25
La jungla

Fue el diplomático estadounidense Ronald Proctor quien alquiló el vehículo, pero no en una agencia, sino a un vendedor particular que se anunciaba en el periódico local.

El Cherokee era de segunda mano, pero se hallaba en bastante buen estado, y con algunos retoques que su nuevo propietario, adiestrado en el ejército estadounidense, tenía toda la intención de hacerle, serviría para lo que lo necesitaba.

El trato que hizo con el vendedor fue muy beneficioso para éste. Proctor le pagaría diez mil dólares en efectivo. Solo necesitaría el vehículo por un mes, hasta que su propio todoterreno llegara de Estados Unidos. Si Proctor devolvía el vehículo absolutamente intacto antes de que se cumpliese el plazo, el vendedor le reembolsaría cinco mil dólares.

El vendedor iba a ganar cinco mil dólares en un mes sin necesidad de hacer ningún esfuerzo. Teniendo en cuenta que el hombre que estaba delante de él era un encantador diplomático estadounidense, y que el Cherokee volvería a sus manos al cabo de treinta días, parecía una tontería tomarse la molestia de hacer todo el trámite de cambiar la documentación del vehículo. ¿Para qué alertar al recaudador de impuestos?

Proctor alquiló también el garaje y el cobertizo utilizado como almacén que había detrás del mercado de flores y productos agrícolas. Finalmente fue a los muelles, donde le entregaron la caja. La llevó al garaje, la vació con mucho cuidado y guardó su contenido dentro de dos grandes bolsas de lona. Luego Ronald Proctor dejó de existir.

En Washington, Paul Devereaux estaba consumido por la ansiedad y la curiosidad conforme los días transcurrían lentamente. ¿Dónde estaba aquel hombre? ¿Habría conseguido entrar en Surinam? ¿Iría de camino a su destino?

La manera más cómoda de ceder a la tentación había sido preguntar directamente a las autoridades de Surinam a través de la embajada estadounidense en Redmonstraat. Pero eso habría despertado la curiosidad. Habrían querido saber por qué lo preguntaba. Entonces habrían despertado de su sopor y habrían empezado a hacer preguntas. El hombre llamado Vengador podía arreglárselas para quedar en libertad y volver a empezar. El serbio, que comenzaba a ponerse un poco paranoico ante la mera idea de tener que ir a Peshawar, podía sucumbir al pánico y anular el trato. Por eso Devereaux se limitó a pasear, acechar y esperar.

El coronel Moreno había avisado al diminuto consulado de San Martín en Paramaribo de que un americano que fingía ser un coleccionista de mariposas quizá fuese a verlos para solicitar un visado. Debían concedérselo de inmediato e informar sin tardanza al coronel.

Pero nadie llamado Medvers Watson apareció. El hombre al que buscaban estaba sentado en la terraza de un café en el centro de Parbo, con sus últimas compras metidas dentro de un saco, a su lado. Era el 24 de agosto.

Lo que acababa de comprar procedía de la única tienda de caza y acampada que había en la ciudad, Los Avíos, de la calle Zwarten Hovenbrug. Bajo su identidad de Henry Nash, el hombre de negocios londinense, Dexter no había llevado consigo casi nada que le fuera a ser de utilidad al otro lado de la frontera. Pero con el contenido de la caja del diplomático y lo que había adquirido aquella mañana, no se le ocurría nada que hubiese pasado por alto. De modo que bebió un trago de cerveza Parbo y disfrutó de la última bebida fría que iba a tomar durante algún tiempo.

Los que esperaban fueron recompensados la mañana del 25. La cola en el cruce del río era, como siempre, lenta, y había tantos mosquitos como cabía esperar. Casi todos los que cruzaban eran lugareños que iban en bicicletas, ciclomotores y viejas y oxidadas camionetas cargadas con productos locales.

