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La vigilia

Dexter no pudo evitar sentirse impresionado mientras contemplaba lo que una combinación de la naturaleza, el ingenio y el dinero habían conseguido en la península que se extendía a los pies de la cordillera. Si no hubiese sido porque todo había dependido de la labor de unos hombres a los que se obligaba a trabajar como esclavos, habría resultado admirable.

El triángulo que se internaba en el mar era más grande de lo que Dexter había imaginado en el modelo a escala.

La base, que en ese instante estaba contemplando desde su escondite en lo alto de la montaña, debía de medir unos cinco kilómetros de un extremo a otro. Tal como habían revelado las fotografías aéreas tomadas por Dexter, en cada uno de los extremos la cordillera descendía hasta el agua en una serie de acantilados verticales.

Dexter estimó que los lados de aquel triángulo isósceles medirían también unos cinco kilómetros, lo que daba como resultado una superficie total de terreno de poco más de quince kilómetros cuadrados. El área se encontraba dividida en cuatro partes, cada una de las cuales cumplía una función distinta.

Debajo de él, en la base de la cordillera, estaban la pista de aterrizaje y la aldea de los trabajadores. A trescientos metros del acantilado, una valla metálica de tres metros y medio de altura coronada de alambre de espino se extendía de un extremo al otro de la propiedad. Bajo la creciente claridad del día, Dexter observó a través de sus prismáticos que allí donde se encontraba con el mar la valla sobresalía por encima del acantilado y terminaba en un amasijo de rollos de alambre de espino. No había manera de deslizarse por el final de la valla, ni de pasar por encima de ella.

Dos terceras partes de la franja de terreno que había entre la cordillera y la valla estaban dedicadas a la pista de aterrizaje. Debajo de él, y flanqueando la pista, había un solo hangar de grandes dimensiones, un área de mantenimiento y una hilera de construcciones más pequeñas que debían de ser talleres y depósitos de combustible. En dirección al extremo más alejado, y lo bastante cerca del mar para recibir la brisa más fresca, había media docena de pequeñas casas, probablemente, supuso Dexter, para los operarios y el personal de mantenimiento del campo.

La única manera de entrar y salir de allí era a través de una puerta de acero instalada en la valla. No había ninguna caseta de guardia cerca de la puerta, pero un par de varillas visibles, y las ruedas que había por debajo del borde, indicaban que la puerta se abría y cerraba mediante algún tipo de dispositivo electrónico. A las seis y media, nada se movía en la pista de aterrizaje ni en torno a ella.

El otro tercio del terreno estaba dedicado a la aldea, separada de la pista por otra valla, que se extendía hacia fuera a partir de la cordillera. También se encontraba coronada de alambre de espino. Estaba claro que a los campesinos no se les permitía entrar en el campo de aviación ni acercarse a él.

El estruendo metálico de la barra de hierro al chocar contra el riel colgado finalizó al cabo de un minuto, y la aldea cobró vida. Dexter observó que las primeras figuras, vestidas con pantalones y camisas de un blanco descolorido y calzadas con alpargatas de suela de esparto, iban saliendo de las diminutas cabañas y se encaminaban hacia los aseos comunales. Cuando todas se hubieron reunido, Dexter calculó que habría unos mil doscientos trabajadores.

Era evidente que había un personal que se ocupaba de la aldea y dejaba para los otros las tareas agrícolas. Dexter los vio trabajar en las cocinas expuestas a la intemperie, preparando un desayuno a base de pan y gachas. Debajo de unos cobertizos hechos con hojas de palmera para protegerse del intenso sol y las lluvias ocasionales, había unas largas mesas y bancos.

Una segunda señal con la barra de hierro hizo que los trabajadores cogieran escudillas y barras de pan partidas por la mitad y se sentaran a comer. No había huertos, tiendas, mujeres, niños ni escuela. Aquello no era una auténtica aldea, sino un campo de trabajos forzados. Los únicos edificios eran los que parecían ser una tienda de provisiones, otra vendía ropa, y la iglesia, junto a la cual se veía lo que debía de ser la casa del sacerdote. Todo era funcional, un lugar donde trabajar, comer, dormir, rezar pidiendo ser liberado, y nada más.

