Justo cuando abría la boca para hablar, Elena se sintió alzada como por un huracán. Por un momento se aferró al muchacho que le era arrancado de las manos, luego apenas tuvo tiempo para gritar: «Regresaré», y de oír su respuesta, antes de verse arrastrada al mundo cotidiano de baños, manipulaciones y habitaciones de motel.
—¡Guardaré nuestro secreto!
Eso fue lo que el niño le había gritado en el último momento.
¿Y qué podía eso significar sino que le ocultaría su encuentro al Damon real (o «normal»)?
Al cabo de un momento, Elena estaba de pie en una deprimente habitación de motel, y Damon la aferraba por la parte superior de los brazos. Cuando la soltó, la joven notó un sabor salado, has lágrimas corrían a raudales por sus mejillas.
Eso no parecía importarle a su atacante, pues Damon daba la impresión de hallarse a merced de una desesperación salvaje. Se estremecía como un muchachito la primera vez que besaba a su primer amor. «Eso es lo que le hace perder el control», pensó Elena confusa.
Creyó que iba a desmayarse.
¡No! Tenía que permanecer consciente.
Elena empujó y se retorció, lastimándose deliberadamente para tratar de liberarse de la sujeción en apariencia inquebrantable que la mantenía inmovilizada.
Esta se mantuvo.
¿Volvía a estar poseído? ¿Shinichi otra vez, entrando a hurtadillas en la mente de Damon y obligándole a hacer cosas…?
Elena se debatió con más energía, empujó hasta que realmente podría haber chillado de dolor. Gimoteó una vez…
Quedó libre.
De algún modo, Elena supo que Shinichi no estaba involucrado en aquello. La auténtica alma de Damon era un niño encadenado desde hacía Dios sabía cuántos siglos, que jamás había conocido la calidez y la cercanía, pero que todavía tenía un emotivo aprecio por ellas. Aquel niño que estaba encadenado a la roca era uno de los mayores secretos de Damon.
Y ahora Elena temblaba con tal intensidad que no estaba segura de poder permanecer erguida, y se hacía preguntas respecto al niño. ¿Sentía frío? ¿Lloraba como Elena? ¿Cómo podía ella saberlo?
Damon y ella permanecieron mirándose fijamente el uno al otro, respirando los dos afanosamente. Los cabellos lacios de Damon estaban despeinados, y le daban un aspecto libertino de bucanero. Su rostro, siempre tan pálido y sereno, estaba colorado; sus ojos descendieron para contemplar cómo Elena se masajeaba de forma instintiva las muñecas. La muchacha podía sentir calambres ya: empezaba a recuperar un tanto la circulación. Una vez que él hubo desviado la mirada, no pareció poder volver a mirarla a los ojos.
Contacto visual. Muy bien. Elena reconoció que era una arma. Buscó a tientas una silla, pero halló inesperadamente la cama a su espalda. No disponía de muchas armas justo en aquel momento, y necesitaba usarlas todas.
Se sentó, cediendo a la debilidad de su cuerpo, pero mantuvo los ojos puestos en el rostro de Damon. Este tenía la boca hinchada. Y eso era… injusto. El mohín de Damon era parte de su artillería más básica, y siempre había tenido la boca más hermosa que había visto en nadie, hombre o mujer. La boca, el pelo, los párpados entornados, las gruesas pestañas, la delicadeza de la línea de la mandíbula… Injusto, incluso para alguien como Elena, que hacía mucho que había dejado de sentir interés por alguien por una pura cuestión de belleza.
Pero jamás había visto aquella boca hinchada, aquel pelo perfecto desordenado, las pestañas temblorosas porque miraba a todas partes excepto a ella e intentaba no demostrarlo.
—¿Era eso… en lo que has estado pensando mientras te negabas a hablar conmigo? —preguntó ella, y su voz era casi firme.
La repentina inmovilidad de Damon era la perfección absoluta como todas sus otras perfecciones. Contuvo la respiración, claro. Miraba fijamente un punto en la moqueta beige que en justicia debería haber empezado a arder.
