31
El golpe

Después de soportar los abrasadores rayos del sol sobre la piel desnuda, las aguas del torrente eran como un bálsamo. Pero se trataba de unas aguas peligrosas, porque corrían cada vez más rápido a medida que se precipitaban hacia el mar fluyendo entre paredes de cemento.

En el lugar por donde Dexter había saltado al torrente todavía le hubiese sido posible escalar el otro lado. Pero se encontraba demasiado alejado del sitio en el que necesitaba estar y oía a los perros en la lejanía. Además, desde lo alto de la montaña había visto el árbol que aparecía en las fotografías aéreas.

Entre las cosas que había llevado y aún no había utilizado se encontraba un rezón plegable y seis metros de sólido cable trenzado con hebras de bramante. Mientras la corriente lo arrastraba siguiendo un curso tortuoso y lleno de curvas, Dexter extendió las tres uñas del rezón y pasó en torno a su muñeca izquierda el cable que había enrollado previamente.

En un recodo del torrente vio el árbol alzándose ante él. Crecía en la orilla, en el lado del cauce que daba al campo de aviación, y dos gruesas ramas se extendían por encima de las aguas. Cuando estuvo un poco más cerca, Dexter sacó medio cuerpo del torrente y lanzó el rezón por encima de su cabeza.

Oyó el ruido de las uñas del rezón enganchándose en las ramas, y al pasar por debajo del árbol sintió un dolor en la articulación del brazo derecho y un fuerte tirón que hizo que la corriente dejara de arrastrarlo.

Tirando del cable, Dexter se acercó poco a poco a la orilla y sacó el torso del torrente. La presión del agua disminuyó, limitándose a sus piernas. Dexter tendió la mano libre, se aferró a la hierba y se impulsó hacia delante hasta alcanzar tierra firme.

El rezón había desaparecido entre las ramas. Dexter se limitó a estirar el brazo hacia arriba tanto como pudo y cortó el cable con su cuchillo. Sabía que se encontraba a unos cien metros de la sección de valla del campo de aviación que había cortado cuarenta horas antes. Lo único que podía hacer ahora era arrastrarse. Dexter calculó que los perros más próximos debían de estar a un kilómetro y medio de distancia y al otro lado del torrente. Encontrarían los puentes, pero para eso aún faltaba.

Dos noches antes, en medio de la oscuridad, Dexter había cortado una sección vertical y luego otra en horizontal de la valla metálica que rodeaba el campo de aviación, pero había dejado intacto un hilo para mantener la tensión en la valla. Había escondido las cizallas entre la alta hierba cercana a aquella, y fue allí donde Dexter las encontró.

Había vuelto a atar los dos cortes con cable de plástico verde. Le llevó menos de un minuto dejar sueltos los cortes de nuevo; oyó un suave tañido metálico cuando cortó el hilo que mantenía la tensión, y se arrastró a través de la abertura. Todavía tumbado sobre el vientre, se volvió y ató otra vez los trozos de valla metálica que había cortado. Desde una distancia de diez metros nadie advertiría que estaban seccionados.

En el lado que daba a las tierras de cultivo, los peones cortaban heno para forraje, pero a los lados del camino la hierba alcanzaba un palmo de altura. Dexter encontró la bicicleta y las otras cosas que había robado, se vistió para que no lo quemara el sol, y se tendió en el suelo a esperar. Poco después oyó, al otro lado de la valla, que los perros encontraban las ropas ensangrentadas, a aproximadamente un kilómetro y medio de allí.

Cuando Van Rensberg, al volante de su Land Rover, llegó a la puerta de la mansión, los guardias de refuerzo ya se encontraban en sus puestos. Un camión se detuvo ante la puerta y los hombres que iban en él saltaron al suelo, fuertemente armados con fusiles de asalto M-16. El joven oficial que iba al mando dispuso a sus hombres en columnas mientras las puertas de roble se abrían girando sobre sus goznes. Las columnas entraron por ellas a paso ligero y se dispersaron rápidamente por todo el recinto ajardinado. Van Rensberg los siguió y las puertas se cerraron.

