14

—Muy bien —dijo Damon cuando él y Elena regresaron junto a Bonnie y Meredith—. Ahora viene la parte difícil.

Meredith alzó los ojos hacia él.

—¿Ahora viene…?

—Sí; la parte realmente difícil. —Damon había abierto por fin la cremallera de su misteriosa bolsa de cuero negro—. Mirad —dijo en lo que apenas era un murmullo—, éste es el Portal que hemos de cruzar. Y mientras lo hacemos, podéis poneros todo lo histéricas que queráis porque se supone que sois mis prisioneras. —Extrajo varios trozos de cuerda.

Elena, Meredith y Bonnie se habían juntado en una demostración automática de hermandad del velocirraptor.

—¿Para qué —inquirió Meredith despacio, como para otorgar a Damon el beneficio último de alguna duda que todavía persistiese— son esas cuerdas?

Damon ladeó la cabeza en un gesto de «¡Oh, vamos ya!».

—Son para ataros las manos.

—¿Para qué?

Elena estaba atónita. Jamás había visto a Meredith tan evidentemente furiosa. Ella misma no pudo interponer ni una palabra siquiera. Meredith se había acercado y miraba a Damon desde una distancia de unos diez centímetros.

«¡Y sus ojos son grises en realidad!», exclamó asombrada una parte distante de la mente de Elena. Un intenso, intenso, intenso gris transparente. «Todo este tiempo he pensado que eran castaños, pero no lo son.» Entretanto, Damon se mostraba levemente alarmado ante la expresión de Meredith. Un T-Rex se habría mostrado alarmado ante la expresión de Meredith, se dijo Elena.

—¿Y esperas que andemos por ahí con las manos atadas? ¿Mientras tú haces qué?

—Mientras yo actúo como vuestro amo —dijo Damon, recuperando repentinamente el ánimo con una sonrisa espléndida que desapareció casi antes de aparecer—. Las tres sois mis esclavas.

Hubo un silencio largo, muy largo.

Elena rechazó todo aquel montón de objetos con un ademán.

—Ni hablar —se limitó a decir—. No lo haremos. Tiene que existir otro modo…

—¿Quieres rescatar a Stefan o no? —inquirió él de improviso, y había un fuego abrasador en los ojos oscuros que había fijado en Elena.

—¡Claro que quiero! —le respondió ella en seguida, sintiendo que se le encendían las mejillas—. Pero ¡no como una esclava a la que arrastras tras de ti!

—Es el único modo en que los humanos entran en la Dimensión Oscura —repuso Damon, tajante—. Atados o encadenados, como propiedad de un vampiro, un kitsune o un demonio.

Meredith negaba ya violentamente con la cabeza.

—Jamás nos dijiste…

—¡Os dije que no os gustaría el modo de entrar!

Incluso mientras respondía a Meredith, los ojos de Damon no se apartaron ni un momento de Elena. Bajo la frialdad exterior, parecía estarle suplicando que comprendiera, pensó ella. En los viejos tiempos, se dijo, él se habría limitado a recostarse contra una pared, enarcar las cejas y decir: «Estupendo; yo no quería ir de todos modos. ¿Quién quiere, ir de picnic?».

Pero Damon sí quería que fuesen, comprendió Elena. Estaba desesperado por que fuesen, y sencillamente no sabía cómo expresarlo de manera sincera. El único modo que conocía era…

—Tienes que hacernos una promesa, Damon —dijo ella, mirándole directamente a los ojos—. Y tiene que ser antes de que tomemos la decisión de ir o no.

Pudo ver el alivio en sus ojos, incluso aunque a las otras dos muchachas les pudiese parecer que su semblante permanecía totalmente impasible, y supo que le complacía que no estuviese diciendo que su anterior decisión era definitiva y que ahí acababa todo.

—¿Qué promesa? —preguntó Damon.

—Tienes que jurar…, darnos tu palabra… de que, decidamos lo que decidamos ahora o en la Dimensión Oscura, no intentarás influenciarnos. Que no nos dormirás mediante el control mental, ni nos empujarás a hacer lo que tú quieras. No usarás ningún truco de vampiro para manipular nuestras mentes.

Damon no sería Damon si no protestase.

—Pero, oíd, suponed que llegue el momento en que queráis que yo haga eso. Hay algunas cosas ahí para las que podría ser mejor que estuvieseis dormidas…

—Entonces te diremos que hemos cambiado de opinión, y que te liberamos de tu promesa. ¿Entiendes? No existe ningún inconveniente. Pero tienes que jurarlo.

