17

—Se llama Ulma —dijo una voz, y Elena bajó los ojos y se encontró con Lakshmi, que sujetaba hacia atrás las cortinas de la litera con una mano alzada por encima de la cabeza—. Todo el mundo conoce cómo se las gastaba el Viejo Drohzne con sus esclavos. Los azotaba hasta que perdía el sentido y luego esperaba que levantaran su rickshaw y siguieran transportando la carga. Mataba a cinco o seis al año.

—A ésta no la mató —murmuró Elena—. Ha tenido lo que merecía. —Oprimió la mano de Ulma.

Sintió un gran alivio cuando la litera se detuvo y Damon en persona apareció, justo cuando ella estaba a punto de negociar con uno de los portadores para que llevara en brazos a Ulma hasta el médico. Sin mostrar miramientos con sus ropas, Damon de todos modos se las arregló para transmitir desinterés incluso mientras levantaba a Ulma y hacía una seña con la cabeza a Elena para que le siguiera. Lakshmi se colocó ante él de un salto y encabezó la marcha al interior de un patio de piedra decorado con intrincados motivos y luego por un pasillo sinuoso con algunas puertas macizas de aspecto respetable. Finalmente, llamó con los nudillos a una de ellas y un hombre arrugado con una cabeza enorme y los más tenues restos de una barba rala abrió la puerta con cautela.

—¡No tengo keterris aquí! ¡Ni hexen, ni zemeral! ¡Y no hago conjuros de amor!

Entonces, atisbando con ojos miopes, su mirada pareció concentrarse en el pequeño grupo.

—¿Lakshmi? —dijo.

—Traemos a una mujer que necesita ayuda —dijo Elena con brusquedad—. Está embarazada, además. Usted es un médico, ¿verdad? ¿Un sanador?

—Un sanador con una habilidad relativa. Entrad. Adelante.

El médico apresuró el paso al interior de una habitación trasera y todos ellos le siguieron; Damon llevaba aún en brazos a Ulma. En cuanto llegó, Elena vio que el sanador se hallaba en la esquina de lo que parecía el atestado santuario de un mago, incluidas cosas propias del vudú y de las actividades de un curandero.

Elena, Meredith y Bonnie intercambiaron miradas nerviosas, pero entonces Elena oyó el chapoteo de agua y comprendió que el médico estaba en la esquina porque había una jofaina con agua allí, y se estaba lavando las manos a conciencia, arremangándose hasta los codos y creando gran cantidad de burbujas de espuma. Podría llamarse a sí mismo «sanador», pero de todos modos sabía lo que era la higiene básica, pensó.

Damon había depositado a Ulma sobre lo que parecía una camilla de reconocimiento limpia, cubierta con una sábana blanca. El médico le dedicó un asentimiento de cabeza. Luego, chasqueando la lengua, sacó una bandeja de instrumentos e hizo que Lakshmi fuera en busca de paños para limpiar los cortes y detener la intensa hemorragia. También abrió varios cajones para sacar bolsas muy olorosas y se subió a una escalera para bajar ramilletes de hierbas que estaban colgados del techo. Finalmente, abrió una cajita y tomó una pizca de rapé para sí mismo.

—Por favor, dése prisa —dijo Elena—. Ha perdido mucha sangre.

—Y tú no has perdido poca —repuso el hombre—. Me llamo Kephar Meggar…, y ésta debe de ser la esclava del amo Drohzne, ¿verdad? —Les miró detenidamente, dando de algún modo la impresión de que llevaba gafas, lo cual no era cierto—. Y vosotras debéis de ser esclavas también.

Contempló fijamente la solitaria cuerda que Elena todavía llevaba, y luego a Bonnie y Meredith, que también las llevaban.

—Sí, pero…

Elena se interrumpió. Vaya infiltrada que estaba hecha. Había estado a punto de decir: «Pero no en realidad; es simplemente para cumplir con los convencionalismos». Así que se conformó con decir:

—Pero nuestro amo es muy diferente del suyo.

Sí que eran muy diferentes, se dijo. Para empezar, Damon no tenía el cuello roto. Y por otra parte, por muy despiadado y letal que pudiese ser, él jamás golpearía a una mujer, y mucho menos le haría algo así. Parecía tener alguna clase de bloqueo interno contra ello… excepto cuando estaba poseído por Shinichi y no podía entonces controlar los propios músculos.

—¿Y aun así Drohzne os ha permitido traer a esta mujer a un sanador? —El hombrecillo se mostró dubitativo.