Los escalones que conducían a la terraza se alzaban ante ellos, pero el sudafricano fue hacia la derecha, rodeando la terraza. McBride vio unas cuantas entradas en el nivel inferior y las puertas, accionadas eléctricamente, de tres garajes subterráneos.

El mayordomo estaba esperando. Los condujo al interior por un pasillo, dejaron atrás unas puertas que llevaban a los garajes, subieron por un tramo de escalones y llegaron a la zona principal de la mansión.

El serbio estaba en la biblioteca. Aunque el sol de última hora de la tarde todavía calentaba lo suyo, Zoran Zilic había elegido la discreción por encima del valor. Estaba sentado a una mesa de conferencias delante de una taza de café. Señaló los asientos a sus dos invitados. Su guardaespaldas, Kulac, permanecía de pie al fondo de la estancia, alerta, apoyado contra una pared llena de ediciones príncipe que no habían sido leídas.

—Deme su informe —dijo Zilic sin ninguna ceremonia.

Van Rensberg tuvo que hacer su humillante confesión de que alguien, actuando en solitario, se había introducido en la fortaleza, haciéndose pasar por un trabajador, había burlado a los perros, había matado a un guardia y, luego de ponerse su uniforme, había arrojado el cuerpo a las veloces aguas del torrente.

—¿Dónde se encuentra ese hombre ahora?

—Entre el muro que rodea la mansión y la valla que protege la aldea y el campo de aviación, señor.

—¿Y qué piensa hacer usted al respecto?

—Llamaré a todos cuantos están a mis órdenes y comprobaré su identidad.

¿Quis custodiet ipsos custodes? —preguntó McBride. Zilic y Van Rensberg lo miraron sin comprender—. Disculpen. ¿Quién guarda a los guardianes? En otras palabras, ¿quién comprobará la identidad de los que hagan la comprobación? ¿Cómo sabrán que la voz que los conoce a través de la radio no está mintiendo?

Se produjo un silencio.

—En eso tiene razón —dijo finalmente Van Rensberg—. Habrá que ordenarles que vayan a los barracones para que sus superiores comprueben que realmente son ellos. ¿Puedo ir al sótano de la radio para dar las órdenes?

Zilic lo despidió con un gesto de la cabeza.

La comprobación requirió una hora. Al otro lado de las ventanas, el sol se ponía rápidamente sobre las montañas. Van Rensberg regresó.

—Todos los hombres se han presentado en los barracones. Sus oficiales han identificado a los ochenta. Eso significa que el intruso todavía está en algún lugar, ahí fuera.

—O de este lado del muro —sugirió McBride—. Su quinto destacamento es el que está patrullando la mansión.

Zilic se volvió hacia su jefe de seguridad.

—¿Ordenó que veinte de ellos entraran aquí sin que se comprobara su identidad? —preguntó con voz gélida.

—Por supuesto que no, señor. Esos hombres pertenecen al destacamento de élite y los manda Janni Duplessis. Si hubiera habido una sola cara extraña entre ellos, Duplessis se habría dado cuenta de inmediato.

—Que venga aquí —ordenó el serbio.

Unos minutos después el joven sudafricano apareció en la puerta de la biblioteca y se cuadró.

—Teniente Duplessis, ¿ha obedecido mi orden de que escogiera a veinte hombres, incluido usted mismo, y los trajera aquí en camión hace dos horas?

—Sí, señor.

—¿Conoce de vista a cada uno de ellos?

—Sí, señor.

—Discúlpeme, pero cuando entraron por la puerta, ¿cuál era su formación de marcha? —preguntó McBride.

—Yo iba delante, seguido por el sargento Gray. Luego venían los hombres, en tres columnas de seis hombres cada una. En total eran dieciocho hombres.

—Diecinueve —lo corrigió McBride—. Se olvida del que cerraba la marcha.

En el silencio que siguió, el reloj que había encima de la chimenea pareció volverse molestamente ruidoso.

