16

Damon decidió a todas luces abandonarse a la clemencia del tribunal, y adoptó una expresión lastimera y un poco trastornada, lo que podía fingir con facilidad siempre que quería.

—De verdad que no he intentado influenciarte —repitió, pero luego añadió a toda prisa—: Quizá podríamos cambiar de tema por un momento… Contarte más cosas sobre las bolas estrella.

—Eso —dijo Elena con su voz más gélida— podría ser una buena idea.

—Bien, las bolas efectúan grabaciones directamente de las neuronas, ¿comprendes? Las neuronas de tu cerebro. Todo lo que has experimentado alguna vez está ahí en alguna parte de tu mente, y la esfera simplemente lo extrae.

—¿De modo que siempre puedas recordarlo y contemplarlo también una y otra vez como una película? —preguntó Elena, jugueteando con el velo para ocultar su rostro a los ojos de Damon, y planteándose regalar una bola estrella a Alaric y a Meredith antes de que se casasen.

—No —respondió Damon en un tono más bien lúgubre—. No funciona así. Para empezar, el recuerdo desaparece de tu cabeza; son juguetes kitsune de lo que estamos hablando, ¿recuerdas? Una vez que la bola estrella lo ha sacado de tus neuronas, tú ya no recuerdas absolutamente nada sobre ese acontecimiento. En segundo lugar, la «grabación» que tiene la bola estrella se desvanece gradualmente… con el uso, con el tiempo, y por algunos otros factores que nadie comprende. Pero la bola se torna más nebulosa y las sensaciones pierden intensidad, hasta que finalmente no es más que una esfera de cristal vacía.

—Pero… ese pobre hombre estaba vendiendo un día de su vida. ¡Un día maravilloso! Yo pensaría que querría conservarlo.

—Ya le has visto.

—Sí. —Elena volvió a recordar al anciano piojoso, demacrado y de rostro ceniciento, y sintió algo parecido a hielo descendiéndole por la espalda al pensar que en una ocasión había sido el risueño y jubiloso joven John que ella había experimentado—. ¡Oh, qué triste! —dijo, y no hablaba sobre recuerdos.

Pero, por una vez, Damon no había estado siguiendo sus pensamientos.

—Sí —repuso—. Hay muchísimos pobres y ancianos aquí. Trabajaron hasta librarse de la esclavitud, o hasta la muerte de un propietario generoso… Y entonces es aquí donde acaban.

—Pero ¿y las bolas estrella? ¿Existen tan sólo para los pobres? Los ricos pueden viajar a la Tierra y ver un auténtico día de verano por sí mismos, ¿no?

Damon rió sin demasiada alegría.

—¡Oh, no, no pueden! La mayoría están confinados aquí.

Curiosamente usó la palabra «confinados». Elena aventuró:

—¿Demasiado ocupados para ir de vacaciones?

—Demasiado ocupados, demasiado poderosos para atravesar las salvaguardas que protegen a la Tierra de ellos, demasiado preocupados por lo que sus enemigos harán mientras ellos están fuera, demasiado decrépitos físicamente, con una reputación demasiado mala, demasiado muertos.

—¿Muertos?

El horror del túnel y la niebla que apestaba a cadáver parecieron estar a punto de envolver a Elena.

Damon le lanzó una de sus sonrisas perversas.

—¿Has olvidado que tu novio es de mortius? Por no mencionar a tu honorable amo. La mayoría de las personas, al morir, van a otro nivel distinto de éste; mucho más alto o más bajo. Este es el lugar para los malos, pero es el nivel superior. Más abajo…, bueno, nadie quiere ir allí.

—¿Como el Infierno? —musitó Elena—. ¿Estamos en el Infierno?

—Más bien el Limbo, al menos este lugar donde estamos. Luego está el Otro Lado. —Indicó con la cabeza hacia el horizonte donde el sol que se ponía seguía inmóvil—. La otra ciudad, que tal vez fuese el lugar al que fuiste durante tus «vacaciones» en la otra vida. Aquí simplemente lo llaman el «Otro Lado». Pero puedo contarte dos rumores que oí de mis informadores. Aquello lo llaman la «Corte Celestial». Y allí, el cielo es de un azul cristalino y el sol siempre se está alzando.

