McBride llegó a Washington el 29 de agosto. Ese mismo día, en Paramaribo, el señor Henry Nash, cuyo pasaporte había sido expedido por el secretario de Estado de Su Majestad para Asuntos Exteriores y de la Commonwealth, por otorgarle su título completo, entró en el consulado de la República de San Martín y pidió un visado.
No tuvo ningún problema. El cónsul, sentado en el pequeño despacho, sabía que unos días antes había habido un pequeño incidente cuando un prófugo de la justicia intentó entrar en su país, pero la alarma había sido anulada poco después. El hombre estaba muerto. Expidió el visado de entrada.
Eso era lo malo que tenía el mes de agosto. Uno nunca podía conseguir que le resolvieran un problema urgente, ni siquiera en Washington, y aun cuando se llamara Paul Devereaux. La excusa siempre era la misma: «Lo siento, señor, está de vacaciones. Volverá la semana que viene». Y así fue como el mes de agosto finalmente desembocó en septiembre.
El 3 de septiembre Devereaux recibió la primera de las dos respuestas que estaba buscando.
—Probablemente sea la mejor falsificación que hemos visto nunca —dijo el hombre de la división de pasaportes del Departamento de Estado—. En realidad es auténtico, y lo imprimimos nosotros, pero alguien quitó dos páginas y las reemplazó por otras dos procedentes de otro pasaporte. Se trata de las páginas en las que figuran la foto y el nombre de Medvers Watson. Que nosotros sepamos, esa persona no existe. Este número de pasaporte nunca ha sido expedido.
—¿Es lo bastante buena la falsificación para que alguien pueda salir y entrar de Estados Unidos presentándolo?
—Salir, sí —respondió el experto—, pues el pasaporte solo sería examinado por el personal del aeropuerto, que no consultaría ninguna base de datos. Pero entrar… Eso ya sería un problema en el caso de que el funcionario correspondiente decidiera comprobar el número en la base de datos. El ordenador le revelaría, que ese número no existe.
—¿Puedo recuperar el pasaporte?
—Lo siento, señor Devereaux. Nos gustaría mucho ayudarlo, pero ahora esta obra maestra irá a parar a nuestro Museo Negro. Son muchos los que querrán estudiar esta preciosidad.
Por otra parte, seguía sin respuesta de la Unidad de Patología Forense de Bethesda, el hospital en el que Devereaux disponía de unos cuantos contactos.
El día 4 el señor Henry Nash, al volante de un pequeño automóvil alquilado, y llevando consigo una bolsa de viaje llena de ropa de verano y objetos de aseo, pasaporte británico en mano y dentro del mismo el visado de San Martín, subió al transbordador en el cruce fronterizo del río Commini.
Su acento británico quizá no hubiera dado el pego en Oxford o Cambridge, pero entre los surinameses, que hablaban holandés, y, suponía él, entre los sanmartinenses, que hablaban español, no habría ningún problema. Y no lo hubo.
El Vengador contempló por última vez el río de aguas marrones que fluía bajo sus pies y juró que sería un hombre muy feliz si nunca volvía a ver aquel maldito lugar.
En el lado de San Martín, el poste a rayas había desaparecido, al igual que lo habían hecho la policía secreta y los soldados. El puerto fronterizo había recuperado su monotonía habitual. Dexter se apeó, pasó su pasaporte por la ventanilla lateral de la garita, esbozó una sonrisa y se abanicó mientras esperaba.
Salir a correr hiciera el tiempo que hiciese le había proporcionado un ligero bronceado, que dos semanas en los trópicos habían intensificado. Su cabello rubio había sido objeto de las atenciones de un barbero en Paramaribo y ahora parecía negro de tan oscuro, pero eso sencillamente se correspondía con la descripción del señor Nash de Londres.
El examen del maletero de su coche y su maleta no fue más que una rápida formalidad. Dexter devolvió el pasaporte al bolsillo superior de su camisa y se alejó por la carretera que conducía a la capital.
