El tiempo se detuvo. Elena descubrió que buscaba a tientas, por instinto, la mente de aquel que la besaba con tanta dulzura. Jamás había apreciado un beso hasta que hubo muerto, hasta que se convirtió en un espíritu, y luego fue devuelta a la tierra con una aura que revelaba el significado oculto de los pensamientos y palabras de otras personas e incluso sus mentes y ¿limas. Era como si hubiese obtenido un nuevo sentido. Cuando dos auras se entremezclaban de un modo tan intenso, dos almas quedaban al descubierto la una para la otra.
De un modo semiconsciente, Elena dejó que su aura se expandiese, y encontró una mente casi al momento. Ante su sorpresa, ésta retrocedió ante ella. Aquello no estaba bien, y se las arregló para agarrarla antes de que pudiese replegarse tras una enorme y dura piedra, que era como un peñasco. Lo único que quedaba fuera del peñasco —que le recordó la fotografía de un meteorito que había visto, con una superficie llena de cráteres y calcinada— eran funciones cerebrales rudimentarias y un niño pequeño, encadenado a la roca por las muñecas y los tobillos.
Elena se sintió anonadada. Fuera lo que fuese aquello que veía, supo que sólo era una metáfora, y que no debía juzgar con demasiada rapidez su significado. Las imágenes que tenía ante ella eran los símbolos del alma desnuda de Damon, pero en una forma que la propia mente de Elena podía comprender e interpretar, si lo miraba desde la perspectiva correcta.
En seguida supo que estaba contemplando algo importante. Había sentido el impresionante goce y la mareante dulzura de unir su alma a la de otro; y ahora, su amor y preocupación intrínsecos la empujaban a intentar comunicarse.
—¿Tienes frío? —le preguntó al niño, cuyas cadenas eran lo bastante largas para permitirle rodear bien fuerte con sus brazos las piernas contraídas; iba vestido con harapos negros.
Él asintió en silencio. Los enormes ojos oscuros parecían engullirle el rostro.
—¿De dónde vienes? —preguntó Elena, vacilante, pensando en modos de hacer que el niño estuviese caliente—. ¿De ahí dentro? —Indicó con un ademán el gigantesco peñasco.
El niño volvió a asentir.
—Se está más caliente ahí dentro, pero él ya no quiere dejarme entrar.
—¿Él? —Elena estaba siempre ojo avizor en busca de señales de Shinichi, aquel malicioso espíritu zorro—. ¿Quién es «él», cariño?
Ya se había arrodillado y había tomado al niño entre sus brazos; estaba frío, frío como el hielo, y el hierro estaba helado.
—Damon —musitó el pequeño, y por vez primera sus ojos dejaron de mirar a Elena, para mirar temerosos a su alrededor.
—¿Ha sido Damon quien te ha hecho esto?
La voz de la muchacha empezó en tono alto y acabó tan queda como el susurro del niño mientras éste volvía unos ojos suplicantes hacia ella y le palmeaba con desesperación los labios, como un gatito de garras aterciopeladas.
«Esto no son más que símbolos —se recordó Elena—. Es la mente de Damon, su alma, lo que contemplas.»
«Pero ¿lo estás haciendo? —preguntó de improviso una parte analítica de sí misma—. ¿No hubo… una vez antes en que hiciste esto con alguien… y viste un mundo en su interior, paisajes llenos de amor y belleza iluminada por la luna, todo ello símbolo del funcionamiento normal y saludable de una mente corriente extraordinaria?» Elena no podía recordar el nombre de la persona, pero recordaba la belleza. Sabía que su propia mente usaría tales símbolos para presentarse a otra persona.
No, comprendió bruscamente y de un modo tajante: en realidad no veía el alma de Damon. El alma de Damon estaba en algún lugar dentro de esa enorme y pesada masa de piedra. Vivía apretujado dentro de aquella cosa horrenda, y quería que fuese así. Todo lo que quedaba fuera era un viejo recuerdo de su infancia, un niño que había sido desterrado del resto de su alma.
—Si Damon te dejó aquí, entonces ¿quién eres? —preguntó lentamente Elena, poniendo a prueba su teoría, a la vez que asimilaba los ojos negrísimos del niño y el pelo oscuro y las facciones que conocía incluso a pesar de ser tan jóvenes.
—Soy… Damon —murmuró el pequeño, con un cerco blanco alrededor de los labios.
