18

Elena regresó al mundo real lentamente, luchando contra ello todo el tiempo. Hundió sus uñas en el cuero de la chaqueta de Damon, se encontró preguntándose por un momento si quitársela ayudaría, y luego su estado anímico quedó hecho añicos otra vez por aquel sonido: un golpear seco e imperioso.

Damon alzó la cabeza y gruñó.

«Somos un par de lobos, ¿verdad? —pensó Elena—. Que pelean con uñas y dientes.»

Pero otra parte de su mente aportó: «Eso no detiene los golpes en la puerta. Advirtió a aquellas chicas de que…»

¡Aquellas chicas! ¡Bonnie y Meredith! ¡Y él les había dicho que no les interrumpieran a menos que la casa estuviese en llamas!

«Pero el médico… ¡Oh, cielos, algo le ha sucedido a aquella desdichada mujer! ¡Se está muriendo!»

Damon seguía gruñendo, con un vestigio de sangre en los labios. No era más que un vestigio, porque su segunda herida realmente había cicatrizado tan completamente como la primera, la que le cruzaba el pómulo. Elena no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido desde que había tirado de Damon hacia ella para que besase el corte. Pero ahora, con la sangre de Elena en las venas e interrumpido su disfrute, él era como una pantera negra sin domar en sus brazos.

No sabía si podría detenerle o siquiera hacer que se lo tomara con más calma sin usar puro Poder sobre él.

—¡Damon! —dijo en voz alta—. Ahí fuera…, ésas son nuestras amigas. ¿Recuerdas? Bonnie y Meredith. Y el sanador.

—Meredith —dijo Damon, y una vez más sus labios se tensaron hacia atrás, dejando al descubierto unos colmillos espantosamente largos.

Seguía fuera de la realidad, y si veía a Meredith ahora…, pensó Elena; ¡oh sí!, claro que sabía cómo desasosegaba a Damon su lógica y reflexiva amiga. Veían el mundo a través de ojos distintos, y ella le irritaba igual que un guijarro en el zapato. Pero justo ahora él podría abordar aquel desasosiego de un modo que dejaría a Meredith convertida en un cadáver hecho trizas.

—Deja que vaya a ver —dijo ella, cuando sonó de nuevo la llamada… ¿Es que no podían parar? ¿Acaso no tenía suficiente de lo que ocuparse?

Los brazos de Damon se limitaron a cerrarse con más fuerza a su alrededor. Sintió un fogonazo de exasperación, porque sabía que, al mismo tiempo que la refrenaba, él contenía a su vez mucha de su propia fuerza; no quería aplastarla, como podría suceder si usaba una décima parte del poder que poseían sus fuertes músculos por sí solos.

La oleada de sentimiento que la envolvió la obligó a cerrar los ojos por un instante, impotente, pero sabía que ella tenía que ser la voz de la cordura allí.

—¡Damon! Podrían estarnos advirtiendo… o Ulma podría haber muerto.

La palabra «muerte» consiguió llegar hasta él. Sus ojos eran rendijas, la luz rojo sangre que penetraba por los postigos de la cocina proyectaba barras rojas y negras sobre su rostro, haciendo que resultara más apuesto —y más diabólico— que nunca.

—Tú te quedas aquí —dijo Damon, tajante, sin querer ser ni un «amo» ni un «caballero»; era simplemente una bestia salvaje que protegía a su compañera, la única criatura del mundo que no significaba competencia para conseguir alimento.

No se podía discutir con él, no en aquel estado. Elena permanecería allí. Damon haría lo que fuese necesario hacer, y Elena se quedaría allí durante tanto tiempo como él quisiera.

La verdad era que Elena no sabía a quién pertenecían estos últimos pensamientos, pues Damon y ella seguían intentando desenredar sus emociones. Decidió vigilarle y sólo si realmente se descontrolaba…

«No quieras verme fuera de control.»

Percibir cómo pasaba bruscamente de puro instinto animal a gélido y perfecto dominio mental resultaba más aterrador aún que el animal por sí solo. No sabía si Damon era la persona más cuerda que había conocido nunca o simplemente la que mejor sabía disimular su salvajismo. Mantuvo la desgarrada blusa cerrada y le observó dirigirse con una gracia natural hacia la puerta y luego, bruscamente, con violencia, arrancarla casi de sus goznes.