—La Corte Celestial…

Elena olvidó que hablaba en voz alta. Instintivamente, supo que se trataba de la clase de corte que tiene reinas y caballeros y hechiceras, no un tribunal de justicia. Sería como Camelot. El simple hecho de pronunciar las palabras hizo aparecer una doliente nostalgia, y… no recuerdos, pero sí esa sensación parecida a tener algo en la punta de la lengua de que los recuerdos estaban encerrados tras una puerta. Una puerta, no obstante, que estaba cerrada a cal y canto, y todo lo que Elena pudo ver a través del ojo de la cerradura fueron hileras de más mujeres como las Guardianas, altas, de cabellos dorados y ojos azules, y una —con el tamaño de una criatura entre las mujeres adultas— que alzó los ojos y, de modo penetrante, desde muy lejos, trabó directamente la mirada con Elena.

La litera abandonaba ya el bazar para pasar al interior de más barriadas pobres, que Elena asimilaba con veloces ojeadas a cada lado de ella, ocultándose en su velo. Se parecían a cualquier arrabal, barrio pobre o favela de la Tierra…, sólo que eran peores. Niños con los cabellos teñidos de rojo por el sol se apelotonaban alrededor de la litera de Elena con las manos extendidas en un gesto que tenía un significado universal.

Elena sintió una sensación desgarradora en su interior al no tener nada de auténtico valor que darles. Sintió la necesidad de construir casas allí, de asegurarse de que aquellos niños tenían comida, agua potable, educación y un futuro por delante. Puesto que no tenía ni idea de cómo darles todo eso, les contempló alejarse corriendo con tesoros como su chicle con sabor a fruta, su peine, su minicepillo, su brillo labial, su botella de agua y sus pendientes.

Damon sacudió la cabeza negativamente, pero no la detuvo hasta que empezó a manipular torpemente el colgante de lapislázuli que Stefan le había entregado. Lloraba mientras intentaba soltar el cierre cuando de improviso el último pedazo de cuerda que le rodeaba la muñeca la refrenó.

—Se acabó —dijo Damon—. No entiendes nada. Ni siquiera hemos entrado en la ciudad propiamente dicha aún. ¿Por qué no echas una mirada a la arquitectura en lugar de preocuparte por mocosos inútiles que probablemente morirán de todos modos?

—Eres un insensible —replicó Elena, pero no se le ocurrió ningún modo de hacerle entrar en razón, y estaba demasiado furiosa con él para intentarlo.

Con todo, dejó de toquetear la cadena y miró más allá de los arrabales como Damon había sugerido. Allí pudo ver un impresionante paisaje recortado contra el cielo, con edificios que parecían pensados para durar toda la eternidad, construidos con piedras que tenían el aspecto que debían de haber tenido las pirámides egipcias y mayas en su época. Todo, sin embargo, mostraba un tinte rojo y negro a causa de un sol oculto ahora por sombríos bancos de nubes carmesíes. Aquel enorme sol rojo… daba al aire un aspecto distinto según los diferentes estados de ánimo. En ocasiones parecía casi romántico, centelleando en un gran río junto al que Elena y Damon pasaron, y resaltando una infinidad de diminutas olas en las calmadas aguas. En otras ocasiones, sencillamente parecía hostil y ominoso, y aparecía con claridad en el horizonte como un mal presagio monstruoso, tiñendo los edificios, sin importar lo espléndidos que éstos fuesen, con el color de la sangre. Cuando le dieron la espalda, al descender los portadores de la litera al interior de la ciudad donde estaban los enormes edificios, Elena pudo ver cómo les precedía la propia sombra negra, larga y amenazadora, que proyectaban.

—¿Bien? ¿Qué piensas? —Damon parecía estar intentando apaciguarla.

—Sigo pensando que esto parece el Infierno —dijo Elena lentamente—. Odiaría vivir aquí.

—Oh, pero ¿quién ha dicho que viviríamos aquí, mi Princesa de la Oscuridad? Regresaremos a casa, donde la noche es de un negro aterciopelado y la luna brilla, dándole a todo un matiz plateado.