—¿A qué hombre se refiere? —murmuró Van Rensberg.

—No me malinterpreten —dijo McBride—. Podría haberme confundido. Vi que un hombre que hacía el número diecinueve salía de detrás del camión y entraba por la puerta a paso ligero. Llevaba el mismo uniforme, y no le di mayor importancia.

En ese momento el reloj dio las seis y la primera bomba hizo explosión.

Eran del tamaño de una pelota de golf y completamente inofensivas; más parecían petardos que armas. Cada una de ellas disponía de un mecanismo de relojería que había sido ajustado para activarse en cuanto hubieran transcurrido ocho horas, y el Vengador había lanzado todas las bombas por encima del muro alrededor de las diez de la mañana. Gracias a las fotografías aéreas sabía exactamente dónde estaban los matorrales más frondosos del recinto ajardinado que rodeaba la casa, y en sus años de juventud había sido un buen lanzador de béisbol. A pesar de que en realidad las pequeñas bombas eran casi inofensivas, al detonar producían un sonido notablemente similar al del disparo de un rifle de alto calibre.

En la biblioteca alguien gritó: «¡Pónganse a cubierto!», y los cinco veteranos se tiraron al suelo. Kulac rodó sobre sí mismo y se incorporó rápidamente para luego permanecer inclinado sobre su jefe con el arma desenfundada. Uno de los guardias, creyendo que acababa de localizar al tirador, devolvió el fuego.

Dos pequeñas bombas más explotaron y los disparos se intensificaron. Una ventana quedó hecha añicos. Kulac abrió el fuego contra la oscuridad del exterior.

Zilic ya había tenido suficiente. Manteniéndose agazapado, salió corriendo por la puerta que había al fondo de la biblioteca, fue por el pasillo y bajó los escalones que conducían al sótano. McBride lo imitó, seguido de Kulac, que cubría la retaguardia.

La sala de radiotransmisión se encontraba al final del pasillo inferior. Cuando el hombre para el que trabajaba entró corriendo en la sala, el operador estaba intentando hacer frente al alud de gritos y chillidos que llegaban hasta él por la frecuencia de los walkie-talkies de los guardias.

—Quiero que la persona que habla se identifique ahora mismo. ¿Quién es usted? ¿Qué está pasando? —gritaba.

Nadie le prestó atención mientras el tiroteo en la oscuridad se intensificaba. Zilic extendió la mano hacia la consola y accionó un interruptor. Se hizo el silencio.

—Que alerten al campo de aviación. Todos los pilotos, todo el personal de tierra. Quiero mi helicóptero, ahora mismo.

—Todavía está fuera de servicio. Mañana lo tendrá listo. Llevan dos días trabajando en él.

—Pues entonces el Hawker.

—¿Ahora, señor?

—Ahora. No mañana, ni dentro de una hora. Ya.

El estrépito de disparos en la lejanía hizo que el hombre oculto entre la hierba se pusiera de rodillas. Era ese momento del crepúsculo que precede a la oscuridad absoluta, cuando los ojos engañan y las sombras se convierten en amenazas. El hombre levantó la bicicleta, metió la caja de herramientas en la cesta delantera, pedaleó por el camino hasta la base de la escarpadura y empezó a recorrer los dos kilómetros que lo separaban de los hangares del otro extremo. El mono de mecánico con el logotipo «Z» de la Corporación Zeta en la espalda pasaba completamente inadvertido en el crepúsculo, y cuando empezaba a sonar la sirena de alarma nadie se fijaría en él durante al menos treinta minutos.

El serbio se volvió hacia McBride.

—Aquí es donde nuestros caminos se separan —le dijo—. Me temo que tendrá que regresar a Washington por sus propios medios. Este problema será resuelto, y yo me buscaré un nuevo jefe de seguridad. Puede decirle al señor Devereaux que no me echaré atrás de nuestro trato, pero por el momento tengo intención de pasar los próximos días disfrutando de la hospitalidad de unos amigos que viven en los Emiratos.

