Damon no habría creído que un sádico viejo loco que azotaba a una mujer hasta hacerla pedazos por no ser capaz de tirar de una carreta pensada para un caballo fuese a tener ningún amigo. Y el viejo Drohzne, ciertamente, puede que no tuviese ninguno. Pero ésa no era la cuestión.
Tampoco, curiosamente, era el asesinato la cuestión. Los asesinatos eran algo cotidiano en los barrios bajos y que Damon hubiese iniciado y ganado una pelea no era ninguna sorpresa para los habitantes de aquellos peligrosos callejones.
La cuestión radicaba en haberse largado con una esclava. O quizá iba más allá. La cuestión radicaba en el modo en que Damon trataba a sus propias esclavas.
Una multitud de hombres —todos hombres, ninguna mujer, advirtió Damon— se había congregado en efecto delante del edificio donde vivía el médico, y llevaban antorchas.
—¡Un vampiro loco! ¡Un vampiro loco suelto!
—¡Sacadlo de ahí para que se haga justicia!
—¡Quemad la casa si no quieren entregarlo!
—¡Los ancianos dicen que se lo llevemos!
Aquello pareció tener el efecto deseado por la muchedumbre: limpió las calles de las personas más decentes y sólo permanecieron los sanguinarios que habían estado haraganeando por allí sin nada que hacer, que se alegraban de que tuviese lugar una pelea. La mayoría, por supuesto, eran vampiros, y la mayoría estaban en forma. Pero ninguno de ellos, se dijo Damon, mientras exhibía una veloz sonrisa con el brillo de un diamante a lo largo del círculo que le iba cercando, poseía la motivación de saber que las vidas de tres jóvenes humanas dependían de él…, y que una de ellas era la joya de la corona de la humanidad, Elena Gilbert.
Si a él, Damon, le hacían pedazos en aquella batalla, aquellas tres muchachas tendrían unas vidas de auténtico infierno y degradación.
Sin embargo, ni siquiera tal lógica pareció ayudarle a imponerse cuando Damon se vio pateado, mordido, golpeado en la cabeza, pegado y apuñalado con dagas de madera… de la clase que corta la carne de los vampiros. Al principio pensó que tenía una posibilidad. Varios de los vampiros más jóvenes y en mejor forma cayeron víctimas de sus ataques veloces como los de una cobra y sus explosivos bombardeos de Poder; pero lo cierto era que había demasiados, pensó Damon, mientras mordía el cuello de un demonio cuyos dos largos y gruesos colmillos ya le habían perforado el brazo hasta casi atravesar el músculo. Y aquí venía un vampiro enorme, a todas luces bien entrenado, con una aura que hizo que Damon sintiera bilis agolpándose en su garganta. Aquél cayó con una patada en la cara, pero no permaneció en el suelo; se levantó y se aferró a la pierna de Damon permitiendo así que varios vampiros más pequeños con dagas de madera acudieran corriendo y le paralizaran. Damon sintió un lúgubre desaliento cuando sus piernas cedieron y cayó.
—La luz del sol os maldiga —chirrió por entre una bocanada de sangre cuando otro demonio con colmillos y piel roja le asestó un puñetazo en la boca—. Así seáis condenados a los infiernos más inferiores…
No servía de nada. Apáticamente, mientras peleaba todavía y usaba grandes barridos de Poder para mutilar y matar a tantos como podía, Damon lo comprendió. Y a continuación todo se tornó irreal y confuso; no como su sueño sobre Elena, a la que parecía ver constantemente por el rabillo del ojo, llorando. Sino irreal en un sentido de pesadilla febril. Ya no podía usar los músculos de un modo eficiente. Tenía el cuerpo apaleado y al mismo tiempo que se curaba las piernas, otro vampiro le hizo un gran corte en la espalda. Sentía cada vez más como si estuviese en una pesadilla en la que sólo podía moverse a cámara lenta y, al mismo tiempo, algo en su cerebro le susurraba que descansase, que se limitase a descansar… y todo terminaría.
Al final, la superioridad numérica de los atacantes consiguió derribarle, y alguien apareció con una estaca.
—Adiós y hasta nunca a la nueva basura —dijo el que traía la estaca, cuyo aliento apestaba a sangre rancia y que mostraba un lascivo rostro grotesco, mientras usaba dedos de aspecto leproso para abrir la camisa de Damon y así no agujerear la magnífica seda negra.
Damon le escupió y recibió una violenta patada en la cara como respuesta.
Perdió el conocimiento un instante y luego, lentamente, regresó al dolor.
Y al ruido. La multitud jubilosa de vampiros y demonios, borracha de crueldad, realizaba una danza rítmica e improvisada, pateando el suelo alrededor de Damon entre carcajadas estruendosas a la vez que todos asestaban estocadas con estacas imaginarias y se iban dejando llevar por un frenesí asesino.
Fue entonces cuando Damon comprendió que realmente iba a morir.