Lentamente, Damon trazó una caricia en un dedo de la chica y ascendió por el brazo hasta el hombro, haciendo que la recorriera un escalofrío interior.

Ella intentó que el velo actuase de barrera contra él, pero era demasiado transparente, y él siguió lanzándole aquella sonrisa radiante, deslumbrante a través del blanco salpicado de diamantes —bueno, rosa nacarado, desde luego, debido a la luz— que estaba en su lado del velo.

—¿Tiene luna este lugar? —preguntó, intentando distraerle, pues sentía miedo, miedo de él, miedo de sí misma.

—Oh, sí; tres o cuatro, creo. Pero son muy pequeñas y por supuesto el sol jamás se pone, así que tampoco puedes verlas. No es… romántico. —Le sonrió de nuevo, despacio esta vez, y Elena desvió la mirada.

Y al mirar, vio algo frente a ella que captó toda su atención. En una calle lateral una carreta había volcado, derramando enormes rollos hechos de piel y cuero, y había una mujer mayor, delgada y de aspecto hambriento, sujeta a la carreta como un animal, que yacía en el suelo, y un enfurecido hombre alto de pie junto a ella, descargando una lluvia de golpes con un látigo sobre el cuerpo indefenso de la mujer.

El rostro de la mujer estaba vuelto hacia Elena, contraído en una mueca angustiada, mientras ella intentaba fútilmente hacerse un ovillo con las manos sobre el estómago. Iba desnuda de cintura para arriba, pero a medida que el látigo le azotaba la carne, el cuerpo desde la garganta hasta la cintura se iba cubriendo de sangre.

Elena sintió que se henchía con los poderes de sus alas, pero por alguna razón ninguno acudió. Deseó con toda su circulante fuerza vital que algo —cualquier cosa— surgiera de sus hombros, pero no sirvió de nada. A lo mejor tenía algo que ver con su condición de esclava; a lo mejor era Damon, junto a ella, diciéndole con voz enérgica que no se involucrara.

Para Elena, las palabras de Damon no eran más que algo que puntuaba los latidos que le martilleaban en los oídos. Le arrancó la cuerda de las manos con un violento tirón, y luego salió precipitadamente de la litera. En seis o siete zancadas se plantó junto al hombre del látigo. Era un vampiro, y tenía los colmillos alargados ante la visión de sangre delante de él, pero no interrumpió en ningún momento los frenéticos latigazos. Era demasiado fuerte para que Elena pudiese con él, pero…

Con un paso más, Elena se colocó a horcajadas sobre la mujer, con ambos brazos extendidos en el ademán universal de protección y desafío. De una de sus muñecas colgaba un trozo de cuerda.

El propietario de la esclava no se sintió impresionado. Lanzó el siguiente latigazo, que alcanzó a Elena en la mejilla y al mismo tiempo abrió una gran brecha en el fino top veraniego, rasgando la camisola y marcando la carne que había debajo. A la vez que ella lanzaba una exclamación ahogada, la cola del látigo se abrió paso a través de los vaqueros como si la tela fuese mantequilla.

Se formaron lágrimas involuntariamente en los ojos de Elena, pero ella no les prestó atención y consiguió no emitir otro sonido que un grito ahogado. Y todavía seguía exactamente en el mismo lugar con su gesto protector. Sentía cómo el viento le azotaba la blusa hecha jirones, mientras el intacto velo ondeaba a su espalda, como para proteger a la pobre esclava que se había desplomado contra la carreta destrozada.

Elena seguía intentando con desesperación sacar alguna clase de alas. Deseaba pelear con armas auténticas, y las tenía, pero no podía obligarlas a salir ni para salvarse ella ni para salvar a la desdichada esclava que tenía detrás; pero incluso sin ellas Elena sabía una cosa: aquel bastardo que tenía delante no volvería a tocar a su esclava, no a menos que antes cortara a pedacitos a Elena.

Alguien se detuvo a mirar con asombro, y alguien más salió corriendo de una tienda. Cuando los niños que habían estado yendo detrás de la litera la rodearon, gimiendo, se reunió una especie de multitud.