Nadie cayó; nadie había estado escuchando su conversación privada. Pero Meredith estaba allí de pie, conteniendo a Bonnie con una mano, y con la otra alzada, lista para volver a llamar.

—¿Sí? —inquirió Damon en tono glacial—. Creía haberos dicho…

—Ya sé lo que dijiste, por eso estoy aquí —dijo Meredith, en un insólito intento de suicidarse al interrumpir a aquel Damon desenfrenado.

—¿Por qué? —rugió Damon.

—Hay una turba fuera que amenaza con incendiar todo el edificio hasta los cimientos. No sé si están alterados por lo de Drohzne, o porque nos llevamos a Ulma, pero están enfurecidos por algo, y traen antorchas. No quería interrumpir el… tratamiento… de Elena, pero el doctor Meggar dice que no quieren escucharle. El es un humano.

—Había sido un esclavo —añadió Bonnie, liberándose de la llave en el cuello con la que Meredith la inmovilizaba; miró a Damon con castaños ojos llorosos y las manos extendidas—. Únicamente tú puedes salvarnos —dijo, traduciendo el mensaje de su mirada en palabras… Lo que significaba que la cosa era realmente seria.

—De acuerdo, de acuerdo. Iré a ocuparme de ellos. Vosotras ocupaos de Elena.

—Desde luego, pero…

—No.

O bien Damon se había vuelto temerario debido a la sangre —y los recuerdos que todavía impedían a Elena formar una frase coherente— o de algún modo había superado su desagrado por Meredith. Posó las manos sobre los hombros de la joven y, puesto que era sólo unos cuatro o cinco centímetros más alto que ella, no tuvo problemas para retenerle la mirada y ordenar:

—Tú ocúpate personalmente de Elena. Aquí ocurren tragedias cada minuto del día: tragedias imprevisibles, horribles, letales. No quiero que una de ellas le suceda a Elena.

Meredith le miró durante un largo rato, y por una vez no consultó a Elena con los ojos antes de responder a una pregunta que tenía que ver con ella. Se limitó a contestar: «La protegeré», en una voz baja que sin embargo llegó hasta Elena. Por su postura, por su tono, casi pudo oírse la adición no pronunciada de «con mi vida»…, y ni siquiera pareció melodramático.

Damon la soltó, cruzó la puerta a grandes zancadas, y sin una mirada atrás desapareció de la vista de Elena. Pero su voz mental sonó cristalina en la mente de la muchacha: «Estarás a salvo si existe algún modo de salvarte. Lo juro».

Si existía algún modo de salvarla. Maravilloso. Elena intentó volver a darle al pedal de arranque de su cerebro.

Tanto Meredith como Bonnie la miraban fijamente. Elena inhaló profundamente, y de modo automático se dejó arrastrar de vuelta a los viejos tiempos, cuando una chica recién llegada de una tórrida cita podía esperar verse obligada a rendir un informe largo y concienzudo.

Pero todo lo que Bonnie dijo fue:

—¡Tu cara… tiene mucho mejor aspecto ahora!

—Sí —respondió Elena, usando los dos extremos de la blusa para atar un improvisado top a su alrededor—. La pierna es el problema. No… no hemos acabado con ella aún.

Bonnie abrió la boca, pero la cerró con decisión, lo que en ella era una muestra de heroicidad similar a la promesa de Meredith a Damon. Cuando volvió a abrirla fue para decir:

—Coge mi pañuelo y átalo alrededor de la pierna. Podemos doblarlo lateralmente y hacer un lazo sobre el lado herido. Eso mantendrá la presión sobre él.

—Creo que el doctor Meggar ha terminado con Ulma —indicó Meredith—. Quizá pueda verte.

En la otra habitación, el médico volvía a lavarse las manos, usando una gran bomba para echar más agua en el lavamanos. Había un montón de paños intensamente teñidos de rojo y un olor que Elena agradeció que el médico hubiese camuflado con hierbas. Asimismo, en un sillón grande y de aspecto cómodo había sentada una mujer a la que Elena no reconoció.

