Mientras apresuraban el paso desde el coche a la apartada habitación de motel, Elena tuvo que ejercer presión sobre las piernas para mantenerlas firmes y pegadas al suelo. En cuanto la puerta del cuarto se cerró de un portazo, más o menos a cubierto de la tormenta y con el cuerpo entumecido y dolorido, se encaminó al cuarto de baño sin siquiera encender la luz. Tenía las ropas, cabellos y pies totalmente mojados.
Las luces fluorescentes del cuarto de baño le parecieron excesivamente brillantes tras la oscuridad de la noche y la tormenta; o tal vez era el inicio de su aprendizaje sobre cómo hacer circular su Poder.
Aquello desde luego había sido una sorpresa. Damon ni siquiera la había estado tocando, pero la impresión recibida todavía resonaba en su interior. Y en cuanto a la sensación de que le manipulasen el Poder desde fuera del cuerpo, bueno, sencillamente no existían palabras. Había sido una experiencia impresionante, sin duda. Incluso ahora sólo pensar en ello hacía que le temblasen las rodillas.
Pero estaba más claro que nunca que Damon no quería tener nada que ver con ella. Elena se enfrentó a su propia imagen en el espejo e hizo una mueca. Sí, parecía una rata ahogada a la que hubiesen arrastrado de espaldas todo un kilómetro a través de la alcantarilla. Sus cabellos estaban húmedos, lo que convertía sus sedosas ondulaciones en diminutos mechones rizados alrededor de la cabeza y el rostro; estaba blanca como si estuviera enferma, y sus ojos azules miraban fijamente desde el rostro demacrado y agotado de una niña pequeña.
Durante apenas un momento, recordó haberse encontrado incluso en peor estado unos pocos días atrás —sí, sólo habían transcurrido unos días—, y a Damon tratándola con la mayor dulzura, como si su aspecto desaliñado hubiese carecido de importancia para él. Pero Shinichi le había arrebatado aquellos recuerdos a Damon, y era demasiado esperar que aquél pudiese haber sido su auténtico estado de ánimo. Había sido… un capricho… como todos sus otros caprichos.
Furiosa con Damon —y consigo misma por el escozor que sentía tras los ojos—, Elena le dio la espalda al espejo.
El pasado era el pasado. No tenía ni idea de por qué Damon había decidido de improviso empezar a rechazar violentamente su contacto, o por qué la miraba con los duros ojos fríos de un depredador. Algo había provocado que la odiase, que fuese apenas capaz de estar sentado con ella en el coche. Y fuese lo que fuese, Elena tenía que aprender a aceptarlo, porque si Damon se iba, no tendría ninguna posibilidad de encontrar a Stefan.
Stefan. Al menos su tembloroso corazón podía hallar reposo pensando en Stefan. A él no le importaría qué aspecto tenía ella: su única preocupación estaría puesta en su bienestar. Elena cerró los ojos mientras abría el grifo del agua caliente de la bañera y se despojaba de las húmedas y pegajosas ropas, disfrutando del amor y aprobación que Stefan le ofrecía en su imaginación.
Junto a la bañera había una pequeña botella de plástico con espuma de baño, pero Elena no la tocó. Había traído su propio saquito de transparentes sales de baño doradas con aroma de vainilla dentro de la bolsa de lona, y ésta era la primera oportunidad que tenía de usarlas.
Con sumo cuidado, hizo caer una tercera parte de las sales del saquito engalanado con cintas en la bañera que se llenaba rápidamente y se vio recompensada con una humeante bocanada de olor a vainilla, que introdujo en los pulmones con gratitud.
A los pocos minutos, Elena estaba metida hasta los hombros en agua caliente cubierta de espuma con aroma a vainilla; tenía los ojos cerrados y el calor iba penetrando en su cuerpo. Las sales, deshaciéndose con suavidad, iban aliviando todo el dolor.
No eran sales de baño corrientes. No olían a medicina, pero se las había proporcionado la casera de Stefan, la señora Flowers, que era una respetable anciana bruja blanca. Las recetas a base de hierbas eran la especialidad de la señora Flowers, y justo en estos momentos Elena juraría que podía sentir cómo toda la tensión de los últimos días le era succionada activamente del cuerpo y eliminada con suavidad.
Vaya, esto era justo lo que necesitaba. Nunca antes había apreciado Elena un baño como entonces.
«Bueno, sólo hay una cosa —se dijo con firmeza, mientras inhalaba una bocanada tras otra de delicioso vapor de vainilla—. Le pediste a la señora Flowers sales de baño que te relajasen, pero no puedes quedarte dormida aquí. Te ahogarás, y ya sabes qué se siente. Eso ya lo has vivido, ni siquiera hizo falta comprar la mortaja.»
