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La entrega

Dexter había memorizado la ruta de San Martín a Key West, pero no había ninguna necesidad de que lo hubiese hecho. Los sistemas de vuelo del Hawker eran tan fáciles de entender que incluso una persona que no supiera pilotar podía seguir las indicaciones de la pantalla de cristal líquido que mostraba el curso.

Se encontraban a unos cuarenta minutos de vuelo de la costa cuando Dexter vio que el borroso manchón de las luces de Granada pasaba por debajo del ala de estribor. Tras otras dos horas de trayecto por encima de las aguas, tomaron tierra en la costa sur de la República Dominicana.

Al cabo de dos horas más, entre la costa de Cuba y la mayor isla de las Bahamas, Andros, Dexter se inclinó hacia delante y rozó suavemente la oreja del francés con la punta del cañón de su automática.

—Desconecte el comunicador.

El copiloto miró al yugoslavo, que se encogió de hombros y asintió. El copiloto hizo lo que Dexter ordenaba. Con aquel sistema, diseñado para emitir incesantemente una señal de identificación, desconectado, el Hawker quedó reducido a un puntito en cualquier pantalla de radar. Para cualquiera que no estuviera pendiente de él, el Hawker había dejado de existir. Pero también había anunciado que era un intruso sospechoso.

Al sur de Florida, y prolongándose por encima del mar hasta una gran distancia de ella, se encuentra la Zona de Identificación de la Defensa Aérea, concebida para proteger el flanco sudeste de Estados Unidos de la incesante guerra llevada a cabo por los traficantes que intentan introducir droga en el país. Cualquier persona que entre en el sector sin disponer de un plan de vuelo se encontrará muy pronto en serios problemas.

—Baje hasta cien metros por encima del mar —dijo Dexter—. Descienda, de inmediato. Apague las luces de navegación y las de la cabina.

—Eso es volar muy bajo —dijo el piloto mientras la proa del Hawker empezaba a descender a través de la cota de los nueve mil metros de altitud. El avión quedó sumido en la oscuridad.

—Imagínese que es el Adriático. Usted ya ha hecho esto antes. Era cierto. Como piloto de caza en las fuerzas aéreas yugoslavas, el coronel Stepanovic había mandado ataques contra la costa de Croacia hasta bastante por debajo de los cien metros de altitud a fin de eludir la detección de los radares. Con todo, tenía cierta parte de razón en lo que había dicho.

El mar iluminado por la luna tiene efectos hipnóticos. Puede incitar al piloto que está volando bajo a descender cada vez más, hasta que roza la superficie de las olas y se hunde en el agua. Por debajo de los ciento cincuenta metros de altitud, los altímetros tienen que ser tremendamente precisos y han de ser comprobados constantemente. El Hawker se niveló a los ciento veinte metros de altitud cuando se encontraban a ciento cincuenta kilómetros al sudeste de Islamorada, y siguió por el canal de Santaren en dirección a los cayos de Florida. Recorrer aquellos últimos ciento cincuenta kilómetros tan cerca del nivel del mar casi engañó al radar.

—Aeropuerto de Key West, pista Dos-Siete —dijo Dexter.

Había estudiado la disposición del lugar donde pensaba tomar tierra. El aeropuerto de Key West va de este a oeste, y esa era la dirección de su pista principal. Todos los edificios se encuentran situados en el extremo este. Tomar tierra yendo hacia el oeste colocaría la extensión de la pista entre el Hawker y los vehículos que estarían acercándose rápidamente a él. Pista Dos-Siete significaba enfilar el avión hacia la lectura 270 de la brújula, es decir hacia el oeste.

Se encontraban a ochenta kilómetros del lugar en el que tomarían tierra cuando fueron detectados. A unos cuarenta kilómetros al norte de Key West está Cayo Cudjoe; allí hay un enorme globo cautivo que flota a seis mil metros de distancia del suelo. Allí donde la inmensa mayoría de los radares costeros miran hacia arriba y hacia fuera, aquel globo cautivo mira hacia abajo. Sus radares pueden detectar a cualquier avión que intente escabullirse.

