7

A Elena la despertó el sonido de Damon golpeando impacientemente con los nudillos en la ventanilla del Prius. Estaba totalmente vestida y aferraba el diario contra ella. Era el día después de que Matt les hubiese dejado.

—¿Has dormido toda la noche así? —preguntó Damon, mirándola de arriba abajo mientras Elena se frotaba los ojos.

Como de costumbre, él iba inmaculadamente vestido: totalmente de negro, por supuesto. El calor y la humedad no le afectaban.

—Ya he tomado mi desayuno —continuó en tono cortante, acomodándose en el asiento del conductor—. Y traigo esto para ti.

«Esto» era una taza de espuma de poliestireno llena de café humeante, que Elena aferró con el mismo agradecimiento que si fuese vino Magia Negra, y una bolsa de papel marrón que resultó contener donuts. No era exactamente el más nutritivo de los desayunos, pero Elena ansiaba cafeína y azúcar.

—Necesito una área de descanso —advirtió Elena mientras Damon se sentaba tranquilamente tras el volante y ponía en marcha el coche—. Para cambiarme de ropa, lavarme la cara y esas cosas.

Se dirigieron directamente al oeste, lo que concordaba con lo que Elena había descubierto mirando un mapa en Internet la noche anterior. La pequeña imagen de su móvil se correspondía con la lectura del sistema de navegación del Prius. Ambas habían mostrado que Sedona, Arizona, se hallaba en una línea horizontal casi perfectamente recta desde la pequeña carretera rural donde Damon había aparcado para pasar la noche en Arkansas. Sin embargo, Damon no tardó en girar al sur, tomando una ruta alternativa que podría o no confundir a posibles perseguidores. Cuando por fin encontraron una área de descanso, la vejiga de Elena estaba a punto de estallar, y no tuvo el menor reparo en pasar media hora en el aseo de señoras, haciendo todo lo posible por lavarse con toallas de papel y agua fría, cepillándose el pelo y poniéndose vaqueros nuevos y un lop blanco limpio que se ataba con cintas al frente como un corsé. Al fin y al cabo, cualquier día podría tener otra proyección astral mientras hacía la siesta y volver a ver a Stefan.

En lo que no quería pensar era en que, con la marcha de Matt, se había quedado a solas con Damon, un vampiro indomable, viajando por el centro de Estados Unidos en dirección a un de destino que estaba literalmente fuera de este mundo.

Cuando Elena emergió por fin del servicio, Damon se mostró frío e inexpresivo; aunque advirtió que se tomaba el tiempo necesario para inspeccionarla de todos modos.

«Maldita sea —pensó Elena. Dejé mi diario en el coche.»

Estaba tan segura de que Damon lo había leído como si le hubiese visto haciéndolo, y se alegró de que no hubiera nada en él sobre abandonar su cuerpo y su encuentro con Stefan. Aunque creía que también Damon quería liberar a Stefan —no estaría en aquel coche con él de no ser así—, también sentía que era preferible que no supiera que ella había llegado allí primero. A Damon le gustaba controlar las cosas tanto como a ella. También disfrutaba influenciando a todo agente de policía que le obligaba a parar por saltarse el límite de velocidad.

Pero hoy estaba demasiado irascible incluso tratándose de él. Elena sabía por experiencia propia que Damon podía convertirse en una compañía extraordinariamente agradable cuando quería, contando relatos graciosísimos y chistes hasta que los pasajeros más taciturnos y llenos de prejuicios prorrumpían en carcajadas muy a su pesar.

Pero hoy ni siquiera se dignaba a responder a las preguntas de Elena, y mucho menos a reír ante sus chistes. La única vez que ella intentó establecer contacto físico, tocándole levemente el brazo, él se apartó violentamente como si aquello pudiese estropearle la cazadora de cuero negro.

Estupendo, fabuloso, se dijo Elena, decaída. Recostó la cabeza en la ventanilla y clavó la mirada en el paisaje, que parecía idéntico en todo momento. Su mente divagó.

¿Dónde estaría Matt ahora? ¿Los habría adelantado o iría por detrás? ¿Habría descansado algo la noche anterior? ¿Conduciría a través de Texas ahora? ¿Estaría comiendo bien? Elena pestañeó para eliminar las lágrimas, que brotaban cada vez que recordaba el modo en que él se había alejado sin siquiera mirar atrás.