Pero incluso ahora los pensamientos de Elena eran más vagos y fragmentados, a medida que el agua caliente seguía relajándole los músculos, y el aroma a vainilla se arremolinaba alrededor de su cabeza. Perdía continuidad, su mente vagaba sumida en ensoñaciones… Se entregaba al calor y al lujo de no tener que hacer nada en absoluto… Se durmió.
En su sueño, avanzaba con paso rápido. Tan sólo había penumbra, pero de algún modo era consciente de que se deslizaba hacia abajo por entre una neblina de un gris intenso. Lo que le preocupaba era que parecía estar rodeada de voces que discutían, y discutían sobre ella.
—¿Una segunda oportunidad? He hablado con ella sobre ello.
—No recordará nada.
—No importa si recuerda. Todo permanecerá en su interior, aunque dormido.
—Germinará en su interior… hasta que llegue el momento oportuno.
Elena no tenía ni idea de lo que significaba nada de ello.
Y entonces la neblina empezó a desvanecerse, y las nubes le dejaban paso, y flotaba hacia abajo, más y más despacio, hasta que se vio depositada con suavidad en un suelo cubierto de pinaza.
Las voces habían desaparecido. Yacía sobre el suelo de un bosque, pero no estaba desnuda; llevaba puesto el más bonito de sus camisones, el que llevaba auténtico encaje de Valenciennes. Escuchaba con atención los leves sonidos nocturnos que la rodeaban cuando de improviso su aura reaccionó de un modo como no lo había hecho nunca antes.
La avisó de que alguien se acercaba. Alguien que traía una sensación de seguridad en cálidos tonos terrosos, en suaves colores rosados y en intensos violetas azulados que la envolvieron incluso antes de que la persona llegase. Eran… los sentimientos… de alguien hacia ella. Y detrás del amor y el tranquilizador interés que experimentó, había intensos verdes oscuros, haces de cálido dorado y un matiz de translucidez, como una cascada que centelleara al caer y lanzara una espuma con apariencia de diamantes a su alrededor.
«Elena —susurró una voz—. Elena.»
Resultaba tan familiar…
«Elena. Elena.»
Conocía esta…
«Elena, mi ángel.»
Significaba amor.
Al mismo tiempo que se sentaba en el suelo y se volvía en su sueño, Elena extendía ya los brazos. El lugar de esta persona estaba junto a ella. Era su magia, su solaz, su bien amado. No importaba cómo había llegado hasta allí, o qué había sucedido antes. Era el compañero eterno de su alma.
Y entonces…
Unos brazos fuertes que la abrazaban con ternura… Un cuerpo cálido muy cerca del suyo… Besos llenos de dulzura… Muchos, muchos besos…
Aquella familiar sensación mientras se fundía en su abrazo…
Se mostraba muy tierno, pero casi feroz en su amor por ella. Había jurado no matar, pero mataría por salvarla. Ella era su posesión más preciosa en el mundo entero… Cualquier sacrificio valdría la pena si ella estaba a salvo y libre. Su vida no significaba nada sin ella, así que la entregaría de buena gana, riendo y lanzándole besos con la mano con su último aliento.
Elena respiró el maravilloso aroma de las hojas otoñales de su suéter y se sintió reconfortada. Igual que un bebé, permitió que la tranquilizaran simples olores familiares, el contacto de su mejilla contra el hombro de él y la maravilla de los dos respirando juntos en sincronía.
Cuando intentó poner nombre al milagro, lo tuvo en primera línea de la mente.
«Stefan…»
Ni siquiera necesitaba alzar los ojos hacia su rostro para saber que los ojos verde hoja de Stefan estarían danzando como las aguas de un pequeño estanque al ser agitadas por el viento y centelleando con un millar de distintos puntitos luminosos. Enterró la cabeza en su cuello, temerosa en cierto modo de soltarle, aunque no podía recordar el motivo.
«No sé cómo he llegado aquí», le dijo sin palabras. De hecho, no recordaba nada antes de esto, antes de despertar a su llamada, únicamente un revoltijo de imágenes.
«No importa. Estoy contigo.»
El miedo la atenazó.
«Esto no es… sólo un sueño, ¿verdad?»
«Ningún sueño es sólo un sueño. Y estoy contigo siempre.»
«Pero ¿cómo hemos llegado aquí?»