—No, él no nos lo habría permitido, estoy segura —respondió Elena, categórica—. Pero, por favor…, está sangrando y va a tener un bebé…

Las cejas del doctor Meggar ascendieron y descendieron. Pero, sin pedir a nadie que se fuese mientras la atendía, sacó un anticuado estetoscopio y escuchó con atención el corazón y los pulmones de Ulma. Le olió el aliento, y luego, con delicadeza, le palpó el abdomen por debajo de la ensangrentada camisola de Elena, todo con un aire profesional. Después inclinó sobre los labios de Ulma una botella marrón, de la que ella tomó unos cuantos sorbos, y la recostó de nuevo, a la vez que los ojos de ella se cerraban con un parpadeo.

—Ahora —dijo el hombrecillo—, descansa cómodamente. Necesitará bastantes puntos desde luego, y a ti tampoco te irían mal, pero eso tiene que decirlo tu amo, supongo. —El doctor Meggar pronunció la palabra «amo» con una clara insinuación de disgusto—. Pero casi puedo prometerte que no morirá. En cuanto a su bebé, no lo sé. Puede salir marcado como resultado de este asunto…, con marcas de nacimiento a rayas, tal vez…, o podría estar perfectamente bien. Pero con comida y descanso… —las cejas del doctor Meggar ascendieron y descendieron otra vez, como si le hubiese gustado decir eso a la cara del amo Drohzne—, debería recuperarse.

—Ocúpate de Elena primero, entonces —dijo Damon.

—¡No, no! —dijo Elena, apartando al médico de un empujón.

Parecía un hombre agradable, pero evidentemente por allí los amos eran los amos… y Damon era más imperioso y amedrentador que la mayoría.

Pero no, en este momento, para Elena, a quien no le importaba ella misma en ese preciso instante. Había hecho una promesa… y las palabras del doctor significaban que podría ser capaz de cumplirla. Eso era lo que le importaba.

Arriba y abajo, arriba y abajo, las cejas del doctor Meggar parecían dos orugas en una cinta elástica, aunque una se rezagaba un poco respecto a la otra. A todas luces, el comportamiento que éste observaba era anormal, incluso sujeto a ser castigado por medios muy serios. Pero Elena sólo reparaba en él periféricamente, del modo en que reparaba en Damon.

—Ayúdela —dijo con vehemencia…, y contempló cómo las cejas del doctor salían disparadas hacia arriba como si tuviesen como objetivo el techo.

Elena había dejado escapar su aura; no por completo, gracias a Dios, pero había liberado sin la menor duda una ráfaga, como un fogonazo de relámpagos difusos en la habitación.

Y el médico, que no era un vampiro, sino simplemente un ciudadano corriente, lo había advertido. Lakshmi también lo había advertido e incluso Ulma se removió inquieta en la camilla de exploración.

«Voy a tener que ser muchísimo más cuidadosa», pensó Elena, y dirigió una veloz mirada a Damon, que estaba a punto de estallar, él mismo; pudo darse perfecta cuenta de ello. Demasiadas emociones, demasiada sangre en la habitación, y con la adrenalina de haber matado todavía vibrando en su riego sanguíneo.

¿Y cómo lo sabía ella?

Porque Damon tampoco lograba mantener un perfecto control de sí mismo, comprendió, ya que percibía cosas directamente de su mente. «Lo mejor es sacarlo de aquí rápidamente», pensó.

—Esperaremos fuera —dijo, agarrando a Damon del brazo, ante el evidente sobresalto del doctor Meggar, pues las esclavas, incluso las que eran hermosas, no actuaban de aquel modo.

—Id al patio —repuso el doctor, controlando con cuidado el semblante y hablando al aire entre Damon y Elena—. Lakshmi, proporciónales algunas vendas para que puedan parar la hemorragia de la joven. Luego regresa; puedes ayudarme.

»Sólo una pregunta —añadió mientras Elena y los demás empezaban a salir del cuarto—. ¿Cómo has sabido que esta mujer está embarazada? ¿Qué clase de hechizo puede revelártelo?

—Ninguno —respondió Elena con sencillez—. Cualquier mujer que la hubiera observado lo habría sabido.

Vio que Bonnie le lanzaba una mirada ofendida, pero Meredith siguió resultando inescrutable.

—Aquel esclavista horrible… Drogsie… o como se llamase… la azotaba por delante —dijo Elena—. Y mire esos cortes profundos. —Se estremeció, contemplando dos azotes que cruzaban el esternón de Ulma—. En esas circunstancias, cualquier mujer habría intentado protegerse los pechos, pero ella intentaba cubrirse el vientre. Eso significaba que estaba embarazada, y en un estado bastante avanzado como para estar segura de ello, además.

