Cuando el profesor Medvers Watson dejó al cónsul surinamés, éste se sentía ligeramente agobiado, hasta el punto de que estuvo a punto de excluir al académico de la lista de solicitantes de visado que iba a remitir a Kevin McBride a una dirección secreta de la ciudad.
—Callicore maronensis —respondió el profesor con una gran sonrisa cuando se le preguntó cuál era la razón por la que deseaba visitar Surinam.
El cónsul puso cara de no entender nada. Al ver su perplejidad, el doctor Watson hurgó en su maletín y extrajo la obra maestra de Andrew Neild: Las mariposas de Venezuela.
—Han detectado su presencia allí. Es increíble.
Abrió rápidamente el libro de Neild por una página en la que aparecían fotografías en color de mariposas que, a los ojos del cónsul, parecían todas bastante similares, aparte de ligeras variaciones de los dibujos de las alas.
—Se trata de una de las Limentidinae, ya sabe —prosiguió el profesor—. Una subfamilia, claro está. Al igual que las Charaxinae. Ambas derivan de las Nymphalidae, como usted probablemente ya sabrá.
De pronto el cada vez más perplejo cónsul se encontró con que estaba siendo informado sobre el orden, subfamilia, género, especie y subespecie de una mariposa.
—Pero ¿qué es lo que quiere usted hacer con ellas? —preguntó.
El profesor Medvers Watson cerró el libro y respondió:
—Fotografiarlas, estimado caballero. Ya le he dicho que al parecer ha habido un avistamiento. Hasta ahora la Agrias narcissus era prácticamente todo lo rara que puede ser una mariposa en la selva de su país, pero la Callicore maronensis es otra historia. Por eso tengo que ir allí de inmediato, antes de la estación de las lluvias, y para eso no falta mucho.
El cónsul contempló el pasaporte estadounidense. Había frecuentes entradas en Venezuela, y otras en Brasil y Guayana. Desdobló la carta con membrete del Smithsonian Institute. El profesor Watson contaba con una entusiasta recomendación del jefe del departamento de entomología, división lepidópteros. El cónsul asintió lentamente con la cabeza. Ciencia, medio ambiente, ecología: esas eran las cosas que no debían ser menospreciadas o negadas en el mundo moderno. Selló el visado y le entregó el pasaporte.
El profesor Watson no pidió que le devolviera la carta, por lo que esta se quedó encima del escritorio.
—Bien, buena caza —le dijo el cónsul con un hilo de voz. Dos días después Kevin McBride entró en el despacho de Paul Devereaux con una amplia sonrisa en el rostro.
—Creo que lo tenemos —dijo. Puso encima del escritorio un ejemplar del impreso emitido por el consulado de Surinam y que debía ser rellenado por la persona que solicitara un visado. Una foto de pasaporte miraba desde la hoja de papel.
Devereaux leyó rápidamente.
—¿Y bien?
McBride depositó una carta junto al impreso. Devereaux también la leyó.
—¿Y?
—Y es un farsante. No existe ningún pasaporte estadounidense a nombre de Medvers Watson. El Departamento de Estado se ha manifestado categórico al respecto. Debería haber escogido un nombre más corriente. Los académicos del Smithsonian nunca han oído hablar de él. Nadie en el mundo de la entomología ha oído hablar jamás de Medvers Watson.
Devereaux contempló la foto del hombre que había tratado de echar a perder su operación encubierta y de esa manera se había convertido, si bien involuntariamente, en su enemigo. Detrás de las gafas, sus ojos recordaban los de un búho, y la perilla que brotaba de la punta del mentón debilitaba la expresión del rostro en vez de fortalecerla.
—Bravo, Kevin. Una estrategia realmente brillante. Pero el caso es que ha funcionado, y naturalmente todo lo que funciona se vuelve brillante. Envía de inmediato cada detalle al coronel Moreno en San Martín, si tienes la bondad. Puede que nuestro hombre actúe con mucha rapidez.
