Era el segundo atardecer que Dexter presenciaba desde su escondite en la cumbre de la montaña, y sería el último.
Inmóvil, observó que las últimas luces se iban apagando en las ventanas de la península, y se preparó para entrar en acción. Allá abajo se levantaban y se iban a dormir temprano. Para Dexter habría, una vez más, muy poco sueño.
Se dio un banquete con sus últimas raciones, consumiendo los minerales, vitaminas, fibra y azúcar de dos días. También dio cuenta de toda el agua que le quedaba, proporcionando así a su cuerpo reservas suficientes para las siguientes veinticuatro horas. Podía abandonar la voluminosa mochila Bergen, la mosquitera y la capa para la lluvia. Lo que necesitaba, o lo llevaba consigo o lo había robado la noche anterior, y todo ello cabía en una mochila bastante más pequeña que la Bergen. La cuerda enrollada a bandolera sería lo único que seguiría haciendo un bulto considerable, y tendría que esconderla allí donde no pudiesen encontrarla.
Ya era más de medianoche cuando Dexter intentó eliminar todo rastro de su campamento y se fue de allí.
Borrando con una rama las huellas que iban dejando sus pies, fue bajando lentamente hacia su derecha hasta que se encontró más encima de la aldea de los trabajadores que del campo de aviación. Para ello tuvo que recorrer unos ochocientos metros, lo que le llevó una hora. Pero había calculado bien. La pálida luna ascendió en el cielo. El sudor empezó a empapar nuevamente las ropas de Dexter.
Descendió por la escarpadura muy despacio y con mucho cuidado, afirmándose en los tocones hasta que necesitó recurrir a la cuerda de escalada. Esta vez tuvo que doblarla y luego pasar la lazada por encima de un tocón lo bastante liso para que la cuerda no quedase enganchada cuando Dexter tirara desde abajo.
Luego se descolgó poco a poco por el resto de la pendiente, evitando los saltos para no provocar el desprendimiento de guijarros y limitándose a caminar hacia atrás, paso a paso, hasta que llegó a la hendidura que había entre los acantilados y la parte de atrás de la iglesia. Dexter esperaba que el sacerdote tuviera el sueño profundo, porque en ese momento se encontraba a escasos metros de su casa.
Tiró suavemente de un extremo de la cuerda doble. El otro tramo de esta resbaló sobre el tocón que había en lo alto de la pared rocosa y finalmente terminó cayendo alrededor de él. Dexter la enrolló, se la colgó al hombro y abandonó las sombras de la iglesia. Las letrinas eran comunales y para un solo sexo. No había mujeres en el campo de trabajo. Dexter había observado desde arriba a los hombres mientras llevaban a cabo sus abluciones. La base de la letrina era una larga trinchera cubierta por tablas que servían para enmascarar el inevitable hedor, o al menos lo peor de él. En las tablas había agujeros circulares cubiertos por tapas redondas. No existía ninguna concesión al pudor. Dexter respiró hondo, retuvo el aire en los pulmones, levantó una de las tapas y dejó caer dentro la cuerda enrollada. Con un poco de suerte desaparecería para siempre, incluso en el caso de que la buscaran, lo cual era extremadamente improbable.
Las cabañas dentro de las que vivían y dormían los trabajadores se reducían a pequeños cubos no mucho más grandes que una celda policial, pero al menos eran individuales. Estaban alineadas en filas de cincuenta cabañas enfrentadas con otras cincuenta y formando una calle. Cada grupo de cien cabañas se extendía hacia fuera desde un camino principal, y Dexter estaba en lo que pareció ser la zona residencial.
El camino principal conducía a la plaza, que se hallaba flanqueada por los lavaderos, las cocinas y los cobertizos bajo los qué se comía. Evitando la tenue luz de la luna que bañaba la plaza, y manteniéndose pegado en todo momento a las sombras de los edificios, Dexter volvió a la iglesia. La cerradura de la puerta principal no lo entretuvo más de unos minutos.
