Apresurando el paso detrás de Damon, Elena intentó no mirar ni a derecha ni a izquierda. Podía ver demasiado de lo que a Meredith y Bonnie debía de haberles parecido que era oscuridad sin rasgos característicos.
Había depósitos a cada lado, lugares a los que evidentemente se llevaba a los esclavos para ser vendidos o transportados más tarde. Elena pudo oír los gimoteos de niños en la oscuridad, y, de no haber estado tan asustada, habría salido corriendo en busca de los pequeños que lloraban.
«Pero no puedo hacer eso, porque ahora soy una esclava —pensó, con una sensación de descarga eléctrica que le ascendía desde las yemas de los dedos—. Ya no soy un auténtico ser humano. Soy una propiedad.»
Volvió a encontrarse mirando fijamente la nuca de Damon y preguntándose cómo diablos se había dejado convencer para hacer aquello. Comprendía lo que significaba ser una esclava —de hecho parecía poseer una comprensión intuitiva de ello que la sorprendía—, y no era algo bueno.
Significaba que podría ser… bueno, que se le podría hacer cualquier cosa y que eso sólo le incumbiría a su propietario. Y su propietario (pero, una vez más, ¿cómo la había convencido de hacer eso?) era Damon, precisamente.
Podía vender a las tres muchachas —Elena, Meredith y Bonnie— y salir de allí en una hora con las ganancias.
Cruzaron con paso rápido la zona de muelles, mientras las muchachas mantenían la vista fija en los pies para evitar tropezar.
Y luego coronaron una colina. A sus pies, en una especie de formación que recordaba un cráter, había una ciudad.
Los barrios pobres estaban en los extremos y ascendían apiñados casi hasta el lugar donde se encontraban. Pero Damon y las muchachas tenían una alambrada delante, lo que los mantenía aislados a la vez que les permitía ojear a vista de pájaro la ciudad. De haber estado aún en la cueva en la que habían entrado, ésta habría sido la caverna subterránea más grande imaginable… Pero ya no estaban bajo tierra.
—Ha sido en algún momento durante el trayecto en barca —dijo Damon—. Hicimos…, bueno…, un giro en el espacio. —Así intentó explicarlo y Elena intentó comprenderlo—. Entramos por el Portal del Demonio, y cuando salimos ya no estamos en la dimensión de la Tierra, sino en otra totalmente distinta.
Elena sólo tuvo que alzar la vista al cielo para creerle. Las constelaciones eran diferentes; no estaban allí ni la Osa Menor ni la Mayor, ni la Estrella Polar.
Luego estaba el sol, que era mucho más grande, pero estaba mucho más apagado que en la Tierra, y que jamás abandonaba el horizonte. En cualquier momento aproximadamente una mitad de él se dejaba ver, de día y de noche; términos que, como señaló Meredith, habían perdido su significado racional allí.
Al acercarse a una puerta hecha de alambrada que finalmente les dejaría abandonar la zona de almacenamiento de esclavos, les cortó el paso lo que Elena averiguaría más tarde que era una Guardiana.
Averiguaría que, en cierto modo, las Guardianas era las gobernantes de la Dimensión Oscura, si bien ellas mismas venían de otro lugar muy lejano y era casi como si hubiesen ocupado permanentemente aquel pequeño pedazo de infierno, intentando imponer orden sobre el rey del arrabal y los señores feudales que se dividían la ciudad entre ellos.
Esta Guardiana era una mujer alta con el pelo del mismo color que Elena —dorado genuino— cortado en línea recta a la altura de los hombros, y no prestó la menor atención a Damon pero preguntó inmediatamente a Elena, que era la primera en la fila que iba detrás de él:
—¿Por qué estás aquí?
Elena se alegró, se alegró enormemente de que Damon le hubiese enseñado a controlar su aura. Se concentró en eso mientras su cerebro funcionaba a velocidad supersónica, preguntándose cuál era la respuesta correcta a la pregunta. La respuesta que las dejaría libres y no las enviaría de vuelta a casa.