Si el campo de aviación era un rectángulo atrapado entre la cordillera, la valla y el mar, la aldea se encontraba igualmente atrapada. Pero en este caso existía una diferencia. Un sendero lleno de baches bajaba zigzagueando desde el único paso que había en la pequeña cordillera; era el único y solitario acceso por tierra al resto de la República de San Martín. Saltaba a la vista que no era una ruta apropiada para camiones pesados, y Dexter se preguntó cómo tendría lugar el reaprovisionamiento de artículos esenciales como la gasolina y el combustible para los motores diesel y de avión. Cuando la visibilidad hubo crecido un poco, pudo descubrirlo.

En el límite de su campo de visión, y medio oculta por la niebla matinal, se hallaba la tercera porción de la propiedad, el recinto amurallado que ocupaba el final de la península. Dexter sabía por sus fotografías aéreas que contenía la magnífica mansión blanca en la que vivía el antiguo gángster serbio; media docena de casas para los invitados y el personal de mayor categoría; jardines con arriates, matorrales y extensiones de césped impecablemente recortado; y a lo largo del lado interior del muro protector de cuatro metros de alto, una serie de casitas y almacenes para el personal doméstico, la ropa, la comida y la bebida.

En las fotografías y el modelo a escala que había hecho Dexter, el enorme muro también iba de un extremo del acantilado al otro, y en aquel punto la propiedad quedaba a unos quince metros por encima del mar.

En el centro del muro había una solitaria pero enorme puerta de doble panel hacia la que conducía un camino de cemento. Al otro lado se veía una caseta desde la cual se controlaba el mecanismo de apertura de la puerta. A lo largo de la cara interior de la pared discurría un parapeto en el que se apostaban los guardias armados.

La extensión de terreno que había entre la valla metálica situada debajo de Dexter y el muro que se alzaba a unos cinco kilómetros de distancia se hallaba ocupada por la granja. Cuando la claridad se lo permitió, Dexter confirmó lo que le habían dicho sus fotografías: la granja producía casi todo aquello que podía necesitar la comunidad que vivía dentro de la fortaleza. Había rebaños de bueyes y ovejas pastando en los campos, y cobertizos que sin duda contendrían cerdos y aves de corral.

Había también muchos campos en los que se cultivaban cereales, legumbres y tubérculos. Los numerosos huertos repletos de árboles frutales producían diez clases distintas de fruta, y había varias hectáreas sembradas de hortalizas y verduras, expuestas a los elementos o debajo de largas cúpulas de politeno. Dexter supuso que la granja produciría todas las clases concebibles de hortalizas y frutas, además de carne, mantequilla, huevos, queso, aceite, pan y áspero vino tinto.

Los campos y los huertos estaban llenos de graneros y establos, cobertizos para la maquinaria e instalaciones destinadas a sacrificar los animales, moler los cereales, hornear el pan y prensar las uvas.

A la derecha de Dexter y cerca de donde terminaba el acantilado, pero todavía dentro de la granja, había una serie de pequeños barracones para los guardias, una docena de chalets destinados a los superiores de estos y dos o tres economatos.

A su izquierda, siguiendo el acantilado y también dentro de la granja, había tres grandes almacenes y un reluciente depósito de aluminio para el combustible. Al lado del acantilado había dos grandes grúas o cabrias. Aquello resolvía un problema: los cargamentos más pesados llegaban por mar y eran izados o bombeados desde el carguero hasta los almacenes que se alzaban a diez metros de la cubierta de la embarcación.

Los peones terminaron su desayuno y se produjo un nuevo estrépito metálico. Esta vez ocurrieron varias cosas.

De los barracones que había a la derecha, salieron guardias uniformados. Uno se llevó a los labios un silbato que no produjo sonido alguno. Dexter no oyó nada, pero una docena de dobermans aparecieron procedentes de la granja en respuesta a la llamada y entraron en su recinto vallado próximo a los barracones. Saltaba a la vista que llevaban veinticuatro horas sin comer, porque se lanzaron sobre los platos llenos de carne cruda que les habían puesto allí y se comieron hasta el último trozo.

Dexter supo entonces lo que sucedía cuando se ponía el sol. Una vez que el último esclavo y miembro del personal quedaba recluido dentro de su respectivo recinto, los perros eran liberados para que recorrieran las tierras de labor. Los dobermans debían de haber sido adiestrados para que dejaran en paz a las ovejas, los terneros y los cerdos, pero cualquier ladrón que se adentrase en la propiedad no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir. Había demasiados perros para que un hombre solo pudiera hacerles frente. Entrar de noche era imposible.