Elena era una organizadora nata, capaz de hacer que casi cualquier situación saliera bien, siempre y cuando las personas de su alrededor fuesen seres normales y cuerdos. Y manejar chicos era su especialidad. Los había estado manejando —gobernándolos— desde secundaria. Pero ahora, aproximadamente dos semanas y media después de que hubiese regresado de la muerte, ya no quería gobernar a nadie.

Eso era lo que adoraba de Stefan. Una vez que ella hubo superado el instinto reflejo del joven de mantenerse alejado de cualquier cosa que apreciase, ya no necesitó manejarle en absoluto. No necesitaba mantenimiento, salvo por las más delicadas de las insinuaciones en las que se había convertido en una experta en el caso de los vampiros. No en cazarlos o matarlos, sino en amarlos de un modo seguro. Elena sabía cuándo estaba bien morder o ser mordida, y cuándo parar, y cómo mantenerse humana.

Pero aparte de eso, ni siquiera quería manejar a Stefan; simplemente quería estar con él. Cuando estaban juntos, las cosas marchaban solas.

Elena podría vivir sin Stefan… Eso pensaba. Pero del mismo modo que estar lejos de Meredith y Bonnie era como vivir sin sus dos manos, vivir sin Stefan sería como intentar sobrevivir sin el corazón. Era su compañero en el Gran Baile; su igual y su opuesto; su amado y su amante en el sentido más puro imaginable. Era la otra mitad de los Sagrados Misterios de la Vida para ella.

Y tras verle la noche anterior, incluso aunque hubiera sido un sueño, cosa que no estaba dispuesta a aceptar, Elena le echaba tanto de menos que la añoranza era un dolor punzante en su interior. Un dolor tan grande que no podía soportar quedarse allí sentada y darle vueltas en la cabeza, porque si lo hacía, podría volverse loca y empezar a enfurecerse con Damon para que condujese más de prisa; y Elena podía sentir un gran dolor en su interior, pero no tenía tendencias suicidas.

Pararon en una ciudad anónima para almorzar. Elena no tenía apetito, y Damon pasó toda la pausa bajo la forma de pájaro, lo que por algún motivo la enfureció.

Para cuando volvieron a estar en marcha, la tensión en el coche había crecido hasta el punto de que el viejo tópico era imposible de evitar: se podía cortar con una servilleta doblada, por no hablar de un cuchillo, se dijo Elena.

Fue entonces cuando comprendió con exactitud qué clase de tensión era.

Lo que salvaba a Damon era su orgullo.

Sabía que Elena había entendido cómo estaban las cosas. Había dejado de intentar tocarle y ya no le hablaba, y eso era bueno.

No debería sentirse de aquel modo. Los vampiros querían a las muchachas por sus hermosas gargantas blancas, y el sentido de la estética de Damon exigía que el resto del donante cumpliera al menos sus requisitos. Pero ahora incluso el aura humanizada de Elena anunciaba la fuerza vital única de su sangre, y Damon respondía de un modo involuntario. No había pensado en una chica de aquel modo concreto durante aproximadamente quinientos años. Los vampiros no eran capaces de hacerlo.

Pero Damon no podía evitarlo. Y cuanto más cerca estaba de Elena, con más fuerza le rodeaba el aura de la joven, y más débil era su control.

Gracias a todos los diablos del infierno, su orgullo era más fuerte que el deseo que sentía. Damon jamás había pedido nada a nadie en toda su vida, y pagaba por la sangre que tomaba a los humanos con su propia moneda particular: placer, fantasía y sueños. Pero Elena no necesitaba fantasía y no deseaba sueños.

No le quería a él.

Quería a Stefan. Y a Damon su orgullo jamás le permitiría pedirle a Elena lo que sólo él deseaba, e igualmente jamás le permitiría tomarlo sin que ella consintiera… O eso esperaba.

Apenas unos días atrás había sido un cascarón vacío, su cuerpo se había convertido en una marioneta de los gemelos kitsune, que le habían hecho lastimar a Elena en modos que ahora le hacían abochornarse interiormente. Damon no había existido entonces como persona, su cuerpo había pertenecido a Shinichi, que había jugado con él a su antojo. Y aunque apenas podía creerlo, la absorción había sido tan completa que su cascarón había obedecido cada una de las órdenes de Shinichi: había atormentado a Elena y podría muy bien haberla matado.