El garaje quedaba al final del pasillo del sótano, y allí aguardaba el Mercedes blindado. Kulac se puso al volante y su jefe se sentó en el asiento trasero. McBride se quedó en el garaje sin saber qué hacer mientras la puerta subía hacia el techo y la limusina pasaba rápidamente por debajo de ella, cruzaba la pequeña extensión de gravilla y salía por las puertas todavía abiertas del muro. Cuando el Mercedes se detuvo ante él, el hangar estaba brillantemente iluminado. El pequeño tractor fue enganchado al bastidor de la rueda de proa del Hawker 1000 para remolcarlo hasta la pista.

Un mecánico cerró y aseguró la última trampilla sobre los motores y soltó la grúa y apartó el pequeño andamio del fuselaje. En la cabina iluminada, el capitán Stepanovic y su joven copiloto francés comprobaban el instrumental utilizando la energía de la unidad auxiliar.

Zilic y Kulac miraban desde la protección del coche. Cuando el Hawker estuvo fuera del hangar, su portezuela se abrió y unos peldaños salieron del fuselaje con un siseo; el copiloto apareció en el hueco.

Kulac bajó del coche, atravesó los escasos metros que lo separaban del avión, subió corriendo la escalerilla y entró en la suntuosa cabina. Volvió la cabeza hacia la izquierda y le echó un vistazo a la puerta cerrada de la cubierta de vuelo. Dos zancadas lo llevaron a los lavabos que había al fondo del aparato. Comprobó que estaban vacíos, regresó a la puerta de la cabina y llamó a su jefe con un gesto de la mano. El serbio bajó del coche y corrió hacia la escalerilla. Cuando estuvo dentro del avión, la puerta se cerró dejándolos confinados en el seguro y cómodo interior del Hawker.

Fuera, dos hombres se pusieron auriculares para protegerse los oídos. Uno encendió el acumulador portátil y el capitán Stepanovic puso en marcha los motores. Los dos Pratt and Whitney 305 empezaron a girar, gimiendo suavemente en los primeros momentos para luego pasar a aullar.

El segundo hombre se colocó delante del avión donde el piloto pudiera verlo, con una barra de neón encendida en cada mano. Guió al Hawker hasta el inicio de la pista.

El capitán Stepanovic alineó su aparato, comprobó los frenos por última vez, los soltó y dio energía a ambas turbinas.

El Hawker empezó a rodar por la pista, cada vez más deprisa. A un lado, los reflectores colocados alrededor de la mansión se encendieron, contribuyendo a aumentar el caos. La proa del avión se elevó hacia el mar, en dirección al norte mientras, la cordillera desfilaba como una exhalación a su izquierda. Los dos motores gemelos levantaron al Hawker de la pista, el tenue rumor de las ruedas cesó, las construcciones que había junto al borde del acantilado pasaron a quedar situadas debajo de la proa y el Hawker comenzó a sobrevolar el mar iluminado por la luna.

El capitán Stepanovic subió el tren de aterrizaje, le pasó los controles al francés y se dispuso a preparar el plan de vuelo y el curso a seguir. La primera escala sería en las Azores, donde repostarían. Ya había volado varias veces a los Emiratos Árabes Unidos, pero nunca con solo treinta minutos de preaviso para hacer los preparativos. El Hawker se inclinó hacia estribor en dirección al nordeste y alcanzó una altitud de tres mil metros.

Al igual que la mayor parte de los reactores de su tipo, el Hawker 1000 cuenta con unos pequeños pero lujosos lavabos, situados inmediatamente antes de la cola, que ocupan todo el ancho del casco. En algunos modelos, la pared trasera es un tabique abatible que da acceso a un cubículo todavía más pequeño que sirve para guardar el equipaje ligero. Kulac había inspeccionado los lavabos, pero no aquella pequeña bodega.