La iglesia era muy poca cosa, teniendo en cuenta lo que pueden llegar a ser las iglesias, pero para aquellos que dirigían el campo de trabajos forzados constituía una precaución muy sensata destinada a proporcionar una válvula de escape en un país profundamente católico. Dexter se preguntó cómo se las arreglaría el sacerdote para hacer casar su trabajo con su credo.
Encontró lo que quería detrás del altar y a un lado, dentro de la sacristía. Dejó abierta la puerta principal y volvió a las hileras de cabañas donde los trabajadores disfrutaban de sus escasas horas de reposo.
Desde su punto de observación en la cumbre había memorizado la situación de la cabaña a la que quería ir. Había visto salir de ella al hombre para dirigirse a desayunar. Era la quinta cabaña hacia abajo, en el lado izquierdo de la tercera calle que partía del camino principal después de la plaza.
No había cerradura, sino un simple pestillo de madera. Dexter entró en la cabaña y se quedó inmóvil para que sus ojos se acostumbraran a la casi completa oscuridad.
La figura acurrucada sobre el jergón siguió roncando. Tres minutos después, Dexter logró distinguir el bulto que yacía bajo la tosca manta. Se agachó para sacar algo de su mochila y luego se acercó al jergón. El olor dulzón del cloroformo subió hacia él desde el paño empapado que llevaba en la mano.
El peón gruñó una vez, se debatió débilmente durante unos segundos, y por fin se sumió en un sueño más profundo. Dexter no apartó el paño, para asegurarse de que el hombre permanecía inconsciente durante horas. Cuando estuvo preparado, se lo cargó al hombro y regresó silenciosamente a la iglesia por donde había llegado.
Volvió a detenerse junto a la entrada del templo y aguzó el oído para averiguar si había perturbado el sueño de alguien, pero la aldea siguió durmiendo. A continuación, se dirigió a la sacristía y allí, utilizando precinto de embalar, ató al peón por los tobillos y las muñecas y lo amordazó, con cuidado de no taparle la nariz, a fin de que pudiera respirar.
Mientras volvía a cerrar la puerta de la iglesia, Dexter leyó con satisfacción el aviso que habían colocado en el tablero contiguo, y que constituía una inesperada ayuda de la suerte.
Una vez dentro de la cabaña vacía, se arriesgó a encender un bolígrafo-linterna para examinar las posesiones del trabajador. No eran muchas. En una pared había un retrato de la Virgen, y, metida en el marco, una foto ya bastante descolorida de una mujer joven que estaba sonriendo. ¿Sería la prometida, la hermana o la hija del peón? Cuando lo vio a través de sus potentes prismáticos, el hombre le había parecido de su misma edad, pero tal vez fuese más joven. Quienes caían en las garras del sistema penal del coronel Moreno y eran enviados a El Punto debían de envejecer muy deprisa. Pero Dexter lo había escogido porque eran de la misma estatura y constitución.
No había ningún otro adorno en las paredes, solo ganchos de los que colgaban dos juegos de ropa de trabajo, ambos idénticos: pantalones y camisa de algodón basto. En el suelo había un par de alpargatas con suela de esparto, sucias y ya muy usadas, pero resistentes y fiables. Aparte de eso, un sombrero de paja trenzada completaba el atuendo laboral. También había una bolsa de lona que se cerraba mediante un cordel y que servía para llevar el almuerzo a la plantación. Dexter apagó su pequeña linterna y consultó su reloj: pasaban cinco minutos de las cuatro.
Se quitó la ropa hasta quedar en calzoncillos, seleccionó las cosas que llevaría consigo, las envolvió con su camiseta empapada en sudor y las guardó en la bolsa del almuerzo. El resto lo metió en la mochila y se deshizo de esta en una segunda visita a las letrinas. Luego esperó a que sonara la barra de hierro.
El ruido llegó, como siempre, a las seis y media, cuando el cielo comenzaba a clarear hacia el este. El guardia que se hallaba al otro lado de las dobles puertas de la valla siguió aporreando el trozo de riel. La aldea empezó a cobrar vida.
