Elena pocas veces había sentido un alivio como el que sintió cuando oyó a Damon llamar a la puerta del doctor Meggar.
—¿Qué ha sucedido en el Lugar de Encuentro? —preguntó.
—Jamás conseguí llegar.
Damon explicó la emboscada, mientras los demás estudiaban encubiertamente a Sage con varios grados de aprobación, gratitud o auténtico deseo. Elena comprendió que había tomado demasiado Magia Negra cuando se sintió a punto de desvanecerse en varios momentos; aunque estaba segura de que el vino había ayudado a Damon a sobrevivir al ataque de la chusma que de otro modo podría haberle matado.
Ellas, por su parte, explicaron la historia de lady Ulma tan brevemente como les fue posible. La mujer estaba pálida y con aspecto afectado cuando terminaron.
—Realmente espero —le dijo con timidez a Damon— que cuando herede las propiedades del viejo Drohzne —hizo una pausa para tragar saliva—, decida quedarse conmigo. Sé que las esclavas que trajo con usted son hermosas y jóvenes…, pero yo puedo resultar muy útil como costurera y cosas así. Es sólo mi espalda la que ha perdido su fuerza, no mi mente…
Damon permaneció totalmente inmóvil durante un instante. Luego fue hasta Elena, quien por casualidad era la que estaba más cerca de él. Alzó la mano, soltó la última lazada de cuerda que colgaba de la muñeca de la joven y la arrojó con fuerza al otro lado de la habitación. La cuerda chasqueó y se retorció como una serpiente.
—Cualquiera que lleve una puede hacer lo mismo por lo que a mí concierne —declaró.
—Excepto por lo de arrojarlas —se apresuró a decir Meredith, viendo cómo las cejas del doctor entrechocaban mientras miraba la gran cantidad de frágiles vasos de laboratorio de cristal amontonados a lo largo de las paredes.
Pero Bonnie y ella no perdieron tiempo en deshacerse de los restos de cuerda que aún llevaban.
—Me temo que los míos son… permanentes —dijo lady Ulma, apartando la tela de las muñecas para mostrar los brazaletes soldados de hierro; parecía avergonzada por no poder obedecer la primera orden de su nuevo amo.
—¿Te importa pasar un ratito de frío? Poseo Poder suficiente para congelarlos de modo que se hagan pedazos con facilidad —repuso Damon.
Lady Ulma emitió un sonido quedo, y Elena se dijo que jamás había oído tal desesperación en ningún sonido humano.
—Podría permanecer con nieve hasta el cuello durante un año con tal de deshacerme de estas cosas horribles —respondió la mujer.
Damon colocó las manos a ambos lados de uno de los brazaletes y Elena pudo percibir el torrente de Poder que emanó de él. Sonó un chasquido agudo. Damon apartó las manos; sostenía un pedazo de metal en cada una.
Luego repitió la misma acción en el otro.
La expresión de los ojos de lady Ulma hizo que Elena se sintiese más modesta que orgullosa. Ella había salvado a una mujer de una degradación terrible; pero ¿cuántas más quedaban? Jamás lo sabría, ni sería capaz de salvarlas a todas aunque lo averiguara. No con su poder en el estado en que estaba ahora.
—Creo que lady Ulma debería descansar un poco —dijo Bonnie, restregándose la frente por debajo de unos alborotados rizos rojizos—. Y Elena también. Deberías haber visto cuántos puntos lleva en la pierna, Damon. Pero ¿qué hacemos, buscamos un hotel?
—Quedaos en mi casa —ofreció el doctor Meggar, con una ceja arriba y la otra abajo.
Era evidente que el médico había quedado enredado en aquella historia, arrastrado por su poder y belleza… y por su brutalidad.
—Lo único que os pido es que no destrocéis nada, y que si veis una rana, no la beséis, ni la matéis. Hay gran cantidad de mantas, sillones y sofás.