Las cejas del doctor Meggar descendieron y se juntaron…, y a continuación alzó la vista hacia Elena como si mirara por encima de unas gafas. Luego asintió despacio.

—Coge unas cuantas vendas y detén tu hemorragia —le dijo… a Elena, no a Damon.

Al parecer, esclava o no, se había ganado alguna clase de respeto por parte de él.

Por otra parte, Elena parecía haber perdido privilegios con Damon; o al menos, él había aislado su mente de la suya de un modo del todo deliberado, dejándola con un muro en blanco que contemplar. Mientras esperaban, el vampiro hizo una imperiosa seña con la mano a Bonnie y Meredith.

—Aguardad aquí en el patio —dijo… No, ordenó—. No os mováis hasta que el doctor salga. No dejéis que entre nadie por la puerta principal; cerradla ahora, y mantenedla así. Bien. Elena viene conmigo a la cocina… que es la puerta trasera. No quiero que me moleste nadie en absoluto a menos que una turba enfurecida amenace con incendiar la casa, ¿comprendéis? ¿Las dos?

Elena pudo ver como Bonnie estaba a punto de soltar abruptamente: «Pero ¡Elena sigue sangrando!», y Meredith convocaba reunión con ojos y cejas para decidir si llevaban a cabo una inmediata rebelión de la hermandad del velocirraptor. Todas conocían el plan A para ello: Bonnie se arrojaría a los brazos de Damon llorando o besándole apasionadamente, cualquiera que fuese la opción más apropiada a la situación, mientras Elena y Meredith caían sobre él desde los lados y hacían… Bueno, lo que fuese que tuviese que hacerse.

Elena, con un veloz relampagueo de sus propios ojos, lo había rechazado. Damon estaba enojado, sí, pero percibía que lo estaba más con Drohzne que con ella. La sangre le había perturbado, sí, pero estaba acostumbrado a controlarse en esas situaciones. Y ella necesitaba ayuda con las heridas, que habían empezado a dolerle de verdad, desde el momento en que había oído que la mujer que había rescatado viviría, y podría incluso tener a su bebé. Pero si Damon tenía algo en mente, ella quería saber qué era… ya.

Con una última mirada rápida de aliento a Bonnie, Elena siguió a Damon a través de la puerta de la cocina. Ésta tenía un cerrojo. Damon lo miró y abrió la boca; Elena corrió el cerrojo y luego alzó los ojos hacia su «amo».

Damon estaba de pie junto al fregadero de la cocina, bombeando agua metódicamente, con una mano apretada contra la frente. El pelo le caía sobre los ojos y el agua lo salpicaba y mojaba, pero a él no parecía importarle.

—¿Damon? —dijo Elena con cierta vacilación—. ¿Te encuentras… bien?

Él no respondió.

«¿Damon?», probó ella telepáticamente.

«Dejé que resultases herida. Soy lo bastante rápido. Podría haber matado a ese bastardo de Drohzne con una descarga de Poder. Pero jamás imaginé que resultarías herida.» Su voz telepática estaba a la vez cargada de la amenaza más sombría imaginable y de una calma extraña y casi tierna; como si intentase mantener toda la ferocidad e ira encerradas lejos de ella.

«Ni siquiera pude decírselo… Ni siquiera pude enviarle un mensaje para decirle lo que era. No podía pensar. Él era un telépata; me habría oído. Pero yo no tenía palabras. Sólo podía chillar… mentalmente.»

Elena se sintió un poco mareada; un poco más de lo que ya se había estado sintiendo. ¿Damon sentía aquella angustia… por ella? ¿No estaba enojado por como ella había quebrantado normas de manera flagrante delante de multitudes, destrozando tal vez la tapadera del grupo? ¿No le importaba aparecer desaliñado?

—Damon —dijo; la había sorprendido de tal modo que lo dijo en voz alta—. No…, no importa. No es culpa tuya. Tú jamás me habrías permitido siquiera hacerlo…

—Pero ¡debería haber pensado que no preguntarías! Pensé que ibas a atacarle a él, a saltar sobre sus hombros y estrangularle, y estaba listo para ayudarte, a derribarle como dos lobos contra un gran ciervo. Pero tú no eres una espada, Elena. Pienses lo que pienses, eres un escudo. Debería haber sabido que recibirías el siguiente golpe. Y por mi culpa, conseguiste… —Desvió la mirada hacia el pómulo de Elena y se estremeció.

Luego pareció recuperar el control.

—El agua está fría, pero es pura. Tenemos que limpiar esos cortes y detener la hemorragia ya.