Dexter no se unió a los que corrían hacia las letrinas y los lavaderos y confió en que nadie se diera cuenta de su ausencia. Pasados veinte minutos, atisbando por una rendija entre los tableros de la puerta, vio que su callejón volvía a hallarse vacío. Con la cabeza inclinada y el sombrero sobre los ojos, fue sigilosamente a las letrinas. No era más que una figura ataviada con sandalias, pantalones y camisa entre un millar más de ellas.
Permaneció agazapado encima de uno de los agujeros mientras los demás tomaban su desayuno. Solo cuando los trabajadores fueron convocados ante la puerta se unió a la hilera que le correspondía.
Los cinco supervisores se sentaron a sus mesas, examinaron las placas metálicas, introdujeron en la base de datos el número de quienes iban a ser admitidos aquella mañana, así como a qué cuadrilla de trabajo eran asignados, y luego indicaron al trabajador que pasara para reunirse con su capataz, ir en busca de las herramientas y comenzar con la jornada laboral.
Dexter llegó a la mesa, tendió su placa sosteniéndola entre el pulgar y el índice tal como hacían los demás, se inclinó hacia delante y tosió. El guardia se apresuró a volver el rostro, comprobó el número de la placa y lo despidió con un ademán. Lo último que quería aquel hombre era oler el aliento a chiles del peón. Dexter fue a recoger su azadón y comenzó a quitar las malas hierbas de los huertos de aguacates, que era la tarea que le habían asignado.
A las siete y media, Kevin McBride desayunó solo en la terraza. La granada, los huevos, la tostada y la mermelada de moras no habrían desentonado en ningún hotel de cinco estrellas. El serbio se reunió con él a las ocho y cuarto.
—Me parece que lo mejor será que vaya haciendo su equipaje —le dijo—. Cuando haya visto todo lo que le mostrará el comandante Van Rensberg, espero que esté de acuerdo conmigo en que este mercenario tiene una posibilidad entre cien de llegar aquí, y ni siquiera eso de acercarse a mí o salir de la fortaleza. Su estancia aquí ya no tiene ningún sentido, McBride. Puede decirle al señor Devereaux que completaré mi parte de nuestro acuerdo, tal como convinimos, a finales de mes.
A las ocho y media, McBride dejó su bolsa de viaje en la trasera del jeep de Van Rensberg y ocupó el asiento del acompañante.
—Bueno, ¿qué le apetece ver? —preguntó el sudafricano.
—Me han dicho que es prácticamente imposible que un intruso entre aquí. ¿Puede explicarme por qué?
—Mire, señor McBride, cuando diseñé todo esto lo que hice fue crear dos cosas. En primer lugar, un paraíso de tierras de cultivo que se autoabastece casi por completo. En segundo lugar, una fortaleza, un santuario, un refugio dentro del que uno se encuentra a salvo prácticamente de cualquier amenaza.
»Claro que si está hablando de una operación militar a gran escala, con paracaidistas y vehículos blindados, por supuesto que la fortaleza podría ser tomada. Pero ¿un mercenario, actuando solo? Imposible.
—¿Qué me dice si llegase por el mar?
—Permítame enseñarle algo.
Van Rensberg quitó el freno de mano y partieron, dejando tras de sí una estela de polvo. El sudafricano detuvo el jeep junto al borde de un acantilado y mientras se apeaba, dijo:
—Usted mismo podrá verlo desde aquí. Toda la propiedad se encuentra rodeada por el mar, que en ningún punto tiene menos de seis metros de profundidad y alcanza los quince en la mayoría de sitios. Un sistema de radares marítimos, disfrazado como una serie de antenas para captar las emisiones de televisión por vía satélite, nos advierte de la presencia de cualquier cosa que se aproxime por el mar.
—¿Con qué medios de interceptación cuentan?
—Dos patrulleras muy rápidas, una de las cuales está continuamente en el mar. Hay una zona de exclusión de un kilómetro y medio en torno a la península. Solo se permite pasar al carguero que viene regularmente para traernos suministros.
—¿Y si se acercasen por debajo del agua? ¿Disponen de fuerzas especiales anfibias?
Van Rensberg resopló despectivamente.