En el tercer sendero a la derecha, comprobó que nadie lo observaba y volvió a internarse en la selva. A medio camino de la granja se detuvo e hizo girar el coche en la dirección opuesta. No le llevó mucho tiempo localizar el árbol gigantesco. La gruesa y negra liana seguía profundamente metida en el corte que Dexter había hecho en el tronco una semana antes.
Mientras iba sacando la liana, la mochila Bergen camuflada bajó de entre las ramas donde había permanecido oculta. Contenía todo aquello que Dexter suponía que iba a necesitar para pasar varios días agazapado en lo alto de la cordillera que se alzaba sobre la hacienda del serbio fugitivo, y para su descenso a la fortaleza. El funcionario del puesto fronterizo no había prestado ninguna atención al bidón de plástico de diez litros que llevaba en el maletero. Cuando Dexter explicó que se trataba de agua, el hombre se limitó a asentir y cerró el maletero. El peso del bidón y la Bergen habrían obligado incluso a un triatleta a llegar al límite de su capacidad para escalar montañas, pero dos litros al día serían vitales.
El cazador de hombres cruzó la capital en su coche, dejó atrás el palmeral, en medio del que se hallaba el edificio donde estaba el coronel Moreno, y siguió camino hacia el este. Entró en el pueblecito de La Bahía a la hora de la siesta, cuando todo el mundo estaba descansando.
Había cambiado las matrículas del coche por unas de San Martín. Dexter sabía que la mejor forma de pasar inadvertido era confundirse con el entorno. Dejó el coche en el aparcamiento público, cogió la Bergen y echó a andar hacia el este hasta salir de la ciudad, como un mochilero más.
Oscureció. Dexter vio alzarse delante de él la cúspide de la cordillera que separaba la hacienda de la selva que la rodeaba. Allí donde la carretera describía una curva para ir hacia el interior, rodeando las montañas y siguiendo hasta el Maroni y la frontera con la Guayana francesa salió de ella y empezó a trepar.
Vio el estrecho sendero que bajaba serpenteando desde el paso entre las montañas, y fue alejándose de él siguiendo una trayectoria angular en dirección a un pico que había seleccionado a partir de las fotografías tomadas desde el Piper. Cuando hubo oscurecido demasiado para que fuera posible continuar, Dexter dejó su Bergen en el suelo, cenó unas cuantas raciones de alto contenido energético, bebió una taza de la preciosa agua, se apoyó en la mochila y durmió.
En las tiendas de artículos de acampada de Nueva York había rechazado las raciones de comida listas para el consumo del ejército estadounidense, pues recordaba que en la guerra del Golfo los soldados se quejaban de lo malas que eran. Así pues, Dexter, preparó sus propios concentrados, que incluían carne de buey, pasas, frutos secos y dextrosa. Sus deposiciones tendrían el tamaño de las de un conejo, pero de ese modo conservaría las fuerzas para cuando las necesitara.
Despertó antes de que amaneciera, volvió a comer algo, tomó otro sorbo de agua y siguió subiendo. Mientras ascendía, miró hacia abajo y a través de un hueco entre los árboles vio el techo de la caseta de guardia en el collado que discurría muy por debajo de él. Alcanzó la cumbre antes de que despuntara el día. Dexter salió del bosque a unos doscientos metros de donde quería llegar; por lo que inició un sigiloso avance lateral hasta que encontró el punto indicado en la fotografía.