—Y al gobierno de Surinam en Parbo.
—No, a ellos no. No hay ninguna necesidad de ponerlos nerviosos.
—Paul, podrían arrestarlo en cuanto llegue al aeropuerto de Parbo. Los chicos de nuestra embajada confirmarían que el pasaporte es falso, y lo enviarían de regreso en el siguiente avión, escoltado por dos de nuestros marines. Luego lo arrestarían en cuanto pisara tierra y lo meteríamos entre rejas, allí donde no pudiera hacer ningún daño.
—Kevin, escúchame. Sé que es algo terrible y conozco la reputación de Moreno. Pero si nuestro hombre cuenta con un gran fajo de dólares, podría evitar que lo arrestaran en Surinam. Saldría bajo fianza ese mismo día, y luego se esfumaría.
—Pero Paul, Moreno es un animal. No enviarías a las garras de ese tipo ni a tu peor enemigo…
—Y tú no sabes lo importante que es el serbio para todos nosotros. Tampoco sabes nada sobre su paranoia, ni sobre el poco tiempo de que quizá disponga. El serbio tiene que saber que el peligro que lo amenazaba ha quedado totalmente eliminado, o de lo contrario se retirará de aquello para lo cual lo necesito.
—¿Y sigues sin poder contármelo?
—Lo siento, Kevin. No, todavía no.
Su subordinado se encogió de hombros, frustrado pero obediente.
—De acuerdo. Será tu conciencia la que tenga que cargar con ello, no la mía.
Y ese era el problema, pensó Paul Devereaux cuando volvió a estar solo en su despacho mientras contemplaba el espeso follaje verde que se interponía entre él y el Potomac. ¿Podría conseguir que su conciencia aceptase finalmente lo que estaba haciendo? Tendría que conseguirlo. El mal menor, el mayor de los bienes.
El desconocido con el pasaporte falso no tendría una muerte dulce, mientras dormía y sin dolor. Pero había escogido nadar en aguas espantosamente peligrosas, y la decisión de hacerlo había sido suya.
Ese día, el 18 de agosto, Estados Unidos sudaba bajo el calor del verano, y la mitad del país había buscado alivio en mares, ríos, lagos y montañas. En la costa norte de Sudamérica una humedad espantosa procedente de la selva saturada de vapores añadía dos o tres grados más a los treinta y siete que el sol provocaba por sí solo. En los muelles de Parbo, a quince kilómetros de donde las marrones aguas del río Surinam desembocaban en el mar, el calor era como una manta extendida sobre los almacenes y las dársenas. Los perros callejeros trataban de encontrar la mínima sombra para echarse jadeando hasta el atardecer. Los humanos permanecían sentados frente a ventiladores que se limitaban a remover cansinamente el aire.
Los más insensatos bebían refrescos que no hacían más que intensificar la sed y la deshidratación. Los que ya tenían experiencia preferían el té muy caliente y azucarado, lo que quizá suene como una locura cuando se ignora que los colonialistas ingleses descubrieron hace dos siglos que es el mejor rehidratante posible. El carguero de mil quinientas toneladas Tobago Star subió lentamente por el cauce del río, atracó en la dársena que se le había asignado y esperó a que oscureciese. En la penumbra un poco más fresca entregó su carga, que incluía una caja a nombre del diplomático estadounidense Ronald Proctor. Dicha caja fue a parar a una sección del almacén rodeada por una valla de alambre metálico para esperar a que la recogieran.
Paul Devereaux había pasado años estudiando el terrorismo en general y el del mundo árabe y musulmán, no necesariamente idénticos, en particular.
Ya hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que la queja convencional en Occidente, aquella según la que el terrorismo tenía su origen en la pobreza y la falta de recursos de aquellos a quienes Fanon llamaba «los condenados de la tierra», no era más que una cómoda memez políticamente correcta.