Se sintió horrorizado, incluso a pesar de saber lo infinitamente más peligroso que era este mundo comparado con el que había dejado atrás; incluso en el mundo de los humanos había escapado a la muerte sólo por los pelos en más de una ocasión. Pero ahora no tenía amigos poderosos, ni había puntos débiles en la muchedumbre que pudiera aprovechar. Sintió como si los segundos se alargaran en minutos, cada uno de un valor incalculable. ¿Qué era importante? Decirle a Elena…
—¡Cegadle primero! ¡Encended ese palo!
—¡Le arrancaré las orejas! ¡Que alguien me ayude a sujetarle la cabeza!
«Decirle a Elena… algo. Algo…, lamento…»
Se dio por vencido. Otro pensamiento intentaba abrirse paso a su conciencia.
—¡No olvidéis arrancarle también los dientes! ¡Le prometí a mi novia un collar nuevo!
«Pensaba que estaba preparado para esto —pensó Damon con dificultad, esforzándose en cada palabra—. Pero… no tan pronto.
»Pensaba que había hecho las paces… Pero no con la única persona que importaba…, sí, que más importaba.»
No se concedió tiempo para pensar más en aquel tema.
«Stefan —proyectó mediante la más poderosa descarga de Poder que pudo efectuar en su estado de confusión—. Stefan, ¡escúchame! Elena ha venido a buscarte… ¡Te salvará! Posee Poderes que mi muerte liberará. Y yo…, yo… s…»
En aquel momento hubo un traspié en la danza que tenía lugar a su alrededor y el silencio descendió sobre los borrachos festejantes. Unos cuantos se apresuraron a inclinar la cabeza o a desviar la mirada.
Damon se quedó muy quieto, preguntándose qué podría haber detenido a la frenética muchedumbre justo en mitad del jolgorio.
Alguien avanzaba hacia él. El recién llegado tenía una larga melena de color bronce que colgaba en marañas separadas que le llegaban hasta la cintura. Llevaba el torso desnudo, dejando al descubierto un cuerpo que el demonio más fuerte envidiaría. Un pecho que parecía labrado en refulgente piedra cobriza; bíceps exquisitamente esculpidos; abdominales…, un grupo perfecto de seis. No había ni una onza de grasa sobrante en todo su alto cuerpo felino. Vestía pantalones negros sin adornos bajo los cuales se marcaban unos poderosos músculos a cada paso.
A lo largo de un brazo desnudo llevaba un vivido tatuaje de un dragón negro devorando un corazón.
Tampoco estaba solo. No sujetaba ninguna traílla, pero a su lado iba un perro negro espléndido y con un asombroso aire de inteligencia que adoptaba una vigilante posición de firmes cada vez que se detenía; debía de pesar cerca de noventa kilos, pero tampoco había en él ni un gramo sobrante.
Sobre un hombro, el recién llegado llevaba un halcón enorme.
El ave no llevaba un capuchón como la mayoría de las aves de caza en incursiones fuera de sus jaulas, y tampoco estaba posada sobre nada acolchado, sino que se aferraba al hombro desnudo del joven broncíneo, clavándole las tres garras delanteras en la carne y haciendo correr arroyuelos de sangre por su pecho. El no parecía advertirlo. Había arroyos secos similares junto a los frescos, sin duda producto de viajes anteriores. En la espalda, una única garra dejaba un solitario rastro rojo.
Una quietud absoluta había descendido sobre la multitud y los últimos y escasos demonios que había entre aquel hombre alto y la figura ensangrentada que estaba tendida en el suelo huyeron en desbandada apartándose de su camino.
Por un momento, aquel hombre permaneció inmóvil. No dijo nada, no hizo nada, no emitió ningún indicio de Poder. Luego hizo una seña al perro, que avanzó pesadamente, sin hacer ruido, y olisqueó los brazos y el rostro ensangrentados de Damon. Tras eso le olisqueó la boca y Damon pudo ver cómo los pelos del cuerpo se le erizaban.
—Buen perro —dijo Damon vagamente cuando el hocico húmedo y frío le hizo cosquillas en la mejilla.
Damon conocía a aquel animal en particular y sabía también que no encajaba en el estereotipo popular de un «buen perro». Más bien, era un cancerbero acostumbrado a agarrar vampiros por la garganta y a sacudirlos hasta que sus arterias arrojaban al aire chorros de sangre de casi dos metros de altura.
Esa clase de cosa podía mantenerte tan entretenido que el que te hundieran una estaca en el corazón podría parecer una ocurrencia de último momento, reflexionó Damon, manteniéndose totalmente inmóvil.
—Arrêtez-le! -dijo el joven de cabellos de color castaño dorado.
El perro retrocedió obedientemente, sin apartar sus brillantes ojos negros de los de Damon, que no apartó los suyos hasta que el animal estuvo a algunos metros de distancia.
El joven de pelo castaño dorado echó una breve ojeada general a la multitud. A continuación dijo sin una vehemencia especial:
—Laissez-le seul.
Evidentemente, a los vampiros no les era necesaria ninguna traducción, y empezaron a alejarse poco a poco al instante. Los desafortunados fueron aquellos que no se alejaron con la rapidez suficiente y seguían por allí cuando el joven broncíneo echó otra mirada pausada a su alrededor. A todas partes a donde miró, encontró ojos mirando al suelo y cuerpos encogidos de miedo, paralizados en la acción de retroceder pero al parecer convertidos en piedra ahora en un intento de no atraer la atención.