De nada servía negarse a creerlo, o argumentar que no podía ser cierto. Lo era. Había sucedido. Shinichi tenía un aterrador poder de control mental, y los kitsune no compartían la indiferencia de los vampiros respecto a las chicas bonitas… por debajo del cuello. Y además, era un completo sádico, y le gustaba el dolor… El de los demás, claro.

Damon no podía negar el pasado, no podía preguntarse por qué no había «despertado» para impedir que Shinichi hiciera daño a Elena porque en aquel momento no había nada de él que despertar. Y si una solitaria parte de su mente todavía lloraba debido al mal que había hecho…, bueno, Damon era experto en cerrarle el paso. No iba a perder tiempo en lamentaciones, pero estaba decidido a controlar el futuro. No volvería a suceder…, al menos no mientras él siguiera todavía con vida.

Lo que Damon en realidad no podía comprender era por qué Elena le presionaba, actuando como si realmente confiase en él. De todas las personas del mundo, ella era la que más derecho tenía a odiarle, a apuntarle con un dedo acusador. Pero no lo había hecho ni una vez; ni siquiera le había mirado jamás con ira en sus ojos azul oscuro, salpicados de oro. Solamente ella había parecido comprender que alguien poseído tan completamente por el señor de los malachs, Shinichi, como lo había estado Damon, sencillamente no tenía elección —no estaba allí para elegir— sobre lo que él o ella hacía.

Quizá fuera porque había sido ella quien había extraído la cosa que el malach había creado. El vibrante segundo cuerpo albino que había tenido en su interior. Damon se obligó a reprimir un escalofrío. Lo sabía sólo porque Shinichi lo había mencionado jovialmente, mientras se llevaba todos los recuerdos de Damon del tiempo transcurrido desde que los dos, el kitsune y el vampiro, se habían conocido en el Bosque Viejo.

Damon se alegraba de que le hubiesen quitado esos recuerdos. Desde el momento en que había trabado la mirada con los risueños ojos dorados del espíritu zorro, su vida había quedado emponzoñada.

Y ahora… justo ahora estaba a solas con Elena, en medio de un territorio salvaje donde las zonas habitadas eran escasas y estaban muy distanciadas. Se encontraban total y excepcionalmente solos, y Damon deseaba con impotencia lo que todo chico humano que Elena hubiese conocido había querido.

Lo peor de todo era el hecho de que chicas encantadoras, chicas embaucadoras, eran prácticamente la razón de ser de Damon, y desde luego eran la única razón por la que había podido mantenerse con vida durante el último medio milenio. Y sin embargo sabía que no debía, no debía siquiera iniciar el proceso con esta muchacha excepcional que, para él, era la joya que descansaba sobre el montón de estiércol de la humanidad.

En apariencia, lo tenía todo bajo control, glacial y preciso, distante y desinteresado.

La verdad era que se estaba volviendo loco.

Esa noche, tras asegurarse de que Elena disponía de comida y de agua y de que estaba encerrada sana y salva dentro del Prius, Damon invocó una neblina húmeda y empezó a tejer sus salvaguardas más siniestras. Eran avisos para cualquier hermana o hermano de la noche que pudiese tropezar con el coche: la muchacha que dormía en su interior estaba bajo la protección de Damon, y éste daría caza y desollaría vivo a cualquiera que molestara siquiera el descanso de la joven… y a continuación pasaría a castigar al culpable. Entonces, Damon voló unos cuantos kilómetros en dirección sur bajo la forma de un cuervo, localizó un antro donde bebía una manada de hombres lobo y unas cuantas camareras encantadoras les servían, y armó camorra y pasó la noche haciendo correr la sangre.

Pero no fue suficiente para distraerle, ni mucho menos. Por la mañana, al regresar bien entrado el día, vio las protecciones que rodeaban el coche hechas jirones, pero, antes de que el pánico le dominara, comprendió que Elena las había roto desde el interior y que él no había recibido ninguna advertencia debido a que la muchacha había tenido intenciones pacíficas y un corazón inocente.