Solo había un vehículo moderno en la cola del lado de Surinam, un Cherokee negro a cuyo volante iba un hombre blanco. Este llevaba una arrugada chaqueta de lino color crema, un sombrero panamá blanco y unas gafas de montura gruesa. Tal como hacían todos los demás, permaneció sentado detrás del volante ahuyentando mosquitos a manotazos. Por fin hizo avanzar el todoterreno unos cuantos metros cuando el transbordador tirado por una cadena aceptó un nuevo cargamento y volvió a atravesar lentamente el Commini.

Pasada una hora, aquel hombre blanco se encontró encima de la cubierta plana de hierro del transbordador, con el freno de mano puesto, y se apeó para contemplar el río. Una vez que hubo llegado a la costa de San Martín, se unió a la cola de seis coches que esperaban en el puerto fronterizo.

En San Martín las autoridades se mostraban bastante más concienzudas, y además parecía haber una cierta tensión entre los doce guardias que hacían corro a su alrededor. La carretera estaba bloqueada por un poste a rayas que había sido colocado encima de dos barriles de petróleo rellenos de hormigón.

En el cobertizo que había a un lado, un funcionario de inmigración estudiaba todos los documentos. Los surinameses que se encontraban allí para visitar a algún pariente a comprar productos que luego venderían en Parbo debían de estar preguntándose a qué venía todo aquello, pero, si hay algo que abunde en el Tercer Mundo, son la paciencia y la falta de información. Se sentaron y siguieron esperando. Ya casi había anochecido cuando el Cherokee avanzó lentamente hacia la barrera. Un soldado le hizo señas de que le entregara el pasaporte, lo cogió y lo introdujo por la ventanilla del cobertizo.

El conductor del todoterreno parecía estar bastante nervioso. Sudaba a mares. Evitaba que sus ojos se encontraran con los guardias. De vez en cuando lanzaba una rápida mirada de soslayo hacia el cobertizo. Fue durante una de esas ojeadas cuando vio que el funcionario de inmigración daba un respingo y se apresuraba a descolgar el teléfono. El conductor no pudo evitar dejarse dominar por el pánico.

El motor rugió súbitamente y el pesado todoterreno negro se lanzó hacia delante, golpeó con el espejo lateral a un soldado, arrojándolo a la cuneta, despidió por los aires el poste a rayas, describió una frenética curva para esquivar a los camiones que tenía delante y se alejó hacia la penumbra.

Detrás del Cherokee, todo era caos. Una parte del poste le había dado en la cara a un oficial del ejército al volar por los aires. El funcionario de inmigración salió gritando de su cobertizo, agitando un pasaporte estadounidense a nombre del profesor Medvers Watson.

Dos de los matones de la policía secreta del coronel Moreno que se habían mantenido de pie detrás del funcionario de inmigración dentro del cobertizo, salieron corriendo de este con las pistolas desenfundadas. Uno de ellos volvió a entrar y se puso a parlotear por teléfono con la capital, a sesenta kilómetros de allí, hacia el este. Galvanizados por el oficial del ejército que se sujetaba la nariz rota, los doce soldados subieron a toda prisa al camión pintado de color verde oliva e iniciaron la persecución. Los policías de la secreta corrieron a su Land Rover azul y los imitaron. Pero el Cherokee ya había desaparecido después de doblar dos esquinas.

En Langley, Kevin McBride vio parpadear la luz del teléfono que estaba sobre su escritorio y tenía línea directa con el despacho del coronel Moreno en Ciudad de San Martín.

Respondió a la llamada, escuchó con gran atención, tomó nota de lo que se le decía, formuló unas cuantas preguntas y volvió a tomar notas. Después fue a ver a Paul Devereaux.

—Lo han cogido —anunció.

—¿Se encuentra bajo custodia?

—Casi. Tal como pensé que haría, trató de entrar por el río, viniendo de Surinam. Debió de darse cuenta del súbito interés que despertaba su pasaporte, o quizá los guardias armaran demasiado jaleo. Fuera por lo que fuese, el caso es que atravesó la barrera y se alejó zumbando. El coronel Moreno dice que no puede ir a ningún sitio. Hay selva a ambos lados, y patrullas en los caminos. Augura que por la mañana lo habrán cogido.

