En un día de incesante vigilancia el Vengador había reparado en dos cosas acerca de la escarpadura que no aparecían en sus fotografías. Una era que la pared no parecía excesivamente empinada. De hecho resultaba perfectamente escalable hasta unos treinta metros por encima del nivel del suelo, a partir de lo cual caía a pico. Pero Dexter contaba con una cuerda que superaba esa longitud.
La otra era que la inexistencia de hierbajos y matorrales se debía a la acción del hombre, no de la naturaleza. Al preparar las defensas, alguien había hecho que unas cuantas cuadrillas de trabajadores arrancaran hasta el último tallo y arbusto de la ladera, de manera que nada ni nadie pudiera ocultarse en el follaje.
Los árboles más jóvenes habían sido arrancados de raíz, y los más resistentes habían sido serrados. Los tocones de estos formaban centenares de puntos de apoyo para las manos y los pies de un escalador.
A la luz del día semejante escalador habría sido visible, pero no así en la oscuridad.
A las diez de la noche salió la luna, proyectando la claridad necesaria para que el escalador pudiera moverse sin ser visible sobre la pared de pizarra. Ahora solo haría falta ser muy cuidadoso para no provocar la caída de alguna piedra. Pasando de un tocón a otro, Dexter inició su descenso hacia el campo de aviación que había debajo.
Cuando la ladera se volvió demasiado empinada para descender por ella, Dexter utilizó la cuerda que se había enrollado alrededor de los hombros para descolgarse durante el resto del trayecto.
Pasó tres horas en el campo de aviación. Hacía unos años otro de sus «clientes» de las Tumbas de Nueva York le había enseñado el caballeresco arte de forzar cerraduras, y el juego de ganzúas que Dexter había llevado consigo era obra de un auténtico maestro en el oficio.
El único candado que no forzó fue el del hangar. Las dobles puertas habrían hecho mucho ruido al abrirlas. Había una puerta más pequeña a un lado, con una cerradura del tipo Yale, y a Dexter no le costó más de treinta segundos forzarla.
Hace falta un buen mecánico para reparar un helicóptero, y uno todavía mejor para sabotearlo de manera que un buen mecánico no pueda encontrar el fallo y repararlo, o darse cuenta siquiera de dónde se encuentra éste.
El mecánico que empleaba el serbio para que se ocupara de su helicóptero era bueno, pero Dexter era mejor. Cuando estuvo delante del aparato advirtió que se trataba de un EC 120 Eurocopter, la versión con un solo motor del EC 135 bimotor. En la parte delantera, el helicóptero tenía una gran burbuja hecha de Perspex que proporcionaba una excelente visibilidad tanto hacia los lados como hacia arriba y hacia abajo al piloto y al hombre que fuera junto a él; aparte de estos todavía quedaba espacio para tres pasajeros más sentados detrás de ellos.
Dexter no se concentró en el mecanismo del rotor principal sino en el del rotor de cola, que era bastante más pequeño. Si ese mecanismo no funcionaba adecuadamente, el helicóptero era incapaz de elevarse. Cuando Dexter hubo terminado con él, sin duda iba a funcionar mal y la avería resultaría muy difícil de reparar.
La puerta del Hawker 1000 estaba abierta, por lo que Dexter tuvo ocasión de inspeccionar el interior y asegurarse de que el pequeño reactor no había sido sometido a ninguna modificación de importancia.
Dexter salió del hangar asegurándose de dejar bien cerrada la puerta, entró en el almacén de los mecánicos y cogió de allí lo que necesitaba, pero sin dejar ningún rastro. Finalmente, subió hasta el extremo opuesto del camino, cerca de las casas y pasó su última hora allí. Por la mañana, uno de los mecánicos descubriría con irritación, que alguien había tomado prestada su bicicleta del lugar donde la había dejado apoyada, la noche anterior, en la valla de atrás.
Cuando hubo hecho todo lo que se había propuesto, Dexter cogió su cuerda de escalada y trepó de regreso hasta el sólido tocón al que la había atado. Una vez que hubo dejado este atrás, subió lentamente hasta su nido de águila. Dexter estaba empapado en sudor, pero se consoló pensando que el olor corporal era una cosa que nadie iba a notar en aquella parte del mundo. Para rehidratarse, se permitió beber medio litro de agua, comprobó el nivel del líquido restante y durmió. La alarma de su reloj de pulsera lo despertó a las seis de la mañana, poco antes de que la barra de hierro volviera a chocar con el trozo de riel.