Y entonces la misma Elena apareció, ascendiendo de la orilla de un arroyo, con aspecto limpio y refrescado. Damon se quedó sin habla ante su mera visión; ante su gracia y elegancia, ante su insoportable cercanía. Olió su piel recién lavada, y no pudo evitar inhalar su aroma único.

No veía cómo podría aguantar aquello otro día más.

Y entonces Damon tuvo de repente una idea.

—¿Te gustaría aprender algo que te ayudaría a controlar esa aura tuya? —preguntó cuando ella pasó por su lado, en dirección al coche.

Elena le lanzó una mirada de soslayo.

—Así que has decidido volver a hablarme. ¿Se supone que debo desmayarme de dicha?

—Bueno…, eso siempre sería de agradecer…

—¿Lo sería? —replicó ella con acritud, y Damon comprendió que había subestimado la tormenta que había hecho crecer dentro de aquella muchacha formidable.

—No. Vamos, hablo en serio —dijo, clavando la oscura mirada en ella.

—Lo sé. Vas a decirme que me convierta en vampira para que eso me ayude a controlar mi Poder.

—No, no, no. Esto no tiene nada que ver con ser un vampiro.

Damon rehusó verse arrastrado a una discusión y eso debió de impresionarla, porque finalmente Elena dijo:

—¿De que se trata, entonces?

—Se trata de aprender el modo de hacer circular tu Poder. La sangre circula, ¿verdad? Pues al Poder también se lo puede hacer circular. Incluso los humanos lo han sabido durante siglos, tanto si lo llaman fuerza vital como chi o ki. Tal y como está ahora, simplemente disipas tu Poder en el aire. Eso es una aura. Pero si aprendes a hacerlo circular, puedes acumularlo para soltarlo a lo grande en algún momento, y también puedes pasar más inadvertida.

Elena estaba claramente fascinada.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

«Porque soy estúpido —pensó Damon—. Porque para los vampiros es tan instintivo como respirar lo es para ti.» Pero en voz alta le mintió descaradamente:

—Se necesita un cierto nivel de competencia para conseguirlo.

—¿Y ahora te parece que podría hacerlo?

—Eso creo. —Damon puso una leve incertidumbre en su voz.

Naturalmente, eso hizo que Elena se mostrase aún más decidida.

—¡Enséñame! —dijo.

—¿Quieres decir ahora mismo? —Echó un vistazo a su alrededor—. Alguien podría pasar por aquí…

—Hemos salido de la carretera. Oh, por favor, Damon. Por favor. —Miró a Damon con aquellos enormes ojos azules que tantos varones habían hallado irresistibles y le tocó el brazo, intentando una vez más establecer alguna clase de contacto, pero cuando él se apartó automáticamente, prosiguió—: Quiero aprender de verdad, ¿podrías enseñármelo? Sólo muéstramelo una vez, y practicaré.

Damon echó una ojeada a su brazo, sintió cómo su buen juicio y su resolución flaqueaban. «¿Cómo consigue esto?»

—De acuerdo.

Suspiró. Existían al menos tres o cuatro billones de personas en aquella mota de polvo del planeta que darían cualquier cosa por estar con aquella cálida y entusiasta Elena Gilbert. El problema era que él resultaba ser una de ellas… y que estaba claro que a ella él le importaba un comino.

Cómo no. Ella tenía a su querido Stefan. Bueno, ya vería si su princesa seguía siendo la misma cuando ésta consiguiera —si lo lograba— liberar a Stefan y salir con vida del lugar al que se dirigía.

Entretanto, Damon se concentró en mantener voz, rostro y aura ecuánimes. Tenía algo de práctica en ello. Únicamente quinientos años, pero todo sumaba.

—Primero tengo que encontrar el lugar —le indicó, consciente de la falta de calidez en su voz, de aquel tono que no era tan sólo desapasionado sino realmente frío.

La expresión de Elena no vaciló; también ella podía mostrarse carente de emoción, e incluso sus profundos ojos azules parecían haber adquirido un destello glacial.

—De acuerdo. ¿Dónde está?

—Cerca del corazón, pero más a la izquierda.

Tocó el esternón de Elena, y luego movió los dedos a la izquierda.