Desde los anarquistas de la Rusia zarista hasta el IRA de 1916, desde el Irgún y la Banda de Stern hasta la EOKA en Chipre, desde la banda Baader-Meinhof en Alemania, el CCC en Bélgica, Action Directe en Francia, las Brigadas Rojas en Italia, la Fracción del Ejército Rojo otra vez en Alemania, el Renko Sekkigun en Japón; pasando por Sendero Luminoso en Perú hasta llegar al IRA moderno en el Ulster o ETA en España, el terrorismo provenía de las mentes de teóricos de clase media crecidos entre comodidades y que habían recibido una buena educación, dotados de una vanidad realmente impresionante y con un gusto muy desarrollado por la autoindulgencia.
Tras estudiarlos a todos, Devereaux llegó a la conclusión de que lo mismo podía decirse de todos sus líderes, aquellos que se habían erigido en campeones de las clases trabajadoras. La verdad era la misma en Oriente Próximo que en la Europa occidental, Sudamérica o el este de Asia. Imad Mugniyah, George Habash, Abu Abbas, Abu Nidal y todos los otros Abus jamás habían tenido que prescindir de una sola comida. La mayoría de ellos tenían títulos universitarios.
De acuerdo con la teoría de Devereaux, todos aquellos que estaban en situación de ordenar a otra persona que pusiera una bomba en un comedor público para luego regocijarse con las imágenes resultantes tenían una cosa en común: poseían una aterradora capacidad para el odio, lo que constituía el «factor previo» genético. Lo primero era el odio; el objetivo podía venir después, y habitualmente lo hacía.
El motivo también ocupaba un lugar secundario con respecto a la capacidad de odiar. Podía tratarse de la revolución bolchevique, la liberación nacional o un millar de variantes de la misma, desde la unión hasta la secesión; podía tratarse de fervor anticapitalista; podía tratarse de exaltación religiosa.
Pero el odio era lo primero, y a continuación la causa, el objetivo, los métodos y, finalmente, el justificarse a uno mismo. Y los «tontos útiles» de Lenin siempre se lo tragaban.
Devereaux estaba absolutamente convencido de que el liderazgo de al-Qaeda seguía dicho modelo. Sus cofundadores eran un millonario de la construcción saudí y un médico cairota. El que su odio a los judíos y los estadounidenses tuviera una base secular o estuviera alimentado por un motivo religioso carecía de importancia. No había absolutamente nada que Estados Unidos o Israel pudieran hacer, excepto la más completa autoaniquilación, para apaciguarlos o satisfacerlos.
En opinión de Devereaux, a ninguno de ellos le importaban un comino los palestinos salvo como justificación y vehículo para sus acciones. Odiaban al país en que había nacido Devereaux no por lo que hacía, sino por lo que era.
Se acordó del viejo jefe de espías británico sentado a aquella mesa junto a la ventana del Whites mientras los manifestantes de izquierdas pasaban por delante de ella. Además de los habituales socialistas británicos de cabellos blancos como la nieve que nunca habían sido capaces de superar del todo la muerte de Lenin, estaban las chicas y los chicos británicos que algún día se comprarían una casa y votarían a los conservadores, y a continuación los torrentes de estudiantes del Tercer Mundo.
—Nunca os perdonarán, mi querido muchacho —le había dicho el anciano—. Nunca esperéis que lleguen a perdonaros, y así jamás os sentiréis decepcionados. Vuestro país es un motivo de reproche constante. Estados Unidos es rico para con sus pobres, fuerte para con sus débiles, vigoroso para con sus ociosos, emprendedor para con sus reaccionarios, ingenioso para con sus desorientados, decidido para con sus partidarios de la espera, impetuoso para con sus desanimados.