Entonces, finalmente, alzó aquellos enormes ojos oscuros hacia ella. Era muy difícil ver nada en los ojos de Damon debido a que el iris era casi del mismo color que la pupila, pero Elena tuvo la sensación de que en aquel momento estaban tan dilatados que eran todo pupila. ¿Cómo podían ojos tan oscuros como la medianoche atrapar y retener la luz? Le parecía ver en ellos un universo de estrellas.
—Huye —dijo Damon en voz queda.
Elena sintió que las piernas se le tensaban.
—¿Shinichi?
—No. Deberías huir ahora.
Elena sintió que los músculos del muslo se relajaban ligeramente y dio gracias por no tener que intentar probar que podía correr —o incluso arrastrarse— en aquel preciso instante. Pero apretó los puños.
—¿Te refieres a que eres simplemente tú actuando como un bastardo? —inquirió—. ¿Has decidido odiarme otra vez? ¿Disfrutaste…?
Damon volvió a girarse en redondo, pasando de la inmovilidad al movimiento más de prisa de lo que los ojos de Elena podían seguirlo. Golpeó el marco de la ventana, una vez, refrenando el puñetazo casi por completo en el último momento. Hubo un estrépito y luego un millar de pequeños ecos mientras el cristal caía como una lluvia de diamantes en contraste con la oscuridad del exterior.
—Eso podría… conseguir que acudiera alguien en tu ayuda.
Damon no pretendía que las palabras no pareciesen más que una idea de última hora. Ahora que le daba la espalda, no parecía importarle mantener las apariencias. Unos finos temblores le recorrían el cuerpo.
—A estas horas, con esta tormenta, tan lejos de la oficina… lo dudo.
El cuerpo de Elena recuperaba ya el chorro de adrenalina que la había permitido liberarse de la sujeción de Damon. Toda ella hormigueaba y tuvo que esforzarse para impedir que aquello se convirtiese en un temblor total.
Y volvían a estar donde habían empezado, con Damon mirando a la noche y ella a su espalda. O, al menos, así era como él quería que estuviesen.
—Podrías haberte limitado a pedirlo —dijo ella.
No sabía si era posible que un vampiro lo comprendiese; todavía no había sido capaz de enseñarle a Stefan, que prescindía de cosas que necesitaba porque no comprendía lo de pedirlo. Con total inocencia y con las mejores intenciones, Stefan lo dejaba estar hasta que Elena se veía obligada a preguntarle.
Damon, se dijo, no acostumbraba a tener ese problema. Tomaba lo que quería con la misma indiferencia que si cogiera cosas del estante de un colmado.
Y justo en aquellos momentos reía en silencio, lo que significaba que estaba realmente afectado.
—Me lo tomaré como una disculpa —dijo Elena en un susurro.
Damon reía ahora en voz alta, y Elena sintió un escalofrío. Aquí estaba ella, intentando ayudarle, y…
—¿Crees —irrumpió él en sus pensamientos— que realmente era eso todo lo que quería?
Elena volvió a sentirse helada tras reflexionar sobre ello. Damon podría haber tomado su sangre sin problemas mientras la mantenía inmovilizada. Pero —por supuesto— eso no era todo lo que quería de ella. Su aura… Ella sabía el efecto que les causaba a los vampiros, y Damon la había estado protegiendo todo el tiempo de otros vampiros que pudiesen verla.
La diferencia, se dijo Elena con su natural honestidad, era que a ella le importaba un comino cualquiera de los otros. Pero Damon era distinto. Cuando la besó pudo sentir la diferencia en su interior; era algo que nunca antes había sentido… hasta que apareció Stefan.
Oh, cielos… ¿Era posible que fuese realmente ella, Elena Gilbert, quien estuviera traicionando a Stefan al no huir de aquella situación? Damon estaba siendo mejor persona que ella; le estaba pidiendo que alejara la tentación de su aura de él.
Para poder iniciar la tortura de nuevo al día siguiente.
Elena se había encontrado en muchas circunstancias en las que había juzgado que era mejor para ella marcharse antes de que las cosas se complicasen demasiado. El problema con el que se encontraba aquí era que no tenía ningún sitio al que ir donde las cosas no fuesen a complicarse más… donde no fuese a ponerse en un peligro aún mayor. Y, de pasada, perder su oportunidad de encontrar a Stefan.