No quiso aceptar a cambio ni un eslabón de la gruesa cadena de oro que Damon había traído para usarla como moneda.
—En…, en justicia debería ayudaros a todos a prepararos para dormir —murmuró débilmente lady Ulma a Meredith.
—Usted es la que está más malherida de todos; y debería quedarse la mejor cama —respondió Meredith con tranquilidad—. Nosotras la ayudaremos a acostarse.
—La cama más cómoda… Esa sería la del antiguo dormitorio de mi hija. —El doctor Meggar rebuscó en un aro repleto de llaves—. Se casó con un mozo; cómo odié verla marchar… Y esta joven dama, la señorita Elena, puede disponer de la antigua cámara nupcial.
Por un instante el corazón de Elena se vio dividido por emociones contrapuestas. Temía —sí, estaba muy segura de que era miedo lo que sentía— que Damon pudiese tomarla en brazos y encaminarse a la cámara nupcial con ella. Y por otra parte…
Justo entonces Lakshmi alzó los ojos hacia ella con expresión indecisa.
—¿Quieres que me vaya? —le dijo.
—¿Tienes algún lugar adonde ir? —le preguntó Elena.
—La calle, supongo. Por lo general duermo en un barril.
—Quédate aquí. Ven conmigo; una cama nupcial suena lo bastante grande para dos personas. Eres de las nuestras, ahora.
La mirada que Lakshmi le dedicó fue de auténtica gratitud y sorpresa. No por habérsele dado un lugar en el que quedarse, comprendió Elena, sino por la declaración: «Eres una de las nuestras, ahora». Elena se dio cuenta de que Lakshmi no había sido nunca «una de» ningún grupo antes.
Las cosas permanecieron tranquilas hasta casi el «amanecer» del siguiente «día», como los habitantes de la ciudad lo llamaban, aunque la luz no había variado en toda la noche.
En esta ocasión, fue un tipo distinto de gente la que se reunió en el exterior del complejo del doctor. La mayoría eran hombres de edad que vestían túnicas raídas pero limpias, aunque también había algunas mujeres ancianas. Encabezaba el grupo un hombre de cabellos plateados que tenía un extraño aire de dignidad.
Damon, con Sage como respaldo, salió del complejo del doctor y habló con ellos.
Elena estaba vestida pero todavía permanecía arriba en la silenciosa cámara nupcial.
Querido diario:
¡Oh, Dios mío, necesito ayuda! ¡Oh, Stefan… te necesito! Necesito que me perdones. Te necesito para que me mantengas cuerda. Llevo demasiado tiempo junto a Damon y me siento totalmente superada por las emociones, lista para matarle o para… o para; no lo sé. ¡¡¡No lo sé!!! Somos como yesca y pedernal estando juntos… ¡Cielos! ¡Somos como gasolina y un lanzallamas! Por favor, escúchame y ayúdame y sálvame… de mí misma. Cada vez que pronuncia siquiera mi nombre…
—Elena.
La voz que sonó detrás de ella hizo que Elena diera un brinco. Cerró de golpe el diario y se dio la vuelta.
—¿Sí, Damon?
—¿Cómo te encuentras?
—Oh, estupendamente. La mar de bien. Incluso mi pierna está… Quiero decir, estoy perfectamente toda yo. ¿Cómo te encuentras tú?
—Estoy… bastante bien —dijo él, y sonrió… y fue una sonrisa auténtica, no un gruñido transformado en otra cosa en el último momento, o un intento de manipular; fue simplemente una sonrisa, aunque mostraba preocupación y tristeza.
De todos modos, Elena no reparó en la tristeza hasta que la recordó más tarde. Simplemente sintió de improviso que no pesaba nada, que si perdía el control sobre sí misma podría hallarse a kilómetros de altura antes de que nadie consiguiese detenerla… A kilómetros de altura, quizá tan lejos como las lunas de aquel lugar de locos.