A las siete, Paul Devereaux despertó a McBride en su habitación del hotel Camino Real.
—¿Ha habido alguna novedad? —preguntó el primero desde Washington.
—Ninguna —respondió McBride—. Parece bastante seguro que regresó haciéndose pasar por un inglés, Henry Nash, promotor de complejos turísticos. Luego se esfumó. Su coche ha sido identificado como un Ford Compact alquilado en Surinam. Moreno se dispone a buscarlo por todo el país. Debería haber noticias en algún momento del día de hoy.
Siguió un largo silencio por parte del jefe de Contraterrorismo, todavía sentado, con el albornoz puesto, en la sala de su casa de Alexandria, Virginia, a la que había bajado a desayunar antes de partir hacia Langley.
—No es suficiente —dijo Devereaux al fin—. Tendré que alertar a nuestro amigo. No va a ser una llamada fácil, así que esperaré hasta que sean las diez. Si antes de esa hora te enteras de que lo han capturado o de que están por hacerlo, llámame de inmediato.
—Así lo haré —dijo McBride.
No se produjo ninguna novedad. A las diez, Devereaux efectuó su llamada. El serbio, que estaba en la piscina, tardó diez minutos en llegar a la pequeña habitación en el sótano de su mansión, donde se encontraba el moderno y complejo equipo de comunicaciones.
A las diez y media, el Vengador detectó un súbito estallido de actividad en la propiedad que había debajo de él. Varios vehículos todoterreno se alejaron rápidamente de la mansión, dejando estelas de polvo tras ellos. A continuación sacaron el EC 120 del hangar y extendieron sus rotores.
Al parecer alguien ha encendido la mecha, murmuró Dexter para sí.
La tripulación del helicóptero se acercó en dos pequeños todoterreno. Unos minutos después se hallaban sentados a los controles y los grandes rotores empezaron a girar lentamente. El motor cobró vida, y el ritmo de giro de los rotores se incrementó rápidamente hasta alcanzar la velocidad de calentamiento.
El rotor de cola, vital para evitar que el aparato empezase a girar enloquecidamente sobre su propio eje también giraba con un suave zumbido. De pronto, hubo un chirrido metálico, se oyó el sonido de un engranaje al partirse y el rotor se detuvo. Un mecánico hizo frenéticas señas a los dos hombres sentados a los controles y se pasó la mano por la garganta.
El piloto apagó los motores, y una vez que el rotor principal se hubo detenido, él y su compañero bajaron del aparato. Se formó un grupo alrededor de la cola; quienes lo componían alzaban la mirada hacia el rotor averiado.
Varios guardias uniformados salieron de la aldea y se pusieron a registrar las cabañas, los almacenes y hasta la iglesia. Otros, repartidos en grupos de cuatro, recorrieron la propiedad para avisar a los capataces de que debían mantener los ojos bien abiertos en busca de cualquier intruso. No había ninguno. Las señales que hubiese podido haber ocho horas antes habían quedado perfectamente borradas.
Dexter calculó que los guardias uniformados debían de ser un centenar, incluidos los doce del campo de aviación. Si a eso se le sumaban los mil doscientos trabajadores, el personal de seguridad complementario, el personal doméstico que se encontraba dentro de la mansión, así como unos veinte técnicos más en la planta generadora y los distintos talleres de reparaciones, Dexter podía hacerse una idea bastante aproximada de a cuántos hombres se enfrentaba. Y aún no había visto la mansión propiamente dicha, donde las medidas de seguridad serían extraordinarias.
Unos instantes antes del mediodía, Paul Devereaux llamó a su hombre en el ojo del huracán.
—Kevin, tienes que hacerle una visita a nuestro amigo —le dijo—. He hablado con él. Está realmente fuera de sí. Nunca insistiré lo suficiente en que es vital que ese desgraciado desempeñe su papel dentro del Proyecto Peregrino. No debe echarse atrás. Algún día podré contarte lo importante que es. Por el momento, quiero que no te separes de él hasta que hayan capturado y neutralizado al intruso. Parece ser que el helicóptero de nuestro amigo ha sufrido una avería. Pídele al coronel Moreno que te proporcione un todoterreno y llámame en cuanto hayas llegado allí.