Dexter se hallaba tan oculto en la espesura que cualquiera que alzase la vista hacia lo alto de la cordillera no vería ningún destello del sol reflejándose en los cristales de sus prismáticos ni divisaría al hombre camuflado que permanecía inmóvil allí arriba.

A las seis y media, cuando la granja estaba lista para recibirlos, el estruendo metálico llamó al trabajo a los peones. Estos fueron desfilando hacia la gran puerta que separaba la aldea de la granja.

Aquella puerta era mucho más complicada que la que separaba el campo de aviación de la propiedad. Se abría hacia dentro, y más allá de ella había cinco guardias sentados delante de sendas mesas. Unos cuantos más esperaban de pie junto a sus compañeros. Los peones formaron cinco columnas.

A una orden, las columnas empezaron a avanzar lentamente. El peón que encabezaba cada una de ellas se detenía ante la mesa correspondiente para tender hacia el guardia una placa de metal, semejante a la de los perros, que llevaba colgada del cuello. El guardia comprobaba el número de la placa introduciéndolo en una base de datos.

Cada trabajador debía de tener asignada su columna, según el número de la placa, porque después de que cada uno hubiera pasado por las mesas se presentaba ante un capataz que esperaba más allá de estas. Luego eran conducidos en grupos de unos cien, pasaban por los cobertizos para las herramientas que había junto al camino principal, y se dirigían a trabajar.

Unos iban a los campos de labranza y otros hacia los huertos, mientras que algunos se dedicaban a cuidar de los animales, o se dirigían al molino, al matadero, a los viñedos o a la gran cocina del jardín. Según Dexter observaba, la enorme hacienda volvía a la vida. Pero la seguridad nunca flaqueaba. Cuando el pueblo quedaba finalmente vacío, la doble puerta cerrada y los hombres dispersos en sus puestos de trabajo, Dexter se concentró en esa seguridad y buscó como romperla.

Fue a media mañana que el coronel Moreno tuvo noticias de los dos emisarios que había enviado con los pasaportes extranjeros en sus manos.

En Cayena, capital de la Guayana francesa, las autoridades no habían perdido el tiempo. No les había gustada nada que tres inocentes pescadores hubieran sido detenidos por el crimen de hacerse a la mar ni que cinco técnicos hubiesen sido capturado y detenidos sin una buena causa. Dijeron que los ocho pasaportes franceses eran válidos al cien por cien y exigieron que sus propietarios fueran puestos en libertad y devueltos a casa.

Al oeste, en Paramaribo, la embajada holandesa dijo exactamente lo mismo con respecto a sus dos ciudadanos: los pasaportes eran genuinos, los visados válidos; ¿cuál era el problema?

La embajada española estaba cerrada pero el hombre de la CIA le había asegurado al coronel Moreno que el fugitivo medía cinco pies y ocho pulgadas, mientras que el español medía más de seis pies. Solo quedaba el Sr. Henry Nash, de Londres.

El jefe de la policía secreta le dijo a su hombre de Cayena que volviese y dio órdenes al de Parbo para que investigase en todas las agencias de alquiler de coches a fin de averiguar qué coche había alquilado en londinense y su número de matrícula.

A media mañana el calor en las montañas era intenso. A pocas pulgadas de la cara del observador que permanecía inmóvil estaba un lagarto con una cresta erecta y roja en la nuca, caminando por encima de unas piedras en las que se podría haber frito un huevo, al mirar al extranjero y no detectar ningún peligro continuó su camino. Había actividad en las grúas que estaban en lo alto del acantilado.

Cuatro jóvenes musculosos llevaban sobre unas ruedas un barco patrulla, de aluminio, de treinta pies de longitud, hacia la parte de atrás de un Land Rover y lo levantaban. El Land Rover remolcó la embarcación hasta un surtidor de gasolina donde le llenaron el depósito. Casi habría pasado por una embarcación de lujo, a no ser porque llevaba un Browning 30 montado.

Cuando la embarcación estuvo lista para hacerse a la mar, fue remolcada hasta ubicarla debajo de una de las grúas. Cuatro gruesas bandas suspendidas de un armazón rectangular que terminaban en otras tantas calzas de hierro fueron sujetadas a unos salientes del casco de la embarcación. La tripulación subió a bordo de la patrullera y esta fue izada de la explanada de cemento y depositada en las aguas del océano. Dexter la vio perderse de vista.