Tal vez incluso revelar tanto le resultaba doloroso, se dijo Elena. No quería hacer daño a este símbolo de la infancia de Damon; lo que quería era que sintiese la dulzura y el bienestar que ella sentía. Si la mente de Damon hubiese sido como una casa, habría querido ordenarla y llenar cada habitación de flores y de luz de las estrellas; y si hubiese sido un paisaje, habría dibujado un halo alrededor de la blanca luna llena, o un arco iris entre las nubes; pero en su lugar se mostraba como un niño famélico encadenado a un peñasco en el que nadie podía abrir una brecha, y ella quería consolar y tranquilizar al niño.
Sostuvo contra el pecho a la criatura, frotándole brazos y piernas con fuerza y recostándolo contra su cuerpo espíritu.
Al principio, él pareció tenso y cauteloso en sus brazos. Pero al cabo de un poco, al ver que no sucedía nada terrible como resultado del contacto entre ambos, se relajó y ella sintió cómo el cuerpecito se volvía cálido, adormilado y pesado en sus brazos; ella misma tuvo una sensación protectora de una dulzura aplastante hacia el pequeño.
En apenas unos pocos minutos, el niño que tenía en los brazos estaba dormido, y Elena se dijo que había un levísimo amago de sonrisa en sus labios. Abrazó con fuerza el cuerpecito, acunándolo con suavidad mientras ella misma sonreía. Pensaba en alguien que la había abrazado cuando ella había llorado. Alguien a quien no…, no olvidaba, jamás olvidaba…, pero que le provocaba un doloroso nudo de tristeza en la garganta. Alguien tan importante —era de suma importancia que le recordara ahora, en aquel momento— y al que ella…, ella tenía que… encontrar…
Y entonces, de improviso, la tranquila noche en la mente de Damon se inundó de… sonido, luz y energías. Incluso Elena, novata como era en los métodos del Poder, supo que había avivado el recuerdo de un único nombre.
Stefan.
¡Cielos!, se había olvidado de él; realmente, durante unos pocos minutos, se había permitido verse atraída al interior de algo que significaba olvidarle. La angustia de todas aquellas solitarias horas de noche cerrada que había pasado sentada y vertiendo su dolor y miedo en el diario se había desvanecido; la paz y el consuelo que Damon le había ofrecido la habían hecho olvidar verdaderamente a Stefan, olvidar lo que podría estar padeciendo en aquellos mismos instantes.
—¡No…, no! —Elena forcejeaba sola en la oscuridad—. Suéltame… Tengo que encontrar… No puedo creer que olvidase…
—Elena —la voz de Damon era serena y bondadosa… o al menos desapasionada—, si sigues revolviéndote de ese modo, vas a soltarte…, y hay un largo trecho hasta el suelo.
La muchacha abrió los ojos, todos los recuerdos de rocas y niños salieron volando, desperdigándose en todas direcciones igual que blancas hebras sedosas de diente de león. Lanzó a Damon una mirada acusadora.
—Tú…, tú…
—Sí —repuso Damon tranquilamente—, cúlpame a mí. ¿Por qué no? Pero yo no te he influenciado, y tampoco te he mordido. Me he limitado a besarte. Tus poderes han hecho el resto; puede que sean incontrolables, pero son sumamente persuasivos de todos modos. Francamente, jamás tuve intención de ser succionado tan profundamente…, si me perdonas el retruécano.
Hablaba en un tono ligero, pero Elena percibió la repentina visión interior de un niño que lloraba, y se preguntó si Damon realmente se inmutaba tan poco como parecía.
«Pero ésa es su especialidad, ¿no es cierto? —pensó, sintiendo una repentina amargura—. Reparte sueños, fantasías, un placer que permanece en las mentes de sus… donantes.» Elena sabía que las muchachas y mujeres jóvenes de las que Damon… se alimentaba… le adoraban, y que su única queja era que no las visitaba lo bastante a menudo.
—Lo comprendo —le dijo Elena mientras descendían hacia el suelo—. Pero esto no puede volver a suceder. Sólo hay una persona a la que puedo besar, y es Stefan.
Damon abrió la boca, pero justo entonces se oyó el sonido de una voz tan enfurecida y acusadora como la de la propia Elena, y a la que no importaban las consecuencias. La chica recordó entonces a la otra persona que había olvidado.
—¡DAMON, HIJO DE MALA MADRE, BÁJALA!
Matt.
Elena y Damon se detuvieron con un elegante giro, justo al lado del Jaguar. Inmediatamente, Matt corrió hacia Elena y se la arrebató violentamente, examinándola como si hubiese sufrido un accidente, dedicando una atención especial a su cuello. Una vez más, Elena se sintió incómodamente consciente de ir vestida con un camisón blanco de encaje en presencia de dos chicos.
