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La voz

«Si no lo encuentras en New York, probablemente no exista.»

En una tienda de bricolage Dexter consiguió una gran tabla de madera que colocó sobre un caballete que había fabricado y que ocupaba casi todo su salón.

Una tienda de artículos para pintor le proporcionó pintura suficiente para crear el mar y la tierra en diez tonalidades distintas. Con trozos de tela de bayeta verde hizo los campos y los prados. Bloques de madera de construcción fueron utilizados para señalar casas y naves; en una tienda de maquetas compró madera de balsa, pegamento rápido y modelos de ventanas y puertas para pegar.

La mansión, en el extremo de la península la hizo con bloques de Lego que consiguió en una tienda de juguetes y el resto del terreno lo sacó de un almacén que vendía material para los entusiastas de las maquetas de trenes.

Los maquetistas de trenes de juguete necesitan trozos de terreno con valles y colinas, despeñaderos, túneles, granjas y animales pastando. En tres días Dexter tenía terminada la maqueta de toda la hacienda a escala. Lo que no podía ver era lo que había quedado oculto a su cámara: trampas, escollos, cierres de seguridad, candados, todo el poder de aquel ejército privado, sus equipo y todos los interiores.

Era una larga lista y la mayor parte de esas preguntas solo podrían contestarse a base de días de paciente observación. De todas formas, ya tenía decidida la forma en cómo entraría, su plan de batalla y la forma de escapar. Comenzó a hacer compras frenéticamente.

Botas, ropa para la selva, alimentos para exploradores, cutters, los mejores prismáticos del mundo, un nuevo teléfono móvil… Llenó una mochila Bergen que al final pesaba casi ochenta libras. Y aún quedaba más; para unos debía parecer que tenía que marcharse a otro lugar de Estados Unidos con un régimen legal más flexible, para otros, que tenía que sumergirse en el underwold y cara a unos terceros sus explicaciones eran más legales pero hacían que la gente levantase las cejas, sorprendidos.

—¿Tienes un momento, Paul?

La cara de Kevin McBride asomó por el filo de la puerta y Devereaux le hizo señas de que entrase. Traía consigo un mapa a gran escala de la costa norte de Sudamérica, desde el este de Venezuela hasta la Guayana francesa. Lo desenrolló y golpeó el triángulo que estaba entre los ríos Commini y Maroni, la república de San Martin.

—Me imagino que entrará por tierra —dijo McBride—. Mira la ruta aérea: la ciudad de San Martin tiene un solo aeropuerto y es pequeño. Solo hay vuelos dos veces al día, servidos por compañías locales que vienen de Cayena y van al este o de Paramaribo al oeste.

Su dedo señalaba las capitales de la Guayana francesa y de Surinam.

Políticamente es un lugar tan horrible que no va casi ningún hombre de negocios y ningún turista. Nuestro hombre es blanco, americano, y sabemos su estatura y corpulencia aproximadas, por los datos del archivo y lo que dijo el piloto antes de que muriera. Los hombres del coronel Moreno lo cazarían minutos después de desembarcar. Más aún: tendría que tener una visa válida lo que significa que solamente podría obtenerla en uno de los dos consulados de San Martin: el de Caracas o el de Paramaribo. No creo que intente entrar por el aeropuerto.

—Sin discusión. Pero aún así, Moreno debería ponerlo bajo vigilancia noche y día. Podría intentarlo con un avión privado —dijo Devereaux.

—Se lo advertiré. Luego está la ruta marítima. Solo hay un puerto: nuevamente en la ciudad de San Martin. Ningún barco de pasajeros llegó jamás allí, solo barcos de carga y aun así, no muchos. Las tripulaciones son lascars, filipinos o criollos; daría un cante si intentara hacerse pasar por tripulación o pasajero.

—Podría llegar en una lancha rápida hinchable.

—Sería posible, pero tendría que alquilarla o comprarla en la Guayana francesa o en Surinam. O un barco de mercancías podría soltarlo cerca de la costa, uno cuyo capitán hubiese sobornado. Se acercaría a veinte millas de la costa, dejaría el bote, lo pincharía, lo hundiría. ¿Y entonces, qué?

—Eso, ¿qué? —murmuró Devereaux.

—Me imagino que necesitará equipamiento, una buena cantidad. ¿Dónde desembarca? No hay playas a lo largo de la costa de San Martin, excepto aquí, en la Bahía. Pero eso está lleno de mansiones de los ricos, habitadas en Agosto, con guardaespaldas, guardias nocturnos y perros.

—Aparte de eso, la costa está llena de manglares, infestada de serpientes y cocodrilos. ¿Cómo le haría frente a todo éso? Y suponiendo que lograse llegar hasta la carretera principal que cruza de este a oeste, ¿qué? No creo que sea posible, ni siquiera para un Boina Verde.