Unos minutos después, volvió a verla en el mar. Los hombres que iban a bordo subieron a la embarcación dos nasas para peces y cinco para langostas y vaciaron su contenido, después de lo cual volvieron a cebar las nasas, las echaron al mar y reanudaron su patrulla.

Dexter ya había reparado en que todo lo que había ante él quedaría reducido a ruinas si no contaba con los elementos esenciales. Uno era la gasolina que hacía funcionar la planta generadora situada detrás del almacén del muelle. Dicha planta proporcionaba la electricidad que a su vez hacía funcionar cada una de las maquinarias y motores que había dentro de la propiedad, desde el sistema de apertura de la puerta hasta los taladros, pasando por las lámparas que había encima de las mesillas de noche.

El otro elemento fundamental era el agua, agua limpia, pura y fresca en cantidades ilimitadas. Procedía de aquel torrente que Dexter había visto por primera vez en las fotografías aéreas.

En ese momento el torrente se encontraba debajo de él y ligeramente a su izquierda. Emergía burbujeando de la ladera de la montaña, adonde había llegado desde algún lugar perdido en las profundidades de la selva.

El agua salía a la superficie a unos seis metros por encima de la península y caía por varios riscos para luego entrar en un canal de hormigón contruido para tal fin. A partir de ese punto, el hombre se había hecho cargo de la labor de la naturaleza.

Para llegar a la granja, el agua tenía que salvar el camino que discurría por debajo de Dexter. Lo hacía mediante un sifón. En cuanto volvía a aparecer al otro lado del camino, el agua, ya canalizada, pasaba por debajo de la valla. A Dexter no le cupo ninguna duda de que allí también debía de haber una reja impenetrable. Sin ella, cualquiera hubiese podido meterse en el torrente para entrar en el campo de aviación, pasar por debajo de la valla y utilizar la corriente para eludir a los perros guardianes. Quienquiera que hubiese diseñado las defensas no habría permitido que semejante cosa sucediera.

Al mediar la mañana ocurrieron dos cosas justo debajo del nido de águila de Dexter. El Hawker 1000 fue remolcado fuera del hangar y dejado al sol. Dexter temió que el serbio se dispusiera a utilizarlo, pero el avión solo había sido sacado del hangar para dejar un poco de espacio libre. A continuación, apareció un pequeño helicóptero similar a los que utiliza la policía de tráfico. Podía quedar suspendido a escasos centímetros de una pared rocosa en el caso de que fuera necesario, y Dexter tendría que seguir siendo invisible para evitar que quien lo tripulase detectase su presencia. Pero el helicóptero permaneció donde estaba, con los rotores plegados, mientros los mecánicos echaban un vistazo al motor.

A continuación, un pequeño todoterreno provisto de unas ruedas enormes se acercó procedente de la granja y se detuvo ante la puerta. El hombre que lo conducía la abrió accionando un mando a distancia, entró, saludó con un alegre ademán a los mecánicos que se estaban ocupando del helicóptero y se dirigió hasta el punto en que el torrente pasaba por debajo de Dexter.

Una vez allí detuvo el vehículo, se apeó, cogió de la trasera una cesta de mimbre y bajó los ojos hacia la corriente. Luego arrojó dentro de ella varias gallinas desplumadas. Hizo aquello en el tramo del torrente anterior al camino. Después atravesó la explanada de cemento y volvió a mirar dentro de la corriente. Las gallinas tenían que haber sido arrastradas por las aguas hasta chocar contra la reja.

Lo que quiera que hubiese en aquellas aguas entra la cordillera y la reja, comía carne. A Dexter se le ocurrió que solo podía tratarse de pirañas. Si eran capaces de comer gallinas, entonces también podían comer nadadores. Ahora daba igual que el agua tocara el techo durante un tramo más largo del que Dexter podía llegar a recorrer sin respirar, porque aquella parte del torrente era un estanque de trescientos metros de longitud lleno de pirañas.

Después de la valla metálica, el torrente seguía su curso a través de la propiedad alimentando una reluciente tracería de canales de irrigación. Otros conductos subterráneos se encargarían de desviar una parte del agua hacia la aldea de los trabajadores, las casas, los barracones y la mansión principal.