Hasta los globos cautivos necesitan que se los revise de vez en cuando, y el de Cudjoe es bajado a tierra a intervalos aleatorios que nunca son anunciados. La casualidad había querido que aquella tarde el globo estuviera ascendiendo. Se encontraba a tres mil metros de altitud cuando vio surgir al Hawker del negro mar, con el comunicador desconectado y sin ningún plan de vuelo. Unos segundos después, dos F-16 despegaban de la base que la Fuerza Aérea tiene en Pensacola. Ascendiendo rápidamente y rompiendo la barrera del sonido, los dos Halcones Luchadores adoptaron su formación habitual y pusieron rumbo hacia el sur en dirección al último de los cayos. A cuarenta kilómetros de ellos, el capitán Stepanovic había reducido la velocidad a doscientos nudos y estaba empezando a nivelar. Las luces de los cayos Cudioe y Sugarloaf parpadeaban a estribor. Los radares de vigilancia inferior de los F-16 captaron la presencia del intruso y los pilotos alteraron su curso una fracción para aproximarse desde atrás, a más de mil nudos por hora.

El azar quiso que George Tanner estuviera aquella noche en Key West como controlador de vuelos, y unos minutos después de cerrar el aeropuerto se dio la alarma. La posición del intruso indicaba que intentaba aterrizar, que era lo más inteligente que se podía hacer teniendo en cuenta las circunstancias. Una vez que han sido interceptados por los cazas, a los intrusos que llegan con las luces apagadas y el comunicador desconectado se les advierte que deben hacer lo que se les diga y tomar tierra allí donde se les indique. No hay segundas advertencias: la guerra contra los traficantes de droga es algo demasiado serio para andarse con juegos.

Con todo, es posible que un avión en esa situación esté sufriendo una emergencia, y merece que se le dé una oportunidad de tomar tierra. La luz siguió encendida. A treinta y cinco kilómetros de allí, los tripulantes del Hawker vieron las luces de la pista reluciendo ante ellos. Muy por encima y detrás de ellos, los F-16 empezaron a descender mientras accionaban sus frenos de aire. Para aquellos cazas, doscientos nudos casi era una velocidad de aterrizaje.

Los F-16 localizaron al Hawker por el resplandor rojizo de las emanaciones de las turbinas que flanqueaban su cola cuando todavía le faltaban por recorrer unos quince kilómetros para aterrizar. Antes de que la tripulación del Hawker se diese cuenta de lo que estaba ocurriendo, los mortíferos cazas ya lo estaban flanqueando.

—Birreactor no identificado, mire hacia delante y tome tierra. He dicho que mire hacia delante y tome tierra —dijo una voz en el oído del capitán.

El tren de aterrizaje salió del fuselaje, el alerón se colocó a un tercio y el Hawker se dispuso a aterrizar. La estación aérea naval de Cayo Chica desfiló rápidamente a su derecha. Las ruedas principales del Hawker buscaron las marcas de toma de tierra, encontraron el cemento y se posaron en territorio de Estados Unidos. Durante la última hora Dexter había llevado colocados los auriculares de recambio y había mantenido el micrófono delante de su boca. Cuando las ruedas del tren de aterrizaje entraron en contacto con la pista, pulsó el botón de transmitir.

—Reactor Hawker no identificado a torre de Key West, ¿me reciben?

La voz de George Tanner resonó claramente en sus oídos.

—Recibido y entendido.

—Torre, dentro de este avión viaja un criminal de guerra responsable de la muerte de un ciudadano estadounidense en los Balcanes. Se encuentra esposado a su asiento. Le ruego que informe al jefe de policía para que se encargue de custodiarlo y espere la llegada de los federales.

Luego cortó la conexión sin esperar respuesta y se volvió hacia el capitán Stepanovic.

—Vaya hasta el final de la pista, deténgase allí y los dejaré ir —dijo Dexter, poniéndose de pie y guardándose el arma en el bolsillo.

Detrás del Hawker, los camiones del servicio de emergencia ya estaban saliendo de los edificios del aeropuerto y venían hacia ellos.

—Abra la puerta, por favor —pidió Dexter.

Salió de la cubierta de vuelo y volvió a pasar por la cabina en el instante en que se encendían las luces. Los dos prisioneros parpadearon bajo la súbita claridad. A través de la puerta abierta, Dexter vio los camiones que se acercaban rápidamente. El destellar de las luces rojas y azules indicaba la presencia de coches de la policía. Las sirenas todavía sonaban lejanas, pero se estaban aproximando.

—¿Dónde estamos? —preguntó Zoran Zilic.