Elena contuvo tanto la tensión como un estremecimiento; él pudo darse cuenta de ello. Damon trataba de localizar el lugar donde la carne resultaba blanda sobre el hueso, el lugar donde la mayoría de humanos suponían que tenían el corazón porque era donde percibían cómo éste latía. Debería de estar justo por… ahí…

—Ahora, haré circular tu Poder una o dos veces, y cuando puedas hacerlo por ti misma… será cuando estarás preparada para ocultar de verdad tu aura.

—Pero ¿cómo lo sabré?

—Lo sabrás, créeme.

No quería que ella siguiese haciendo preguntas, así que se limitó a alzar una mano frente a ella —sin tocar la carne o la ropa siquiera— y sincronizó la fuerza vital de Elena con la suya. Ya estaba. Ahora, había que poner en marcha el proceso. Sabía qué sensación le produciría a Elena: una descarga eléctrica, que empezaría en el punto donde la había tocado primero y que extendería rápidamente calor por todo el cuerpo.

A continuación, Elena percibió una veloz sucesión de sensaciones mientras Damon efectuaba una rotación o dos de práctica con ella. La primera, que la atrajo hacia Damon, la recorrió de abajo a arriba, extendiéndose hacia sus ojos y orejas. Elena se dio cuenta de que podía ver y oír mucho mejor. Luego, volvió a bajarle por la columna vertebral hacia las yemas de los dedos. Elena notó como se le aceleraban los latidos del corazón, y algo parecido a electricidad en las palmas de las manos. Esa misma electricidad volvió a subir por sus brazos y se extendió por los costados. Elena tembló. Finalmente, la energía descendió rápida por las piernas hasta las plantas de los pies, serpenteando por los dedos, antes de dar la vuelta y regresar a donde había empezado, cerca del corazón.

Damon oyó cómo Elena soltaba un leve grito ahogado al recibir el primer impacto de la descarga, y luego sintió cómo el corazón de la muchacha latía veloz y sus pestañas aleteaban a medida que el mundo le resultaba mucho más luminoso; sus pupilas se dilataron como si estuviese enamorada, su cuerpo se quedó rígido al oír el diminuto sonido de un roedor en la hierba, un sonido que jamás habría oído sin el Poder dirigido a los oídos. Y así, dando toda la vuelta al cuerpo, una vez y luego otra, de modo que pudiese familiarizarse con el proceso. Luego la dejó ir.

Elena estaba agotada; y eso que había sido él quien había gastado energía.

—Jamás… podré… hacerlo sola —jadeó.

—Sí, lo conseguirás, con el tiempo y con práctica. Y cuando puedas hacerlo, serás capaz de controlar todo tu Poder.

—Si tú… lo dices.

Los ojos de Elena estaban cerrados, sus pestañas oscuras en forma de media luna sobre las mejillas. Estaba claro que la había llevado al límite. Damon sintió la tentación de atraerla hacia él, pero se reprimió. Elena había dejado claro que no quería que la abrazase.

«Me pregunto a cuántos chicos habrá rechazado», pensó Damon de improviso, con amargura. Esa amargura le sorprendió un poco. ¿Por qué tendría que importarle a cuántos chicos había manipulado Elena? Cuando la convirtiera en su Princesa de la Oscuridad, irían los dos a la caza de presas humanas —en ocasiones juntos, en ocasiones solos—, y él no sentiría celos de ella. ¿Por qué tendría que importarle ahora cuántos encuentros románticos había tenido?

Pero descubrió que sí sentía amargura, amargura e ira suficientes como para responderle sin entusiasmo.

—Estoy convencido de que lo lograrás. Tan sólo necesitas practicar por tu cuenta.

En el coche, Damon se las apañó para seguir estando enojado con Elena, lo que resultaba difícil pues era una perfecta compañera de viaje. No parloteaba, no intentaba tararear ni —había que dar gracias por ello— cantaba con la radio; además, no masticaba chicle ni fumaba, no era de las que daban instrucciones al conductor, no necesitaba demasiadas paradas en áreas de descanso y jamás preguntaba: «¿Cuánto falta?».