«Chist. Estás cansada. Yo te sostendré. Lo juro por mi vida. Limítate a descansar. Deja que te abrace una sola vez.»
«¿Una sola vez? Pero…»
Llena se sintió preocupada y aturdida, tenía que dejar caer la cabeza hacia atrás y ver el rostro de Stefan.
Inclinó la barbilla atrás y se encontró unos ojos risueños de una negrura infinita en un rostro cincelado, pálido y arrogantemente apuesto.
Casi gritó horrorizada.
«¡Shh! ¡Shh, ángel mío!»
«¡Damon!»
Los ojos oscuros que se encontraron con los suyos estaban llenos de amor y dicha. «¿Quién si no?»
«¿Cómo te atreves…, cómo has llegado aquí?» Elena estaba cada vez más confusa.
«No pertenezco a ninguna parte —indicó Damon, y su voz sonó repentinamente triste—. Sabes que siempre estaré contigo.»
«No es verdad; no lo sé… ¡Devuélveme a Stefan!»
Pero era demasiado tarde. Elena fue consciente del sonido del agua que goteaba y del tibio líquido que ondeaba a su alrededor. Despertó justo a tiempo de impedir que su cabeza se hundiera bajo el agua en la bañera. Un sueño…
Se sentía mucho más flexible y a gusto en su cuerpo, pero no podía evitar entristecerse por aquel sueño. Ni siquiera había sido una proyección astral; había sido un simple, loco y confuso sueño propio.
«No pertenezco a ninguna parte. Siempre estaré contigo.»
Pero ¿qué se suponía que significaba una memez como ésa?
Algo en el interior de Elena tembló, al mismo tiempo que lo recordaba.
Se vistió rápidamente, no con un camisón de encaje de Valenciennes, sino con un chándal gris y negro. Cuando salió del baño se sentía rendida y quisquillosa y lista para iniciar una pelea si Damon daba la menor señal de haber captado sus pensamientos mientras dormía.
Pero Damon no lo hizo. Elena vio la cama, se concentró en ella, y se dirigió hacia allí a trompicones, desplomándose encima, dejándose caer sobre almohadas que se hundieron inaceptablemente bajo su cabeza. A Elena le gustaban las almohadas duras.
Durante unos breves instantes permaneció echada, saboreando las sensaciones posbaño, mientras su piel y su cabeza se enfriaban gradualmente… Por lo que ella podía ver, Damon seguía exactamente en la misma posición que había adoptado cuando habían entrado en la habitación.
Y seguía tan silencioso como lo había estado desde la mañana.
Por fin, para acabar con esa situación incómoda, le habló. Y por su modo de ser, Elena fue directa al meollo del problema.
—¿Qué sucede, Damon?
—Nada.
El vampiro miró fijamente por la ventana, fingiendo estar enfrascado en algo situado al otro lado del cristal.
—¿Cómo que nada?
Damon sacudió la cabeza, pero, de algún modo, su espalda vuelta transmitía elocuentemente su opinión de aquella habitación de motel.
Elena examinó la habitación con la visión demasiado brillante de alguien que ha forzado el cuerpo más allá de sus límites. Contempló paredes beige, moqueta beige, un sillón beige, un escritorio beige, y por supuesto, una colcha beige. Ni siquiera Damon podía rechazar una habitación alegando que no hacía juego con su negro básico, se dijo, y luego: «Ah, estoy cansada. Y desconcertada. Y asustada.
»Y… soy increíblemente estúpida. No hay más que una cama aquí. Estoy tumbada en ella.»
—Damon… —Se sentó en la cama con un esfuerzo—. ¿Qué quieres que hagamos? Hay un sillón. Puedo dormir en él.
El se volvió a medias, y ella vio en su movimiento que no estaba enfadado ni jugando. Estaba furioso. Estaba todo allí, en el giro asesino más rápido de lo que el ojo humano podía seguir y el total control muscular que lo detuvo casi antes de iniciarse.
Damon y sus movimientos repentinos e inmovilidad aterradora. Volvía a mirar por la ventana, el cuerpo preparado como siempre para… algo. Justo en aquel momento parecía a punto de saltar a través del cristal para salir al exterior.
—Los vampiros no necesitamos dormir —dijo en la voz más gélida y controlada que Elena le había oído desde que Matt les dejara.
Eso le proporcionó las energías suficientes para abandonar la cama.
—Sabes que sé que eso es una mentira.
—Vuelve a la cama, Elena. Duérmete.
Pero su voz era la misma. Ella habría esperado una orden tajante y cansada, pero Damon sonó más tenso, más bajo control que nunca.