—¿No podría llegar por mar a justo a la península de nuestro amigo?

—No, Paul, no podría. Está rodeada por todos lados por los acantilados y por la resaca. Incluso si lograra subir por los acantilados con arpeos, los perros policía lo oirían y lo cogerían.

—Entonces, llega por tierra. ¿Desde qué lado?

McBride volvió a señalar con el índice.

—Calculo que por el oeste, desde Surinam, en el ferry de pasajeros que cruza el río Commini derecho hasta el puesto fronterizo de San Martin, en un todoterreno, con papeles falsos.

—Aún así, necesitaría una visa, Kevin.

—¿Y dónde mejor para conseguirla que en Surinam, en uno de los dos únicos consulados que tienen? Calculo que es el sitio más lógico para hacerse con el todoterreno y con la visa.

—Entonces, ¿cuál es tu plan?

—La embajada de Surinam aquí, en Washington y el consulado en Miami. También necesitará una visa para ir allí. Quiero ponerlos en alerta a ambos para que inspeccionen sus registros desde hace una semana y que de ahora en adelante me avisen de todas y cada una de las solicitudes de visa que reciban. Comprobaré una por una con la sección de pasaportes del Estado.

—Estás poniendo todos los huevos en un solo cesto, Kevin.

—No del todo. El coronel Moreno y sus Ojos Negros[3] pueden cubrir la frontera este, el aeropuerto, los muelles y la costa. Me apostaría algo a que nuestro tipo intentará, por lógica, entrar en coche con todo su equipo en San Martin desde Surinam. Es la frontera más transitada.

Devereaux sonrió ante el intento de hablar español de McBride. La policía secreta de San Martin era conocida bajo en nombre de Ojos Negros porque las gafas de sol negras que utilizaban infundían terror entre los peones de San Martin.

Pensó en toda la ayuda que los Estados Unidos le daba a esa región. No cabía duda de que la embajada de Surinam cooperaría.

—Ok. Me gusta. A por ello. Pero deprisa.

McBride se quedó confuso.

—¿Tenemos fecha límite, jefe?

—Más cercana de lo que piensas, amigo mío.

El puerto de Wilmington, Delaware, es uno de los más grandes y con mayor actividad de la costa Este de Estados Unidos. Situado en lo alto del gran estuario que va desde el río Delaware hasta el Atlántico, tiene kilómetros enteros de aguas bien resguardadas que, aparte de acoger a los grandes transatlánticos oceánicos, ofrecen refugio a miles de pequeños cargueros que recorren la costas.

La compañía Carib Coast Ship and Freight manejaba cargamentos para decenas de aquellos pequeños navíos, y la visita del señor Ronald Proctor no causó ninguna sorpresa. Proctor era afable, encantador y convincente, y su camioneta U-Haul, alquilada en la conocida empresa de recogidas y transportes, había quedado estacionada enfrente, con su carga en la parte de atrás.

El empleado que lo atendió no tuvo ninguna razón para dudar de él, y mucho menos cuando en respuesta a la pregunta: «¿Tiene usted alguna documentación, señor?», Proctor respondió ofreciendo justo lo que se le acababa de pedir.

Su pasaporte no solo estaba en orden, sino que, además, era un pasaporte diplomático. Las cartas que acompañaba y las órdenes del Departamento de Estado demostraban que Ronald Proctor, diplomático estadounidense, era enviado a la embajada de su país en Paramaribo, Surinam.

—Contamos con una autorización que nos evitaría pagar los costes, claro está, pero con lo aficionada que es mi mujer a coleccionar cosas durante nuestros viajes, me temo que estamos una caja por encima del límite. Seguro que usted ya sabe cómo son las esposas, ¿verdad? Chico, hay que ver lo bien que se les da acumular trastos.

—Cuéntemelo a mí —convino el empleado. Pocas cosas unen tanto a dos hombres que no se conocen de nada como consolarse mutuamente acerca de sus esposas—. Tenemos un mercante que zarpará con rumbo a Miami, Caracas y Parbo dentro de dos días.

Parbo es como suele llamarse a la capital de Surinam. La entrega fue acordada y pagada. En dos días más la caja iniciaría su viaje por mar, y el duodécimo día se encontraría dentro de un almacén en los muelles de Parbo. Por tratarse de una carga diplomática, estaría exenta de pagar las tasas de aduana cuando el señor Proctor fuera a recogerla.

La embajada de Surinam en Washington está en el número 4301 de Connecticut Avenue, y fue allí donde Kevin McBride enseñó su identificación como veterano de la CIA y se sentó ante el muy impresionado funcionario consular encargado de la sección de visados. Lo más probable era que aquella embajada no fuese precisamente la delegación diplomática con más trabajo de Washington, y un hombre bastaba para tramitar todas las solicitudes de visado.