Al parecer, una cosa era ver a un comerciante apaleando a su agotada esclava; la gente de por allí debía de haber visto eso casi a diario. Pero ver cómo a aquella hermosa joven nueva le rasgaban la ropa a latigazos, a aquella chica de cabellos que eran como seda dorada bajo un velo dorado y blanco, y con ojos que tal vez rememoraban en algunos de ellos un cielo azul apenas recordado… era otra cosa. Por otra parte, la nueva muchacha era evidentemente una esclava bárbara recién llegada que a todas luces había humillado a su amo arrancando las correas de sus manos y estaba ahora allí de pie con su velo de inviolabilidad convertido en una burla. Un fenomenal teatro callejero.

Incluso teniendo en cuenta todo eso, el propietario de la esclava se preparaba para asestar otro golpe, alzando bien alto el brazo y disponiéndose a darle impulso con la espalda. Unas cuantas personas de la muchedumbre profirieron una exclamación ahogada; otros refunfuñaron indignados. El nuevo sentido del oído de Elena, puesto a todo volumen, pudo captar lo que susurraban. Una chica como ésta no estaba, destinada en absoluto a los barrios bajos; su destino debería haber sido el centro de la ciudad. Sólo el aura ya era suficiente para mostrarlo. De hecho, con aquellos cabellos dorados e intensos ojos azules, podría incluso ser una Guardiana procedente del Otro Lado. A saber…

El látigo que se había alzado jamás descendió. Antes de que pudiera hacerlo, centelleó un rayo negro —Poder puro— que desperdigó a la mitad de la multitud. Un vampiro, joven de aspecto y vestido con las ropas del mundo superior, la Tierra, se había abierto paso hasta colocarse entre la muchacha dorada y el propietario de la esclava…, o más bien para alzarse amenazador sobre el ahora encogido propietario de la esclava. Los pocos integrantes de aquella multitud que no se habían sentido conmovidos por la muchacha inmediatamente sintieron que el corazón les latía con fuerza al verle. Era el propietario de la muchacha, sin duda, y ahora se ocuparía de la situación.

En ese momento, Bonnie y Meredith entraron en escena. Estaban reclinadas en la litera, decorosamente envueltas en sus velos, de un estrellado negro azulado el de Meredith y de un tenue verde claro el de Bonnie, y podrían haber sido una ilustración de Las mil y una noches.

Pero en cuanto vieron a Damon y a Elena, saltaron de la litera del modo más indecoroso. A aquellas alturas, la muchedumbre era tan compacta que abrirse paso hasta el frente requirió usar codos y rodillas, pero en tan sólo unos segundos se encontraron junto a Elena, con las manos desafiantemente desatadas o arrastrando cuerda que colgaba desafiadoramente suelta, y los velos flotando al viento.

Cuando por fin llegaron junto a Elena, Meredith lanzó una exclamación ahogada, y los ojos de Bonnie se abrieron de par en par y se quedaron así. Elena comprendió lo que veían. La sangre manaba profusamente del corte en el pómulo y la blusa no dejaba de abrirse por efecto del viento y mostraba la camisola desgarrada y ensangrentada. Una de las perneras de los vaqueros se tornaba roja a toda velocidad.

Pero, arrimada bajo la protección de la sombra de Elena, había una figura mucho más lastimosa aún. Y mientras Meredith alzaba el diáfano velo de Elena para ayudar a mantener su blusa cerrada y envolverla de nuevo en un manto de decoro, la otra mujer alzó la cabeza para mirar a las tres muchachas con los ojos de un animal aturdido y acorralado.

Detrás de ellas, Damon dijo en voz baja: «Voy a disfrutar con esto», a la vez que alzaba al fornido hombre en el aire con una mano y luego le mordía la garganta como una cobra. Sonó un alarido espantoso, que se prolongó un buen rato.

Nadie intentó inmiscuirse, y nadie intentó vitorear al propietario de la esclava o pelear.