Consiguió devolverle una sonrisa temblorosa.
—Eso es bueno.
—He venido a hablar contigo —dijo él—, pero… primero… Al cabo de otro instante, sin saber cómo, Elena estaba en sus brazos.
—Damon…, no podemos seguir… —Intentó apartarle con suavidad—. No podemos seguir haciendo esto, lo sabes.
Pero Damon no la soltó. Había algo en el modo en que la sujetaba que medio la aterrorizó, y medio hizo que quisiese llorar de alegría. Contuvo las lágrimas.
—No pasa nada —dijo Damon en voz baja—. Adelante, llora. Tenemos un problema entre manos.
Algo en su voz asustó a Elena. No del modo medio jubiloso en que se había sentido temerosa un minuto antes, sino totalmente asustada.
«Es porque él siente miedo», pensó de improviso llena de extrañeza. Había visto a Damon enojado, nostálgico, frío, burlón, seductor —incluso contenido, avergonzado—, pero jamás le había visto asustado. Apenas era capaz de conseguir que su mente considerara esa posibilidad. Damon… asustado… por ella.
—Es debido a lo que hice ayer, ¿verdad? —preguntó—. ¿Van a matarme?
Le sorprendió la calma con que lo dijo; no sentía nada aparte de una leve aflicción y el deseo de hacer que Damon dejase de sentir miedo.
—¡No! —La sostuvo a cierta distancia de él, mirándola atónito—. Al menos no sin matarme a mí y a Sage… y a todas las personas de la casa, también, si es que las conozco bien.
Se interrumpió, dando la impresión de haberse quedado sin aliento, pero eso era imposible, se recordó Elena. «Intenta ganar tiempo», pensó.
—¿Eso es verdad? —dijo ella.
No sabía por qué estaba tan segura. A lo mejor captaba algo telepáticamente.
—Han… pronunciado amenazas —repuso Damon lentamente—. No es por lo del viejo Drohzne en realidad; imagino que hay asesinatos por aquí todo el tiempo y el vencedor se lo lleva todo. Pero al parecer durante la noche se ha estado extendiendo la noticia de lo que hiciste. Esclavos de propiedades cercanas están rehusando obedecer a sus amos. Todo este barrio de chabolas está alborotado… y temen lo que sucederá si otros sectores se enteran de ello. Hay que hacer algo lo antes posible o toda la Dimensión Oscura puede simplemente estallar como una bomba.
Al mismo tiempo que Damon hablaba, Elena podía oír los ecos de lo que le había contado la gente que había acudido a la puerta del doctor Meggar. También ellos estaban asustados.
Tal vez aquello podría ser el inicio de algo importante, se dijo Elena, mientras su mente alzaba el vuelo lejos de sus propios problemas insignificantes. Ni siquiera la muerte sería un precio demasiado alto que pagar para liberar a todos aquellos desdichados de sus demoníacos amos.
—Pero ¡no es eso lo que sucederá! —dijo Damon, y Elena comprendió que debía de estar proyectando sus pensamientos; había auténtica angustia en la voz de Damon—. Si hubiésemos planeado las cosas, si hubiese líderes que pudiesen quedarse aquí y supervisar una revolución… Si pudiésemos hallar siquiera líderes lo bastante fuertes como para hacerlo…, podría existir una posibilidad. En vez de eso, todos los esclavos están siendo castigados, en todos los lugares a los que se ha extendido la noticia. Los torturan y matan bajo la simple sospecha de que puedan simpatizar contigo. Sus amos están administrando castigos ejemplares por toda la ciudad. Y esto no ha hecho más que empezar.
El corazón de Elena, que había ido elevándose por los aires en un sueño de cambiar realmente las cosas, se estrelló violentamente contra el suelo y ella se quedó mirando, horrorizada, los ojos negros de Damon.
—Pero tenemos que detener esto. Incluso aunque yo tenga que morir…
Damon volvió a apretarla con fuerza contra su cuerpo.