—Pobre hombre —dijo Devereaux—. Realmente debería haberse quedado en casa.

El coronel Moreno había pecado de exceso de optimismo. Hicieron falta dos días. De hecho, quien dio el aviso fue un granjero que vivía cinco kilómetros más arriba de allí, junto a un sendero que nacía hacia la derecha de la carretera y se adentraba en la espesura. El granjero dijo que recordaba haber oído el ruido de un motor muy potente que pasó junto a su casa la tarde anterior, y su esposa había visto que un vehículo todoterreno muy grande y casi nuevo subía por el sendero.

Naturalmente, el hombre dio por sentado que se trataba de un vehículo del gobierno, dado que ningún granjero o trampero soñaría jamás con estar en condiciones de comprar uno semejante. Solo cuando a la noche siguiente comprobó que el vehículo no volvía por donde había venido, el granjero bajó hasta la carretera principal. Allí encontró a una patrulla y se lo contó todo.

Los soldados dieron con el Cherokee. Había recorrido un kilómetro y medio más después de pasar junto a la choza del granjero cuando de pronto, tratando de adentrarse en la selva, se había metido en un barranco y había quedado clavado allí formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Unos surcos profundos indicaban el sitio en el que el conductor fugado había intentado salir del barranco forzando el motor, pero su pánico solo había servido para empeorar las cosas. Hizo falta una grúa traída de la ciudad para sacar el cuatro por cuatro de aquel agujero.

El coronel Moreno fue allí en persona. Examinó la tierra removida, los arbustos destrozados y las lianas partidas.

—Rastreadores —dijo—. Traed a los perros. El Cherokee y todo lo que hay dentro de él, a mi despacho. Ahora mismo. Pero cayó la oscuridad. Los rastreadores eran personas sencillas, incapaces de hacer frente a las tinieblas cuando los espíritus del bosque andaban sueltos. Empezaron a trabajar a la mañana siguiente en cuanto amaneció, y al mediodía dieron con la presa que andaban buscando.

Uno de los hombres de Moreno iba con ellos y tenía un móvil. Moreno contestó a la llamada en su despacho. Treinta minutos después Kevin McBride entraba en el despacho de Devereaux.

—Lo han encontrado. Está muerto.

Devereaux echó un vistazo a su calendario de mesa. La fecha era el 27 de agosto.

—Creo que deberías ir allí —dijo.

McBride gimió.

—Es un viaje infernal, Paul. Hay que atravesar el maldito Caribe.

—Autorizaré el uso de un avión de la Compañía. Para mañana a la hora del desayuno ya deberías haber llegado. Yo no soy el único que necesita estar seguro de que todo este condenado asunto ha terminado para siempre. Zilic también tiene que creerlo. Ve allá abajo, Kevin. Convéncenos a ambos.

El hombre al que Langley solo conocía por su nombre en código de Vengador había detectado el sendero que partía de la carretera principal al sobrevolar la región en el Piper. Era uno más entre una docena que salían de aquella carretera, entre el río y la capital, que quedaba a unos sesenta kilómetros hacia el este. Cada camino servía como vía de comunicación a una o dos pequeñas plantaciones o granjas, más allá de las cuales se desvanecían hasta desaparecer por completo.

En aquel momento no se le había ocurrido fotografiarlos, ya que reservaba toda su película para la hacienda de El Punto. Pero se acordaba de ellos. Y durante el vuelo de regreso con Lawrence, el piloto condenado a morir, había vuelto a verlos.

Se decidió por el tercero a partir del río. Dexter les llevaba medio kilómetro de ventaja a sus perseguidores cuando redujo la velocidad para no dejar huellas visibles, y metió el Cherokee por el sendero. Tras doblar una curva, y con el motor apagado, oyó pasar atronando a sus perseguidores.

El trayecto hasta la granja resultó fácil, pero después el sendero se volvía cada vez más impenetrable. Dexter se internó otro kilómetro y medio en la selva, se apeó, caminó hacia delante en medio de la oscuridad, encontró un barranco y estrelló el Cherokee en el fondo.