Elena, escudriñando los rostros de la multitud, comprendió el motivo. Ella y sus amigas se habían acostumbrado a Damon; o se habían acostumbrado todo lo que uno podía a su medio domesticado aire de ferocidad. Pero aquellas personas veían por primera vez a aquel joven vestido por completo de negro, de mediana estatura y complexión delgada, que compensaba la carencia de musculatura prominente con una ágil gracilidad letal. Esto quedaba aumentado por el don de dominar de alguna forma todo el espacio que le rodeaba, de modo que se convertía sin esfuerzo en el foco de cualquier situación; de la manera en que lo haría una pantera negra si paseara perezosamente por la calle atestada de una ciudad.

Incluso aquí, donde la amenaza y una apariencia de maldad total eran algo común, aquel joven irradiaba un grado de peligro que hacía que la gente quisiera mantenerse fuera de su línea de visión, y aún más de su camino.

Entretanto, Elena, Meredith y Bonnie miraban a su alrededor en busca de alguna clase de ayuda médica, o de algo limpio siquiera para taponar las heridas. Tras aproximadamente un minuto, comprendieron que la ayuda no iba a aparecer, así que Elena apeló a la muchedumbre.

—¿Alguien conoce a un médico? ¿Un sanador? —gritó.

Los espectadores se limitaron a contemplarla. Parecían poco dispuestos a involucrarse con una muchacha que estaba claro que había desafiado al demonio vestido de negro que en aquellos momentos le retorcía el pescuezo al propietario de la esclava.

—¿Así que a todos os parece bien —gritó Elena, oyendo la pérdida de control, la repugnancia y la furia de su propia voz— que un bastardo como ése azote a una mujer famélica y embarazada?

Unos cuantos ojos bajaron al suelo, hubo unas cuantas respuestas dispersas justificándose: «Era su amo, ¿no es cierto?». Pero un hombre más bien joven, que había estado recostado contra un carro detenido, se irguió.

—¿Embarazada? —repitió—. ¡No parece embarazada!

—¡Lo está!

—Bueno —dijo el hombre joven despacio—, si eso es cierto, él sólo estaba dañando su propia mercancía.

Echó una nerviosa ojeada al lugar donde Damon estaba ahora parado con la vista puesta en el difunto propietario de la esclava, cuyo rostro sin vida mostraba una horrenda mueca de intenso sufrimiento.

Aquello siguió dejando a Elena sin ayuda para una mujer que temía estuviese a punto de morir.

—¿No sabe nadie dónde puedo encontrar un médico?

Sonaron ahora murmullos en varios tonos entre la multitud.

—Conseguiríamos algo más si pudiésemos ofrecerles dinero —empezó a decir Meredith.

Elena alargó la mano inmediatamente a su colgante, pero Meredith fue más rápida, desabrochó un lujoso collar de amatistas que llevaba al cuello y lo alzó.

—Esto es para el primero que nos indique dónde podemos encontrar a un buen médico.

Hubo una pausa mientras todo el mundo parecía valorar la recompensa y el riesgo.

—¿No tienes ninguna bola estrella? —preguntó una voz resollante, pero una vocecita aguda exclamó:

—¡Eso es bastante bueno para mí!

Una criatura —sí, un auténtico golfillo— se adelantó como una flecha, agarró la mano de Elena y señaló con el dedo, diciendo:

—El doctor Meggar, justo calle arriba. Está sólo a un par de manzanas; podemos ir andando.

La criatura iba envuelta en un viejo vestido hecho jirones, pero eso podría ser sólo para mantenerse caliente, porque él o ella llevaba puestos también un par de pantalones. Elena ni siquiera pudo deducir si era un niño o una niña hasta que la criatura le dedicó una inesperada sonrisa dulce y susurró:

—Soy Lakshmi.

—Yo soy Elena.

—Será mejor darnos prisa, Elena —indicó Lakshmi—. Las Guardianas llegarán en seguida.

Meredith y Bonnie habían conseguido que la aturdida esclava se pusiese en pie, pero ésta parecía sentir demasiado dolor para comprender si tenían intención de ayudarla o de matarla.

Elena recordó el modo en que la mujer se había acurrucado a la sombra de su cuerpo, así que posó una mano en el brazo ensangrentado de la mujer y dijo en voz queda:

—Ahora estás a salvo. Vas a ponerte bien. Ese hombre…, tu…, tu amo… está muerto y te prometo que nadie volverá a hacerte daño. Lo juro.