—En Key West —respondió Dexter.

—¿Por qué?

—¿Se acuerda de un prado en Bosnia, durante la primavera de 1995? ¿Se acuerda de un muchacho estadounidense que suplicaba por su vida? Pues bien, amigo, todo esto es… —señaló hacia fuera con un movimiento de la mano— un regalo del abuelo del muchacho.

Bajó por la escalerilla y fue hasta el montante del tren de aterrizaje de proa. De dos balazos hizo estallar los neumáticos. La valla divisoria estaba a seis metros de allí. El mono oscuro de mecánico no tardó en perderse entre la negrura cuando Dexter saltó la valla y se alejó entre los manglares.

Las luces del aeropuerto se fueron atenuando a sus espaldas mientras se internaba en la arboleda; pero enseguida empezó a distinguir los centelleos de los faros de coches y camiones en la carretera que discurría más allá del pantano. Dexter sacó de su bolsillo un móvil y marcó un número. Muy lejos de allí, en Windsor, Ontario, un hombre contestó a la llamada.

—¿Señor Edmond?

—El mismo.

—El paquete de Belgrado que usted había encargado acaba de llegar al aeropuerto de Key West, Florida.

No dijo nada más, y apenas oyó el grito que sonó al otro extremo de la línea antes de cortar la conexión. Solo para asegurarse, arrojó el móvil a las aguas pantanosas que había junto a la carretera, en las que se hundió para siempre.

Diez minutos más tarde un senador vio interrumpida su cena en Washington, y, antes de que hubiera transcurrido una hora, dos agentes de la delegación del Servicio Federal Aéreo de Marshals en Miami se dirigían hacia el sur.

Antes de que los marshals hubieran terminado de atravesar Islamorada, un camionero que iba en dirección al norte y acababa de salir de Key West vio una figura solitaria en la cuneta de la US 1. Al ver el mono creyó que se trataba de un colega al que su vehículo había dejado tirado. Se detuvo.

—Voy hasta Marathon —dijo desde la cabina—. ¿Le sirve de algo?

—Marathon me irá estupendamente —respondió el hombre. Faltaban veinte minutos para que fuera medianoche.

Kevin McBride necesitó la totalidad del día 9 para encontrar su camino de regreso a casa. El comandante Van Rensberg, que todavía estaba tratando de encontrar al impostor desaparecido y se consolaba pensando que al menos el hombre que le pagaba el sueldo se encontraba a salvo, le proporcionó al hombre de la CIA un medio de transporte hasta la capital. El coronel Moreno le consiguió un pasaje desde el aeropuerto de Paramaribo. Un vuelo de la KLM lo llevó a la isla de Curaçao. Allí logró una conexión con el Aeropuerto Internacional de Miami, y de ahí el puente aéreo a Washington. McBride llegó muy tarde, y agotado. El lunes por la mañana, bastante temprano, entró en el despacho de Paul Devereaux. Este estaba pálido y parecía haber envejecido considerablemente. Le señaló un asiento a McBride y empujó con gesto cansado una hoja a través del escritorio.

Los buenos reporteros hacen todo lo posible para tener un contacto en las fuerzas de policía de su área. Estarían locos si no lo hicieran, y el corresponsal del Miami Herald en Key West no era una excepción. Los acontecimientos del sábado por la noche le fueron filtrados por amigos de la policía de Key West el mediodía del domingo, y su artículo llegó con tiempo más que suficiente para aparecer en la edición del lunes. Lo que Devereaux se encontró encima de su escritorio aquel lunes por la mañana era una sinopsis de dicho artículo.

La historia de Zilic, de quien se sospechaba era un criminal de masas y había sido detenido dentro de su propio reactor privado después de un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto internacional de Key West, ocupaba el tercer titular de la primera página.

—Santo Dios —murmuró McBride mientras leía—. Creíamos que había huido.

—No. Parece ser que su avión fue secuestrado en vuelo —dijo Devereaux—. ¿Sabes lo que significa esto, Kevin? No, por supuesto que no lo sabes… Y la culpa de que no lo sepas es mía, claro está. Debería habértelo explicado. El Proyecto Peregrino ha muerto, y dos años enteros de trabajo han ido a parar al fondo del río Swanee. No puedo seguir adelante sin ese hombre.