«Damon no nos ha preparado para esto», fue lo primero que pensó; y lo segundo fue: «Claro, porque nunca había estado aquí antes. No sabe cómo funciona todo aquí, únicamente algunas cosas».
Y si daba la impresión de que aquella mujer iba a intentar interferir con él, simplemente podía enloquecer y atacarla, añadió una vocecita servicial desde alguna parte de su subconsciente. La muchacha dobló la velocidad de su capacidad maquinadora. La mentira creativa había sido en el pasado su especialidad, y ahora soltó la primera cosa que le acudió a la cabeza, y obtuvo el visto bueno:
—Aposté con él y perdí.
Bueno, sonaba bien. La gente perdía toda clase de cosas cuando apostaba: plantaciones, talismanes, caballos, castillos, botellas con genios. Y si resultaba no ser razón suficiente, siempre podía decir que eso era tan sólo el inicio de su triste historia. Lo mejor de todo era que, en cierto modo, era verdad. Hacía mucho tiempo había dado la vida por Damon y por Stefan, y Damon no había pasado página exactamente como ella había pedido. Media página, tal vez, pero puede que ni eso.
La Guardiana la contemplaba fijamente con una expresión de perplejidad en los ojos de un azul genuino. La gente había mirado fijamente a Elena toda su vida; ser joven y muy hermosa significaba que una sólo se intranquilizaba cuando la gente no te miraba. Pero la perplejidad resultaba un poco preocupante. ¿Le estaba leyendo la mente aquella mujer alta? Elena intentó añadir otra capa de ruido blanco encima. Lo que surgió fueron unas pocas frases de una canción de Britney Spears, así que subió el volumen psíquico.
La mujer alta se llevó dos dedos a la cabeza como alguien con un repentino dolor de cabeza. Luego miró a Meredith.
—¿Por qué… estás tú aquí?
Por lo general, Meredith no solía mentir, pero cuando lo hacía lo convertía en un arte intelectual. Por suerte, ella tampoco intentaba nunca arreglar algo que no estaba roto.
—A mí me sucedió lo mismo —dijo tristemente.
—¿Y tú?
La mujer miraba a Bonnie, que parecía como si fuese a vomitar de nuevo.
Meredith dio un pequeño golpe con el codo a Bonnie. A continuación, la miró con suma atención, y Elena la miró aún con más atención, sabiendo que todo lo que Bonnie tenía que hacer era farfullar: «Yo también». Y Bonnie era muy buena en eso de los «Yo también», una vez que Meredith había delimitado una posición.
El problema era que Bonnie estaba o en trance o tan cerca de estarlo que no importaba.
—Almas oscuras —respondió Bonnie.
La mujer pestañeó, pero no del modo en que uno pestañea cuando alguien dice algo que no tiene nada que ver con lo que se le pregunta. Pestañeó atónita.
«Cielos —pensó Elena—; Bonnie ha conseguido la contraseña que usan o algo así. Está haciendo predicciones o profecías o lo que sea.»
—¿Almas… oscuras? —dijo la Guardiana, observando a Bonnie con atención.
—La ciudad está llena de ellas —repuso Bonnie con abatimiento.
Los dedos de la Guardiana danzaron sobre lo que parecía un palmtop.
—Lo sabemos. Éste es el lugar al que vienen.
—Entonces deberíais impedirlo.
—Sólo poseemos una jurisdicción limitada. La Dimensión Oscura está gobernada por una docena de facciones de caciques, que tienen a señores de los arrabales para que lleven a cabo sus órdenes.
«Bonnie —pensó Elena, intentando abrirse paso a través de la neblina mental de su amiga incluso a costa de que la Guardiana la oyera—. Es la policía.»
En ese mismo instante, Damon tomó las riendas.
—Con ella pasa lo mismo que con las otras dos —dijo—. Sólo que ella es médium.
—Nadie te ha pedido tu opinión —le soltó la Guardiana, sin siquiera mirar en dirección a Damon—. No me importa qué clase de pez gordo seas ahí abajo. —Sacudió la cabeza con ademán desdeñoso en dirección a la ciudad llena de luces—. Estás en mi territorio detrás de esta valla. Y le estoy preguntando a la pequeña pelirroja: ¿es cierto lo que él afirma?