—Estoy perfectamente, de verdad —le dijo a Matt—. Sólo estoy un poco mareada. Me encontraré mejor en unos minutos.
Matt soltó un suspiro de alivio. Tal vez no siguiese estando enamorado de ella como lo había estado una vez, pero Elena sabía que ella le importaba muchísimo y que siempre le importaría. Se preocupaba por ella porque era la novia de su amigo Stefan, pero también por ella misma, y Elena sabía que él nunca olvidaría el tiempo que habían pasado juntos.
Es más, creía en ella. Así que entonces, al prometerle que estaba bien, la creyó. Incluso estuvo dispuesto a dedicarle a Damon una mirada que no era totalmente hostil.
Y entonces ambos jóvenes se dirigieron al lado del conductor del Jag.
—¡Ah, no! —dijo Matt—. Tú condujiste ayer… ¡y mira lo que ha sucedido! Tú mismo lo has dicho: ¡hay vampiros siguiéndonos el rastro!
—¿Estás diciendo que es culpa mía? ¿Los vampiros le siguen el rastro a esta cosa gigantesca pintada de rojo como un coche de bomberos y resulta que es cosa mía?
Matt se limitó a adoptar una expresión terca: la mandíbula apretada, la tez bronceada sonrojada.
—Lo que digo es que deberíamos turnarnos. A ti ya te ha tocado.
—No recuerdo que en ningún momento se dijese nada sobre «turnarse». —Damon consiguió darle a la palabra una inflexión que la hizo parecer una actividad más bien perversa—. Y si yo voy en un coche, soy yo quien conduce.
Elena carraspeó. Ninguno de ellos reparó en ella.
—¡No subiré a un coche si lo conduces tú! —replicó Matt, enfurecido.
—¡Pues yo no subiré a un coche si eres tú quien lo conduce! —repuso Damon lacónicamente.
Elena carraspeó más fuerte, y Matt finalmente recordó que existía.
—Bueno, no podemos esperar que Elena nos lleve todo el camino hasta donde sea que vamos —dijo, antes de que ella pudiese sugerir tal posibilidad—. A menos que vayamos a llegar allí hoy —añadió, dirigiendo una aguda mirada a Damon.
Damon meneó negativamente la oscura cabeza.
—No; estoy tomando la ruta turística. Y cuanta menos gente sepa adonde vamos, más seguros estaremos. No podrás contárselo a nadie si lo desconoces.
Elena sintió como si alguien le acabase de tocar levemente la nuca con un cubito de hielo. El modo en que Damon había dicho aquellas palabras…
—Pero ellos ya sabrán adonde vamos, ¿no es cierto? —preguntó, regresando con energía a las cuestiones prácticas—. Saben que queremos rescatar a Stefan, y saben dónde está Stefan.
—Claro que sí. Sabrán que intentamos entrar en la Dimensión Oscura. Pero ¿por qué puerta? ¿Y cuándo? Si conseguimos despistarlos, la única cosa de la que tendremos que preocuparnos es de Stefan y los guardas de la prisión.
Matt miró a su alrededor.
—¿Cuántas puertas hay?
—Miles. Dondequiera que se crucen tres líneas de energía, existe potencial para un portal. Pero puesto que los europeos expulsaron a los indios americanos fuera de sus hogares, la mayoría de los portales no se usan ni se mantienen como sucedía en los viejos tiempos. —Damon se encogió de hombros.
Elena sentía un cosquilleo de emoción y ansiedad por todo el cuerpo.
—¿Por qué no nos limitamos a localizar el portal más cercano y lo cruzamos, entonces?
—¿Viajar todo el camino hasta la prisión bajo tierra? Mirad, no lo comprendéis en absoluto. En primer lugar, me necesitáis a vuestro lado para que os ayude a entrar en un portal…, y aun así no va a resultar agradable.
—¿No será agradable para quién? ¿Para nosotros o para ti? —preguntó Matt, sombrío.
Damon le dedicó una larga mirada inexpresiva.
—Si lo intentaseis por vuestra cuenta, resultaría degradable de un modo breve y definitivo para vosotros. Conmigo, debería ser incómodo, pero una cuestión rutinaria. Y en cuanto a cómo es viajar aunque sólo sean unos pocos días por ahí abajo…, bueno, lo acabaréis comprobando vosotros mismos —respondió Damon, con una sonrisa curiosa—. Y se tardaría mucho, mucho más que yendo por un portal principal.