El sufrimiento y el terror podían cambiar a una persona, Elena lo sabía, pero jamás habría sido capaz de comprender hasta qué punto… ni hasta qué punto el alivio y el verse libre del dolor podían cambiar un rostro. Había traído con ella a una mujer que se acurrucaba hasta tener casi el tamaño de un niño en la mente de Elena, y cuyo rostro delgado y devastado, contraído por el sufrimiento y un temor constante, había parecido casi una especie de pintura abstracta de una vieja bruja goblin. La tez había mostrado un color gris enfermizo, los ralos cabellos apenas habían parecido suficientes para cubrirle la cabeza, y sin embargo habían colgado en mechones igual que algas. Todo en ella decía a gritos que era una esclava, desde las argollas de hierro que le rodeaban las muñecas, a su desnudez y su cuerpo lleno de cicatrices y ensangrentado, sin olvidar los pies descalzos y roñosos. Elena ni habría podido decir de qué color tenía los ojos la mujer, pues habían parecido tan grises como el resto de ella.

En aquellos momentos, Elena tenía ante ella a una mujer que tendría quizá entre treinta y treinta y cinco años, de rostro enjuto, atractivo y en cierto modo aristocrático, con una pronunciada nariz patricia, ojos oscuros de mirada aguda y hermosas cejas que parecían las alas de una ave en vuelo. Reposaba en el sillón, con los pies colocados sobre una otomana, cepillándose lentamente el pelo, que era oscuro con algún que otro mechón canoso que proporcionaba un aire de dignidad a la sencilla bata azul oscura que llevaba puesta. El rostro tenía arrugas que le daban carácter, pero en general se percibía una especie de ternura anhelante en ella, tal vez debido al apenas perceptible bulto del abdomen, sobre el que ahora posó una mano con delicadeza. Al hacerlo, el color inundó su rostro y toda ella resplandeció.

Por un instante, Elena pensó que debía de ser la esposa o ama de llaves del médico y sintió la tentación de preguntar si Ulma, la desdichada esclava, había muerto.

Entonces vio lo que un puño de la bata azul oscuro no podía ocultar del todo: una breve visión de un brazalete de hierro.

Aquella delgada y morena mujer aristocrática era Ulma. El doctor había hecho un milagro.

Un sanador, se había denominado. Era evidente que, al igual que Damon, podía cicatrizar heridas, porque nadie que hubiese sido azotado como Ulma habría podido restablecerse hasta ese punto sin alguna magia potente. Intentar coser simplemente la masa ensangrentada que Elena había traído era evidente que había sido imposible, y por lo tanto el doctor Meggar las había cicatrizado.

Elena no había pasado nunca por una situación como aquélla, así que echó mano de los buenos modales que le habían enseñado en Virginia.

—Es un placer conocerla, señora. Soy Elena —dijo, y le tendió la mano.

El cepillo cayó sobre el sillón y la mujer alargó ambas manos para tomar la de Elena entre las suyas. Aquellos penetrantes ojos oscuros parecieron devorar el rostro de la joven.

—Eres ella —dijo la mujer, y entonces, balanceando los pies calzados con zapatillas fuera de la otomana, se dejó caer de rodillas.

—¡Oh, no, señora! ¡Por favor! Estoy segura de que el doctor le ha dicho que descanse. Ahora es mejor que esté sentada tranquilamente.

—Pero tú… eres ella.

Por algún motivo, la mujer parecía necesitar confirmación. Y Elena estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para apaciguarla.

—Soy ella —respondió—. Y ahora creo que debería volver a sentarse.

La obediencia fue inmediata, y con todo había una especie de jubilosa luz en torno a todo lo que Ulma hacía. Elena lo comprendía tras sólo unas pocas horas de esclavitud. Obedecer cuando uno tenía elección era totalmente distinto a hacerlo porque la desobediencia podía significar la muerte.

Pero a la vez que se sentaba, Ulma extendió las manos.