Al mediodía, Dexter vio que una pequeña embarcación de carga se acercaba a los acantilados. Se detuvo a poca distancia de las rocas, y de ella empezaron a bajar cajas, que fueron izadas de la cubierta y las bodegas y depositadas en la explanada de cemento donde las esperaban unos cuantos camiones de plataforma plana. Obviamente, se trataba de un cargamento de todo aquello que la fortaleza no llegaba a producir.
Lo último descargado fue un depósito de cuatro mil quinientos litros de combustible de un tamaño similar al de un camión cisterna. Bajaron un depósito vacío a la cubierta de la embarcación, que se alejó por el océano azul dejando una estela de humo en el aire.
Acababa de dar la una cuando, debajo de Dexter y a su derecha, un todoterreno bajó por el camino que llevaba a la aldea después de detenerse en la garita de la guardia. El vehículo lucía los emblemas de la policía de San Martín, y en él solo iban el conductor y un hombre sentado a su lado.
El Land Rover atravesó la aldea, llegó a las puertas de la valla y se detuvo ante ellas. El policía que conducía bajó para mostrar su identificación a los guardias que custodiaban la puerta. Estos hicieron una llamada telefónica, presumiblemente a la mansión, para que se autorizase la entrada.
Mientras tanto, el hombre que ocupaba el asiento del acompañante se apeó también y miró alrededor con curiosidad. A continuación, se volvió para contemplar la montaña de la que acababa de descender. Unos prismáticos, muy por encima de él, se centraron en su cara.
Al igual que le había ocurrido antes al hombre que permanecía invisible en la cumbre, observándolo, Kevin McBride quedó impresionado. Llevaba dos años metido en el Proyecto Peregrino junto a Paul Devereaux, desde el primer contacto con el serbio y su reclutamiento. McBride había visto los expedientes y creía saber todo lo que había que saber acerca de Zoran Zilic, pero no lo conocía en persona. Devereaux siempre se había reservado para sí ese dudoso placer.
El todoterreno que lucía los emblemas azules de la policía de San Martín avanzó hacia el muro que rodeaba el recinto, el cual parecía más alto conforme se acercaban a él.
Una puertecita se abrió en la verja y un hombre corpulento que vestía pantalones deportivos y una camisa azul de algodón salió por ella. La camisa abultaba a la altura de la cintura, y había una buena razón para ello. Ocultaba una Glock de 9 mm. McBride reconoció en aquel hombre a Kulac, la única persona a la que el gángster serbio se había llevado consigo desde Belgrado, su guardaespaldas permanente.
Kulac fue hacia la portezuela del lado del acompañante y llamó a McBride con un ademán. Llevaba dos años lejos de casa, pero solo hablaba serbocroata.
—Muchas gracias. Adiós —le dijo McBride al conductor en español. El hombre asintió, impaciente por volver a la capital. Detrás de las gigantescas puertas de madera, hechas con vigas del tamaño de vagones de tren y accionadas mediante un complejo sistema mecánico, había una mesa. McBride fue expertamente cacheado en busca de armas y luego tuvo que esperar a que inspeccionaran su bolso. Un mayordomo vestido con un impecable uniforme blanco perfectamente almidonado descendió de una terraza y aguardó hasta que se hubieron terminado todas las medidas de prevención.
Kulac expresó su satisfacción mediante un gruñido. El mayordomo cogió el bolso de viaje y comenzó a subir los escalones, seguido del guardaespaldas y McBride, quien tuvo su primera auténtica perspectiva de la mansión.
Tenía tres pisos de altura y se hallaba rodeada por grandes extensiones de césped. En la lejanía, dos peones con camisa blanca estaban concentrados en las labores de jardinería. La casa recordaba bastante a las residencias más lujosas que había a lo largo de las costas francesa, italiana y croata; cada habitación de los pisos superiores contaba con su propio balcón pero estaba protegida del calor mediante postigos de acero.