Más conmocionado que nunca.
Elena entornó los párpados.
—¿Se trata de Matt?
—No.
—¿Se trata de Shinichi?
—¡No!
Aja.
—Es eso, ¿verdad? Temes que Shinichi consiga traspasar todas tus defensas y vuelva a poseerte, ¿no es cierto?
—Acuéstate, Elena —respondió Damon, inexpresivo.
Él seguía excluyéndola tan completamente como si no estuviese allí. Elena se enfureció.
—¿Qué hace falta para demostrarte que confío en ti? Viajo totalmente sola contigo, sin la menor idea de adonde vamos en realidad. Te estoy confiando la vida de Stefan.
Elena estaba detrás de Damon ahora, sobre la moqueta beige que olía a… nada, a agua hervida. Ni siquiera a polvo.
Sus propias palabras eran el polvo. No había nada en ellas que sonara hueco, equivocado. Eran sinceras… pero no conseguían comunicar con Damon.
Elena suspiró. Tocar a Damon inesperadamente era siempre una cuestión peliaguda, con todos los riesgos de desencadenar su instinto asesino sin querer, incluso cuando no estaba poseído. Alargó la mano, ahora, con sumo cuidado, para posar las yemas de los dedos en el codo de la chaqueta de cuero, y le habló con tanta meticulosidad y frialdad como pudo.
—Además sabes que ahora poseo otros sentidos aparte de los cinco corrientes. ¿Cuántas veces tengo que decirlo, Damon? Realmente sé que no eras tú quien nos torturaba a Matt y a mí la semana pasada. —A pesar de sí misma, Elena oyó una cierta súplica en su propia voz—. Sé que me has protegido en este viaje siempre que he estado en peligro, sé que incluso has matado por mí. Eso significa… muchísimo para mí. Puedes decir que no crees en el sentimiento humano del perdón, pero no creo que lo hayas olvidado. Y cuando sabes que no hay nada que perdonar para empezar…
—¡Esto no tiene absolutamente nada que ver con lo que sucedió la semana pasada!
El cambio en su voz —la fuerza en ella— golpeó a Elena como un latigazo. Le dolió… y la asustó. Damon hablaba en serio, y también estaba bajo alguna tensión atroz, no del todo distinta a la de combatir la posesión de Shinichi, pero diferente.
—Damon…
—¡Déjame en paz!
«Vaya, ¿dónde he oído yo eso antes?» Confusa, con el corazón martilleando, Elena buscó a tientas en sus recuerdos.
Sí, claro. Stefan. Stefan la primera vez que habían estado juntos en la habitación de él, cuando él había tenido miedo de amarla. Cuando estaba seguro de que provocaría que ella se condenase si demostraba que le importaba.
¿Podría ser Damon hasta tal punto parecido al hermano del que siempre se burlaba?
—Al menos date la vuelta y háblame cara a cara.
—Elena. —Fue un susurro, pero sonó como si Damon no pudiese hacer acopio de su acostumbrado sedoso tono amenazador—. Vuelve a la cama. Vete al infierno. Ve a cualquier sitio, pero mantente alejada de mí.
—Eres muy bueno en eso, ¿verdad? —La propia voz de Elena era fría ahora, mientras de un modo temerario, enfurecido, se acercaba aún más—. En apartar a la gente. Pero sé que no te has alimentado esta noche. No hay nada más que quieras de mí, y no puedes hacer el papel de mártir hambriento ni la mitad de bien que Stefan…
Elena había hablado sabiendo que estaba garantizado que sus palabras incitarían una respuesta de alguna clase, aunque la respuesta acostumbrada de Damon a esta clase de ataques era repantigarse contra algo y fingir no haber oído nada.
Lo que sucedió en lugar de eso fue totalmente inesperado.
Damon se volvió en redondo, la agarró con precisión, y la mantuvo sujeta en una tenaza inamovible. Entonces, abatiendo la cabeza como un halcón que cayera sobre un ratón, la besó. Poseía la fuerza más que suficiente para mantenerla inmóvil sin lastimarla.
El beso fue intenso y largo y durante un buen rato Elena se resistió por puro instinto. El cuerpo de Damon era frío contra el suyo, que seguía manteniendo la calidez y humedad del baño. Tal y como la sujetaba…, si ella se resistía, resultaría gravemente lastimada. Y entonces —lo sabía— él la soltaría. Pero ¿lo sabía realmente? ¿Estaba dispuesta a romperse un hueso para ponerlo a prueba?