Elena tuvo un momento de pánico. Después de todo por lo que habían pasado, si Bonnie lo estropeaba ahora…
Esta vez Bonnie pestañeó. Cualquier otra cosa que fuese lo que intentaba comunicar, era cierto que su caso era el mismo que el de Meredith y Elena. Y era cierto que era médium. Bonnie era una mentirosa horrible cuando tenía demasiado tiempo para pensar las cosas, pero a esto pudo responder sin vacilar: «Sí, es cierto».
La Guardiana miró fijamente a Damon.
Este le devolvió la mirada como si pudiese hacerlo toda la noche; era un maestro en lo de sostener miradas.
Y la Guardiana les hizo un ademán para que avanzasen.
—Supongo que incluso una médium puede tener un mal día —dijo, y luego añadió, dirigiéndose a Damon—: Cuida de ellas. ¿Eres consciente de que todos los médiums deben tener autorización?
Damon, con su mejor estilo de grand seigneur, respondió:
—Señora, no son médiums profesionales. Son mis ayudantes particulares.
—Yo no soy una «señora»; recibo el tratamiento de «Su Veredicto». A propósito, las personas adictas al juego por lo general acaban de modo horrible aquí.
«Ja, ja —pensó Elena—. Si supiese la clase de juego en el que estamos metidos aquí… Bueno, probablemente estaríamos peor de lo que está Stefan en estos momentos.»
Fuera de la valla había un patio. En él había literas, así como rickshaws, unas calesas orientales tiradas por una persona, y pequeñas carretas tiradas por cabras; no había carruajes, ni caballos. Damon consiguió dos literas, una para él y Elena y otra para Meredith y Bonnie.
Bonnie, que seguía con una expresión aturdida, miraba fijamente al sol.
—¿Estás diciendo que nunca acaba de salir?
—No —respondió Damon con paciencia—. Y no está saliendo, aquí se pone. Hay un crepúsculo perpetuo en la Ciudad de la Oscuridad. Verás más a medida que avancemos. No toques eso —añadió, cuando Meredith hizo un movimiento para desatar la cuerda que rodeaba las muñecas de Bonnie antes de que cualquiera de ellas montara en la litera—. Las dos os podéis quitar las cuerdas en la litera si corréis los cortinajes, pero no las perdáis. Seguís siendo esclavas, y tenéis que llevar algo simbólico alrededor de los brazos para demostrarlo… incluso aunque sólo sean brazaletes idénticos. De lo contrario tendré problemas. Ah, y tenéis que llevar un velo en la ciudad.
—¿Tenemos qué?
Elena le lanzó una fugaz mirada de incredulidad.
Damon se limitó a responder con su sonrisa de 250 kilovatios y antes de que Elena pudiese añadir otra palabra, extraía ya unas telas de gasa transparente de su bolsa negra y las repartía. Los velos eran suficientemente grandes como para cubrir un cuerpo entero.
—Pero únicamente tenéis que colocároslo sobre la cabeza o atarlo al pelo o algo así —indicó Damon quitándole importancia.
—¿De qué está hecho? —preguntó Meredith, palpando el ligero material sedoso, que era transparente y tan fino que el viento amenazaba con arrancárselo de los dedos.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—¡Es de colores distintos por el otro lado! —descubrió Bonnie, dejando que el viento transformara su velo verde pálido en un reluciente tono plateado.
Meredith, por su parte, sacudía una seda de un espectacular violeta intenso convirtiéndola en un misterioso azul oscuro salpicado con un millar de estrellas. Elena, que había estado esperando que su velo fuese azul, se quedó mirando a Damon, que sostenía un diminuto cuadrado de tela en un puño apretado.
—Veamos lo buena que has llegado a ser —murmuró, haciéndole una seña con la cabeza para que se acercase más a él—. Adivina de qué color es.
