30
El engaño

—¿Qué demonios está haciendo aquí?

El trabajador, aterrorizado, balbuceó alguna clase de explicación.

—Dice que no lo sabe —intervino el sacerdote encogiéndose de hombros—. Dice que anoche se fue a dormir y que hoy ha despertado aquí dentro. Tiene un terrible dolor de cabeza y no recuerda nada más.

El hombre solo llevaba puestos unos sucios pantalones cortos. El sudafricano lo agarró por los brazos y lo levantó con un brusco tirón.

—Vayamos por partes, comandante —dijo McBride en voz baja—. ¿Qué le parece si empezamos por averiguar su nombre?

—Se llama Ramón —dijo el padre Vicente.

—¿Ramón qué?

El sacerdote se encogió de hombros. Tenía más de mil parroquianos, y nadie podía pretender que conociera el apellido de todos.

—¿De qué cabaña viene? —preguntó McBride.

Hubo otro rápido intercambio de palabras en español. McBride podía leer el español, pero el dialecto de San Martín no se le parecía en nada al castellano.

—Su cabaña queda a unos trescientos metros de aquí —explicó el sacerdote.

—¿Vamos a echar un vistazo? —propuso McBride.

Sacó un cortaplumas de uno de sus bolsillos y cortó la cinta de embalar que sujetaba las muñecas y los tobillos de Ramón. El intimidado trabajador condujo al comandante y al hombre de la CIA hasta la calle donde estaba su cabaña, señaló la puerta y dio un paso atrás.

Van Rensberg entró, seguido por McBride. Todo lo que encontraron de interés fue un trozo de tela debajo de la cama. McBride lo olisqueó y se lo tendió al comandante, que también se lo llevó a la nariz.

—Cloroformo —dijo McBride—. Lo narcotizaron mientras estaba durmiendo. Probablemente no llegó a sentir nada. Despertó para encontrarse atado de pies y manos y encerrado en un armario. No está mintiendo, solo se encuentra confuso y aterrorizado.

—¿Y para qué demonios le hicieron eso?

—¿Verdad que antes me dijo que cada hombre lleva una placa metálica cuyo número es comprobado cuando pasa por la puerta para ir a trabajar?

—Sí. ¿Por qué?

—Ramón no lleva esa placa, y tampoco está aquí, tirada en el suelo. Me parece que un impostor ha conseguido colarse aquí dentro.

Las palabras de McBride surtieron efecto de inmediato. Van Rensberg regresó rápidamente al Land Rover estacionado en la plaza y cogió el walkie-talkie.

—Esto es una emergencia —le dijo al operador de radio que respondió a su llamada—. Hagan hacer sonar ahora mismo las alarmas. Sellen la puerta de la mansión y que nadie entre o salga excepto yo. Luego utilicen el sistema de megafonía para informar a los guardias que, estén de servicio o no, se presenten ante mí en la puerta principal.

Unos segundos después el sonido gimoteante de la sirena se esparció sobre la península. Se oyó en campos y graneros, en huertos y cobertizos, en porquerizas y plantaciones.

Quienes se encontraban en aquellos lugares levantaron la cabeza de lo que estaban haciendo para mirar hacia la puerta principal. Cuando se hubo conseguido la atención de todos, se oyó la voz del operador de radio.

—«Que todos los guardias vayan a la puerta principal —dijo—. Repito, que todos los guardias vayan a la puerta principal. A paso ligero.»

Había más de sesenta guardias realizando el turno de día; el resto estaban libres de servicio y se encontraban en sus barracones. Desde los campos, conduciendo motos de cuatro ruedas desde los lugares más alejados o corriendo desde los barracones que se alzaban a medio kilómetro de la puerta principal, los guardias se apresuraron en respuesta a la emergencia.

Van Rensberg salió dando marcha atrás en su todoterreno y los esperó, subido al capó y con el megáfono en la mano.