El patio embaldosado en que se hallaban debía de quedar a un par de metros por encima de la base de la entrada por la que habían accedido a él, pero por debajo del muro de protección. La cordillera por la que McBride había venido se alzaba más allá del muro, pero ningún francotirador apostado en los alrededores podría disparar por encima del muro contra alguien que estuviera en la terraza.
En el centro del patio había una reluciente piscina azul; una gran mesa de mármol blanco de Carrara sostenida por soportes de piedra que había junto a ella ya estaba puesta para el almuerzo. La plata y el cristal destellaban.
Unos cuantos sillones colocados a un lado rodeaban otra mesa sobre la cual, en una gran cubitera, se enfriaba una botella de Dom Perignon. El mayordomo indicó con un gesto a McBride que se sentara. El guardaespaldas permaneció de pie y alerta. Un hombre que llevaba pantalones deportivos blancos y una camisa de seda color crema se acercó a ellos desde el lado de la mansión en el que había más sombra.
McBride apenas reconoció al hombre que antaño había sido Zoran Zilic, matón de las bandas del distrito de Zemun, Belgrado, ejecutor a sueldo para una docena de organizaciones de los bajos fondos en Alemania y Suecia, criminal de guerra, tratante de blancas, traficante de drogas y de armas, depredador del tesoro yugoslavo y, finalmente, fugitivo de la justicia.
Su rostro apenas guardaba parecido con el que figuraba en el expediente de la CIA. La primavera anterior, unos cirujanos suizos habían hecho un buen trabajo. La palidez báltica había sido sustituida por un bronceado tropical, y solo las finas líneas blancas de las cicatrices seguían negándose a oscurecer.
Pero McBride sabía que las orejas, al igual que las huellas dactilares, son totalmente características de cada ser humano y que, a menos que intervenga la cirugía, nunca cambian. Las orejas de Zilic no habían variado, como tampoco lo habían hecho sus huellas dactilares, y cuando se dieron la mano, McBride reparó en la mirada de animal salvaje de sus ojos de color avellana.
Zilic se sentó a la mesa de mármol y señaló con la cabeza el único otro asiento vacante. McBride lo ocupó, y acto seguido se produjo un rápido intercambio de palabras en serbocroata entre Zilic y el guardaespaldas. Este se marchó a comer a algún otro sitio.
Una muchacha de San Martín, muy joven y guapa con su uniforme azul de doncella, sirvió dos copas de champán. Zilic no propuso ningún brindis. Estudió el líquido ambarino y luego lo bebió de un trago.
—El hombre —dijo, hablando en un inglés bastante bueno, aunque no impecable—. ¿Quién es?
—No lo sabemos con exactitud. Se trata de un contratista privado que cuida mucho el secreto. Solo se lo conoce por el nombre en clave que él mismo ha escogido.
—¿Y cuál es ese nombre?
—El Vengador.
El serbio reflexionó pensando en aquella palabra durante unos instantes y luego se encogió de hombros. Otras dos muchachas empezaron a servir la comida. Había tartaletas de huevos de codorniz y espárragos con mantequilla fundida.
—¿Todo hecho en la propiedad? —preguntó McBride.
Zilic asintió.
—Pan, verduras, huevos, leche, aceite de oliva, uvas… —dijo McBride—. Vi todo eso mientras veníamos hacia aquí.
El serbio volvió a asentir y preguntó:
—¿Por qué anda tras de mí ese hombre?
McBride no respondió de inmediato. Si daba la verdadera razón, Zilic quizá decidiese que no tenía ningún sentido seguir cooperando con Estados Unidos o cualquier representante de éste, porque de todas formas nunca lo perdonarían. La misión que Devereaux le había encomendado era la de mantener a aquel ser aborrecible dentro del equipo de Peregrino.
—No lo sabemos —contestó finalmente—. Alguien lo ha contratado. Quizá se trate de algún antiguo enemigo de Yugoslavia.
Zilic se lo pensó y luego meneó la cabeza.
—¿Y por qué ha esperado usted tanto tiempo para venir a verme, señor McBride?