Otra muchacha podría haber reparado sólo en los ojos color azabache y en la pureza de las líneas que esculpían el rostro de Damon, o quizá en su salvaje sonrisa perversa… más salvaje y dulce que nunca en aquel lugar, como un arco iris en mitad de un huracán. Pero Elena también tomó nota de la rigidez del cuello y los hombros, lugares donde la tensión se acumulaba. La Dimensión Oscura le pasaba ya factura, psíquicamente, incluso mientras se estaba burlando de ella.
Se preguntó cuántos sondeos de Poder procedentes de los simplemente curiosos tenía él que interceptar a cada segundo. Estaba a punto de ofrecerse para ayudar abriéndose ella misma al mundo sobrenatural, cuando él le espetó «¡Adivina!» en un tono que no lo convertía en una sugerencia.
—Dorado —dijo Elena al instante, sorprendiéndose a sí misma.
Cuando alargó la mano para cogerle el trozo cuadrado de tela dorada de la mano, una poderosa y agradable sensación de electricidad salió disparada de la palma de la mano de Elena, ascendió por el brazo y pareció ensartarle directamente el corazón. Damon se aferró a sus dedos brevemente mientras ella tomaba el trozo de tela y descubría que aún podía percibir electricidad vibrando desde las puntas de los dedos del joven.
La parte inferior del velo estalló blanca y centelleante como si llevase diamantes incrustados. Cielos, a lo mejor sí eran diamantes, se dijo ella. ¿Cómo podía saberlo una con Damon?
—¿Tu velo de novia, tal vez? —murmuró Damon, acercando los labios al oído de la muchacha.
La cuerda que rodeaba las muñecas de Elena se había aflojado mucho y ella acarició la diáfana tela sin poder contenerse, sintiendo las diminutas joyas del lado blanco frescas al tacto de sus dedos.
—¿Cómo sabías que necesitarías todas estas cosas? —preguntó, con doloroso sentido práctico—. No lo sabías todo, pero parecías saber suficiente.
—Oh, investigué en bares y otros lugares. Encontré a unas cuantas personas que habían estado aquí y habían conseguido salir con vida… o a las que habían echado de aquí. —La salvaje mueca burlona de Damon se tornó más salvaje aún—. Por la noche mientras dormíais. Y en una tiendecita escondida, conseguí eso. —Indicó el velo con la cabeza, y añadió—: No tienes que llevarlo sobre el rostro ni nada parecido. Presiónalo contra el pelo y se pegará a él.
Elena lo hizo, luciendo el lado dorado por fuera. Le cayó hasta los talones. Toqueteó el velo, capaz ya de ver las posibilidades insinuantes que tenía, así como las desdeñosas. Si al menos pudiese quitarse aquella maldita cuerda de las muñecas…
Tras un momento, Damon volvió a replegarse al interior de la personalidad del amo imperturbable y dijo:
—Por el bien de todos nosotros, deberíamos ser estrictos respecto a estas cosas. Los señores de los arrabales y la nobleza que gobiernan este desastre abominable que llaman la Dimensión Oscura saben que sólo están a dos días de la revolución en cualquier momento, y si nosotros añadimos algo a la balanza van a infligirnos un «castigo ejemplar a la vista de todos».
—De acuerdo —dijo Elena—. Toma, sujeta mi cuerda y entraré en la litera.
Pero no servía de gran cosa la cuerda, no una vez que estuvieron los dos sentados en la misma litera. Esta la transportaban cuatro hombres; no eran hombres fornidos, sino hombres enjutos y nervudos, y todos de la misma altura, lo que proporcionaba un viaje cómodo.
De haber sido Elena una ciudadana libre, jamás habría permitido que la transportaran cuatro personas que (suponía) eran esclavos. De hecho, habría montado un buen alboroto al respecto, pero aquella charla que había tenido consigo misma en los muelles había calado hondo. Ella era una esclava, incluso aunque Damon no hubiese pagado a nadie para comprarla, y no tenía derecho a armar un escándalo por nada. En aquel lugar carmesí y maloliente podía imaginar que su alboroto podría incluso crear problemas a los portadores de la litera; hacer que su dueño o quienquiera que dirigiese el negocio del transporte en litera les castigase, como si fuese culpa suya.