—No se trata de un fugitivo —dijo cuando los guardias se hubieron reunido ante él—, sino de un intruso. Se hace pasar por un peón. Las mismas ropas, las mismas sandalias, el mismo sombrero… Incluso tiene una placa de identificación que ha robado. Los del turno de día: reúnan a todos los trabajadores y tráiganlos aquí. No quiero excepciones. Los que estaban libres de servicio, que registren cada establo, granero, cobertizo y taller. Luego ciérrenlo todo y monten guardia. Utilicen sus walkie-talkies para permanecer en contacto con los jefes de pelotón. Que los suboficiales se mantengan en contacto conmigo. Y ahora, a trabajar. Cualquier prisionero que eche a correr deberá ser abatido a tiros. Ya pueden irse.

Los cien hombres empezaron a desplegarse por toda la propiedad. Tenían que cubrir la zona central, desde la valla metálica que separaba la aldea y el campo de aviación de las tierras de cultivo hasta el muro de la mansión. Era una extensión de terreno muy grande, demasiado incluso para cien hombres, y recorrerla en su totalidad requeriría varias horas.

Van Rensberg había olvidado que McBride debía marcharse. Ocupado con sus propios planes, dejó de prestar atención al hombre de la CIA, que se sentó y empezó a reflexionar, cada vez más perplejo.

Al lado de la puerta de la iglesia había un aviso que rezaba:

EXEQUIAS POR NUESTRO HERMANO PEDRO HERNÁNDEZ. ONCE DE LA MAÑANA.

A pesar de que le costaba leer el español, entendió su contenido, y se preguntó si el cazador de hombres no lo habría leído también. Lo más razonable era pensar que el sacerdote no entraría en la sacristía hasta el domingo, pero ese día las circunstancias eran muy distintas. Cuando faltaran exactamente diez minutos para las once, el padre Vicente abriría el armario de la sacristía y descubriría al prisionero.

¿Por qué no dejarlo en algún otro sitio? ¿Por qué no atarlo con un poco de precinto a su propio jergón allí donde nadie lo encontraría hasta la puesta de sol, o ni siquiera entonces?

McBride encontró al comandante hablando por el walkie-talkie con los mecánicos del campo de aviación.

—¿Qué le pasa? A la mierda con el rotor de cola. Necesito que vuelva a volar, así que dénse prisa.

Cortó la comunicación, se volvió hacia McBride, lo miró fijamente y dijo:

—Su compatriota cometió un error, eso es todo. Y ese error va a salirle muy caro, porque ahora va a costarle la vida.

Transcurrió una hora. Aunque no disponía de unos prismáticos, McBride vio que las primeras columnas de trabajadores regresaban a marchas forzadas hacia las puertas dobles de la aldea. Los guardias gritaban órdenes. Ya era mediodía, y el calor golpeaba con la fuerza de un martillo.

Delante de las puertas, el número de hombres aumentaba por momentos. El parloteo de la radio no cesaba ni un solo instante, a medida que un sector de la propiedad tras otro era declarado vacío de trabajadores y se comunicaba que sus edificios habían sido registrados.

A la una y media dio comienzo la comprobación de los números de las placas. Van Rensberg ordenó que los cinco guardias encargados de ello ocuparan sus puestos detrás de las mesas y fueran haciendo pasar a los trabajadores, uno tras otro, a razón de doscientos por columna.

Normalmente los hombres hacían su trabajo al alba o al atardecer, cuando no hacía tanto calor, pero ahora este era sofocante. Dos o tres peones se desmayaron y fueron auxiliados por sus compañeros. Se comprobó el número de cada placa para asegurarse de que correspondía al mismo trabajador que la portaba aquella mañana. Cuando el último peón echó a andar con paso vacilante hacia la aldea, el descanso, la sombra y el agua, el encargado de las comprobaciones asintió.

—Falta uno —anunció.

Van Rensberg se acercó a él y miró por encima de su hombro.

—Es el número cinco-tres-uno-cero-ocho.

—¿Nombre? —preguntó el comandante.

—Ramón Gutiérrez.

—Suelten a los perros.

Van Rensberg fue hacia McBride.