—Creemos que trafica en drogas y se relaciona con terroristas —dijo el hombre de la CIA—. Hasta el momento todo invita a pensar que es un tipo bastante sospechoso. Su nombre carece de importancia, porque sin duda presentará la solicitud, si es que llega a hacerlo, bajo una identidad falsa. Pero sospechamos que podría tratar de entrar en Surinam para acortar la distancia atravesando Guayana, para reunirse con sus compinches en Venezuela.

—¿Tiene una fotografía suya? —preguntó el funcionario.

—Todavía no, por desgracia —respondió McBride—. Ahí es donde esperamos que usted sea capaz de ayudarnos si él acude aquí. Lo que sí tenemos es una descripción suya.

Deslizó a través del escritorio una hoja con una breve descripción en dos líneas de un hombre de alrededor de cincuenta años, metro setenta de estatura, robusto y de constitución musculosa, ojos azules y pelo color rubio arena.

McBride salió de allí con las fotocopias de las diecinueve solicitudes de visado para Surinam que habían sido presentadas y concedidas durante la semana anterior. Tres días después, ya se había comprobado que todas correspondían a ciudadanos estadounidenses cuyos antecedentes y fotos de pasaporte archivadas en el Departamento de Estado no mostraban ninguna discrepancia con la documentación presentada al consulado de Surinam.

Si el escurridizo Vengador del expediente que Devereaux le había ordenado que se aprendiera de memoria iba a presentarse en el consulado, aún no lo había hecho.

En realidad McBride había ido al consulado equivocado. Surinam no es grande, y desde luego no es rico. Mantiene abiertos consulados en Washington y Miami, además de uno en Munich (pero no en Berlín) y dos en la antigua potencia colonial, Holanda. Una está en La Haya, pero la más grande de las dos se encuentra en el número 11 de la calle Cuserstraat, en Amsterdam. Fue en las oficinas de esta, donde la señorita Amelie Dykstra, una holandesa contratada en la ciudad y cuyo sueldo era pagado por el Ministerio de Asuntos Exteriores holandés, le estaba siendo de una gran ayuda al solicitante de visado que se hallaba sentado ante ella.

—¿Es usted británico, señor Nash?

El pasaporte que la señorita Dykstra tenía en la mano mostraba que el señor Henry Nash era británico y que su profesión era la de hombre de negocios.

—¿Cuál es el propósito de su visita a Surinam? —preguntó la señorita Dykstra.

—Mi empresa se dedica a promocionar nuevos destinos que puedan atraer a los turistas, principalmente hoteles que se encuentren situados en la costa —contestó el inglés—. Espero averiguar si existe alguna posibilidad de crear algún nuevo destino en su país, bueno, quiero decir en Surinam, antes de seguir camino hacia Venezuela.

—Debería ir a hablar con la gente del Ministerio de Turismo surinamés —dijo la joven holandesa, que nunca había estado en Surinam.

A juzgar por lo que Cal Dexter había averiguado en sus investigaciones acerca de aquella costa azotada por la malaria, lo más probable era que un ministerio de esas características fuera un ejercicio en el arte de hacer que el optimismo triunfara sobre la realidad.

—Esa es precisamente mi intención tan pronto como haya llegado allí, mi querida señorita.

Como argumento final, explicó que tenía un último vuelo esperándolo en el aeropuerto de Schipol, y luego entregó sus treinta y cinco florines, obtuvo su visado y se marchó. En realidad, su avión no iba a Londres, sino a Nueva York.

McBride volvió a dirigirse hacia el sur, en esta ocasión a Miami y Surinam. Un coche de San Martín fue a buscarlo al aeropuerto de Parbo y lo condujo hacia el este hasta el sitio por el que se atravesaba el río Commini. Los Ojos Negros que lo escoltaban se limitaron a ir por delante, requisaron el transbordador y no pagaron ningún peaje para cruzar hasta la costa de San Martín.

Durante la travesía, McBride salió del coche para contemplar cómo el espeso líquido marrón iba descendiendo lentamente hacia el mar color aguamarina, pero la nube de mosquitos y el calor asfixiante lo obligaron a regresar al Mercedes y al bienvenido frescor de su aire acondicionado. Los policías secretos enviados por el coronel Moreno se permitieron esbozar gélidas sonrisas ante semejante estupidez. Pero detrás de los cristales negros, los ojos permanecieron inexpresivos.

Luego vinieron sesenta kilómetros por una carretera ex colonial llena de baches y desniveles que iba desde la frontera hasta Ciudad de San Martín. La carretera atravesaba una selva que se prolongaba a ambos lados. En algún lugar, a la izquierda de la carretera, la selva daba paso a los pantanos, que después eran sustituidos a su vez por un amasijo de mangles y, finalmente, por el mar inaccesible. A la derecha la espesa vegetación se alejaba hacia el interior, ascendiendo poco a poco, hasta llegar a la confluencia de los ríos Commini y Maroni, y a partir de ahí adentrarse en Brasil.