—¿Por qué? —quiso saber Matt, siempre dispuesto a hacer preguntas cuyas respuestas Elena en realidad no deseaba en absoluto.
—Porque se trata o bien de jungla, donde sanguijuelas de metro y medio que caen de los árboles van a ser el menor de vuestros problemas, o de páramos, donde cualquier enemigo puede divisaros… y realmente todo el mundo es vuestro enemigo.
Hubo una pausa mientras Elena pensaba intensamente. Damon tenía un semblante serio. Era evidente que en realidad no quería hacerlo…, y no había muchas cosas que preocuparan a Damon, a quien le gustaba de veras pelear. Sobre todo, si se trataba de un simple pasatiempo…
—De acuerdo —repuso la joven lentamente—, seguiremos con tu plan.
Al instante, los dos chicos volvieron a alargar la mano hacia la manija de la puerta del conductor.
—Haced el favor de escuchar —dijo Elena sin mirar a ninguno de ellos—. Voy a conducir mi Jaguar hasta la siguiente ciudad. Pero primero voy a entrar en él y me pondré ropas de verdad y a lo mejor incluso duermo unos minutos. Matt querrá localizar un arroyo en el que pueda lavarse. Y luego voy a ir a cualquiera que sea la ciudad que esté más cerca para tomar un buen desayuno. Después de eso…
—…la discusión puede iniciarse de nuevo —terminó Damon por ella—. Haz todo eso, preciosa. Me reuniré con vosotros en cualquier restaurante de mala muerte que hayáis elegido.
Elena asintió.
—¿Estás seguro de que podrás encontrarnos? Lo cierto es que intento contener mi aura.
—Oye, un jaguar rojo como un coche de bomberos en cualquier ciudad diminuta que encuentres en esta carretera va a resultar tan llamativo como un platillo volante —respondió Damon.
—¿Por qué no se limita a venir con…?
La voz de Matt se apagó. De algún modo, a pesar de que se trataba de su motivo de queja más profundo contra Damon, a menudo olvidaba que éste era un vampiro.
—Así que tú vas a ir allí primero y encontrarás alguna jovencita que vaya de camino a la escuela de verano —dijo Matt, y sus azules ojos parecieron oscurecerse—. Y descenderás sobre ella y te la llevarás a donde nadie la oiga chillar y luego le echarás la cabeza hacia atrás y le hundirás los dientes en la garganta.
Se produjo una pausa bastante prolongada. Luego Damon dijo, en un tono levemente herido:
—No voy a hacer eso.
—Es lo que… vosotros… hacéis. Me lo hiciste a mí.
Elena vio la necesidad de una intervención realmente drástica: la verdad.
—Matt, Matt, no fue Damon quien te hizo eso. Fue Shinichi. Lo sabes bien. —Tomó al muchacho por los antebrazos con dulzura y le hizo girar hasta tenerlo de cara a ella.
Durante un largo momento Matt se negó a mirarla. El tiempo transcurría y Elena empezó a temer que él estuviese fuera de su alcance, pero entonces Matt alzó por fin la cabeza y pudo mirarle a los ojos.
—De acuerdo —dijo él en voz baja—; lo secundaré. Pero sabes que va a beber sangre humana.
—¡De un donante voluntario! —gritó Damon, que tenía un oído muy fino.
Matt volvió a estallar.
—¡Porque tú les obligas a hacerlo voluntariamente! Les hipnotizas y…
—No, no lo hago.
—… o «influyes» en ellos, o lo que sea. ¿Qué te parecería a ti que…?
Desde detrás de la espalda de Matt, Elena efectuaba ya furiosos ademanes a Damon para que se fuera, como si estuviese ahuyentando a una bandada de gallinas. Al principio, Damon se limitó mirarla y enarcar una ceja, pero luego se encogió elegantemente de hombros y obedeció, la figura desdibujándose mientras adoptaba la forma de un cuervo y se convertía rápidamente en un simple punto en el sol que se alzaba.
—¿Crees que —dijo Elena con voz sosegada— podrías deshacerte de tu estaca? Sólo servirá para que Damon se vuelva totalmente paranoico.
Matt miró a todas partes menos a ella y luego, asintió.
—La tiraré cuando baje la colina para lavarme —contestó, contemplando sombrío sus pantalones llenos de barro—. De todos modos —añadió—, tú entra en el coche e intenta dormir un poco. Parece que lo necesitas.
—Despiértame en un par de horas —respondió ella; no tenía la menor idea de que en un par de horas iba a lamentar aquello más de lo que podía imaginar.