—A estas alturas cada técnico debe de estar dentro, custodiado y a buen recaudo —dijo—. Los perros nunca tocarán a mis hombres, eso usted ya lo sabe. Reconocen el uniforme. Eso deja a un solo hombre ahí fuera, un desconocido que viste pantalones y una holgada camisa de algodón, y tiene el olor equivocado. Para los dobermans eso es como oír la campana del almuerzo. Aunque se suba a un árbol o se meta en un estanque, los perros lo encontrarán. Entonces lo rodearán y ladrarán hasta que vengan sus cuidadores. Le doy a ese mercenario media hora para subirse a un árbol y entregarse, o morir.

El hombre al que buscaba se hallaba en la zona central de la propiedad, corriendo ágilmente entre hileras de maíz que llegaban hasta más arriba de su cabeza. Se guiaba por el sol y las cimas de las montañas.

La mañana todavía no estaba tan avanzada, y le había llevado dos horas alcanzar el muro que rodeaba la mansión. Había tenido que eludir a los otros grupos de trabajadores y a los guardias. Todavía estaba evitando tropezarse con alguien.

Llegó a un camino que discurría a través del maizal, se tendió boca abajo en el suelo y miró. Sendero abajo, dos guardias se alejaban en una moto de cuatro ruedas en dirección a la puerta principal. Dexter esperó hasta que hubieron doblado un recodo, y luego cruzó rápidamente el camino y se internó en un melocotonar. Había estudiado muy bien la zona desde su posición en la cima de la montaña y conocía una ruta que lo llevaría al lugar al que quería ir sin necesidad de cruzar ni una sola plantación que no ocultara su presencia.

Llevaba puesto el resistente reloj para submarinistas, así como el cinturón y, asegurado a la espalda para que no constituyese un estorbo pero aun así al alcance de su mano, el cuchillo. El vendaje, el yeso pegajoso y lo demás estaban dentro de la bolsa plana que formaba parte del cinturón. Todo eso lo llevaba consigo por la mañana, dentro de la bolsa para el almuerzo o debajo de los calzoncillos.

Dexter volvió a comprobar la situación de las montañas, se desvió unos cuantos grados de la ruta que había estado siguiendo y se detuvo, ladeando la cabeza hasta que oyó el gorgoteo del agua fluyendo delante de él. Llegó al borde del torrente, retrocedió unos quince metros y luego se desnudó, a excepción de los calzoncillos y el cinturón con el cuchillo.

A través de la vegetación, y a pesar del calor que le embotaba la mente, oyó el ladrido de los perros que corrían hacia él. La suave brisa que soplaba desde el mar llevaría su olor hasta ellos en cuestión de minutos.

Dexter trabajó cuidadosamente pero deprisa, hasta que se sintió satisfecho de su labor. Después se encaminó hacia el torrente con sigilo, se metió en sus frescas aguas y dejó que la corriente lo arrastrara en dirección al campo de aviación y el acantilado.

A pesar de que se consideraba a salvo de los dobermans, Van Rensberg había subido todas las ventanillas mientras conducía lentamente por una de las avenidas principales que partían de la puerta situada en el centro de la propiedad.

Lo seguía el ayudante del jefe de los cuidadores de los perros, al volante de un camión en cuya trasera había una gran jaula de alambre de acero. Su superior iba sentado junto a Van Rensberg en el Land Rover, con la cabeza asomada por la ventanilla. Fue él quien advirtió que sus perros dejaban de gruñir para soltar gañidos llenos de excitación.

—¡Han encontrado algo! —exclamó. Van Rensberg sonrió.

—¿Dónde?

—Por allí.

McBride se encogió en el asiento trasero, feliz de estar dentro del Land Rover Defender. Los perros asesinos no le gustaban nada, y para él doce eran una docena de más.

Los dobermans en efecto habían encontrado algo, pero sus gañidos se debían más al dolor que a la excitación. El sudafricano topó con la jauría después de haber doblado la esquina de un melocotonar. Los perros formaban corro en el centro del camino, en torno a un amasijo de ropas ensangrentadas.