¿Debería de haber ido con Matt? No, Damon les había dicho que dos humanos, por sí solos, no podrían entrar en la Dimensión Oscura; les había dicho que le necesitaban con ellos, y Elena todavía tenía dudas sobre si Damon se molestaría en conducir siquiera hasta Arizona, y mucho menos en buscar a Stefan, si ella no estaba con él en cada paso del camino.
Además, ¿cómo podría haberla protegido Matt en la peligrosa senda que Damon y ella seguían? Elena sabía que Matt moriría por ella… y eso sería justamente lo que hubiera sucedido si hubiesen tropezado con vampiros u hombres lobo. La muerte. Y Elena hubiera tenido que enfrentarse a sus enemigos sola.
Oh, sí, Elena sabía lo que Damon hacía cada noche cuando ella dormía en el coche. Colocaba alguna especie de hechizos siniestros alrededor de ella, firmándolos con su nombre, sellándolos con su sello, y de ese modo mantenía a cualquier criatura de la noche lejos del coche hasta el amanecer.
Pero a sus mayores enemigos, los gemelos kitsune, Shinichi y Misao, sí los había traído.
Elena pensó en todo ello antes de alzar la cabeza para mirar a Damon a los ojos, unos ojos que, en aquel momento, le recordaron los de una criatura harapienta encadenada a una roca.
—No te irás, ¿verdad? —musitó él.
Ella negó con la cabeza.
—¿Realmente no me tienes miedo?
—Ya lo creo que tengo miedo.
Una vez más, Elena sintió aquel escalofrío interior. Pero ahora volaba a alguna parte, había fijado el rumbo, y no había modo de que pudiese detenerse. En especial, cuando él la miraba de aquel modo, que le recordaba el júbilo feroz, el orgullo casi renuente que siempre había mostrado cuando abatían a un enemigo juntos.
—No me convertiré en tu Princesa de la Oscuridad —le dijo—. Y sabes que jamás podría renunciar a Stefan.
Un amago de su vieja sonrisa burlona apareció en los labios de Damon.
—Dispongo de mucho tiempo para convencerte de lo que pienso sobre eso.
«No es necesario», se dijo Elena, que sabía que Stefan comprendería.
Pero incluso ahora, cuando parecía que todo el mundo giraba alrededor de ella, algo se alzó en Elena para desafiar a Damon.
—Según tú, no se trata de Shinichi. Te creo. Pero ¿es todo esto debido… a lo que Caroline dijo? —Pudo oír la repentina dureza en su propia voz.
—¿Caroline? —Damon pestañeó como si le hubiesen hecho perder el hilo.
—Dijo que, antes de que conociese a Stefan, yo era simplemente una… —A Elena le resultó imposible pronunciar la última palabra—. Que yo era… promiscua.
La mandíbula de Damon se endureció y sus mejillas enrojecieron rápidamente… como si le hubiesen golpeado desde una dirección inesperada.
—Esa chica —masculló—. Ella ya ha fijado su sino y si fuese otra persona podría sentirme inclinado a sentir algo de compasión. Pero va… más allá…, está más allá… de cualquier decoro…
Mientras hablaba, sus palabras fueron surgiendo más despacio, y una expresión perpleja ensombreció su rostro. Miraba fijamente a Elena y ésta supo que podía ver las lágrimas que tenía en los ojos, porque alzó las manos para retirarlas con los dedos. Al hacerlo, sin embargo, se detuvo en seco en mitad del gesto, y, con el semblante repentinamente desconcertado, se llevó una mano a los labios, probando las lágrimas.
Cualquiera que fuese el sabor que les encontró, no pareció creerlo. Se llevó también la otra mano a los labios. Elena le miraba descaradamente en aquellos momentos; eso debería de haberle hecho perder la compostura a Damon… pero no fue así. En su lugar, un caleidoscopio de expresiones le recorrió el rostro, demasiado de prisa para que ojos humanos pudiesen captarlos todos, aunque Elena distinguió estupefacción, incredulidad, amargura, más estupefacción, y luego por fin una especie de conmoción dichosa y una expresión casi como si hubiese lágrimas en sus propios ojos.
Y entonces Damon lanzó una carcajada. Fue una carcajada breve, de burla de sí mismo, pero fue genuina, eufórica, incluso.