—No sabíamos nada de ese hombre hasta que usted se quejó de que un avión había estado sobrevolando su propiedad y tomando fotografías. Consiguió su número de matrícula, lo cual estuvo muy bien. Luego envió hombres a Guayana para que intervinieran. El señor Devereaux pensó que podríamos localizar al intruso, identificarlo y detenerlo. Pero consiguió escabullirse.
Las langostas frías venían acompañadas con mayonesa, hecha también a base de productos locales. Para completar la comida había uvas moscatel y melocotones, así como un café bastante fuerte. El mayordomo ofreció puros Cohiba y esperó a que los dos hombres los encendieran antes de marcharse. El serbio parecía estar absorto en sus pensamientos.
Las tres guapas criadas que los habían atendido esperaban junto a la pared de la casa. Zilic se volvió en su asiento, señaló a una y chasqueó los dedos. La chica palideció, pero dio media vuelta y entró en la casa, presumiblemente a prepararse para la llegada de su señor.
—Siempre echo una siesta a esta hora —dijo el serbio—. Es una costumbre local, y realmente excelente. Antes de que me vaya, le diré una cosa. Diseñé esta fortaleza junto con el comandante Van Rensberg, a quien conocerá dentro de unos momentos. Probablemente sea el lugar más seguro que existe sobre la faz de la tierra.
»No creo que su mercenario consiga entrar nunca aquí; pero si lo hace, no saldrá con vida. Nuestros sistemas de seguridad ya han sido puestos a prueba. Ese hombre tal vez se les haya escapado, pero nunca logrará acercarse a mí. Mientras yo descanso un rato, Van Rensberg le enseñará la propiedad. Luego usted podrá ir a decirle al señor Devereaux que esta crisis ha terminado. Hasta luego.
Zilic se levantó y se alejó. McBride no se movió de su asiento. La pequeña puerta de la entrada principal se abrió y un hombre subió por el tramo de escalera que conducía a la terraza. McBride sabía de quién se trataba por los expedientes, pero fingió que no lo conocía.
Adriaan van Rensberg también tenía toda una historia a sus espaldas. Durante el período en que el Partido Nacional y su política de apartheid rigieron Sudáfrica, Van Rensberg había trabajado en el temido Departamento de Seguridad del Estado, en cuya jerarquía había ido ascendiendo gracias a la concienzuda atención que dedicaba a las formas más extremas de las brutalidades practicadas por aquel organismo gubernamental.
Después de la llegada al poder de Nelson Mandela, Van Rensberg se había unido al partido de extrema derecha AWB, que dirigía Eugène Terre Blanche. Cuando dicho partido se derrumbó, pensó que sería más prudente huir del país. Tras pasar varios años ofreciendo sus servicios como experto en seguridad a varios grupos fascistas europeos, Van Rensberg atrajo la atención de Zoran Zilic, quien lo contrató para que concibiera, diseñara, construyera y estuviera al frente de la fortaleza de El Punto.
A diferencia del coronel Moreno, el sudafricano no era gordo, sino musculoso y corpulento. El pliegue que formaba su estómago al doblarse sobre el grueso cinturón de cuero era lo único que traicionaba una considerable afición a la cerveza.
McBride observó que Van Rensberg llevaba un uniforme apropiado para las funciones que desempeñaba en El Punto, consistente en camisa y pantalones de camuflaje, botas militares, sombrero de piel de leopardo y una serie de aparatosas insignias.
—¿El señor McBride? ¿El caballero estadounidense?
—Ese soy yo, amigo.
—Comandante Van Rensberg, jefe de seguridad. He recibido instrucciones de enseñarle la propiedad. ¿Le parece bien mañana por la mañana, a las ocho y media?
Uno de los policías encontró el Ford en el aparcamiento del complejo turístico de La Bahía. La matrícula era local, pero había sido falsificada en algún garaje. El manual que se hallaba dentro de la guantera estaba escrito en holandés, la lengua oficial de Surinam.
Mucho más tarde alguien recordaría haber visto a un mochilero cargado con una gran Bergen hecha de tela de camuflaje, alejándose a pie del complejo turístico. Iba hacia el este. El coronel Moreno ordenó al ejército de San Martín y a toda su fuerza policial que regresaran a los cuarteles. Por la mañana, dijo, subirían a la cordillera y peinarían todo el terreno, desde el camino hasta la cumbre.