Dejó allí lo que pretendía que encontrasen los rastreadores y cogió el resto. Pesaba mucho. El calor, incluso durante la noche, era opresivo. La noción de que de noche la selva es un lugar silencioso es falsa. En ella se oyen graznidos, crujidos, rugidos, pero no se ve ningún espíritu.

Usando su brújula y su linterna, Dexter caminó hacia el oeste y después hacia el sur durante más de un kilómetro, abriendo una especie de vereda con su machete.

En un momento dado se detuvo, dejó el rastro de lo que quería que encontraran sus perseguidores, y cargado tan sólo con la mochila y lo poco que en ella quedaba, la cantimplora, la linterna y un segundo machete, siguió adelante hacia la orilla del Commini.

Llegó al río al amanecer, bastante arriba del puerto fronterizo. La delgada balsa neumática no era lo que él hubiese elegido para atravesar la corriente, pero sirvió de todos modos. Acostado sobre la lona azul, Dexter utilizó las manos a modo de remos. Tuvo que sacarlas a toda prisa del agua cuando una serpiente con todo el aspecto de ser venenosa pasó deslizándose por su lado. Un ojo vidrioso y sin párpados contempló a Dexter desde unos cuantos centímetros de distancia, pero la serpiente se alejó.

Tras una hora de remar y dejarse llevar de vez en cuando por la corriente, llegó a la orilla de Surinam. Deshinchó la balsa con un machetazo y la dejó abandonada. Ya era media mañana cuando la figura sucia y empapada, cubierta de picaduras de mosquito y con unas cuantas sanguijuelas colgando de ella, llegó trastabillando a la carretera que llevaba a Parbo.

Cuando llevaba recorridos unos diez kilómetros, un hombre que transportaba sandías en su camioneta lo dejó subir a la trasera y lo llevó hasta la capital, distante ochenta kilómetros.

Hasta las almas bondadosas del Krasnopolsky se habrían asombrado ante la visión de aquel hombre de negocios inglés regresando en semejante estado, por lo que Dexter se cambió en el cobertizo, utilizó el lavabo del garaje y un encendedor de gas para quitarse las sanguijuelas quemándolas, y después volvió a su hotel para almorzar un bistec con patatas fritas más varias botellas de cervezas Parbo. Luego durmió.

A nueve mil metros por encima del suelo, el reactor Lear de la Compañía descendía por la costa oriental de Estados Unidos llevando como único pasajero a Kevin McBride.

—Este —murmuró McBride, pensativo— es el medio de transporte al que con esfuerzo podría llegar a acostumbrarme. Repostaron dos veces; una en la ultrasecreta base aérea de Eglin, al norte de Florida, y la otra en Barbados. Al llegar al aeropuerto de Ciudad de San Martín había un coche esperando para llevar al hombre de la CIA hasta la sede de la policía secreta de coronel Moreno, ubicada en medio de un palmeral que había a las afueras de la ciudad.

El gordo coronel recibió a su visitante en su despacho con una botella de whisky en señal de bienvenida.

—Me parece que es un poco temprano para mí, coronel —dijo McBride.

—Tonterías, amigo mío. Nunca es demasiado temprano par hacer un brindis. Vamos, yo me encargaré de proponerlo. Muerte a nuestros enemigos.

Bebieron, aunque a aquella hora y con aquel calor McBride hubiese preferido una taza de café.

—¿Qué es lo que tiene para mí, coronel?

—Una pequeña exposición. Será mejor que se la enseñe.

Al lado del despacho había una sala de conferencias acondicionada para acoger la horrenda «exposición» del coronel. La larga mesa central estaba cubierta por un paño blanco que ocultaba algo. Junto a las paredes había cuatro mesas más con una serie de distintos objetos. Moreno se acercó a una de las mesas más pequeñas y él lo siguió.