El mejor plan A por el momento era mantener la boca cerrada.
Había mucho que ver de todos modos, ahora que habían pasado a través de un puente por encima de barriadas malolientes y callejones llenos de casas destartaladas. Empezaron a aparecer tiendas, al principio protegidas con fuertes barrotes y construidas en piedra sin pintar, luego edificios más respetables, y después, de improviso, estaban serpenteando a través de un bazar. Pero incluso aquí la impronta de la pobreza y la fatiga aparecía en demasiados rostros. Elena había esperado, en todo caso, una ciudad fría, negra y antiséptica con vampiros impasibles y demonios de ojos llameantes recorriendo las calles. En su lugar, todo lo que veía parecían humanos, y vendían cosas —desde medicinas a comida y bebida— que los vampiros no necesitaban.
Bueno, a lo mejor los kitsune y los demonios necesitaban esas cosas, razonó Elena, estremeciéndose ante la idea de lo que querría comer un demonio. En las esquinas había muchachas y muchachos de rostro duro, ligeros de ropa, y personas andrajosas de aspecto demacrado que sostenían patéticos letreros: UN RECUERDO A CAMBIO DE COMIDA.
—¿Qué significa eso? —preguntó Elena a Damon, pero él no le respondió inmediatamente.
—Así es como los humanos libres de la ciudad pasan la mayor parte de su tiempo —dijo él—. Así que recuerda eso, antes de que empieces a dedicarte a una de tus cruzadas…
Elena no escuchaba; tenía la vista puesta en uno de los que sostenían tales letreros. El hombre estaba horriblemente delgado, con una barba descuidada y dientes cariados, pero lo peor era su expresión de ausente desesperación. De vez en cuando extendía una mano temblorosa en la que había una pequeña bola transparente, que balanceaba en la palma, farfullando:
—Un día de verano de cuando era joven. Un día de verano por una moneda de diez gelds.
La mitad de las veces no había nadie cerca cuando lo decía.
Elena se quitó un anillo de lapislázuli que Stefan le había dado y se lo tendió. No quería irritar a Damon saliendo de la litera, así que tuvo que decir: «Venga aquí, por favor», a la vez que le alargaba el anillo al hombre de la barba.
Él lo oyó, y se acercó a la litera con rapidez. Elena vio que se movía algo en la barba —piojos, tal vez— y se obligó a clavar la mirada en el anillo mientras decía.
—Tómelo. De prisa, por favor.
El anciano contempló el anillo con asombro como si fuese un banquete.
—No tengo cambio —gimió, alzando la mano y limpiándose la boca con la manga; parecía a punto de desplomarse al suelo inconsciente—. ¡No tengo cambio!
—¡No quiero cambio! —respondió Elena por entre el enorme nudo que se le había formado en la garganta—. Tome el anillo. De prisa o lo dejaré caer.
Él se lo arrebató de los dedos mientras los portadores de la litera volvían a ponerse en marcha.
—Que las Guardianas la bendigan, señora —dijo él, intentando mantener el trote de los porteadores de la litera—. ¡Que me oigan los que puedan! ¡Que Ellas la bendigan!
—En realidad no deberías —dijo Damon a Elena cuando la voz se hubo apagado tras ellos—. No conseguirá comida con eso, ¿sabes?
—Estaba hambriento —respondió Elena en voz queda, pues no podía explicar entonces que el hombre le había recordado a Stefan—. Era mi anillo —añadió, poniéndose a la defensiva—. Supongo que me dirás que se lo gastará en alcohol o en drogas…
—No, pero tampoco conseguirá comida con él. Conseguirá todo un banquete.
—Bueno, pues mucho me…
—En su imaginación. Obtendrá una esfera polvorienta con el recuerdo de algún viejo vampiro de un banquete romano, o el recuerdo de alguien de la ciudad de uno de más reciente. Luego lo contemplará y contemplará una y otra vez mientras muere de inanición lentamente.