»Lo único que se necesita es que surja un demagogo y grite: «Todo lo que tiene Estados Unidos os lo ha robado a vosotros», y entonces ellos lo creerán. Tal como hacía Calfbán en La tempestad de Shakespeare, sus fanáticos se miran en el espejo y rugen de rabia ante lo que ven. Esa rabia se convierte en odio, y el odio necesita un objetivo. No es la clase trabajadora del Tercer Mundo la que os odia, sino los seudointelectuales. Si llegaran a perdonaros alguna vez, se condenarían a sí mismos. Hasta el momento su odio carece del armamento necesario. Pero algún día adquirirán ese armamento, y entonces tendréis que luchar o morir. Y no a morir por decenas, sino por decenas de millares.
Treinta años después, Devereaux estaba seguro de que el anciano británico no se había equivocado. Después de Somalia, Kenia, Tanzania y Adén, su país se hallaba metido en una nueva guerra, y no lo sabía. El que los políticos y el poder también hubieran escondido la cabeza bajo el ala no hacía sino empeorar la tragedia. El jesuita había solicitado que lo enviaran a primera línea del frente, y lo había conseguido. Ahora tenía que hacer algo con el mando que se le había otorgado, y su respuesta fue el Proyecto Peregrino. Devereaux no tenía ninguna intención de negociar con UBL, y ni siquiera pretendía responder después del siguiente ataque. Su intención era destruir al enemigo de su país antes de que ese ataque llegara a producirse. Para emplear la analogía del padre Xavier, Devereaux pensaba utilizar su lanza antes de que la punta del cuchillo hubiera llegado a estar lo bastante cerca para herir. El problema era: ¿dónde? No más o menos, no «en algún lugar de Afganistán», sino dónde con una precisión de diez metros hacia aquí y diez metros hacia allá, y cuándo hasta treinta minutos de plazo.
Sabía que se aproximaba un ataque. Todos lo sabían: Dick Clarke en la Casa Blanca, Tom Pickard en los cuarteles generales del FBI, George Tenet un piso por encima de la cabeza de Devereaux en Langley. Todos los susurros que se oían en la calle decían que se estaba preparando «una muy gorda». Lo que ignoraban era dónde, cuándo, qué y cómo, y gracias a todas aquellas insensatas reglas que les prohibían preguntárselo a las personas que llevaban una mala vida, no era demasiado probable que lo averiguasen. A ello había que sumar también la negativa a cotejar todo aquello de que ya disponían.
Paul Devereaux había quedado tan harto de todos ellos que había planeado el Proyecto Peregrino y no le diría a nadie en qué consistía.
En su lectura de las decenas de miles de páginas sobre el terror en general y al-Qaeda en particular, había un tema que se repetía una y otra vez. Los terroristas islámicos no se quedarían satisfechos con que murieran unos cuantos estadounidenses desde Mogadiscio hasta Dar es Salaam. UBL querría que hubiese centenares de miles de muertos. La predicción de aquel británico fallecido ya hacía tanto tiempo estaba convirtiéndose en realidad.
Si pretendía obtener esa cifra de víctimas, el liderazgo de al-Qaeda necesitaría disponer de una tecnología que aún no tenía, pero que llevaba tiempo tratando de adquirir. Devereaux sabía que en el laberinto de cavernas de Afganistán, que no eran simplemente unos cuantos agujeros en unas cuantas rocas sino auténticos dédalos subterráneos que incluían laboratorios, se habían iniciado experimentos con gases y bacterias. Pero todavía les quedaba por recorrer un considerable camino antes de dominar los métodos para emplearlos como armas de destrucción masiva.
Para al-Qaeda, como para todos los grupos terroristas del mundo, existía una meta de valor incalculable: el material fisionable. Había al menos una docena de esos grupos de asesinos dispuestos a correr los mayores riesgos con tal de conseguir el elemento básico de un artefacto nuclear.
No era necesario que se tratara de un material «limpio». De hecho, cuanto más «sucio» en términos de radiación fuera, mejor. Incluso al nivel en que debían desempeñarse sus científicos, los terroristas sabían que una cantidad suficiente de material fisionable, envuelto en la cantidad adecuada de explosivo plástico, crearía una radiación lo bastante letal para que una ciudad de las dimensiones de Nueva York se volviera inhabitable durante una generación. Y eso sin contar el medio millón de personas a las cuales la radiación habría matado por efectos del cáncer.