—¡Mírame! ¡Querido serafín, diosa, Guardiana…, lo que sea que seas: mírame! Tras tres años de vivir como una bestia vuelvo a ser humana… ¡gracias a ti! Viniste como un ángel relampagueante y te colocaste entre el látigo y yo.

Ulma empezó a llorar, pero parecían lágrimas de alegría. Escudriñó con los ojos el rostro de Elena, deteniéndose un buen rato en la cicatriz del pómulo.

—Pero no eres una Guardiana; ellas tienen magias que las protegen y jamás interfieren. En tres años, jamás han interferido. He visto a todos mis amigos, a mis compañeros esclavos, caer bajo su látigo y su cólera. —Sacudió la cabeza, como si fuese incapaz, físicamente, de pronunciar el nombre de Drohzne.

—Lo siento tanto…, tanto…

Elena no encontraba las palabras. Echó una veloz mirada atrás y vio que Bonnie y Meredith también estaban acongojadas.

—No importa. He oído que tu pareja le mató en la calle. —Se lo he contado yo —anunció Lakshmi con orgullo. La pequeña había entrado en el cuarto sin que nadie lo advirtiera.

—¿Mi pareja? —balbució Elena—. Bueno, él no es mi… Quiero decir, él y yo…, nosotros…

—Es nuestro amo —dijo Meredith sin andarse por las ramas, desde detrás de Elena.

Ulma seguía mirando a Elena con el corazón en los ojos.

—Cada día rezaré para que tu alma ascienda de este lugar.

Elena se sobresaltó.

—¿Las almas pueden ascender desde aquí?

—Desde luego. Arrepentimiento y buenas acciones pueden conseguirlo, y las oraciones de otros son siempre tenidas en consideración, creo.

«Desde luego no hablas como una esclava», reflexionó Elena. Intentó pensar un modo de expresarlo con delicadeza, pero estaba confusa y la pierna le dolía y tenía las emociones alborotadas.

—Usted no habla como…, bueno, como yo esperaría que hablara una esclava —dijo—. ¿O simplemente estoy siendo una estúpida?

Vio cómo aparecían lágrimas en los ojos de Ulma.

—¡Dios mío! Por favor, olvide mi pregunta. Por favor…

—¡No! No hay nadie a quien desee más contárselo. Si quieres oír cómo llegué a este estado de degradación… —Ulma aguardó, observando a Elena; estaba claro que el mínimo deseo de Elena era una orden para la mujer.

Elena miró a Meredith y a Bonnie. Ya no oía más ruidos de gritos fuera en la calle y el edificio ciertamente no parecía en llamas.

Por suerte, en aquel momento, el doctor Meggar volvió a acercarse.

—¿Todo el mundo se conoce ya? —preguntó mientras las cejas se movían en sentidos opuestos ahora; una arriba, una abajo; también llevaba en la mano los restos de una botella de Magia Negra.

—Sí —respondió Elena—, pero justo me preguntaba si deberíamos intentar desalojar el lugar o hacer algo. Al parecer había una muchedumbre que…

—La pareja de Elena va a darles algo en lo que pensar —declaró Lakshmi con entusiasmo—. Han ido todos al Lugar de Encuentro para solucionar lo de las propiedades de Drohzne. Apuesto a que romperá unas cuantas crismas y regresará en seguida —añadió alegremente, sin dejar la menor duda sobre a quién se refería—. Ojalá fuese un chico para poder verlo.

—Has sido más valiente que cualquier chico; tú nos has traído hasta aquí —le dijo Elena.

En seguida consultó a Meredith y a Bonnie con los ojos. Daba la impresión de que el jaleo se había trasladado a otra parte, y Damon era un maestro en el arte de salir airoso de cualquier jaleo. También podría… necesitar pelear, para deshacerse del exceso de energía proporcionado por la sangre de Elena. Lo cierto era que un jaleo podría serle beneficioso, se dijo ella.

Miró al doctor Meggar.

—¿Estará bien mi… estará bien nuestro amo, cree usted?

Las cejas del médico ascendieron y descendieron.