Elena estaba consternada.
—¡Damon! ¡De prisa! Tengo que regresar y encontrarle…
—No puedes, me temo. —Perezosamente, Damon alzó una mano, que sujetaba con firmeza su cuerda—. Además, hace rato que se fue.
—¿Cómo puede hacer eso? ¿Cómo podría nadie hacer eso?
—¿Cómo puede un enfermo de cáncer de pulmón negarse a dejar de fumar? Pero estoy de acuerdo en que esas esferas pueden ser las sustancias más adictivas de todas. Culpa a los kitsune por traer sus bolas estrella aquí y convertirlas en la forma de obsesión más popular.
—¿Bolas estrella? ¿Hoshi no tama? -jadeó Elena.
Damon se la quedó mirando, mostrándose igualmente sorprendido.
—¿Conoces su existencia?
—Todo lo que sé es lo que Meredith investigó. Me dijo que a los kitsune se les representa a menudo con llaves… —le miró enarcando las cejas— o con bolas estrella. Y que los mitos cuentan que pueden poner parte o todo su poder en la bola, de modo que si tú la encuentras, puedes controlar al kitsune. Ella y Bonnie quieren encontrar las bolas estrella de Misao o Shinichi y obtener el control sobre ellos.
—Párate, corazón que no late —dijo Damon en tono teatral, pero al segundo siguiente era todo eficiencia—. ¿Recuerdas lo que el anciano ha dicho? ¿Un día de verano por una comida? Hablaba de esto.
Damon recogió la pequeña canica que el anciano había dejado caer en la litera y la sostuvo contra la sien de Elena.
El mundo desapareció.
Damon no estaba. Las vistas y los sonidos —sí, y los olores— del bazar ya no estaban. Ella estaba sentada sobre un verde césped que se ondulaba bajo una leve brisa y contemplaba un sauce llorón que se inclinaba hacia un arroyo que era color cobre y de un verde intenso a la vez. Flotaba un suave perfume en el aire… ¿madreselva y fresa? Algo delicioso que emocionó a Elena mientras se recostaba para fijar la mirada en la perfecta imagen de nubes blancas discurriendo por un cielo cerúleo.
Sentía… no sabía cómo expresarlo. Se sentía joven, pero en algún lugar de su mente sabía que en realidad era más joven que la personalidad ajena que se había adueñado de ella. Con todo, la emocionaba que fuese primavera y cada hoja verde y dorada, cada junquillo flexible, cada nube blanca ingrávida parecían regocijarse con ella.
Luego, de improviso, el corazón le empezó a martillear. Acababa de captar el sonido de una pisada detrás de ella. En un instante de briosa dicha estaba ya de pie, con los brazos extendidos presa del vehemente amor, de la salvaje devoción que sentía por…
¿… esta muchacha? Algo en el interior del cerebro del usuario de la esfera pareció replegarse presa de la perplejidad. La mayor parte de ello, no obstante, lo ocupaba la catalogación de las perfecciones de la muchacha que se había deslizado con paso tan ligero por la ondulante hierba: ¡los oscuros rizos que se apiñaban en el cuello, los centelleantes ojos verdes bajo cejas en arco, la suave tez encendida de las mejillas mientras reía con su amante, fingiendo huir con pies tan ligeros como los de cualquier elfo…!
Perseguida y perseguidor cayeron juntos sobre la mullida alfombra de larga hierba… y a continuación las cosas se tornaron rápidamente tan tórridas que Elena, la mente distante en el trasfondo, empezó a preguntarse cómo diablos podía pararlo. Cada vez que se llevaba la mano a la sien, buscando a tientas, era atrapada y besada hasta perder el aliento por… Allegra…, ése era el nombre de la chica, Allegra. Y Allegra era ciertamente hermosa, en especial a través de los ojos de este espectador en concreto. La suave piel de porcelana de la joven…
Y entonces, con un sobresalto igual de grande que el que había sentido cuando el bazar desapareció, éste volvió a aparecer. Ella era Elena; estaba de nuevo en la litera con Damon; había una algarabía de sonidos a su alrededor… y un millar de olores distintos, también. Pero respiraba con dificultad y parte de ella resonaba aún con el amor de John —ése había sido su nombre—, con el amor de John por Allegra.