Devereaux procedió a explicar a McBride los detalles de la conspiración que había concebido para hacer realidad la operación antiterrorista más grande del siglo.

—¿Cuándo tenía que volar a Karachi para acudir a esa reunión en Peshawar? —preguntó McBride.

—El día veinte. Yo necesitaba esos diez días adicionales —respondió Devereaux. Se levantó, fue hasta la ventana y se puso a contemplar los árboles, de espaldas a su subordinado—. Llevo aquí desde el amanecer, después de que una llamada telefónica me despertase con la noticia. No dejo de preguntarme cómo lo consiguió ese maldito Vengador, que ojalá arda en el infierno.

McBride guardó silencio; era su forma de expresar su solidaridad hacia aquel hombre.

—No tiene un pelo de estúpido, Kevin —prosiguió Devereaux—. Me niego a admitir que un estúpido haya sido capaz de vencerme de esa manera. Es listo, mucho más listo de lo que yo jamás hubiera imaginado… Siempre ha estado un paso por delante de mí. Tenía que saber que se estaba enfrentando a mí. Solo un hombre pudo habérselo contado. ¿Y sabes quién era ese hombre, Kevin?

—Ni idea, Paul.

—Un bastardo santurrón del FBI llamado Colin Fleming. Pero aun así, ¿cómo se las arregló para vencerme en mi propio juego? Tuvo que adivinar que solicitaríamos la cooperación de la embajada de Surinam en Washington. Así que se inventó a ese tal profesor Medvers Watson, el as de los cazadores de mariposas. Un nombre ficticio, un mero señuelo, naturalmente… Tendría que haberme dado cuenta, Kevin. El profesor era un fraude y había sido concebido con la intención de que lo descubrieran. Hace dos días tuve noticias de nuestra gente en Surinam. ¿Sabes qué me dijeron?

—No, Paul.

—Que Henry Nash había obtenido su visado en Amsterdam. Nunca se nos ocurrió pensar en Amsterdam. Qué bastardo más astuto… Así que Medvers Watson entró en la República de San Martín y murió en la selva. Tal como se había pretendido que ocurriera, y eso le proporcionó a nuestro hombre seis días mientras nosotros demostrábamos que todo había sido un ardid. A esas alturas él ya estaba dentro y observaba la fortaleza de Zilic desde lo alto de una montaña. Entonces fue cuando tú entraste en escena.

—Pero a mí también se me escapó, Paul.

—Solo porque ese sudafricano idiota se negó a escucharte. Por supuesto que ese peón cloroformizado tenía que ser descubierto a media mañana. Por supuesto que había que dar la alarma. Para que soltaran a los perros, claro está. Para permitir que surtiera efecto el tercer ardid, cuando todo el mundo dio por sentado que ese hombre había matado a un guardia y había ocupado su lugar.

—Pero en eso yo también estaba equivocado, Paul. Te juro que me pareció ver que un guardia de más entraba corriendo en el recinto de la mansión a la hora del crepúsculo. Al parecer nunca existió ese guardia, porque al amanecer ya se habían cerciorado de que no sobraba ningún hombre.

—Para entonces ya era demasiado tarde. Nuestro hombre había secuestrado el avión en pleno vuelo. —Devereaux se apartó de la ventana, fue hacia McBride y le tendió la mano—. Todos nos hemos equivocado, Kevin. Él ganó y yo perdí. Pero te agradezco lo que hiciste y lo que intentaste hacer. En cuanto a Colin Fleming, ese bastardo al que le encanta dar lecciones de moral y que previno a nuestro hombre, me ocuparé de él a su debido tiempo. Por el momento, tendremos que volver a empezar partiendo de cero. UBL sigue en libertad, urdiendo sus conspiraciones y haciendo sus planes… Quiero que todo el equipo esté aquí mañana a las ocho. Café y bollos, ¿de acuerdo? Veremos las noticias de la CNN y luego tendremos una larga sesión de trabajo: autopsia y planes para el futuro, qué rumbo vamos a tomar a partir de ahora…

McBride se puso en pie para marcharse.

—¿Sabes una cosa, Kevin? —dijo Devereaux en el momento en que su subordinado ya estaba llegando a la puerta—. Si hay algo que he aprendido después de treinta años en la Agencia, es esto: existen ciertos niveles de lealtad que nos obligan a ir más allá de lo que exige el deber.