—Tú… y Bonnie y Meredith… —Su voz sonó ronca—. Mucha gente os vio a las tres juntas. Mucha gente os considera a las tres como las alborotadoras.
El corazón de Elena se heló. Quizá lo peor de todo era que podía verlo desde un punto de vista de economía esclavista: si un incidente de tal insolencia quedaba sin castigo y la noticia se propagaba… la historia crecería a medida que se fuese contando…
—Nos hemos hecho famosas de un día para otro. Mañana seremos leyenda —murmuró, contemplando, mentalmente, una ficha de dominó desplomándose sobre otra que golpeaba otra hasta dejar una larga hilera de fichas volcadas que formaban la palabra «heroína».
Pero ella no quería ser una heroína. Tan sólo había venido aquí a recuperar a Stefan. Y si bien podría dar la vida para impedir que se torturara y matara a esclavos, mataría a cualquiera que intentase ponerles una mano encima a Bonnie o a Meredith.
—Ellas sienten lo mismo que tú —dijo Damon—. Han oído lo que esa gente tenía que decir. —La sujetó con fuerza por los brazos como si intentase apuntalarla—. Han apaleado y asesinado a una joven llamada Helena esta mañana porque tenía un nombre similar al tuyo. Tenía quince años.
Las piernas de Elena cedieron, como les sucedía tan a menudo en los brazos de Damon…, pero nunca por este motivo. Bajaron juntos.
—¡No ha sido culpa tuya, Elena! ¡Tú eres quien eres! ¡La gente te ama por lo que eres!
El pulso de Elena martilleaba frenéticamente. Todo estaba tan mal… pero ella lo había empeorado. Por no pensar. Por imaginar que su vida era la única en juego. Por actuar sin evaluar las consecuencias.
Pero en la misma situación volvería a hacerlo. O…, con pena, pensó: «Haría algo parecido. De saber que pondría en peligro a todas las personas que amo, habría suplicado a Damon que negociara con aquel gusano propietario de la esclava. Que la comprase por desorbitado que fuera el precio… si teníamos el dinero. Si él me hubiese escuchado… Si otro latigazo no hubiese matado a lady Ulma…»
De improviso su cerebro se tornó insensible y frío.
«Eso es el pasado.
»Esto es el presente.
»Haz el favor de ocuparte de él.»
—¿Qué podemos hacer? —Intentó soltarse y zarandear a Damon; hasta tal punto estaba frenética—. ¡Tiene que haber algo que podamos hacer! ¡No pueden matar a Bonnie y a Meredith… y Stefan morirá si no le encontramos!
Damon se limitó a sujetarla con más fuerza. Mantenía la mente blindada a ella, comprendió Elena, y eso podía ser bueno o malo. Podría significar que existía una solución que se sentía reacio a exponerle, o que la muerte de las tres «esclavas rebeldes» era la única cosa que aceptarían los jefes de la ciudad.
—Damon.
La sujetaba con demasiada fuerza para que pudiese soltarse, de modo que Elena no podía mirarle a la cara; pero podía visualizarla, y también podía intentar dirigirse a él directamente, de mente a mente.
«Damon, si hay cualquier cosa…, incluso algún modo de que podamos salvar a Bonnie y a Meredith…, tienes que decírmelo. Tienes que hacerlo. ¡Te ordeno que lo hagas!»
Ninguno de ellos estaba de humor para encontrar aquello divertido o advertir siquiera que la «esclava» estaba dando órdenes al «amo». Pero por fin Elena oyó la voz telepática de Damon.
«Ellos dicen que si te llevo ante el joven Drohzne ahora y te disculpas, puedes escapar con sólo seis golpes de esto.» De alguna parte, Damon sacó un bastón flexible hecho de una madera clara. «Fresno, probablemente —pensó Elena, sorprendida ante lo calmada que estaba—. Es la única materia efectiva por igual en todo el mundo: incluso en vampiros…, incluso en Antiguos, de los que sin duda hay unos cuantos por aquí.»