—Supongo que no habrá nada de Magia Negra por aquí —dijo Elena, en tono medio burlón; aquello iba a doler.

Sin embargo, Damon empezó a abrir alacenas inmediatamente.

—Aquí —dijo tras comprobar sólo tres de ellas, yendo hacia ella con gesto triunfal con una botella medio llena de Magia Negra—. Muchos médicos la tienen como medicina y anestésico. No te preocupes; le pagaré bien.

—Entonces creo que tú también deberías tomar un poco —se atrevió a indicar ella—. Vamos, nos hará bien a los dos. Y no será la primera vez.

Sabía que esa última frase le haría decidirse, pues sería un modo de recuperar algo que Shinichi le había quitado.

«De algún modo haré que Shinichi me devuelva todos los recuerdos que le quitó —decidió Elena, haciendo todo lo posible por ocultar sus pensamientos a Damon mediante ruido blanco—. No sé cómo hacerlo, y no sé cuándo tendré la oportunidad, pero juro que lo haré. Lo juro.»

Damon había llenado dos copas con el generoso vino de olor embriagador y le tendía ya una a Elena.

—Limítate a tomar unos sorbos primero —dijo, sin poder evitar caer en el papel de instructor—. Este es de una buena cosecha.

Elena sorbió un poco, luego se limitó a engullir. Estaba sedienta y el vino Magia Negra Clarion Loess no contenía nada de alcohol en él. Ciertamente no sabía como el vino normal; sabía a agua de manantial efervescente extraordinariamente refrescante a la que se había añadido el sabor de aterciopeladas uvas oscuras y dulces.

Damon, advirtió, había olvidado beber a su vez, y cuando le ofreció una segunda copa para que acompañase a la suya, ella aceptó de buen grado.

Lo que estaba claro era que el aura de Damon se había tranquilizado una barbaridad, se dijo Elena, mientras él tomaba un paño húmedo y empezaba, con delicadeza, a limpiarle el corte que seguía casi exactamente la línea del pómulo. Había sido el primero que había dejado de sangrar, pero ahora él necesitaba conseguir que la sangre volviera a manar, para limpiarlo. Con dos copas de Magia Negra además de no haber comido nada desde el desayuno, Elena se encontró relajándose contra el respaldo de la silla, a la vez que permitía que la cabeza cayese hacia atrás un poco y cerraba los ojos. Perdió la noción del tiempo, mientras él pasaba el paño con suavidad por el corte. Y perdió el estricto control de su aura.

Cuando abrió los ojos no fue en respuesta a un sonido, ni a un estímulo visual; fue debido a una llamarada en el aura de Damon, una de repentina determinación.

—¿Damon?

Estaba de pie observándola con atención, y su oscuridad se había ensanchado tras él como una sombra, alta y amplia y casi hipnótica. Definitivamente, casi aterradora.

—¿Damon? —repitió ella, vacilante.

—No estamos haciendo esto bien —dijo él, y los pensamientos de Elena se trasladaron rápidamente a su desobediencia como esclava, y a las infracciones menos graves de Bonnie y Meredith.

Pero la voz de Damon era como terciopelo negro, y el cuerpo de Elena respondió a ella con mayor precisión que su mente. Se estremeció.

—¿Cómo… hemos de hacerlo? —preguntó ella, y entonces cometió el error de abrir los ojos.

Descubrió que estaba inclinado sobre ella, que seguía sentada en la silla, acariciando —no, simplemente tocando— sus cabellos con tanta suavidad que ella ni siquiera se había dado cuenta.

—Los vampiros sabemos cómo ocuparnos de las heridas —dijo él en tono confidencial, y sus ojos enormes que parecían contener su propio universo de estrellas capturaron y retuvieron los de ella—. Podemos limpiarlas. Podemos hacer que vuelvan a sangrar… o que paren.

«Yo me he sentido así antes —pensó Elena—. Me ha hablado de este modo antes, también, incluso si no lo recuerda. Y yo…, yo estaba demasiado asustada. Pero eso fue antes de…»

Antes del motel. La noche en que le había dicho que huyese, y ella no lo había hecho. La noche que Shinichi le había robado, del mismo modo que había cogido la primera vez que habían compartido Magia Negra.

—Muéstramelo —susurró Elena.

Y sabía que algo más susurraba en su mente. Susurraba palabras diferentes, palabras que jamás habría dicho de haberse considerado a sí misma una esclava.

Susurraba: «Soy tuya…».

Fue entonces cuando sintió cómo la boca de Damon rozaba levemente la suya.