—¡Métalos en el camión! —gritó Van Rensberg.

El jefe de los cuidadores bajó del Land Rover, cerró la puerta y llamó a su jauría con un silbido. Sin protestar, pero todavía ladrando, los dobermans entraron en la jaula que había en la trasera del camión. Solo cuando estuvieron encerrados en ella, Van Rensberg y McBride bajaron del todoterreno.

—Bien, con que aquí es donde lo han atrapado —dijo Van Rensberg.

El cuidador, todavía perplejo por la conducta de su jauría, recogió del suelo la camisa de algodón manchada de sangre y se la llevó a la nariz. Apartó la cara de ella de inmediato.

—¡Maldito desgraciado! —gritó—. Polvo de chiles, polvo de chiles verdes bien triturados… Hay tanto polvo que la camisa está tiesa. No me extraña que los pobres animales estén aullando de esa manera. Les duele.

—¿Cuándo estarán en condiciones de reemprender la búsqueda?

—Hoy no, y puede que mañana tampoco.

Encontraron los pantalones de algodón, también impregnados con polvo de chiles, y el sombrero de paja, y hasta las alpargatas. Pero no había cuerpo ni huesos, nada aparte de las manchas de sangre en la camisa.

—¿De dónde procede esa sangre? —le preguntó Van Rensberg al cuidador.

—Se hizo un corte con un cuchillo y manchó la camisa con su propia sangre. Sabía que eso enloquecería a los perros. La sangre humana siempre tiene ese efecto cuando están dispuestos a matar. De esa manera olerían la sangre, empezarían a morder la camisa y aspirarían el chile. No volveremos a tener perros rastreadores hasta mañana.

Van Rensberg contó las prendas y dijo:

—Ahora estamos buscando a alguien que va por ahí completamente desnudo.

—Puede que no —intervino McBride.

El sudafricano había equipado a sus hombres de acuerdo con criterios militares. Todos llevaban el mismo uniforme, con los pantalones color caqui remetidos en unas botas de combate que les llegaban a la mitad de la pantorrilla, un grueso cinturón de cuero con hebilla, y camisa de camuflaje de mangas cortas.

Los cabos llevaban un galón invertido y los sargentos dos, mientras que los cuatro suboficiales lucían estrellas hechas de tela. Enganchada en un matorral espinoso, cerca de un lugar en el sendero donde era evidente que había tenido lugar una lucha, McBride encontró una charretera arrancada de una camisa. No tenía estrellas.

—No creo que nuestro hombre vaya desnudo —dijo—. Me parece que lleva una camisa de camuflaje, con una charretera de menos, unos pantalones color caqui y botas de combate. Por no mencionar un sombrero igual que el suyo, comandante.

Van Rensberg enrojeció. Dos largos surcos en el suelo indicaban que un par de talones habían sido arrastrados, a través de la larga hierba, hasta el final del sendero, donde estaba el torrente.

—Arroje un cuerpo ahí dentro —masculló el comandante—, y a estas alturas ya habrá caído al mar por el borde del acantilado. Y todos sabemos lo mucho que quiere usted a sus tiburones, pensó McBride; pero no dijo nada.

Van Rensberg por fin estaba empezando a comprender que se hallaba metido en un buen apuro. En algún lugar de la fortaleza, con acceso a armamento y a una moto todoterreno, había un mercenario que había sido contratado, daba por sentado, para volarle la cabeza al hombre que le pagaba el sueldo. El comandante masculló algo en afrikaans, y no se trató de nada agradable. Luego cogió el walkie-talkie y ordenó:

—Quiero que se presenten en la mansión veinte guardias que no hayan estado de servicio. Aparte de ellos, no dejen entrar a nadie que no sea yo. También quiero que vayan completamente armados y que se dispersen inmediatamente por los alrededores de la mansión. Y quiero que hagan todo eso ahora mismo.

Acto seguido regresaron campo a través a la mansión amurallada que se alzaba al final de la península.

Eran las cuatro menos cuarto.