«Pero tiene que ser en público, de modo que puedan hacer que corran los rumores en el sentido contrario —siguió explicando Damon—. Creen que entonces el alboroto cesará, si tú…, la que empezó la desobediencia…, estás dispuesta a admitir tu posición de esclava.»
Los pensamientos de Damon estaban llenos de pesadumbre, y lo mismo le sucedía al corazón de Elena. ¿Cuántos de sus principios estaría traicionando si permitía tal cosa? ¿A cuántos esclavos estaría condenando a vidas de servidumbre?
De improviso, la voz mental de Damon sonó airada. «No hemos venido aquí a reformar la Dimensión Oscura», le recordó, en un tono que hizo que Elena se encogiera hacia atrás. Damon la zarandeó levemente. «Hemos venido en busca de Stefan, ¿recuerdas? Es innecesario decir que jamás tendremos la posibilidad de hacerlo si intentamos hacer de Espartara. Si empezamos una guerra que en realidad sabemos que no podemos ganar. Ni siquiera las Guardianas podrían ganarla.»
Una luz se encendió en la mente de Elena.
—Desde luego —dijo—. ¿Por qué no se me ha ocurrido antes?
—¿A qué te refieres? —quiso saber Damon con desesperación.
—No vamos a librar la guerra… ahora. Yo ni siquiera he llegado a dominar mis poderes básicos, y mucho menos los poderes de mis alas. Y de este modo ni siquiera se harán preguntas sobre ellos.
—¿Elena?
—Regresaremos —le explicó Elena con entusiasmo—. Cuando pueda controlar todos mis poderes. Y traeremos aliados con nosotros…, aliados poderosos que encontraremos en el mundo de los humanos. Tal vez hagan falta años y años, pero algún día regresaremos y terminaremos lo que hemos empezado.
Damon la miraba con fijeza como si se hubiese vuelto loca, pero eso no importaba. Elena sentía Poder circulando a través de ella. Se trataba de una promesa, pensó, que mantendría aunque significase su muerte.
Damon tragó saliva.
—¿Podemos hablar sobre… sobre el presente ahora? —preguntó.
Fue como si hubiese dado en el blanco. El presente. Ahora.
—Sí, sí, claro. —Elena miró la vara de fresno con desdén—. Desde luego que lo haré, Damon. No quiero que nadie más salga lastimado por mi culpa antes de que esté lista para pelear. El doctor Meggar es un buen sanador. Si me permiten regresar junto a él…
—Francamente, no lo sé —respondió Damon, sosteniéndole la mirada—. Pero sí sé una cosa. No sentirás ni un golpe, te lo prometo —dijo rápidamente y con gran seriedad, con sus oscuros ojos muy abiertos—. Me ocuparé de eso; todo se canalizará fuera. Y tú ni siquiera verás el rastro de una señal por la mañana. Pero —finalizó mucho más despacio— tendrás que arrodillarte para disculparte ante mí, tu propietario, y ante ese repugnante, inmoral y abominable viejo… —Damon se entusiasmó con la retahíla de imprecaciones y por un momento estuvo a punto de pasar al italiano.
—¿Ante quién?
—Ante el jefe de los barrios de chabolas, y posiblemente ante el hermano del viejo Drohzne, el joven Drohzne, también.
—De acuerdo. Diles que me disculparé ante tantos Drohzne como quieran. Díselo de prisa, no sea que perdamos nuestra oportunidad.