—De acuerdo —respondió él, sosteniéndole aún la mirada—. Juro que no usaré ninguna clase de poder sobre vuestras mentes; no os influenciaré de ningún modo, hasta que me pidáis que lo haga. Os doy mi palabra.

—De acuerdo.

Finalmente, Elena rompió el duelo de miradas con el más minúsculo de los asentimientos y sonrisas. Y Damon le dedicó un asentimiento casi imperceptible en respuesta.

La muchacha volvió la cabeza y se encontró con los escudriñadores ojos castaños de Bonnie.

—Elena —musitó Bonnie, tirándole del brazo—, ven aquí un segundo, ¿quieres?

Elena difícilmente podía evitarlo, ya que Bonnie era fuerte como un pequeño poni galés; así que se dejó llevar, dirigiendo una mirada de impotencia a Damon por encima del hombro mientras lo hacía.

—¿Qué? —susurró cuando Bonnie dejó por fin de arrastrarla.

Meredith también las había acompañado, figurándose que podría ser un asunto de la hermandad.

—¿Y bien?

—Elena —soltó Bonnie, como si ya no pudiese contener las palabras por más tiempo—, el modo en que Damon y tú actuáis… es distinto de como era antes. No acostumbrabas a…, quiero decir, ¿qué sucedió realmente entre vosotros dos cuando estuvisteis juntos a solas?

—Este no es precisamente el momento más oportuno para eso —siseó Elena—. Tenemos un buen problema aquí, por si no te has dado cuenta.

—Pero… ¿y si…?

Meredith hizo suya la frase inacabada, apartándose un oscuro mechón de pelo de los ojos.

—¿Y si es algo que a Stefan no le guste? Como «¿Qué sucedió con Damon cuando estuvisteis a solas en el motel esa noche?» —finalizó, citando las palabras de Bonnie.

Bonnie se quedó boquiabierta.

—¿Qué motel? ¿Qué noche? ¿Qué sucedió? —chilló casi, provocando que Meredith intentase acallarla y acabara recibiendo un mordisco.

Elena miró primero a una y luego a la otra de sus amigas; las dos que habían venido a morir junto a ella si era necesario. Sentía que le costaba respirar. Era tan injusto, pero…

—¿Podemos discutirlo más tarde? —sugirió, intentando transmitir con ojos y cejas: «¡Damon puede oírnos!».

Bonnie se limitó a susurrar:

—¿Qué motel? ¿Qué noche? ¿Qué…?

Elena se dio por vencida.

—No sucedió nada —declaró categórica—. Meredith no hace más que citarte a ti, Bonnie. Tú dijiste esas palabras anoche mientras estabas dormida. Y a lo mejor en algún momento en el futuro nos dirás de qué hablabas, porque yo no lo sé.

Acabó de hablar con la vista puesta en Meredith, quien se limitó a enarcar una ceja perfecta.

—Tienes razón —repuso Meredith, a la que no había engañado ni por un momento—. Nuestro idioma necesita una palabra como sa. Haría que estas conversaciones fuesen mucho más cortas, para empezar.

Bonnie suspiró. —Bien, pues, lo descubriré por mí misma —declaró—. Tal vez no penséis que pueda, pero lo haré.

—De acuerdo, de acuerdo, pero, entretanto, ¿tiene alguien algo útil que añadir sobre esa cuestión de las cuerdas que plantea Damon?

—Como por ejemplo, ¿le decimos dónde tiene que metérselas? —sugirió Meredith por lo bajo.

Bonnie, que sostenía un trozo de cuerda, pasó una mano de piel blanca sobre ella.

—No creo que esto se comprara sintiendo enojo —declaró, mientras sus ojos castaños adoptaban una expresión perdida y su voz, el tono ligeramente sobrecogedor que siempre tenía cuando se hallaba en trance—. Veo a una chica y a un chico, uno a cada lado de un mostrador en una tienda de una ferretería…, y ella ríe, y el muchacho dice: «Te apuesto cualquier cosa a que vas a ir a la universidad el próximo año para convertirte en arquitecta», y a la muchacha se le empañan los ojos y dice: «Sí», y…

—Y ése es todo el espionaje psíquico que tengo ganas de oír hoy.

Damon se les había acercado sin hacer ni un ruido. Bonnie dio un brusco brinco, y casi dejó caer la cuerda.

—Escuchad —prosiguió Damon en tono áspero—, justo a cien metros está el paso fronterizo. O lleváis puestas estas cuerdas y actuáis como esclavas o no podréis entrar para ayudar a Stefan. Jamás. Eso es lo que hay.