Había transcurrido una década, y la guerra secreta había sido costosa e intensa. Hasta el momento Occidente, asistido durante los últimos años por Moscú, la había ganado y había sobrevivido. Se habían gastado enormes sumas en comprar cualquier fragmento de plutonio o uranio 235 que se ofreciera en el mercado. Países enteros, antiguas repúblicas soviéticas, habían entregado hasta el último gramo dejado atrás por Moscú, y los términos del Acta Nunn-Lugar habían hecho que los dictadores locales acumularan enormes fortunas. Pero aun así seguía habiendo mucho, demasiado material fisionable que sencillamente había desaparecido.
Poco después de que hubiera constituido su diminuta sección propia dentro de Contraterrorismo en Langley, Paul Devereaux reparó en dos cosas. Una era que cincuenta kilos de uranio 235 con el nivel de pureza necesario para la fabricación de armamento nuclear se hallaba guardado dentro del altamente secreto Instituto Vinca, en el corazón de Belgrado. Tan pronto como cayó Milosevic, Estados Unidos empezó a negociar su adquisición. Una tercera parte de aquel material, es decir, quince kilos, habría bastado para hacer una bomba.
La otra cosa era que un temible gángster serbio, que había mantenido un tipo de relación muy íntima con la corte de Milosevic, quería salir de allí antes de que el techo se le desplomara encima de la cabeza. Necesitaba «cobertura», nuevos documentos de identidad, protección y un lugar en el que ocultarse. Devereaux sabía que aquel lugar nunca podría ser Estados Unidos. Pero una república bananera… Devereaux hizo un trato con aquel gángster y le pidió un precio a cambio. El precio fue su colaboración.
Antes de que el gángster dejara Belgrado, una muestra de uranio 235 del tamaño de la uña del pulgar fue robada del Instituto Vinca. Los registros fueron alterados para mostrar que en realidad lo que había desaparecido eran quince kilos de material fisionable.
Seis meses antes, y tras ser presentado por el traficante de armas Vladimir Bout, el serbio fugitivo había entregado su muestra y pruebas documentales de que poseía los quince kilos restantes.
La muestra había llegado a manos del químico y físico de al-Qaeda, Abu Jabab, otro egipcio fanático y sumamente instruido. Aquello había requerido que Jabab saliera de Afganistán y viajara discretamente a Irak para conseguir el equipo necesario para someter la muestra a las debidas pruebas.
En Irak también se estaba llevando a cabo un programa nuclear. Quienes se hallaban al frente de él pretendían obtener uranio 235 lo bastante puro para fabricar armas, pero lo estaban haciendo con métodos lentos y anticuados, con calutrones como los que se habían utilizado el año 1945 en Oak Ridge, Tennessee. La muestra, por lo tanto, causó gran nerviosismo.
Solo cuatro semanas antes de que se hiciera circular aquel maldito informe compilado por un magnate canadiense concerniente a ese nieto suyo que ya llevaba unos cuantos años muerto, se había sabido que al-Qaeda estaba dispuesta a hacer un trato. Devereaux tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer tranquilo.
Para su máquina asesina había querido emplear un avión robot llamado Depredador, que volaba a gran altura, pero el aparato se había estrellado justo antes de cruzar la frontera de Afganistán. Sus restos se hallaban de nuevo en Estados Unidos, pero ahora al hasta entonces desarmado avión robot se le estaba acoplando un misil Hellfire. De esa manera, en el futuro Depredador podría, no solo localizar un objetivo desde la estratosfera, sino que también podría hacerlo pedazos.