Y a continuación se limitó a pensar: «¡Oh!» y «¡Oh, Damon…!», hasta que él pasó a rozarle con delicadeza la mejilla con la sedosa lengua, manipulando sustancias químicas primero para hacer que la sangre purificadora manase, y finalmente, cuando todas las impurezas habían sido eliminadas con suavidad, para detener la sangre y cicatrizar la herida. Pudo sentir entonces cómo el Poder de Damon, el oscuro Poder que había usado en un millar de combates para infligir cientos de heridas mortales, era contenido rigurosamente para concentrarse en aquella tarea sencilla y doméstica, para curar la marca de un latigazo en la mejilla de una joven. Elena se dijo que era como estar siendo acariciada con los pétalos de aquella rosa Magia Negra, como si los fríos y suaves pétalos erradicaran con delicadeza el dolor, hasta hacerla estremecer de placer.

Y entonces cesó. Elena supo que una vez más había tomado demasiado vino. Pero en esta ocasión no sintió ganas de vomitar. La engañosamente floja bebida se le había subido a la cabeza, achispándola, y todo había adoptado un carácter irreal y nebuloso.

—Ahora acabará de curar bien —anunció Damon, volviendo a tocarle los cabellos con tal suavidad que el roce era casi imperceptible.

Pero esta vez Elena sí lo sintió, porque envió dedos de Poder al encuentro de la sensación para disfrutar de ella. Y, una vez más, Damon la besó, muy levemente, con los labios rozándola apenas. Cuando ella echó la cabeza atrás, sin embargo, él no la acompañó, ni siquiera cuando, decepcionada, intentó ejercer presión sobre la parte posterior de su cuello. Damon se limitó a aguardar para que Elena reflexionara con calma.

«No deberíamos besarnos. Meredith y Bonnie están justo al lado. ¿Cómo me meto en situaciones como ésta? Pero Damon ni siquiera me está intentando besar… y se supone que tenemos que… ¡Oh!»

Las otras heridas.

Realmente dolían. ¿A qué persona cruel se le había ocurrido un látigo como aquél, se dijo Elena, con una tralla afilada como una cuchilla que hería tan profundamente que ni siquiera dolía al principio…, o no tanto…, pero que empeoraba más y más con el paso del tiempo? Y seguía sangrando… «Se supone que debemos detener la sangre hasta que el doctor pueda verme…»

Pero la siguiente herida, la que ardía como fuego en aquellos momentos, le cruzaba en diagonal la clavícula. Y la tercera estaba cerca de la rodilla…

Damon empezó a ponerse en pie, para coger otra tela del fregadero y limpiar el corte con agua.

Elena le retuvo.

—No.

—¿No? ¿Estás segura? —Sí.

—Todo lo que quiero es limpiarla…

—Lo sé.

Sí lo sabía, porque él tenía la mente abierta a ella, con todo su poder turbulento discurriendo transparente y sosegado. No sabía por qué se había abierto a ella de aquel modo, pero lo había hecho.

—Pero deja que te lo advierta, no empieces a donar tu sangre a algún vampiro moribundo; no dejes que nadie la deguste. Es peor que el vino Magia Negra…

—¿Peor? —Sabía que él le estaba haciendo un cumplido, pero no comprendía.

—Cuanto más bebes, más quieres beber —respondió Damon, y, por un momento, Elena vio la turbulencia que había provocado en aquellas aguas tranquilas—. Y cuanto más bebes, más Poder puedes absorber —añadió con seriedad.

Elena reparó en que jamás había pensado en ello como un problema, pero lo era. Recordó el dolor atroz que había experimentado al intentar absorber su propia aura antes de haber aprendido cómo mantenerla en movimiento junto al riego sanguíneo.

—No te inquietes —añadió él, todavía en tono serio—; sé en quién estás pensando.

Volvió a hacer intención de coger un trapo. Pero, sin saberlo, había dicho demasiado, se había permitido ir demasiado lejos.

—¿Tú sabes en quién estoy pensando? —inquirió Elena en voz baja, y le sorprendió hasta qué punto podía sonar peligrosa su propia voz, como el andar quedo de las pesadas patas de una tigresa—. ¿Sin preguntármelo?

Damon intentó escabullirse con diplomacia.

—Bueno, he supuesto…

—Nadie puede saber lo que pienso —dijo Elena—; hasta que yo se lo digo.

Avanzó y le hizo arrodillarse para mirarla, inquisidoramente. Con avidez.

A continuación, del mismo modo que había sido ella quien le había hecho arrodillar, fue ella quien lo atrajo hacia su herida.