—Probablemente tendrá que pagar a los parientes del viejo Drohzne un precio de sangre, pero no debería ser demasiado elevado. Luego puede hacer lo que quiera con las propiedades del viejo bastardo —dijo—. Yo diría que el lugar más seguro para vosotras ahora mismo es aquí, lejos del Lugar de Encuentro. —Pasó a reforzar tal opinión sirviendo copas para todos (copas de licor) de vino Magia Negra—. Es bueno para los nervios —indicó, y tomó un sorbo.

Ulma le dedicó su hermosa sonrisa reconfortante, mientras él pasaba la bandeja.

—Gracias… y gracias… y gracias —dijo la mujer—. No os aburriré con mi historia…

—¡No, cuéntenosla; cuéntenosla, por favor!

Ahora que no existía un peligro inmediato para sus amigas o para Damon, Elena estaba ansiosa por escuchar el relato. Todos los demás asentían también.

Ulma se sonrojó un poco, pero empezó a explicar en tono sosegado:

—Nací durante el reinado de Kelemen II —dijo—. Estoy segura de que eso no significa nada para nuestras visitantes pero sí mucho para aquellos que le conocieron a él y a sus… veleidades. Estudié con mi madre, que se convirtió en una diseñadora de moda muy popular. Mi padre era un diseñador de joyas casi tan famoso como ella. Tenían una finca en las afueras de la ciudad y podían permitirse una casa tan magnífica como la de muchos de sus acaudalados clientes, aunque tenían cuidado de no mostrar hasta dónde llegaba su riqueza. Yo era la joven lady Ulma entonces, no Ulma la mujerzuela. Mis padres hacían todo lo posible por mantenerme oculta, por mi propia seguridad. Pero…

«Ulma…, lady Ulma», pensó Elena, calló y tomó un gran sorbo de vino. La mirada le había cambiado; veía cosas del pasado e intentaba no trastornar a sus oyentes. Pero justo cuando Elena estaba a punto de pedirle que parara al menos hasta que se sintiera mejor, ella prosiguió.

—Pero a pesar de todo su cuidado…, alguien… me vio de todos modos y exigió mi mano en matrimonio. No fue Drohzne, él era sólo un peletero de las Regiones Remotas, y jamás le había visto hasta hace tres años. De quien hablo era un lord, un general, un demonio con una reputación terrible… y mi padre rechazó su petición. Cayeron sobre nosotros por la noche. Yo tenía catorce años cuando sucedió. Y así es como me convertí en una esclava.

Elena descubrió que sentía un dolor emocional que procedía directamente de la mente de Ulma. «¡Oh, cielos! He vuelto a hacerlo», pensó, mientras se apresuraba a bajar la intensidad de sus sentidos psíquicos.

—Por favor, no es necesario que nos cuente esto. Quizá en otra ocasión…

—Me gustaría contártelo… a ti…, de modo que sepas lo que has hecho. Y preferiría contarlo sólo una vez. Pero si no deseas oírlo…

La educación y los sentimientos entraron en conflicto.

—No, no, si lo quiere… Adelante. Sólo…, sólo quería que supiese lo mucho que lo siento. —Elena dirigió una veloz mirada al doctor, que la esperaba pacientemente junto a la camilla con la botella marrón en las manos—. Y si no le importa, me gustaría ver mi pierna… ¿curada?

Fue consciente de que había dicho la última palabra con reservas, preguntándose cómo alguien podía poseer el poder de curar a Ulma de aquella manera. No le sorprendió cuando él meneó la cabeza.

—O cosida, más bien, mientras usted habla, si no le importa —siguió Elena.

Hicieron falta varios minutos para superar la conmoción y angustia de lady Ulma por haber mantenido a su salvadora esperando, pero por fin Elena estuvo sobre la camilla, con el doctor animándola a beber de la botella, que olía igual que el jarabe de cerezas para la tos.

Oh, bueno, más valía que probase la versión de la Dimensión Oscura de la anestesia…, porque estaba claro que los puntos iban a doler, se dijo Elena. Tomó un sorbo de la botella y sintió que la habitación daba vueltas a su alrededor. Desechó con un ademán la oferta de un segundo sorbo.