—Ya le dije que al principio nuestro amigo el señor Watson se dejó llevar por el pánico —dijo el coronel—. Fue por la carretera principal, se metió por un sendero lateral y trató de encontrar una escapatoria a través de la selva, por imposible que parezca. Su todoterreno acabó en el fondo de un barranco, y no consiguió sacarlo de allí. Ahora el vehículo se encuentra en el patio, debajo de estas ventanas. Aquí hay una parte de lo que el señor Watson dejó abandonado en su interior.

Sobre la Mesa Uno había unas botas, unas cuantas ollas, una mosquitera, repelente de insectos y tabletas para purificar el agua. En la Mesa Dos había una tienda de campaña, estacas, una linterna, una lona colocada encima de un trípode y varios artículos de aseo.

—Es lo que cualquiera llevaría en una acampada normal —observó McBride.

—Tiene toda la razón, amigo mío. Obviamente ese hombre pensaba que iba a pasar algún tiempo escondido en la selva, probablemente preparando una emboscada para su objetivo en la carretera que sale de El Punto. Pero ese objetivo casi nunca toma esa carretera, y cuando lo hace va en una limusina blindada. Este asesino no era muy bueno en su oficio. Con todo, cuando abandonó su equipo, también abandonó esto. Demasiado pesado, quizá.

En la Mesa Tres, el coronel apartó una sábana revelando un Remington 3006, con una enorme mira telescópica Rhino y una caja de cartuchos. El Remington, un rifle de caza que podía adquirirse en cualquier tienda de armas de Estados Unidos, podía volarle la cabeza a una persona desde una distancia considerable.

—Bien —explicó el coronel, disfrutando con su dominio de la lista de descubrimientos—, una vez llegado a ese punto, su hombre dejó el vehículo y el ochenta por ciento de su equipo. Luego se alejó a pie, probablemente con la intención de dirigirse hacia el río. Pero no es un cazador acostumbrado a la selva. ¿Que cómo lo sé? No dispone de brújula. A los trescientos metros ya se había perdido. Se dirigió hacia el sur adentrándose cada vez más en la selva en vez de seguir hacia el oeste, donde está el río. Cuando lo encontramos, todo esto estaba esparcido a su alrededor.

En la última mesa había una cantimplora vacía, un sombrero, un machete y una linterna. También había unas botas de combate de suela muy resistente, los restos de unos pantalones y una camisa de camuflaje, además de un cinturón de cuero con hebilla de bronce y una funda para cuchillo todavía sujetos a aquel.

—¿Eso era todo lo que llevaba consigo cuando dieron con él?

—Eso era todo lo que llevaba consigo cuando murió. El pánico hizo que abandonara aquello de lo que no debería haberse separado, y me estoy refiriendo a su rifle. Podría haberse defendido al final.

—Así que sus hombres lo alcanzaron y lo mataron, ¿verdad?

El coronel Moreno alzó las manos con las palmas hacia delante, en ademán de sorpresa.

—¿Nosotros? ¿Dispararle? ¿A un hombre desarmado? Por supuesto que no, porque lo queríamos vivo. No, no. El señor Watson ya estaba muerto desde la medianoche del día en que huyó. Quienes no conocen la selva nunca deberían aventurarse en ella, y mucho menos por la noche y sin llevar el equipo apropiado. Es una combinación que siempre resulta mortal. Mire.

Con un ademán melodramático, el coronel Moreno apartó la sábana de la mesa del centro. El esqueleto había sido transportado desde la selva dentro de una bolsa para cadáveres, con los pies todavía metidos en las botas y los harapos alrededor de los huesos. Fue necesario llamar a un médico del hospital para que volviera a colocar los huesos en el orden correcto.

El muerto, o lo que quedaba de él, había perdido su piel y su carne.

—La clave de lo que ocurrió se encuentra aquí —dijo el coronel Moreno, tocando un punto del esqueleto con el dedo índice: El fémur derecho aparecía limpiamente partido por el medio.