—Pero sigo sin comprender —casi se lamentó.
—Es simple —respondió Damon—. Colocas un bola estrella en blanco del tamaño que quieras contra la sien y rememoras el momento que quieres grabar. La bola estrella hace el resto.
Desechó con un ademán el intento de Elena de interrumpirlo y se inclinó al frente con una mirada traviesa en aquellos impenetrables ojos negros suyos.
—¿Tal vez obtuviste un día de verano especialmente cálido? —dijo, añadiendo en tono insinuante—: Estas literas tienen cortinas que puedes correr.
—No seas bobo, Damon —repuso ella, pero los sentimientos de John habían encendido los suyos, como pedernal aplicado a yesca.
No quería besar a Damon, se dijo con severidad. Quería besar a Stefan. Pero puesto que hacía un instante había estado besando a Allegra, aquél no parecía un argumento tan poderoso como podría parecer.
—No creo —empezó a decir, todavía sin aliento, mientras Damon alargaba las manos hacia ella— que esto sea muy buena…
Con un suave tironcito de la cuerda, Damon le desató las manos por completo. La habría retirado de ambas muñecas, pero Elena se volvió a medias al instante, sosteniéndose con aquella mano. Necesitaba el punto de apoyo.
Dadas las circunstancias, no obstante, no existía nada más elocuente, o más… excitante… que lo que Damon había hecho.
Él no había corrido las cortinas, pero Bonnie y Meredith estaban detrás de ellos en su propia litera, fuera de la vista, y, desde luego, fuera de la mente de Elena. Ésta sintió que la rodeaban unos brazos cálidos, e instintivamente se acurrucó en ellos, sintiendo una oleada de puro amor y reconocimiento por Damon, por haber comprendido que ella jamás podría hacer eso como una esclava con un amo.
«Los dos carecemos de amo», oyó ella en su cabeza, y recordó que cuando había atemperado la mayor parte de sus habilidades psíquicas había olvidado bajar el volumen de ésta. Oh, bueno, podría venirle bien…
«Pero a ambos nos gusta la adoración», respondió telepáticamente, y notó la risa de Damon en sus labios mientras él reconocía que aquello era cierto. No había nada más dulce en la vida de Elena estos días que los besos de Damon, y ella podría dejarse llevar de este modo eternamente, olvidando el mundo exterior. Y era algo bueno, porque tenía la sensación de que había mucha depresión en el exterior y no demasiada felicidad. Pero si podía siempre regresar a eso, a esa bienvenida, esa dulzura, ese éxtasis…
Elena dio una sacudida en la litera, echando el peso del cuerpo atrás a tal velocidad que los hombres que la transportaban casi se desplomaron.
—Eres un bastardo —susurró con voz cargada de veneno.
Seguían estando psíquicamente enredados, y le satisfizo ver que a través de los ojos de Damon ella era como una Afrodita vengativa: sus dorados cabellos se alzaron y se agitaron tras ella como una tormenta eléctrica, sus ojos brillaron de color violeta en medio de su furia elemental.
Y ahora, lo que era aún peor, la diosa volvió la cabeza para no mirarle.
—Ni un solo día —dijo—. ¡No podías mantener tu promesa un solo día siquiera!
—¡La he mantenido! ¡No te he influenciado, Elena!
—No me llames así. Tenemos una relación profesional ahora. Yo te llamaré «amo». Tú puedes llamarme «esclava» o «sierva» o lo que quieras.
—Si tenemos una relación profesional de amo y esclava —dijo Damon, con una expresión peligrosa en los ojos—, entonces simplemente puedo ordenarte que…
—¡Inténtalo! —Elena alzó los labios en lo que en realidad no era una sonrisa—. ¿Por qué no lo haces, y compruebas lo que sucede?