ni siquiera lo intentaré —dijo Matt.
Las chicas le despellejarían vivo si le sucedía algo a la señora Flowers, se dijo. Era mejor no arriesgarse.
La anciana se recostó en el asiento con semblante aliviado.
—Bueno —dijo por fin—, supongo que más vale que me ponga a desherbar. Tengo artemisa que cortar y secar, también. Y los arándanos ya deben de estar maduros. Cómo vuela el tiempo.
—Bueno, está cocinando para mí y todo eso —dijo Matt—. Ojalá me dejara pagarle pensión completa.
—¡Jamás me lo perdonaría! Eres mi invitado, Matt. Y también mi amigo, espero.
—Por supuesto. Sin usted, estaría perdido. Saldré tan sólo a dar un paseo hasta el límite de la ciudad. Tengo que quemar un poco de energía. Me gustaría…
Se interrumpió de repente. Iba a decir que desearía poder efectuar unos cuantos tiros de baloncesto con Jim Bryce. Pero Jim no volvería a encestar… jamás. No con sus manos mutiladas.
—Tan sólo saldré a dar una vuelta —dijo.
—De acuerdo —repuso la señora Flowers—. Por favor, Matt querido, ten cuidado. Acuérdate de coger una chaqueta o una cazadora.
—Sí, señora.
Estaban a principios de agosto, y hacía un calor y una humedad suficientes como para andar por ahí en bañador; pero a Matt le habían educado para tratar a ancianitas de cierta edad de un modo concreto; incluso aunque fuesen brujas y tan agudas en la mayoría de cosas como la navaja que deslizó en su bolsillo antes de que abandonara la casa de huéspedes.
Salió al exterior y, por un camino lateral, bajó hasta el cementerio.
Si se limitaba a ir hasta aquel lugar donde el terreno descendía profundamente bajo la espesura, dispondría de una buena vista de cualquiera que entrase en lo que quedaba del Bosque Viejo, sin que nadie pudiera verle desde ningún ángulo del sendero situado abajo.
Apresuró el paso hacia el escondite elegido sin hacer el menor ruido, pasando agachado por detrás de las lápidas a la vez que se mantenía alerta por si notaba cualquier cambio en el canto de los pájaros, que indicaría que se aproximaban los niños. Pero el único canto de aves era el estridente chillido de cuervos en los matorrales y no vio a nadie en absoluto…
… hasta que se deslizó al interior de su escondite.
Entonces se encontró cara a cara con una pistola desenfundada, y, tras ella, el rostro del sheriff Rich Mossberg.
Las primeras palabras que salieron de la boca del policía parecieron recitadas totalmente de memoria, como si alguien hubiese tirado del cordón de una muñeca parlante del siglo XX.
—Matthew Jeffrey Honeycutt, le arresto por violación y lesiones en la persona de Caroline Beula Forbes. Tiene el derecho de permanecer en silencio…
—Y también usted —siseó Matt—. Pero ¡no por mucho tiempo! ¿Oye esos cuervos que graznan todos a la vez? ¡Los chicos vienen hacia el Bosque Viejo! ¡Y están cerca!
El sheriff Mossberg era una de esas personas que nunca dejan de hablar hasta que han terminado, así que en aquellos momentos decía:
—¿Ha comprendido estos derechos?
—¡No, señor! ¡Mi ne comprenas estupideces!
Una arruga apareció entre las cejas del sheriff.
—¿Es jerga italiana eso con lo que me hablas?
—Es esperanto… ¡no tenemos tiempo! Ahí están… y, ¡cielos, Shinichi está con ellos!
La última frase fue pronunciada en el más tenue de los susurros a la vez que Matt bajaba la cabeza para mirar a hurtadillas por entre la alta maleza del extremo del cementerio sin agitarla.
Sí, era Shinichi, y llevaba de la mano a una niña de unos doce años. Matt la reconoció vagamente: vivía muy cerca de Ridgemont. ¿Cómo se llamaba? ¿Betsy… Becca…?
El sheriff Mossberg emitió un tenue sonido angustiado.
—Mi sobrina —musitó. Matt se sorprendió de que pudiese hablar tan quedo—. ¡Ésa, de hecho, es mi propia sobrina, Rebecca!
—De acuerdo, tan sólo quédese quieto y aguarde —susurró Matt.
Una hilera de niños seguían a Shinichi igual que si éste fuera alguna especie de flautista de Hamelín satánico, con sus cabellos negros de puntas rojas brillando y sus ojos dorados risueños a la luz de la tarde. Los niños reían tontamente y cantaban, algunos con dulces voces de parvulario, una versión extraordinariamente tergiversada de Los siete conejitos. Matt sintió que la boca se le secaba. Era un tormento contemplarles penetrar con paso resuelto en la espesura del bosque, igual que contemplar corderitos ascendiendo por una rampa al interior de un matadero.
Tuvo que elogiar al sheriff por no intentar pegarle un tiro a Shinichi, pues eso realmente habría armado la de San Quintín. Pero entonces, justo cuando la cabeza de Matt se inclinaba al frente, aliviada, al entrar en la espesura el último de los niños, el muchacho volvió a alzarla violentamente.
El sheriff Mossberg se preparaba para incorporarse.
—¡No! —Matt le agarró de la muñeca.
El policía se desasió.
—¡Tengo que entrar ahí! ¡Tiene a mi sobrina! —No la matará. No matan a los niños. No sé por qué, pero no lo hacen.
—Ya has oído qué clase de porquería les estaba enseñando. Cantará una canción muy distinta cuando vea una Glock semiautomática apuntando a su cabeza.
—Oiga —dijo Matt—, tiene que arrestarme, ¿de acuerdo? Le exijo que me arreste. Pero ¡no entre en ese bosque!
—No veo ningún bosque, que digamos —replicó el sheriff con desdén—. Apenas hay espacio en ese bosquecillo de robles para que se sienten todos esos niños. Si quieres ser de alguna utilidad en tu vida, puedes agarrar a uno o dos de los pequeños cuando salgan corriendo.
—¿Salgan corriendo?
—Cuando me vean, se dispersarán. Probablemente saldrán disparados en todas direcciones, pero algunos usarán el mismo sendero que utilizaron para entrar. Veamos, ¿vas a colaborar o no?
—No, señor —respondió Matt despacio y con firmeza—. Y…, y, oiga…, oiga, ¡de verdad, le suplico que no entre ahí! ¡Créame, sé de lo que hablo!
—No sé qué clase de droga tomas, chico, pero lo cierto es que no tengo tiempo para seguir hablando en este momento. Y si intentas otra vez impedirme que entre ahí… —giró la Glock para apuntar a Matt— añadiré un cargo más de obstrucción a la justicia. ¿Entendido?
—Sí, entendido —dijo Matt, con una profunda sensación de cansancio.
Volvió a dejarse caer en el escondite mientras el policía, sorprendentemente sin apenas hacer ruido, se escabullía fuera y descendía hasta la espesura. A continuación, el sheriff Rich Mossberg se introdujo con paso resuelto entre los árboles y desapareció del campo de visión de Matt.
Este permaneció en el escondite y sudó la gota gorda durante una hora. Le costaba mantenerse despierto cuando oyó un alboroto entre los matorrales y Shinichi salió de ellos, conduciendo a los niños que reían y cantaban.
El sheriff Mossberg no salió con ellos.