Cogió su walkie-talkie y se comunicó con el matadero. La cita fue acordada al otro extremo de la propiedad, cerca de las grúas. McBride vio que un cubo lleno de despojos bajaba por el conducto y caía al mar casi diez metros más abajo.
Durante varios segundos no hubo ninguna reacción. Entonces la primera aleta en forma de cimitarra hendió la superficie del mar, y en menos de un minuto se produjo un auténtico frenesí.
—Aquí comemos bien —dijo Van Rensberg entre risas—. Bistecs, filetes… carne en abundancia. El hombre para el que trabajo no come carne, pero los guardias sí. A muchos nos encanta disfrutar de un buen braai.
—¿Y?
—Cuando un animal, ya sea un cordero, una cabra, un cerdo o una vaca, es sacrificado, y eso es algo que se hace aproximadamente una vez a la semana, los despojos, incluida la sangre, son arrojados al mar, que está lleno de tiburones. El mes pasado uno de mis hombres se cayó por la borda. La embarcación viró de inmediato para ir a recogerlo. Solo tardaron treinta segundos en llegar hasta él, pero ya era demasiado tarde.
—¿No salió del agua?
—La mayor parte de él, sí, pero no así sus piernas. Murió dos días después.
—¿Hubo un entierro?
—Tuvo lugar ahí fuera.
—De modo que los tiburones lo pillaron después de todo.
—Aquí nadie comete errores. No con Adriaan Van Rensberg a cargo de las cosas.
—¿Qué me dice de llegar por las montañas, como yo hice ayer?
Por toda respuesta, Van Rensberg le tendió unos prismáticos.
—Eche un vistazo. Si alguien descendiese por los acantilados sería descubierto en cuestión de segundos.
—¿Y si lo hiciera de noche?
—En ese caso, tal vez. Pero el intruso se encontraría fuera del alambre de espino, a casi cuatro kilómetros de la mansión, y más allá del muro. También lo descubriríamos y… nos ocuparíamos de él.
—¿Y qué me dice del torrente que vi? Alguien podría entrar siguiendo su curso.
—Muy buena idea, señor McBride. Permítame enseñarle el torrente.
Van Rensberg condujo el jeep hasta el campo de aviación, entró utilizando su propio mando a distancia para abrir la puerta de valla metálica y siguió adelante hasta llegar al sitio en que el torrente pasaba por debajo del camino. Los dos hombres se apearon. Un largo tramo del torrente quedaba expuesto entre el camino y la valla. Las límpidas aguas se deslizaban suavemente sobre las hierbas y las algas que cubrían el fondo.
—¿Ve usted algo? —preguntó Van Rensberg.
—No —respondió McBride.
—Se han puesto al fresco, allá, debajo del camino.
Saltaba a la vista que el sudafricano estaba disfrutando. Cogió un trozo de carne que llevaba en el jeep y lo arrojó al agua, que pareció hervir de repente. McBride vio surgir de la sombra a las pirañas, y el trozo de carne, del tamaño de un paquete de cigarrillos, quedó hecho pedazos por una miríada de dientes afilados como agujas.
—¿Ha tenido suficiente? —dijo Van Rensberg—. Ahora le enseñaré cómo utilizamos el suministro de agua sin que las medidas de seguridad se resientan por ello. Venga conmigo.
De regreso a las tierras de cultivo, Van Rensberg fue siguiendo el torrente durante la mayor parte de su serpenteante curso a través del terreno. En una docena de lugares, se habían abierto compuertas para regar distintas parcelas o llenar diferentes estanques de almacenamiento, pero siempre se trataba de callejones sin salida. El cauce principal se curvaba en una y otra dirección, pero finalmente terminaba volviendo al acantilado, cerca del camino pero al otro lado de la valla. A partir de aquel punto la corriente era cada vez más rápida y terminaba precipitándose al mar desde lo alto del acantilado.
—Hice que enterraran un buen tramo de pinchos metálicos justo donde termina el acantilado —explicó Van Rensberg—. Quienquiera que intente pasar nadando se verá arrastrado por la corriente y será empujado hacia delante, entre lisas paredes de cemento que desembocan en el mar. Después de pasar por encima de los pinchos, el infortunado nadador entrará en el mar sangrando abundantemente. Y entonces, ¿qué le ocurrirá? Pues que se encontrará con los tiburones, por supuesto.