Elena pudo ver la mirada de Damon, pero sus pensamientos se habían vuelto introspectivos. ¿Permitiría que Meredith o Bonnie hiciesen esto? No. ¿Permitiría que le sucediese a Caroline si por algún medio ella pudiese impedirlo? Una vez más, no. No, no, no. Los sentimientos de Elena sobre la brutalidad hacia muchachas y mujeres siempre habían sido sumamente fuertes. Sus sentimientos respecto a la ciudadanía de segunda de las mujeres a nivel mundial se habían vuelto extraordinariamente claros desde que regresara de la otra vida. Si la habían devuelto al mundo para cumplir algún propósito, había decidido que ayudar a liberar a muchachas y mujeres de la esclavitud que muchas de ellas ni siquiera eran capaces de ver formaba parte de ello.
Pero esto no tenía que ver simplemente con un propietario de esclavos despiadado y con mujeres y hombres anónimos oprimidos. Tenía que ver con lady Ulma, y con mantenerlos a ella y a su bebé a salvo… y tenía que ver con Stefan. Si cedía, sería simplemente una esclava insolente que provocó un pequeño jaleo en el camino, pero a la que las autoridades devolvieron con firmeza a su sitio otra vez.
Por otra parte, si alguien examinaba a fondo a su grupo…, si alguien advertía que estaban allí para liberar a Stefan…, si era Elena quien provocaba que llegase la orden: «Trasladadla a un lugar con una seguridad más rigurosa; deshaceos de esa estúpida llave kitsune…».
La mente le ardía repleta de imágenes de modos en los que podrían castigar a Stefan, podrían llevárselo, podría «perderlo» si el incidente en los barrios bajos alcanzaba proporciones excesivas.
No, no abandonaría a Stefan ahora para librar una guerra que no podían ganar. Pero no lo olvidaría, tampoco.
«Regresaré a por todos vosotros —prometió—. Y entonces la historia tendrá un final distinto.»
Advirtió que Damon aún no se había marchado, que la observaba con ojos tan agudos como los de un halcón.
—Me han enviado a buscarte —dijo en voz queda—. Jamás contemplaron la posibilidad de un no por respuesta.
Elena percibió por un instante la feroz cólera de su furia contra ellos y le tomó la mano y la oprimió.
—Regresaré contigo en el futuro, por los esclavos —dijo él—. Lo sabes, ¿verdad?
—Desde luego —respondió ella, y su fugaz beso se convirtió en un beso más prolongado.
En realidad no había asimilado lo que Damon había dicho sobre canalizar fuera el dolor, pero sentía que a ella se le debía un beso por lo que estaba a punto de soportar, y entonces Damon le acarició los cabellos y el tiempo dejó de tener significado hasta que Meredith llamó a la puerta.
El amanecer color rojo sangre había adquirido un carácter singular, casi irreal, para cuando condujeron a Elena a una estructura al aire libre donde los señores de los suburbios al mando de aquella zona estaban sentados sobre montones de lo que en otra época habían sido almohadones magníficos pero que ahora estaban raídos. Los reunidos hacían circular entre ellos botellas y frascos de cuero engalanados con alhajas llenos de Magia Negra, el único vino que los vampiros podían saborear realmente, fumaban en narguiles y escupían de vez en cuando al interior de las sombras más oscuras. Esto sin tener en cuenta el gran número de espectadores formado por gente de la calle atraída atolondradamente por la noticia de que se iba a castigar públicamente a una hermosa joven humana.
A Elena le habían hecho ensayar sus frases, y a continuación la condujeron, amordazada y esposada, ante las autoridades dedicadas a gargajear y escupir. El joven Drohzne estaba sentado con un cierto esplendor incómodo en un diván dorado, y Damon estaba de pie entre él y las autoridades, con aspecto tenso. Elena no se había sentido nunca tan tentada de improvisar un papel desde la obra que había representado en tercero, cuando había arrojado un tiesto a Petruchio y obtenido una ovación enfervorizada del público en la última escena de La fierecilla domada.
Pero éste era un asunto muy serio. La libertad de Stefan, las vidas de Bonnie y Meredith podían depender de ese momento. Elena pasó la lengua por el interior de la boca, que estaba totalmente seca.