—Damon —dijo Elena, pestañeando aún para eliminar las lágrimas; todo había sucedido tan rápido—, ¿qué es lo que te sucede?
—No me sucede nada, todo está bien —respondió él, a la vez que alzaba un dedo en ademán académico—. Jamás deberías intentar engañar a un vampiro, Elena. Los vampiros poseen muchos sentidos que los humanos no tienen… y algunos de nosotros ni siquiera sabemos que los tenemos hasta que los necesitamos. Me ha costado bastante tiempo darme cuenta de lo que sé sobre ti. Porque, desde luego, todo el mundo me decía una cosa, y mi propia mente me decía algo distinto. Pero lo he descubierto, por fin. Sé lo que eres realmente, Elena.
Durante medio minuto, ella se quedó allí quieta en conmocionado silencio.
—Si es así, entonces lo mejor será que te diga ahora mismo que nadie te creerá.
—Tal vez no —repuso él—, en especial si son humanos. Pero los vampiros estamos programados para reconocer el aura de una doncella. Y tú eres cebo para unicornios, Elena. No sé ni me importa cómo conseguiste tu reputación. Me engañó a mí mismo durante mucho tiempo, pero finalmente he descubierto la verdad.
De repente se estaba encorvando sobre ella misma de un modo que no le permitía ver ninguna otra cosa excepto a él, el fino cabello acariciando su frente, los labios cerca de los suyos, los ojos oscuros e insondables, capturando su mirada.
—Elena —susurró—. Éste es tu secreto. No sé cómo te las has arreglado, pero… eres virgen.
Se inclinó hacia ella, rozándole apenas los labios con los suyos, compartiendo su deliberada respiración con la de Elena. Permanecieron así durante un larguísimo momento. Damon parecía embelesado por poder darle a Elena algo procedente de su propio cuerpo: el oxígeno que tanto ella como él necesitaban, pero adquirido de modos distintos. Para muchos humanos, la inmovilidad de sus cuerpos, el silencio y el sostenido contacto visual, pues ninguno de ellos había cerrado los ojos, podría haber sido excesivo; podría haber dado la impresión de que se habían sumergido en exceso en la personalidad del otro, que perdían definición y se convertían cada uno en una parte etérea del otro antes de que se hubiese completado un solo beso.
Pero Elena flotaba en el aire: en el aliento que Damon le daba… y en sentido literal. Si las manos fuertes, largas y delgadas de Damon no le hubiesen sujetado los hombros, habría escapado a su sujeción por completo.
Elena sabía que existía otro modo de que la pudiese mantener en el suelo: podía influenciarla para que permitiese que la gravedad actuase sobre ella. Pero, hasta el momento, no había sentido el menor contacto de un intento de influenciarla. Era como si él todavía quisiese darle el honor de elegir. No la seduciría mediante ninguno de sus métodos acostumbrados, los trucos de dominación aprendidos durante medio milenio de noches.
Únicamente la respiración, que surgía cada vez más rápida, mientras Elena notaba que sus sentidos empezaban a dar vueltas y el corazón le martilleaba. ¿Estaba realmente segura de que a Stefan no le importaría esto? Pero Stefan le había otorgado el mayor honor posible al confiar en su amor y criterio. Y ella empezaba a percibir el auténtico yo de Damon, su abrumadora necesidad de ella; su vulnerabilidad porque aquella necesidad se estaba convirtiendo en algo parecido a una obsesión para él.
Sin tratar de influenciarla, seguía extendiendo enormes y suaves alas oscuras alrededor de ella para que no tuviese ningún lugar adonde correr, ningún lugar al que huir. Elena sintió que empezaba a desmayarse con la intensidad de la pasión que habían forjado entre ellos y, como un gesto definitivo, no de repudio, sino de invitación, arqueó la cabeza atrás, mostrándole la garganta desnuda, y dejó que percibiera su ansia.
Y como si repicaran grandes campanas de cristal a lo lejos, sintió el júbilo de Damon ante su rendición voluntaria a la aterciopelada oscuridad que caía sobre ella.
No llegó a sentir los dientes que perforaban la piel y reclamaban su sangre. Antes de que eso sucediese veía estrellas. Y luego los oscuros ojos de Damon engulleron el universo.