Su ojo para el terreno no le había fallado. Había una ligera hondonada en la línea de la cúspide, oculta por los últimos vestigios de vegetación. Con la camisa de camuflaje y el sombrero para la selva, la cara pintada y prismáticos de color verde oliva, permaneció inmóvil bajo el follaje. Nadie podría verlo desde la fortaleza. Cuando necesitara tomarse un descanso, retrocedería arrastrándose hasta abandonar la cúspide y volvería a ponerse de pie: Montó el pequeño campamento que sería su hogar durante cuatro días como máximo, se pintó de nuevo la cara y se arrastró hasta su escondite. El sol teñía de rosa las junglas que cubrían la Guayana francesa, y los primeros rayos se deslizaron sobre la península de abajo. El Punto, un diente de tiburón que se clavaba en el mar reluciente, se extendía ante Dexter como el modelo a escala que había engalanado durante unos días la sala de estar de su apartamento de Brooklyn. De abajo llegó un sordo estruendo metálico cuando alguien golpeó con una barra de hierro un trozo de riel colgado. Ya era hora de que los trabajadores a los que se obligaba a cultivar la hacienda se levantaran.
Hasta el 4 de septiembre el amigo del Departamento de Patología Forense de Bethesda con el que Paul Devereaux había hablado no lo llamó.
—¿A qué demonios te dedicas, Paul?
—Dímelo tú.
—A profanar tumbas, a juzgar por el aspecto que tiene.
—Cuéntamelo todo, Gary. ¿De qué se trata?
—Bueno, es un fémur, desde luego, correspondiente a la pierna derecha, con una fractura limpia en la sección central, sin astillas.
—¿Producto de una caída?
—No a menos que la caída llevara aparejado un borde afilado y un martillo.
—Estás haciendo realidad mis peores temores, Gary. Continúa.
—Bueno, está claro que el hueso procede de un esqueleto de los que se adquieren en cualquier tienda de suministros médicos para que los utilicen los estudiantes. Tendrá unos cincuenta años. El hueso fue roto hace poco de un golpe seco, probablemente después de colocarlo encima de un banco. ¿Te he alegrado el día?
—No, acabas de estropeármelo. Pero de todas maneras te debo una.
Como hacía con todas sus llamadas, Devereaux la había grabado. Cuando Kevin McBride escuchó la grabación, se quedó boquiabierto.
—Santo Dios.
—Espero por el bien de tu alma inmortal que Él te esté oyendo, Kevin. La has cagado. Todo ha sido un engaño. Ese hombre nunca murió. Montó el maldito episodio, engañó a Moreno y luego Moreno te convenció. Está vivo. Lo cual significa que volverá allí, o que ya ha vuelto. Kevin, esto es una emergencia de primera categoría. Quiero que el avión de la Compañía despegue dentro de una hora, y te quiero a bordo de él.
»Entretanto, informaré personalmente al coronel Moreno de lo ocurrido. Cuando llegues allí, Moreno estará comprobando hasta la última posibilidad de que ese maldito Vengador haya regresado o esté en camino. Y ahora, vete.
El día 5 de septiembre, Kevin McBride volvía a estar ante el coronel Moreno. Cualquier signo de amable afabilidad que éste pudiera haber demostrado en la ocasión anterior se había esfumado. Su cara de sapo estaba roja de ira.
—Este hombre es muy listo, amigo mío. Usted no me lo dijo. De acuerdo, me ha engañado una vez. No volverá a hacerlo. Mire. Desde la irrupción del profesor Medvers Watson en el puerto fronterizo, el jefe de la policía secreta había comprobado la identidad de todos aquellos que habían entrado en la República de San Martín. Tres pescadores llegados de San Pablo de Maroni en el lado francés habían sido remolcados hasta el puerto deportivo de San Martín luego de que el motor de su barca se hubiera averiado en alta mar. En ese momento se encontraban detenidos, lo que no les hacía ninguna gracia.
Otras cuatro personas habían entrado procedentes de Surinam. Un grupo de técnicos franceses de la base espacial de Kourou, en la Guayana francesa, había cruzado el río Maroni en busca de sexo barato, y se hallaban disfrutando de una estancia todavía más barata en la cárcel.
De los cuatro procedentes de Surinam, uno era español y dos holandeses. Sus pasaportes habían sido confiscados. El coronel Moreno los puso encima de su escritorio.
—¿Cuál de ellos es falso? —preguntó.