Él le acariciaba el pelo enroscando los extremos y aplastándolos con los dedos… justo horas después de haberla enseñado a sentir hasta en las puntas de los cabellos. Era injusto. Conocía sus puntos débiles, no sólo los puntos débiles de toda mujer; conocía los de ella, sabía cómo hacerla querer gritar de placer y cómo tranquilizarla.
No podía hacer otra cosa que poner a prueba su teoría y tal vez romperse un hueso. No estaba dispuesta a someterse cuando no le había invitado. ¡No lo haría!
Pero entonces recordó su curiosidad por el niño y el enorme peñasco, y deliberadamente abrió su mente a la de Damon, quien cayó en la trampa que él mismo había creado.
En cuanto sus mentes entraron en contacto se produjo algo parecido a fuegos artificiales. Explosiones. Cohetes. Estrellas convirtiéndose en novas. Elena ajustó la mente para que hiciese caso omiso de su cuerpo y empezó a buscar la roca.
Estaba en lo más profundo de la zona más recóndita de su cerebro; en las profundidades de la oscuridad eterna que dormía allí. Pero Elena parecía haber llevado un reflector con ella, y adonde fuese que se girara, oscuras guirnaldas de telarañas caían y arcos de piedra de aspecto pesado se desmoronaban y rodaban al suelo.
—No te preocupes —se encontró diciendo Elena—. ¡La luz no te hará eso a ti! No tienes que vivir ahí abajo. Te mostraré la belleza de la luz.
«¿Qué estoy diciendo? —se preguntó Elena al mismo tiempo que las palabras abandonaban sus labios—. ¿Cómo puedo prometerle…? Además, ¡a lo mejor le gusta vivir aquí en la oscuridad!»
Pero al segundo siguiente había llegado ya mucho más cerca del niño, lo bastante cerca para ver su rostro pálido y pensativo.
—Has vuelto —dijo él, como si fuese un milagro—. ¡Dijiste que vendrías, y lo has hecho!
Eso derribó de golpe todas las barreras de Elena. Se arrodilló, y tensando las cadenas al máximo, lo puso en su regazo.
—¿Te alegras de que haya vuelto? —preguntó con dulzura mientras le acariciaba ya los cabellos para alisarlos.
—¡Sí! —Fue un grito, y asustó a Elena casi tanto como la complació—. Eres la persona más amable que jamás he… la más hermosa que jamás he…
—Silencio —le dijo ella—, silencio. Tiene que existir algún modo de darte calor.
—Es el hierro —respondió el niño con humildad—. El hierro me mantiene débil y frío. Pero tiene que ser hierro; de lo contrario, él no conseguiría controlarme.
—Entiendo —dijo Elena, sombría.
Empezaba a captar la clase de relación que Damon tenía con aquel niño. Durante un momento, debido a una corazonada, tomó dos trozos de cadena en las manos e intentó romperlos. Elena poseía una superluz allí; ¿por qué no superpoderes? Pero todo lo que sucedió fue que retorció y giró el trozo de cadena para nada, y finalmente se cortó la membrana interdigital de un dedo con una rebaba de hierro.
—¡Oh!
Los enormes ojos oscuros del niño se clavaron en la roja gota de sangre, contemplándola fijamente como si se sintiera fascinado… y asustado.
—¿La quieres?
Elena le tendió la mano con aire vacilante. Pobre renacuajo que se veía obligado a codiciar la sangre de otros, se dijo. El asintió tímidamente como si estuviese seguro de que ella se enojaría; pero Elena se limitó a sonreír y él sostuvo reverentemente su dedo y tomó toda la gota de sangre de golpe, cerrando los labios como si le diera un beso.
Al alzar la cabeza, parecía tener un poquitín más de color en su pálido rostro.
—Me contaste que Damon te mantiene aquí —dijo ella, abrazándole otra vez y notando cómo el frío cuerpo del niño le absorbía calor—. ¿Puedes decirme por qué?
El niño seguía lamiéndose los labios, pero volvió el rostro al instante hacia ella y respondió:
—Soy el Custodio de los Secretos. Pero… —añadió tristemente— los Secretos se han vuelto tan grandes que ni siquiera yo conozco su naturaleza.
Elena siguió el movimiento de cabeza del niño desde las pequeñas extremidades de éste a la cadena de hierro y a la enorme bola metálica. Tuvo una sensación de aprensión dentro de sí misma y una profunda piedad por un custodio tan pequeño. Y se preguntó qué demonios podía haber dentro de la enorme esfera de piedra que Damon custodiaba con tanta atención.
Pero no tuvo oportunidad de preguntar.