La mujer la contempló con incredulidad, como si lo que Elena decía fuese imposible. Como si vivir sin ser golpeada constantemente —incluso con toda la sangre Elena podía ver antiguas cicatrices, algunas de ellas gruesas como cordones, en la piel de la mujer— fuese algo demasiado alejado de la realidad para imaginarlo.

—Lo juro —repitió Elena, seria, con un semblante grave, pues comprendía que se trataba de una carga que asumía de por vida.

«Todo va bien —pensó, y comprendió que llevaba ya algún tiempo enviando sus pensamientos a Damon—. Sé lo que hago. Estoy dispuesta a hacerme responsable de esto.»

«¿Estás segura —le llegó la voz de Damon, más dubitativa de lo que la había oído nunca—. Porque te aseguro que no voy a ocuparme de ninguna vieja bruja cuando tú te canses de ella. Ni siquiera estoy seguro de estar dispuesto a ocuparme de lo que me vaya a costar haber matado a ese bastardo del látigo.»

Elena se volvió para mirarle. Lo decía en serio.

«Bien, ¿y entonces por qué le has matado?», exigió.

«¿Estás de broma? —Damon le provocó una sacudida con la vehemencia y el veneno que había en su pensamiento—. Te ha lastimado. Debería haberle matado más despacio», añadió, haciendo caso omiso de uno de los portadores de las literas que estaba arrodillado a su lado, sin duda preguntando qué hacer a continuación. Los ojos de Damon, no obstante, estaban puestos en el rostro de Elena, en la sangre que seguía manando de su corte. «Il figlio de cafone», pensó Damon, tensando los labios hacia atrás para mostrar los dientes mientras bajaba la mirada hacia el cadáver, de modo que incluso el portador de la litera se escabulló a toda prisa a cuatro gatas.

—¡Damon, no dejes que se vaya! Tráelos a todos aquí ahora mismo… —empezó a decir Elena, y entonces, al oírse una especie de ahogada exclamación general a su alrededor, prosiguió telepáticamente: «No dejes que los portadores de las literas se marchen. Necesitamos una litera para transportar a esta desdichada hasta el médico. Y ¿por qué me mira todo el mundo de ese modo?».

«Porque eres una esclava, y acabas de hacer cosas que ningún esclavo haría y ahora me estás dando a mí, tu amo, órdenes.» La voz telepática de Damon era sombría.

«No es una orden. Es una…, oye, cualquier caballero ayudaría a una dama en apuros, ¿no es cierto? Bien, pues aquí tienes cuatro y una está en un apuro realmente grande. No, tres lo están. Yo creo que voy a necesitar algunos puntos, y Bonnie está a punto de caer redonda al suelo.» Elena golpeaba metódicamente puntos débiles, y sabía que Damon sabía que lo hacía; pero éste ordenó a uno de los equipos de portadores que acudiera y recogieran a la esclava y al otro que llevara a sus chicas.

Elena permaneció con la mujer y acabó en una litera con todas las cortinas corridas. El olor a sangre le hacía notar un sabor a cobre en la boca que le producía ganas de llorar. Ni siquiera ella quería mirar con demasiada atención las heridas de la mujer, pero la sangre corría sobre la litera, y se encontró quitándose la blusa y la camisola y volviéndose a poner sólo la blusa para poder usar la otra prenda para cubrir un gran corte en diagonal sobre el pecho de la mujer. Cada vez que la mujer alzaba sus asustados ojos castaño oscuro hacia ella, Elena intentaba sonreírle de un modo alentador. Se hallaban profundamente sumergidas en algún punto de las trincheras de la comunicación, donde una mirada y un contacto significaban más que las palabras.

«No te mueras —pensaba Elena—. No te mueras, justo cuando tienes algo por lo que vivir. Vive por tu libertad, y por tu bebé.»

Y a lo mejor algo de lo que pensaba consiguió transmitirse a la mujer, porque se relajó sobre los cojines de la litera, aferrando la mano de Elena.