—¿Y por la noche?
—¿Ah, no ha visto los perros? Tenemos una jauría de doce dobermans, y son letales. Han sido adiestrados para no tocar a nadie que lleve el uniforme de los guardias, y a una docena de miembros del personal superior sin importar la ropa que lleven. Es una cuestión de olor personal.
»Los soltamos en cuanto se pone el sol. A partir de entonces, cualquier peón y desconocido tiene que permanecer fuera de la valla, o de lo contrario solo sobrevivirá los minutos que los perros tarden en dar con él. De modo que ahora dígame qué va a hacer ese mercenario suyo.
—No tengo ni idea —respondió McBride—. Si tiene un poco de sentido común, supongo que a estas alturas ya se habrá marchado.
Van Rensberg soltó una carcajada.
—Lo cual sería muy sensato por su parte —dijo—. En el viejo país, allá en la franja de Caprivi, creamos un campamento para los mundts cuando empezaron a causar un montón de problemas en las poblaciones. Yo estaba al mando. ¿Y sabe usted una cosa, señor de la CIA? Nunca perdí a un solo kaffir. Ni a uno solo, créame. Con lo cual quiero decir que no hubo fugas. Nunca.
—Impresionante.
—¿Y sabe qué era lo que utilizaba? ¿Minas terrestres? No. ¿Reflectores? Tampoco. Lo que utilizaba eran dos anillos concéntricos de valla metálica enterrados a dos metros de profundidad y con alambre de espino en la parte superior, y animales salvajes entre los anillos. Cocodrilos en el agua, leones en los pastizales. Se entraba y salía a través de un túnel. Me encanta la Madre Naturaleza. —Van Rensberg consultó su reloj—. Las once en punto. Lo llevaré hasta la caseta de la guardia que tenemos en el paso. La policía de San Martín enviará un jeep para que lo recoja y lo lleve de regreso al hotel.
Emprendieron el camino hacia la puerta que daba acceso a la aldea, cuando el walkie-talkie del sudafricano emitió una señal. Van Rensberg escuchó el mensaje transmitido por el operador de radio que estaba de turno en el sótano que había bajo la mansión. Lo que oyó le complació. Cortó la comunicación y señaló hacia lo alto de las montañas.
—Esta mañana los hombres del coronel Moreno peinaron la selva —dijo—, desde el camino hasta las cumbres. Han encontrado signos del campamento de su mercenario, y estaba abandonado. Sí, puede que tenga usted razón. Me parece que ha visto suficiente y se ha asustado.
McBride divisó en la lejanía la gran puerta doble y, más allá, las blancas construcciones de la aldea.
—Hábleme de los trabajadores, comandante.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Cuántos hay? ¿Cómo los consiguen?
—Tenemos unos mil doscientos. Todos son delincuentes que están cumpliendo sus condenas. Y ahora no se le ocurra dárselas de santo, señor McBride. En Estados Unidos tienen granjas-prisión, ¿verdad? Bueno, pues esto es una granja-prisión. Habida cuenta de las circunstancias, la verdad es que los tratamos bastante bien.
—¿Vuelven a casa cuando han cumplido sus condenas?
—No, no vuelven —respondió Van Rensberg.
El billete sólo era de ida, pensó McBride, por cortesía del coronel Moreno y el comandante Van Rensberg. Una condena de por vida. ¿Por qué delitos? ¿Tirar basura en la calle? ¿Vagancia? Moreno siempre tendría que hacer frente a las exigencias de Zilic asegurándose de que hubiera suficientes trabajadores.
—¿Y qué me dice de los guardias y el personal que hay en la mansión?
—Eso es distinto. El resto somos empleados que cobramos un sueldo a cambio de hacer su trabajo. Todos vivimos dentro de los muros de la mansión. Cuando el hombre para el que trabajamos está en ella, entonces todo el mundo permanece dentro. Solo los guardias uniformados y unos cuantos altos cargos como yo pueden ir más allá del muro. Los que se encargan de limpiar la piscina, los jardineros, los camareros, las doncellas… todos viven dentro de los muros. Los peones lo hacen en su pequeña aldea.