En silencio, las muchachas se comunicaron intercambiando miradas. Elena sabía que su propia expresión decía claramente que no les pedía ni a Bonnie ni a Meredith que fuesen con ella, pero que ella iría aunque tuviera que hacerlo arrastrándose a cuatro gatas tras Damon.

Meredith, mirando a Elena directamente a los ojos, cerró despacio los suyos y asintió, soltando aire. Bonnie asentía ya con la cabeza, resignada.

En silencio, Bonnie y Meredith dejaron que Elena les atara las muñecas al frente; luego, Elena dejó que Damon le atase a ella las suyas y pasase una cuerda larga por entre ellas tres, como si fuesen una cuerda de presos.

La joven sintió como un rubor le ascendía de debajo del pecho para arderle en las mejillas. No podía trabar la mirada con Damon, no de aquel modo, pero sabía sin preguntar que Damon estaba pensando en la vez que Stefan le había echado de su apartamento como un perro, delante de aquel mismo auditorio, más Matt.

«Canalla vengativo», pensó Elena con toda la intensidad posible en dirección a Damon. Sabía que la primera palabra sería la que más le dolería, pues Damon se enorgullecía de ser un caballero.

«Pero los "caballeros" no entran en la Dimensión Oscura», dijo, burlona, la voz de Damon en su cabeza.

—Bien —añadió Damon en voz alta, y tomó la cuerda con una mano, empezando a andar al interior de la oscuridad de la cueva, con las tres chicas apelotonándose y dando traspiés tras él.

Elena jamás olvidaría aquel breve trayecto y sabía que tampoco lo harían ni Bonnie ni Meredith. Cruzaron la poco profunda abertura de la cueva y penetraron en la pequeña abertura del fondo, que se abría como una boca. Hizo falta maniobrar un poco para conseguir que las tres pasasen. En el otro lado la caverna volvía a ensancharse, y se encontraron en una cueva enorme. Al menos eso fue lo que sus sentidos ampliados le indicaron a Elena. La eterna niebla había regresado y Elena no tenía ni idea de en qué dirección iban.

Apenas unos minutos más tarde un edificio se alzó ante ellos surgiendo de la niebla.

Elena no sabía cómo había esperado que fuera el Portal del Demonio. Posiblemente, enormes puertas de ébano, talladas con serpientes y con piedras preciosas incrustadas; tal vez un coloso de piedra toscamente labrado, como las pirámides de Egipto; quizá incluso alguna especie de campo de energía futurista con un centelleo de láseres azul violeta.

Lo que vio en vez de eso parecía un depósito destartalado de alguna especie, un lugar para almacenar y despachar mercancías. Había un corral vacío, con una buena valla rematada con alambre de púas. Apestaba, y Elena se alegró de que Damon y ella no hubiesen canalizado poder a su nariz.

En seguida apareció gente, hombres y mujeres vestidos con elegancia, cada uno con una llave en una mano, que murmuraban algo antes de abrir una puerta en un lado del edificio. La misma puerta, pero Elena apostaría cualquier cosa a que no iban todos al mismo lugar, si las llaves eran como la que había «tomado prestada» brevemente de la casa de Shinichi hacía una semana aproximadamente. Una de las damas daba la impresión de ir vestida para asistir a un baile de máscaras, con orejas de zorro que se mezclaban con sus largos cabellos de un castaño rojizo. No fue hasta que Elena vio bajo el vestido, largo hasta los tobillos, una cola de zorro que se balanceaba que comprendió que la mujer era una kitsune que hacía uso del Portal del Demonio.

Damon las condujo apresuradamente —y sin demasiados miramientos— hasta el otro lado del edificio, donde una puerta de goznes rotos daba a un cuarto desvencijado que, extrañamente, parecía más grande por dentro que por fuera. Allí se cambalacheaban o vendían toda clase de cosas: muchas parecían estar relacionadas con la gestión de esclavos.

Elena, Meredith y Bonnie se miraron con ojos como platos. Era evidente que la gente que conducía allí esclavos salvajes procedentes del exterior consideraba la tortura y el terror como parte de la jornada laboral.

—Pasaje para cuatro —dijo Damon lacónicamente al hombre de hombros hundidos pero corpulento que había tras el mostrador.

—¿Tres salvajes de golpe?

El hombre, devorando con los ojos lo que podía ver de las tres muchachas, se volvió para mirar a Damon con suspicacia.