El doctor Meggar desató el estropeado pañuelo de Bonnie y a continuación empezó a cortar la pernera empapada en sangre del vaquero por encima de la rodilla.

—Bueno… eres tan amable al escuchar —dijo lady Ulma—. Pero ya sabía que eras buena. Nos ahorraré a ambas los dolorosos detalles de mi esclavitud. Tal vez baste con decir que he pasado de un amo a otro a lo largo de los años, siempre una esclava, siempre a peor. Por fin, como una broma, alguien dijo: «Dásela al viejo Drohzne. El le sacará el uso que le quede si es que alguien puede».

—¡Dios! —exclamó Elena, y esperó que todo el mundo lo atribuyese al relato y no al escozor provocado por la solución desinfectante que el doctor aplicaba a su carne inflamada.

«Damon lo ha hecho mucho mejor —pensó—. No me había dado cuenta de lo afortunada que era.» Elena intentó ahogar una mueca de dolor cuando el doctor empezó a usar la aguja, pero la mano que sujetaba la de Meredith se cerró con fuerza hasta el punto de que Elena temió estar rompiendo huesos. Intentó aflojar la presión, pero su amiga le devolvió el apretón con fuerza. La larga mano suave de la muchacha era como la de un chico, pero más blanda, y Elena se alegró de poder apretar tanto como quisiera.

—Las fuerzas me estaban abandonando últimamente —decía lady Ulma en voz queda—. Pensé que era ese… —aquí la mujer usó una expresión particularmente grosera para su dueño—, que me estaba llevando a la muerte. Entonces comprendí la verdad. —De repente un resplandor le cambió el semblante, hasta tal punto que Elena pudo ver qué aspecto debía de haber tenido cuando era una adolescente y tan hermosa que un demonio la había exigido como esposa—. Supe que una vida nueva se agitaba dentro de mí… y supe que Drohzne la mataría si tenía la oportunidad…

No pareció reconocer las expresiones de asombro y horror de los rostros de las tres muchachas. Elena, sin embargo, tuvo la sensación de andar a tientas en medio de una pesadilla, por el borde de una negra hendidura profunda, y que tendría que seguir yendo a tientas en la oscuridad, rodeando hendiduras traicioneras e invisibles en el hielo en la Dimensión Oscura hasta que llegara junto a Stefan y le liberara de aquel lugar. Aquél no era el primero de sus paseos por el borde de una hendidura, pero era el primero que había reconocido y tomado en cuenta.

—Vosotras, jóvenes, sois muy nuevas aquí —dijo lady Ulma, cuando el silencio se prolongó demasiado—. No era mi intención decir nada fuera de lugar…

—Somos esclavas —respondió Meredith, alzando un trozo de cuerda—. Creo que cuanto más aprendamos, mejor.

—Vuestro amo…, nunca he visto a nadie tan dispuesto a pelear con el viejo Drohzne. Muchas personas chasqueaban la lengua, pero eso era todo lo que la mayoría se atrevía a hacer. Pero vuestro amo…

—Nosotras le llamamos Damon —interpuso Bonnie con toda intención.

Aquello superó claramente a lady Ulma.

—Amo Damon… ¿Creéis que podría conservarme? Después de que pague el precio de sangre a… a los parientes de Drohzne, será el primero en poder escoger entre todas las propiedades de Drohzne. Yo soy uno de los pocos esclavos que no ha matado.

La esperanza dibujada en el rostro de la mujer era casi demasiado dolorosa para que Elena la contemplara.

Hasta entonces no reparó conscientemente en el mucho tiempo transcurrido desde que Damon se había marchado. ¿Cuánto tiempo debían de precisar los asuntos del vampiro? Miró a Meredith con ansiedad.

Su amiga comprendió exactamente lo que significaba aquella mirada y sacudió la cabeza con impotencia. Incluso aunque hiciesen que Lakshmi las condujese al Lugar de Encuentro, ¿qué podrían hacer ellas?

Elena reprimió una mueca de dolor y sonrió a lady Ulma.

—¿Por qué no nos habla de cuando era una jovencita? —le pidió.