Damon descubrió que se relajaba un poco. Su Poder regresaba, permitiéndole efectuar reparaciones. Advirtió que el perro iba de individuo en individuo y olisqueaba a cada uno con interés.
Cuando consiguió volver a alzar la cabeza, Damon sonrió débilmente al recién llegado.
—Sage. Hablando del demonio.
La breve sonrisa del otro fue sombría.
—Me halagas, mon cher. ¿Lo ves? Me ruborizo.
—Debería haber sabido que podrías estar aquí.
—Existe un espacio infinito por el que vagar, mon petit tyran. Incluso aunque deba hacerlo solo.
—Ah, la compasión. Suenan violines diminutos…
De improviso Damon no pudo seguir. Sencillamente no pudo. Quizá se debía a que había estado con Elena antes. Quizá se debía a que aquel mundo espantoso le deprimía indescriptiblemente. Pero cuando volvió a hablar, su voz fue totalmente diferente.
—Nunca se me ocurrió que podría sentirme tan agradecido. Has salvado cinco vidas, aunque no lo sepas. ¿Cómo has conseguido dar con nosotros…?
Sage se acuclilló y le miró con preocupación.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —dijo en tono serio—. ¿Es que te has golpeado la cabeza? Ya sabes: las noticias viajan de prisa aquí. He oído que habías llegado con un harén…
—¡Es cierto! ¡Tres chicas!
Los oídos de Damon captaron un cuchicheo apenas audible en el extremo de la calle donde le habían emboscado.
—Si cogemos a las chicas como rehenes… las torturaremos…
Los ojos de Sage se encontraron con los de Damon por un breve instante. Estaba claro que también él había oído el cuchicheo.
—Sable -se dirigió al perro—; sólo el que habló. —Sacudió la cabeza una vez en dirección al susurro.
Al instante, el perro negro saltó al frente, y más rápido de lo que necesitó Damon para procesarlo en su mente, ya había hundido los dientes en la garganta del cuchicheador, le había volteado en el aire, provocando que se oyera un chasquido característico, y regresaba dando saltos, arrastrando el cuerpo entre las patas.
Las palabras «Je vous ai informé au sujet de ceci» pasaron retumbantes en una oleada de Poder que provocó un respingo a Damon. Y éste pensó: «Sí, se lo había advertido antes… pero no les había dicho cuáles serían las consecuencias».
«Laissez lui et ses amis dans la paix!» Entretanto, Damon se incorporaba lentamente, encantado de veras de aceptar la protección de Sage para sí y para sus amigas.
—Bueno, eso debería ser suficiente —dijo—. ¿Por qué no me acompañas y tomas una amistosa copa conmigo?
Sage le escudriñó con los ojos como si se hubiese vuelto loco.
—Sabes que la respuesta a eso es no.
—¿Por qué no?
—Ya te lo he dicho: no.
—Esa no es una razón.
—La razón por la que no te acompañaré a tomar una amistosa copa…, mon ange…, es que no somos amigos.
—Montamos algunos buenos pufos juntos.
—Il y a longtemps.
Súbitamente, Sage tomó una mano de Damon. Había un profundo y ensangrentado rasguño en ella, que Damon no había llegado a curar. Bajo la mirada de Sage éste se cerró, la carne se tornó rosa, y cicatrizó.
Damon permitió que Sage siguiese sujetándole la mano durante un momento, y luego la retiró, no sin delicadeza.
—No hace tanto tiempo —dijo.
—¿Lejos de ti? —Una sonrisa sarcástica se formó en los labios de Sage—. Contamos el tiempo de un modo muy distinto, tú y yo, mon petit tyran.
Damon estaba rebosante de aturdida animación.
—¿Qué te supone una copa?
—¿Junto a tu harén?
Damon intentó imaginarse a Meredith y a Sage juntos. Su mente se negó a aceptarlo.
—Pero te has hecho responsable de ellas de todos modos —declaró tajante—. Y la verdad es que ninguna de ellas es mía. Te doy mi palabra sobre ello.
Sintió una punzada al pensar en Elena, pero lo que decía era cierto.
—¿Responsable de ellas? —Sage parecía estar analizándolo—. Te comprometiste a salvarlas, entonces. Pero yo sólo heredo tu compromiso si tú mueres. Pero si tú mueres… —Efectuó un gesto de impotencia.
—Tú tendrías que vivir para salvar a Stefan y a Elena y a las otras.
—Yo diría no, pero eso te haría desdichado. Así que diré sí…
—Y si no cumples tu palabra, juro que regresaré a acabar contigo.
Sage le contempló por un momento.
—No creo que se me haya acusado nunca de ser incapaz de cumplir —dijo—. Pero desde luego eso fue antes de que me convirtiera en un vampiro.
Sí, se dijo Damon, el encuentro entre el «harén» y Sage seguro que iba a resultar interesante. Al menos lo sería si las chicas descubrían quién era Sage en realidad.
Pero a lo mejor nadie se lo contaría.