—¿Sin mujeres, sin niños?
—No. Esos hombres no están aquí para tener descendencia. Pero sí que hay una iglesia, cuyo sacerdote solo predica la obediencia absoluta.
El comandante se abstuvo de mencionar que para la falta de obediencia él mantenía en vigor el uso del sjambok, su látigo hecho con piel de rinoceronte, como en los viejos tiempos.
—Y alguien procedente de fuera ¿no podría entrar en la residencia fingiendo que es un empleado? —preguntó McBride.
—No. Cada tarde el administrador que va a la aldea se encarga de seleccionar a los trabajadores para el día siguiente. Los que han sido seleccionados se presentan ante la puerta principal en cuanto sale el sol, después de haber desayunado. Son comprobados uno por uno, y solo se admite a los designados. Ni uno solo más.
—¿Cuántos hombres pasan por allí?
—Alrededor de un millar al día. Doscientos, con conocimientos técnicos, son asignados a los talleres de reparaciones, el molino, el horno del pan, el matadero, el cobertizo de los tractores. Los otros ochocientos se encargan de cortar la madera y cultivar la tierra. Y cada día se quedan aquí alrededor de unos doscientos hombres: los que están realmente enfermos, los que se encargan de recoger la basura y los cocineros.
—Me parece que le creo, comandante —reconoció McBride—. Ese mercenario no tiene ninguna posibilidad, ¿verdad?
—Ya se lo había dicho. Se ha asustado y ha salido corriendo. Apenas había terminado de hablar cuando el walkie-talkie volvió a emitir un chasquido. Mientras el comandante escuchaba el informe, su frente fue llenándose de arrugas.
—¿Qué clase de problema? Bueno, dígale que se calme. Dentro de cinco minutos estaré allí. —Cortó la comunicación y, mirando a McBride, dijo—: El padre Vicente, en la iglesia. Al parecer le ha dado una especie de ataque de pánico. Bien, ahora tendré que pasar por allí mientras vamos de camino a las montañas. Estoy seguro de que solo serán unos minutos.
Dejaron atrás una hilera de peones que desfilaba lentamente a su izquierda, con las doloridas espaldas encorvadas bajo el peso de los picos y los azadones. Unas cuantas cabezas se alzaron por un instante para ver pasar al vehículo dentro del que iba el hombre que ejercía un poder de vida y muerte sobre ellos. Sus rostros eran flacos y sus ojos marrones como el café bajo el ala de los sombreros de paja. Pero un par de aquellos ojos eran azules.
El sacerdote, un hombrecillo bajito y rechoncho de ojos porcinos que vestía una sotana blanca no excesivamente limpia, estaba dando nerviosos brincos en lo alto del tramo de escalones de la iglesia. Se trataba del padre Vicente, pastor de los infortunados peones que trabajaban para Zilic.
El español de Van Rensberg era extremadamente básico, y habitualmente solo lo empleaba para dar órdenes. El inglés del sacerdote tampoco era gran cosa.
—Venga usted enseguida, comandante —dijo el padre Vicente mientras entraba corriendo en la iglesia.
McBride y Van Rensberg bajaron del jeep, subieron los escalones a la carrera y entraron en la iglesia.
El padre Vicente fue rápidamente por el pasillo central, dejó atrás el altar y entró en la sacristía. Esta era una habitación minúscula en la que había un armario atornillado a la pared que contenía las vestimentas sacerdotales. El padre Vicente abrió la puerta con ademán melodramático y exclamó:
—¡Miren!
El sudafricano y McBride miraron. El peón seguía exactamente como lo había encontrado el cura, que no había hecho ningún intento de liberarlo de sus ataduras. El peón estaba firmemente atado por las muñecas y los tobillos y amordazado con una ancha cinta de embalar. Farfullaba y se debatía, pero en cuanto vio a Van Rensberg, una expresión de pánico apareció en sus ojos.
El sudafricano se inclinó sobre él y le arrancó la mordaza sin mayores ceremonias.