El curso del agua trazaba a continuación una nueva curva y se dirigía hacia el extremo del camino que terminaba en la granja, para desde allí precipitarse hacia el mar.

A primera hora de la tarde el calor se extendía sobre la tierra como una enorme, pesada y sofocante manta. En la granja, los peones habían estado trabajando desde las siete hasta las doce. A esa hora se les permitió buscar un poco de sombra y comer lo que habían llevado en sus pequeñas bolsas de algodón. Después de eso harían la siesta hasta las cuatro y volverían al trabajo, hasta las siete de la tarde.

Dexter siguió donde estaba, jadeando y empapado en sudor mientras envidiaba a la salamandra que se cocía sobre una roca a un metro de distancia de él, inmune al calor. La tentación de beber libros enteros de la preciosa agua para obtener un poco de alivio era muy grande, pero sabía que debía racionarla si no quería deshidratarse más tarde.

A las cuatro, el estrépito de la barra de hierro anunció a los trabajadores que volvieran a los campos y los graneros. Dexter se arrastró cautelosamente hasta el borde de la cumbre y vio que las diminutas figuras vestidas con pantalones y camisas de algodón, que protegían sus rostros, marrones como nueces, bajo sombreros de paja, volvían a empuñar sus picos y sus azadones para mantener la granja libre de malas hierbas.

Una camioneta de aspecto bastante maltrecho apareció a la izquierda de Dexter, se dirigió hacia el espacio que se extendía entre las grúas y se detuvo con la trasera hacia el mar. Un peón que vestía un mono manchado de sangre extendió una larga canaleja metálica, la sujetó a la compuerta de la camioneta y empezó a echar algo dentro, empujándolo con una horca. Lo que quiera que fuese aquello se deslizó por el conducto y cayó al mar. Dexter ajustó el enfoque de sus prismáticos. El siguiente empujón con la horca reveló de qué se trataba. Era una piel negra, con una cabeza de toro todavía unida a ella.

Mientras examinaba las fotografías en Nueva York, a Dexter le había sorprendido un poco que incluso disponiendo de los acantilados, no se hubiese hecho ningún intento de crear un acceso a aquel precioso mar azul. No había ninguna escalera labrada en la roca, ninguna plataforma para zambullirse, ninguna balsa de madera amarrada, ningún embarcadero. Mientras veía caer los despojos al mar, Dexter comprendió el motivo. Alrededor de la península las aguas debían de estar infestadas de tiburones. A menos que se tratara de un pez, cualquier cosa que nadase por allí solo conseguiría sobrevivir unos minutos.

Aproximadamente a esa misma hora, el coronel Moreno recibía en su móvil una llamada procedente de su hombre en Surinam. El inglés, Nash, había alquilado su coche en una pequeña empresa privada local, motivo por el que había resultado difícil seguirle la pista. Pero por fin lo había conseguido. Nash había alquilado un Ford Compact. El hombre dictó el número de la matrícula.

El jefe de la policía secreta dio nuevas órdenes para la mañana siguiente. Debía examinarse cada aparcamiento, cada garaje, cada camino y cada sendero en busca de un Ford Compact con aquel número de matrícula surinamés. Luego se lo pensó unos instantes y alteró las órdenes. Había que buscar cualquier Ford con cualquier número de matrícula, y la búsqueda tenía que empezar al amanecer.

En los trópicos, el crepúsculo y la oscuridad siempre llegan con una sorprendente rapidez. Hacía una hora que el sol había pasado a quedar detrás de la espalda de Dexter, lo que por fin le proporcionó un poco de alivio. Los trabajadores volvían a sus casas, arrastrando cansinamente los pies. Entregaron sus herramientas, formaron cinco columnas de unos doscientos hombres cada una, y entraron por la puerta doble.

A continuación, regresaron a la aldea para reunirse con los doscientos hombres que no habían ido a los campos. En las casas y los barracones se encendieron las primeras luces. En el extremo más alejado del triángulo, un súbito resplandor blanco reveló el lugar donde acababa de iluminarse la mansión del serbio.

Los mecánicos del campo de aviación recogieron sus cosas y subieron a sus ciclomotores para ir a las casas que se alzaban al final de la pista. Cuando todo hubo quedado cerrado y asegurado, los dobermans fueron puestos en libertad, el mundo le dijo adiós al 6 de septiembre, y el cazador de hombres se preparó para bajar de la cumbre de la montaña.