Ocho franceses, un holandés, un español. Faltaba uno.
—¿Quién era el otro que venía de Surinam?
—Un inglés. No conseguimos dar con él.
—¿Detalles?
El coronel estudió una hoja con los datos procedentes de los archivos del consulado de San Martín en Parbo y el puesto fronterizo en el río Commini.
—Se trata de un tal Henry Nash. Pasaporte en orden, visado en orden. Ningún equipaje excepto algo de ropa de verano. Conducía un coche pequeño, alquilado, nada apropiado para internarse en la selva. Con ese coche no puede salir de la carretera principal o de la capital. Llegó aquí el 4, hace dos días.
—¿Se hospedó en algún hotel?
—En nuestro consulado en Parbo dijo que se alojaría en la ciudad, en el hotel Camino Real. Tenía una reserva, enviada por fax desde el Krasnopolsky, en Parbo. Nunca llegó a registrarse.
—Parece sospechoso.
—El coche también ha desaparecido. Ningún vehículo extranjero pasa inadvertido en San Martín, pero no hemos dado con él. Y sin embargo no ha podido salir de la carretera principal. Por lo tanto, debe de estar en algún lugar del campo, lo que significa que tuvo que contar con la ayuda de alguien, un amigo, colega o empleado. Estamos investigando.
McBride contempló el montón de pasaportes extranjeros.
—Solo sus propias embajadas podrían verificar si son falsos o auténticos, y las embajadas están en Surinam. Deberá enviar a uno de sus hombres, coronel.
El coronel Moreno asintió con expresión sombría. Se enorgullecía de ejercer un control absoluto sobre la pequeña dictadura de San Martín, y algo había ido mal.
—¿Ustedes los americanos ya han informado a nuestro huésped serbio?
—No —respondió McBride—. ¿Y usted?
—Todavía no.
Los dos hombres tenían buenas razones para ello. Para el presidente Muñoz, aquel serbio que había llegado a San Martín en busca de asilo resultaba extremadamente lucrativo. Moreno no quería ser el causante de que Zoran Zilic se marchara del país llevándose su fortuna con él.
Para McBride era una cuestión de órdenes. Él no lo sabía, pero Devereaux temía que Zoran Zilic se dejara dominar por el pánico y se negara a volar hasta Peshawar para encontrarse con el jefe de al-Qaeda. Tarde o temprano alguien tendría que encontrar al cazador de hombres o decírselo a Zilic.
—Le ruego que me mantenga informado, coronel —pidió mientras se disponía a marcharse—. Me alojaré en el Camino Real. Parece que tienen una habitación disponible.
—Hay una cosa que no acabo de entender, señor —dijo Moreno. McBride, que estaba a punto de abrir la puerta, se volvió hacia él.
—¿Sí?
—Ese hombre, Medvers Watson… Trató de entrar en el país sin un visado.
—¿Y?
—Que tenía que saber que para entrar en San Martín se necesita visado. Ni siquiera se molestó en tratar de conseguirlo.
—Tiene usted razón —reconoció McBride—. Eso es bastante extraño.
—Entonces yo me pregunto, como policía que soy, ¿por qué? ¿Y sabe usted qué es lo que respondo, señor?
—Dígamelo.
—Respondo que Medvers Watson no tenía ninguna intención de entrar legalmente, y que por eso no se dejó dominar por el pánico. Porque tenía intención de hacer exactamente lo que hizo… Watson quería fingir su propia muerte y regresar a Surinam, para luego volver discretamente.
—Tiene sentido —admitió McBride.
—Y luego me digo a mí mismo que Watson sabía que lo estábamos esperando. Pero ¿cómo lo sabía?
McBride sintió que se le revolvía el estómago ante las implicaciones del razonamiento de Moreno.
Mientras tanto, invisible entre la vegetación que cubría la ladera de la montaña, el cazador observaba, tomaba notas y esperaba. Esperaba a que llegase la hora.