—¿Qué puedo decir? Mi trabajo es también mi pasatiempo. —Damon le miró directamente a los ojos.

—Ya, pero… —El hombre rió—. Últimamente hemos estado recibiendo tal vez uno o dos al mes.

—Son legalmente mías. No están secuestradas. Arrodillaos —añadió Damon con indiferencia a las tres chicas.

Fue Meredith la primera que lo captó y se dejó caer al suelo como una bailarina de ballet. Tenía los sombríos ojos gris oscuro fijos en algo que nadie excepto ella podía ver. Luego Elena desenmarañó de algún modo la solitaria palabra del resto, y concentró la mente en Stefan y fingió que se arrodillaba para besarle en su camastro de la prisión. Pareció funcionar; se arrodilló.

Pero Bonnie permaneció en pie. El miembro más dependiente, más transigente, más inocente del triunvirato descubrió que las rodillas se le habían quedado rígidas.

—Pelirrojas, ¿eh? —dijo el hombre, dirigiendo una mirada aguda a Damon al mismo tiempo que mostraba una sonrisa burlona—. A lo mejor te convendría comprar un pequeño lanzador de descargas eléctricas para ésa.

—A lo mejor —repuso Damon en tono tirante.

Bonnie se limitó a mirarle con mirada ausente, miró a las muchachas del suelo y luego se arrojó a una posición postrada. Elena pudo oír cómo sollozaba en voz queda.

—Pero he descubierto que una voz firme y una mirada de desaprobación en realidad dan mejores resultados.

El hombre se dio por vencido y volvió a encorvarse.

—Pasaje para cuatro —gruñó y alargó una mano arriba y tiró de la sucia cuerda de una campana.

Para entonces Bonnie lloraba de miedo y humillación, pero nadie parecía advertirlo a excepción de las otras muchachas.

Elena no se atrevía a intentar consolarla telepáticamente; eso no encajaría con el aura de una «chica humana normal» en absoluto, y ¿quién sabía qué trampas o artilugios podían estar ocultos allí además del hombre que no hacía más que desnudarlas con los ojos? Se limitó a desear poder invocar uno de sus ataques con las alas, allí mismo en aquella habitación. Eso borraría la sonrisa de suficiencia del rostro del hombre.

Al cabo de un momento, alguna otra cosa la borró tan completamente como ella podría haber deseado. Damon se inclinó sobre el mostrador y susurró algo al hombre que hizo que el rostro lascivo del encorvado encargado adquiriera un enfermizo color verdoso.

«¿Has oído lo que ha dicho?», transmitió Elena a Meredith usando los ojos y las cejas.

Meredith, arrugando los ojos, colocó la mano frente al abdomen de Elena, luego efectuó un movimiento como si retorciera y arrancara algo.

Incluso Bonnie sonrió.

A continuación Damon las condujo a esperar en el exterior del depósito. Llevaban allí de pie sólo unos minutos cuando la nueva visión de Elena distinguió una embarcación que se deslizaba silenciosamente por entre la neblina. Comprendió que el edificio debía de estar a la orilla misma de un río, pero incluso con Poder dirigido únicamente a los ojos apenas pudo distinguir dónde el terreno opaco daba paso a agua reluciente, e incluso con el Poder dirigido únicamente a los oídos apenas pudo captar el sonido del veloz discurrir de aguas profundas.

La embarcación se detuvo… de algún modo, pues Elena no pudo ver que se echase ninguna ancla ni nada a lo que amarrarla. Pero el hecho fue que sí se detuvo, y el hombre de hombros hundidos colocó una tabla, que permaneció en su sitio mientras ellos embarcaban: primero Damon, y luego su grupo de «esclavas».

A bordo, Elena contempló cómo Damon ofrecía sin decir palabra seis piezas de oro al barquero; dos por cada humano que presumiblemente no iba a regresar, pensó.

Por un momento se sumió en el recuerdo de ser muy pequeña —debía de tener sólo tres años más o menos— y estar sentada en el regazo de su padre mientras él le leía un maravilloso libro ilustrado sobre los mitos griegos. En él se mencionaba al barquero Caronte, que cruzaba los espíritus de los difuntos al otro lado de la laguna Estigia hasta el país de los muertos. Y su padre le estaba contando cómo los griegos ponían monedas en los ojos de los que morían para que pudiesen pagar al barquero…

«¡No hay posibilidad de regresar de este viaje!», pensó de improviso y con violencia. ¡No había escapatoria! Para el caso era como si estuviesen realmente muertas…

Curiosamente, fue el horror lo que la salvó de aquella ciénaga de terror. Justo cuando alzaba la cabeza, quizá para chillar, la figura borrosa del barquero se dio la vuelta brevemente de sus deberes como para echar un vistazo a los pasajeros. Elena oyó chillar a Bonnie. Meredith, temblando, alargaba las manos frenética e ilógicamente hacia la bolsa en la que estaba guardada su arma. Incluso Damon parecía incapaz de moverse.