La conversión, sin embargo, requeriría demasiado tiempo. Paul Devereaux remodeló su plan, pero tuvo que retrasar su puesta en práctica para que se instalara un armamento distinto. Solo cuando por fin estuvieron preparados, el serbio aceptó la invitación de ir a Peshawar, en Pakistán, y reunirse allí con Zawahiri, Atef, Zubaidah y el físico y químico Abu Jabab. Llevaría consigo quince kilos de uranio, pero no dotado del nivel de pureza necesario para hacer armas. Para aquella visita bastaría con el isótopo 238 conocido como «pastel amarillo», un combustible para reactores corrientes que solo poseía el 3 por ciento de pureza, en lugar del 98 por ciento necesario para la fabricación de armas.
Durante aquella reunión crucial, Zoran Zilic pagaría por todos los favores que se le habían otorgado. Si no lo hacía, una sola llamada telefónica al letal servicio secreto de Pakistán, el ISI, favorable a al-Qaeda, bastaría para acabar con él.
El plan era que Zilic doblara el precio de pronto y amenazara con marcharse si no aceptaban su oferta. En eso Devereaux estaba apostando a que solo existía un hombre capaz de tomar aquella decisión, y que habría que consultarlo.
A gran distancia de allí, en Afganistán, UBL tendría que responder a aquella llamada telefónica. Muy por encima de él, un satélite escucha conectado con la Agencia Nacional de Seguridad interrogaría la llamada y señalaría su destino, precisándolo hasta localizarlo en un lugar de tres metros por tres metros.
¿Se mantendría a la espera durante el tiempo suficiente el hombre del extremo afgano de la conexión telefónica? ¿Podría contener su curiosidad por saber si acababa de convertirse en el propietario del uranio suficiente para hacer realidad sus sueños más mortíferos?
El submarino nuclear Columbia abriría sus escotillas frente a la costa de Beluchistán para lanzar un solo misil crucero Tomahawk. Mientras volaba, éste sería programado por el sistema de posicionamiento global, el GPS, en combinación con el Cotejo de Contornos del Terreno (CCT) y la Correlación de Cotejo del Área con la Escena Digital (CCAED).
Tres sistemas de navegación lo guiarían hacia ese pequeño espacio de nueve metros cuadrados. Al alcanzarlo, haría saltar por los aires toda la zona, con el móvil y el hombre que esperaba recibir su llamada desde Peshawar incluidos. Para Devereaux el problema se reducía al tiempo. El momento en que Zilic tendría que partir hacia Peshawar, haciendo un alto en el camino cuando pasara por Ras al-Jaimah para recoger al ruso, se aproximaba. Devereaux no podía permitirse el lujo de dejar que Zilic sucumbiera al pánico y se echara atrás, alegando que era un hombre acosado y que por lo tanto el trato quedaba completamente anulado. Vengador tenía que ser detenido y, probablemente, destruido. El mal menor, el mayor de los bienes.
Era el 20 de agosto. Un hombre bajó del avión de pasajeros de la KLM holandesa que iba directamente de Curaçao al aeropuerto de Paramaribo. No se trataba del profesor Medvers Watson, al que un comité de recepción estaba esperando un poco más abajo de la costa.
Ni siquiera era el diplomático estadounidense Ronald Proctor, a quien una caja estaba aguardando en los muelles.
Era el promotor de complejos turísticos británico Henry Nash. Con su visado expedido en Amsterdam, Nash pasó sin la menor dificultad por los servicios de aduanas e inmigración y cogió un taxi para ir a la ciudad. Habría sido tentador alojarse en el Torarica, el mejor hotel de la ciudad. Pero allí podía encontrarse con auténticos británicos, por lo que fue al Krasnopolsky, en la Dominiestraat.
Su habitación quedaba en el último piso y tenía un balcón orientado hacia el este. Cuando salió a echar un vistazo a la ciudad, el sol estaba detrás de él. La altura adicional proporcionaba un atisbo de brisa que haría soportable el crepúsculo. Muy lejos de allí en dirección al este, a poco más de cien kilómetros y al otro lado del río, esperaba la selva de San Martín.