—A partir de esto podemos deducir lo que ocurrió, amigo mío. Nuestro hombre sucumbió al pánico y echó a correr. Sin brújula y con la única ayuda de la linterna. Consiguió alejarse poco más de un kilómetro del todoterreno, que había quedado atascado en el fondo del barranco. Entonces tropezó con una raíz, un tocón oculto, una liana. Oyó un chasquido. Cayó al suelo. Se había roto una pierna.

»Y ahora veamos: nuestro hombre no puede correr, no puede caminar y ni siquiera puede arrastrarse. Sin un arma que le permita pedir auxilio con unos cuantos disparos. Lo único que puede hacer es gritar, pero ¿de qué va a servirle? ¿Sabe usted que en la selva hay jaguares?

»Así es. No muchos, pero si unos setenta kilos de carne fresca insisten en gritar hasta quedar afónicos, entonces lo más probable es que un jaguar acabe por encontrarlos. Eso fue lo que ocurrió. Los miembros estaban desperdigados en un pequeño claro.

»Ahí fuera hay una auténtica despensa. El mapache come carne fresca, al igual que los pumas y el coatí. La luz del día hará que los buitres sobrevuelen la selva. ¿Ha visto alguna vez lo que le hacen esos buitres a un cadáver? ¿No? Le aseguro que no se trata de un espectáculo agradable, pero son muy concienzudos. Una vez que se marchan, es el turno de las hormigas de fuego.

»Sé algunas cosas sobre las hormigas de fuego, las limpiadoras más fantásticas que hay en la naturaleza. Encontramos el hormiguero a unos cincuenta metros de los restos. ¿Sabía que las hormigas de fuego siempre dejan fuera del nido a unas cuantas exploradoras? No pueden ver, pero su sentido del olfato es asombroso, y naturalmente pasadas veinte horas el señor Watson tenía que haber olido horrores. ¿Suficiente?

—Sí, ya he tenido suficiente —repuso McBride. Quizá fuera temprano, pero de pronto le apeteció un segundo whisky. Cuando hubieron regresado al despacho del coronel, los policías de la secreta pusieron encima de la mesa algunos objetos más pequeños. Un reloj de acero, con las letras «MW» grabadas en la parte de atrás de la caja. Un anillo de sello, sin inscripción.

—No había ninguna cartera —dijo el coronel—. Si estaba hecha de cuero, alguno de los depredadores debió de llevársela. Pero dentro de una de las botas, todavía intacto, encontramos esto. Era un pasaporte estadounidense expedido a nombre de Medvers Watson, de profesión científico. Su cara era la misma que McBride había visto antes contemplándolo desde la solicitud de visado: gafas, perilla, expresión ligeramente indefensa.

El hombre de la CIA pensó, muy acertadamente, que nadie volvería a ver nunca a Medvers Watson.

—¿Puedo hablar con mi superior en Washington?

—Como si estuviera en su casa, se lo ruego —dijo el coronel Moreno—. Lo dejaré a solas.

McBride sacó su ordenador portátil del maletín y se puso en comunicación con Paul Devereaux, tecleando una secuencia de números que mantendría a salvo la conversación de oídos indiscretos. Con su móvil conectado al ordenador, esperó hasta que Devereaux respondió a la llamada.

Le resumió a su superior lo que le había contado el coronel Moreno, y lo que él había visto con sus propios ojos. Tras un breve silencio, Devereaux dijo:

—Quiero que vuelvas a casa.

—De acuerdo.

—Moreno puede quedarse con todos los juguetes, el rifle incluido. Pero quiero ese pasaporte. Oh, y algo más.

McBride escuchó.

—¿Que quieres… qué?

—Hazlo, Kevin. Y que tengas un buen viaje.

McBride le dijo al coronel lo que le habían ordenado que le dijese. El jefe de la policía secreta se encogió de hombros.

—Qué visita tan corta. Debería quedarse aquí unos cuantos días. ¿Le apetece almorzar langosta en mi yate? ¿No? Oh, buey no… el pasaporte, por supuesto. Y el resto…

Volvió a encogerse de hombros.

—Si ese es su deseo, puede llevárselos todos.

—Me han dicho que con uno bastará.