En realidad, a cualquiera, varón o hembra, le resultaba difícil permanecer enojado con Elena Gilbert durante mucho tiempo. No se podía decir que fuese demasiado exuberante, como Bonnie, o demasiado serena, como Meredith. Elena era justo lo bastante encantadora para contrarrestar su mente brillante, activa y siempre intrigante; era justo lo bastante compasiva para compensar su confeso egoísmo, y justo lo bastante sesgada para asegurarse de que nadie la considerase nunca normal. Era profundamente leal a sus amigos y justo lo bastante indulgente para que ella misma no considerase a casi nadie su enemigo; a excepción de los kitsune y los Antiguos de la especie vampira. Era honesta, franca y afectuosa, y desde luego tenía una vena oscura en ella que sus amigos simplemente denominaban salvaje, pero que Damon reconocía como lo que realmente era, y que compensaba el lado candido, indulgente e ingenuo de su naturaleza. Y esas cualidades en ella, en especial en aquellos momentos, era justo lo que Damon no quería recordar.

Ah, sí…, y Elena Gilbert era lo bastante hermosa como para hacer que cualquiera de sus características negativas fuese del todo irrelevante.

Pero Damon estaba decidido a sentirse enojado y tenía por lo general la suficiente fuerza de voluntad para poder escoger su estado de ánimo y mantenerlo, tanto si era apropiado como si no. Hizo caso omiso de todos los intentos de Elena por trabar conversación, y finalmente ella lo dejó correr, en tanto que él mantenía la mente puesta en las docenas de muchachos y hombres con los que debía de haberse acostado la deliciosa muchacha que viajaba a su lado. Sabía que Elena, Caroline y Meredith habían sido las «mayores» del cuarteto de amigas, mientras que la pequeña Bonnie había sido la más joven y se la había considerado un poco demasiado ingenua para ser iniciada por completo.

Así pues, ¿por qué estaba él con Elena ahora?, se encontró preguntándose agriamente, a la vez que pensaba por un brevísimo segundo si Shinichi le estaba manipulando además de quitarle los recuerdos.

¿Se preocupaba Stefan alguna vez del pasado de Elena…, en especial con un antiguo novio —Memo— rondando aún por allí, dispuesto a dar su vida por ella? A Stefan no debía de preocuparle, o le habría puesto fin; no, ¿cómo podía Stefan poner fin a nada que Elena quisiera hacer? Damon había visto el choque de sus voluntades, incluso cuando Elena había sido una niña mentalmente justo después de regresar de la otra vida. En lo referente a la relación de Stefan con Elena, era ella quien tenía sin lugar a dudas el control. Como decían los humanos, «ella llevaba los pantalones».

Bueno, muy pronto sabría lo que era llevar pantalones de harén, se dijo Damon, riendo en silencio, aunque su estado de ánimo era más sombrío que nunca. El cielo sobre el coche se oscureció aún más en respuesta, y el viento arrancó hojas de verano a las ramas antes de tiempo. Gotas de lluvia salpicaron el parabrisas, y a continuación centelleó un relámpago y resonó el trueno.

Elena daba un leve respingo, involuntariamente, cada vez que sonaba un trueno, y Damon lo observaba con lúgubre satisfacción, sabiendo que ella sabía que podía controlar el clima. Ninguno de ellos dijo nada en absoluto al respecto.

«No suplicará», pensó, volviendo a sentir aquel agudo orgullo salvaje por ella y a continuación sintiéndose molesto consigo mismo por ser tan blando.

Pasaron ante un motel, y Elena siguió los borrosos letreros iluminados con los ojos, mirando por encima del hombro hasta que se perdió en la oscuridad. Damon no quería dejar de conducir. No se atrevía a detenerse, en realidad. Se dirigían hacia una tormenta realmente fea, y de vez en cuando el Prius patinaba, pero Damon se las arreglaba para mantenerlo bajo control… a duras penas. Disfrutaba conduciendo en aquellas condiciones.

No fue hasta que un letrero proclamó que el siguiente lugar donde pasar la noche estaba a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia que Damon, sin consultar con Elena, se metió por un inundado camino particular y detuvo el coche. Las nubes habían empezado a descargar ya; la lluvia caía a cántaros; y la habitación que Damon consiguió se encontraba en un pequeño edificio anexo, separado del motel principal.

La soledad le iba de maravilla a Damon.