Cuando llevaban cinco minutos de vuelo, el hombre del mono de mecánico que se había acurrucado en el cubículo que había detrás de los lavabos desplazó hacia un lado el tabique y entró en estos. Cogió la Sig Sauer de 9 mm de la caja de herramientas, volvió a comprobar el mecanismo, quitó el seguro y salió al salón. Los dos hombres sentados en los sillones de cuero enfrentados lo miraron en silencio.

—Nunca se atreverá a usarla —dijo el serbio—: Atravesaría el casco y todos seríamos aspirados por la succión.

—Los proyectiles han sido alterados —dijo el Vengador sin inmutarse—. Ahora solo contienen un cuarto de la carga. Eso basta para matarlo, pero no llegarán a atravesar el casco. Dígale a su gorila que quiero ver cómo deja su arma en el suelo, sujetándola con el pulgar y el índice.

Siguió un breve intercambio de palabras en serbocroata. Con el rostro oscurecido por la rabia, el guardaespaldas sacó su Glock de la sobaquera y la dejó sobre la moqueta.

—Mándela hacia mí de una patada —ordenó Dexter. Zilic obedeció.

—Y el arma que lleva en el tobillo.

Sujeta en el tobillo izquierdo con cinta adhesiva, Kulac llevaba debajo del calcetín una pistola más pequeña para casos de emergencia. También fue alejada de una patada. El Vengador se sacó del bolsillo unas esposas y las arrojó al suelo.

—El tobillo izquierdo de su acompañante. Hágalo usted mismo. Manténgase visible durante todo el tiempo o perderá una rótula. Tengo muy buena puntería.

—Un millón de dólares —dijo el serbio.

—Haga lo que le he dicho —ordenó Dexter.

—En efectivo, a ingresar en el banco que usted quiera.

—Se me está agotando la paciencia.

La esposa se cerró con un chasquido.

—Más apretada —dijo Dexter.

Kulac torció el gesto cuando el metal le mordió la carne.

—Alrededor del soporte del sillón, y a la muñeca derecha.

—Diez millones. Es usted idiota si dice que no.

La respuesta fue un segundo par de esposas.

—Muñeca izquierda, a través de la cadena de la de su amigo, y luego la muñeca derecha. Atrás. Manténgase dentro de mi campo de visión si no quiere despedirse de su rodilla.

Zilic y Kulac se quedaron inmóviles en el suelo, el uno junto al otro, unidos entre sí y al soporte que unía el sillón con el suelo, que Dexter confiaba fuese lo bastante sólido para resistir los tirones del gigantesco guardaespaldas.

Evitando pasar lo bastante cerca de ellos para que trataran de agarrarlo, Dexter fue hacia la puerta de la cabina. El capitán supuso que quien estaba abriéndola era el propietario del avión, que quería preguntarle cómo iba todo. El cañón de la Glock le rozó la sien.

—El capitán Stepanovic, ¿verdad? —dijo una voz. Washington Lee, que había interceptado el correo electrónico enviado desde Wichita, le había informado de su nombre.

—No tengo nada contra usted —añadió Dexter—. Usted y su amigo aquí presente son profesionales. Yo también lo soy. Hagamos que las cosas sigan de esa manera. Los profesionales nunca hacen estupideces si pueden evitarlo. ¿Está usted de acuerdo conmigo?

El capitán asintió. Trató de mirar más allá de Dexter, hacia el interior de la cabina.

—El propietario de su avión y su guardaespaldas están desarmados y esposados al fuselaje. Nadie vendrá a ayudarlos. Le ruego que haga lo que le indique.

—¿Qué es lo que quiere?

—Altere el curso. —El Vengador echó un vistazo al sistema electrónico de los instrumentos de vuelo que estaba situado justo encima de los mandos—. Le sugiero que fije un curso de tres-uno-cinco grados guiándose por la brújula. Eso debería bastar para que llegásemos adonde quiero ir. Evite acercarse al extremo oriental de Cuba, dado que no tenemos ningún plan de vuelo.

—¿Destino final?

—Key West, Florida.

—¿Estados Unidos?

—La tierra de mis padres —dijo Dexter.