Y, curiosamente, encontró que los ojos de Damon, el hombre que empuñaba la vara, le levantaban el ánimo, ya que éste parecía estar recomendándole «ánimo e indiferencia» sin usar en absoluto la telepatía. Elena se preguntó si él habría estado alguna vez en una situación parecida.
Uno de sus escoltas le dio un puntapié y recordó dónde estaba. Había tomado prestado un vestido «apropiado» del guardarropa desechado de la hija del doctor Meggar. Era de color perla dentro de la casa, lo que significaba que sería malva bajo la eterna luz carmesí del sol y, lo que era más importante, sin su camiseta de seda la tela del vestido dejaba al descubierto la espalda de la muchacha, totalmente desnuda. Ahora, siguiendo la costumbre, se arrodilló ante los ancianos e inició una reverencia hasta que su frente descansó sobre una ornamentada y muy sucia alfombra que éstos tenían a sus pies, pero varios peldaños más abajo. Uno de ellos escupió a Elena.
Hubo un entusiasmado parloteo, y también se oyeron procacidades y lanzaron objetos, la mayoría de los cuales eran basura. La fruta era demasiado valiosa allí para pensar en desperdiciarla. Los excrementos secos, sin embargo, no lo eran, y Elena sintió que las primeras lágrimas acudían a sus ojos cuando advirtió con qué la estaban acribillando.
«Ánimo e indiferencia», se dijo, sin atreverse siquiera a dedicar una mirada disimulada a Damon.
En seguida, cuando se consideró que la multitud ya había disfrutado el tiempo debido, uno de los ancianos fumadores de narguile de la municipalidad se puso en pie y leyó palabras que Elena no pudo comprender de un rollo de pergamino arrugado. La lectura pareció interminable. Elena, de rodillas, con la frente contra la alfombra polvorienta, sintió como si se estuviese asfixiando.
Por fin se guardó el rollo de pergamino y el joven Drohzne se alzó de un salto y describió en una voz aguda, casi histérica, y con un lenguaje florido, la historia de una esclava que atacó a su propio amo (Damon, anotó mentalmente Elena) para liberarse violentamente de su supervisión, y luego atacó al cabeza de su familia (el viejo Drohzne, pensó Elena) y su pobre medio de subsistencia, su carreta, y su inútil, insolente y perezosa esclava, y cómo todo ello había tenido como resultado la muerte de su hermano. Al principio, a los oídos de Elena, el hombre parecía estar culpando a lady Ulma de todo el incidente por haber caído al suelo bajo la carga que transportaba.
—Todos sabéis la clase de esclava a la que me refiero; ella no sería capaz de mover una mano para apartar una mosca que pasase frente a sus ojos —chilló con voz aguda, apelando a la multitud, que respondió con nuevos insultos y una renovada lluvia de proyectiles sobre Elena, ya que lady Ulma no estaba allí para ser castigada.
Por fin, el joven Drohzne finalizó con la narración de cómo aquella desvergonzada de rostro descarado (Elena), vestida con pantalones como un hombre, había llegado hasta la propia esclava haragana de su hermano (Ulma) y había llevado a esta propiedad valiosa («¿yo sólita?», se preguntó Elena con ironía) y la había conducido a la casa de un sanador sumamente sospechoso (el doctor Meggar), que ahora rehusaba devolver a tal esclava.
—Supe, al oír esto, que jamás volvería a ver a mi hermano o a su esclava —exclamó, con el mismo gemido agudo que había conseguido de algún modo mantener a lo largo de toda la narración.
—Si la esclava era tan holgazana, deberías haberte alegrado —gritó un bromista entre la multitud.
—Sin embargo… —dijo un hombre muy gordo cuya voz recordó irresistiblemente a Elena la de Alfred Hitchcock: la lúgubre expresión oral y las mismas pausas antes de palabras importantes, que servían para hacer que la atmósfera fuese más sombría y todo el asunto aún más serio de lo que nadie había pensado hasta el momento.