El alto espectro de la barca carecía de rostro.

Tenía profundas depresiones donde deberían estar los ojos, un hueco superficial como boca y un agujero triangular donde debería haber sobresalido la nariz. El sobrenatural horror de aquello, además del hedor de los corrales del depósito, fue simplemente excesivo para Bonnie, y ésta cayó de lado, flácida contra Meredith, sin sentido.

Elena, en medio de su propio terror, tuvo un momento de revelación. En la oscura penumbra de rezumante humedad, había olvidado usar todos sus sentidos al máximo, y por lo tanto era sin duda más capaz de ver el rostro inhumano del barquero que, digamos, Meredith. También podía oír cosas, como los sonidos de mineros muertos hacía mucho que golpeaban la roca sobre sus cabezas, y el corretear de murciélagos o cucarachas enormes, o lo que fuera, dentro de las paredes que les rodeaban.

Pero en aquel momento, Elena sintió de improviso lágrimas cálidas sobre las heladas mejillas al comprender que había subestimado por completo a Bonnie durante todo el tiempo en que había sabido de los poderes psíquicos de su amiga. Si los sentidos de Bonnie estaban permanentemente abiertos al horror que ella experimentaba en aquellos instantes, no era de extrañar que Bonnie viviese aterrorizada. Elena prometió mostrarse muchísimo más tolerante la próxima vez que Bonnie titubease o empezase a gritar. De hecho, su amiga merecía alguna clase de premio por seguir manteniendo aún la cordura, decidió Elena; pero no se atrevió a hacer nada más que contemplarla y jurarse que a partir de entonces Bonnie encontraría un paladín en Elena Gilbert.

Aquella promesa y su calidez ardieron como una vela en la mente de Elena, una vela que imaginó sostenida por Stefan, con la luz danzando en sus ojos verdes y recorriendo los planos de su rostro. Fue justo lo que necesitaba para no perder la propia cordura durante el resto del trayecto.

Para cuando la embarcación atracó —en un lugar sólo ligeramente más transitado que aquel en el que habían embarcado—, las tres muchachas se encontraban en un estado de agotamiento provocado por el terror prolongado y aquel suspense desquiciante.

Pero en realidad no habían usado el tiempo para reflexionar sobre las palabras «Dimensión Oscura» o para imaginar la cantidad de modos en que su oscuridad podría manifestarse.

—Nuestro nuevo hogar —dijo Damon en tono sombrío.

Al contemplarle a él en lugar del paisaje, Elena advirtió por la tensión del cuello y los hombros que Damon no estaba disfrutando. Ella había pensado que él se estaría dirigiendo a su propio paraíso particular, este mundo de esclavos humanos y de tortura por diversión, cuya única regla era la propia conservación del ego individual, pero ahora se dio cuenta de que había estado equivocada. Para Damon, éste era un mundo de seres con poderes tan grandes o mayores que el suyo, e iba a tener que hacerse un puesto allí con uñas y dientes, igual que cualquier golfillo de la calle, salvo que no podía permitirse cometer ningún error. Tenían que encontrar un modo no simplemente de vivir, sino de vivir con lujo y mezclarse con la alta sociedad, si querían tener alguna posibilidad de rescatar a Stefan.

Stefan…, no, no podía permitirse el lujo de pensar en él en aquel momento. Una vez que empezase estaría perdida, empezaría a exigir cosas ridículas, como que se pasasen por la prisión, sólo para mirarla, igual que una cría de primer año de instituto que estuviera chiflada por un chico mayor, que sólo querría que la llevasen en coche a «pasar por delante de la casa de su amor» para adorarla. ¿Y entonces qué efectos causaría eso a sus planes para una posterior fuga de la cárcel? El plan A decía: «No cometas errores», y Elena se aferraría a eso hasta que encontrara uno mejor.

Así fue como Damon y sus «esclavas» llegaron a la Dimensión Oscura, a través del Portal del Demonio. A la más menuda de ellas hubo que reanimarla con agua en el rostro antes de que pudiese levantarse y andar.