Era un hombre con poder, comprendió Elena, has procacidades, la lluvia de proyectiles, incluso los carraspeos y escupitajos habían cesado. El hombretón era sin duda el equivalente local a un «padrino» para aquellos residentes penosamente pobres del arrabal. Su palabra sería la que decidiese el destino de Elena.
—… y desde entonces —decía lentamente, triturando a cada pocas palabras un dulce de forma irregular y color dorado que tomaba de un cuenco reservado para sí mismo—, el joven vampiro Damien ha llevado a cabo indemnizaciones…, y de lo más generosas, además…, por todos los daños ocasionados a las propiedades. —Aquí tuvo lugar una larga pausa mientras miraba con fijeza al joven Drohzne—. Por lo tanto, su esclava, Aliana, que inició todos estos daños, no será confiscada y sacada a pública subasta, pero ofrecerá su humilde muestra de respeto y sumisión, aquí, y por su propia voluntad, y recibirá el castigo que sabe que merece.
Elena descubrió que estaba aturdida. No sabía si era debido a todo el efluvio humano que había descendido flotando hasta su nivel antes de alejarse formando volutas, pero las palabras «sacada a pública subasta» le habían producido tal impacto que casi le habían provocado un desvanecimiento. No había tenido ni idea de que eso podía suceder… y las imágenes que ello hizo aparecer en su mente fueron de lo más desagradables. También reparó en su nuevo alias, y en el de Damon. La verdad era que resultaba una gran suerte, pensó, puesto que sería estupendo si Shinichi y Misao jamás se enteraban de esta pequeña aventura.
—Traednos a la esclava —concluyó el hombre gordo, y volvió a reclinarse en el enorme montón de cojines.
Alzaron a Elena del suelo, le quitaron la mordaza y la hicieron erguirse con malos modos hasta que pudo ver las sandalias doradas, y los pies extraordinariamente limpios, del hombre, mientras mantenía los ojos bajos a la manera de una esclava obediente.
—¿Has oído estas medidas?
El tipo que parecía el Padrino seguía masticando sus golosinas y una ráfaga de brisa llevó un aroma celestial hasta la nariz de Elena, y de improviso toda la saliva que podía pedir fluyó a sus resecos labios.
—Sí, señor —dijo, sin saber qué título darle.
—Te dirigirás a mí como Su Excelencia. ¿Tienes algo que añadir en tu defensa? —preguntó el hombre, ante el asombro de la joven.
La respuesta automática de «¿Por qué me lo pregunta, si esto está todo fijado de antemano?» quedó detenida en los labios. Aquel hombre era de alguna manera… más… que cualquiera de los otros que había conocido en la Dimensión Oscura…; de hecho, en toda su vida. Escuchaba a la gente. «Me escucharía si le contase todo lo referente a Stefan», pensó Elena. Pero entonces se planteó, recuperando su habitual sensatez: ¿qué podría hacer él al respecto? Nada, a menos que pudiese obtener un provecho de ello… o algo de poder, o si acabara con un enemigo.
Con todo, podría resultar un aliado cuando ella regresase a arrasar aquel lugar y liberar a los esclavos.
—No, Su Excelencia. Nada que añadir —respondió.
—¿Y estás dispuesta a postrarte y suplicar mi perdón y el de maese Drohzne?
Ésta era la primera frase que Elena llevaba preparada.
—Sí —dijo, y consiguió pronunciar toda su disculpa prefabricada con claridad y con apenas una insinuación de tragar saliva al final.
De cerca podía ver motas doradas en el enorme rostro del hombre, en su regazo, en la barba.
—Muy bien. Se impone una sanción de diez golpes de vara de fresno a esta esclava como ejemplo para otros alborotadores. El castigo lo ejecutará mi sobrino Clewd.