Un hombre, pensó McBride, podía perderse allí en cuanto hubiera andado medio kilómetro. De vez en cuando veía que un camión salía de la carretera y se adentraba en la espesura, sin duda con destino a alguna pequeña granja o plantación no muy alejada. Había una docena de pequeñas aldeas a lo largo del trayecto, y el hombre de Washington se quedó asombrado ante lo distinto que era el tipo étnico de los campesinos de San Martín de aquellos que había solo una república más atrás. Existía una razón para ello. Todas las otras potencias coloniales, que estaban conquistando parajes prácticamente deshabitados, tras asentarse en ellos empezaron a buscar trabajadores. Los aborígenes echaron un vistazo a lo que les esperaba y huyeron a la selva.

La mayoría de los terratenientes coloniales importaban esclavos africanos de las propiedades que ya poseían, o comprándolos a lo largo de la costa occidental de África. Los descendientes de aquellos esclavos, cuyos genes por lo general se habían mezclado con los de los indios y los blancos, habían creado las poblaciones modernas. El Imperio español no disponía de fácil acceso a los esclavos negros, pero contaba con millones de peones mexicanos y la distancia entre Yucatán y la Guayana española era mucho más corta.

Los campesinos a los que McBride estaba viendo junto a la carretera a través de las ventanillas del Mercedes habían adquirido el color de una nuez debido al sol; no eran negros, y sin embargo tampoco eran criollos. Todo el contingente laboral de San Martín seguía siendo genéticamente hispano. Los pocos esclavos negros que habían escapado de los holandeses se habían internado en la jungla, convirtiéndose en los Bushneger, muy difíciles de encontrar y mortales cuando se les encontraba.

Cuando el César de Shakespeare expresó el deseo de tener a su alrededor a hombres que estuviesen muy gordos, presuponía que todos los gordos eran simpáticos y tenían muy buen carácter. No estaba pensando en el coronel Hernán Moreno.

Aquel hombre, al que se atribuía el mérito de mantener al exuberante y aparatosamente condecorado presidente Muñoz dentro del palacio que se alzaba sobre una colina detrás de la capital de aquella última república bananera, estaba más gordo que un sapo. Sin embargo, no tenía nada de simpático, y su carácter no podía ser peor.

Los tormentos a que se sometía a aquellos que el coronel consideraba sediciosos o poseían información sobre estos eran un tema al que la población solo aludía en susurros y en los rincones más oscuros.

Se rumoreaba que existía un lugar, allá en el norte, donde se llevaban a cabo las torturas, y que nadie regresaba nunca de él. Arrojar los cadáveres al mar como habían hecho los militares argentinos durante la dictadura de Videla no era necesario, así como tampoco emplear el pico y la pala para enterrarlos. Un cuerpo desnudo sujeto al suelo de la jungla mediante unas cuantas estacas atraería a las llamadas «hormigas de fuego», capaces de hacer con él en una noche lo que a la naturaleza le llevaría meses o años.

El coronel Moreno sabía que el hombre de Langley no tardaría en llegar y optó por ofrecerle un almuerzo en el club náutico. Su restaurante era el mejor de la ciudad, y ciertamente el más exclusivo, y se hallaba ubicado en la base del muro del puerto que daba a un reluciente mar azul. Lo mejor de todo era que allí los vientos marinos por fin conseguían triunfar sobre el hedor de los callejones.

A diferencia del hombre que le pagaba, el jefe de la policía secreta evitaba la ostentación, los uniformes, las medallas y el esplendor barato, y cubría su físico de pingüino con una camisa y traje negros. Si hubiese existido alguna sospecha de nobleza en sus facciones, pensó el hombre de la CIA, el coronel Moreno se habría parecido a Orson Welles hacia el final de su vida. Pero su cara era más propia de Hermann Goering.

Con todo, el dominio que Moreno ejercía sobre el pequeño y empobrecido país era absoluto, y escuchó a McBride sin interrumpirlo en ningún momento. Sabía con toda exactitud cuál era la relación existente entre aquel hombre y el refugiado llegado de Yugoslavia que había buscado un santuario en San Martín y ahora vivía en una envidiable mansión que tanto Moreno como el presidente soñaban con adquirir algún día.

También se hallaba al corriente de la inmensa riqueza del refugiado y del tributo anual que pagaba al presidente Muñoz a cambio de protección, a pesar de que esta se la proporcionaba él mismo.

Lo que ignoraba era el motivo por el que un alto cargo muy veterano de Washington había decidido reunir al refugiado con el tirano. Pero esa cuestión carecía de importancia. El serbio se había gastado más de cinco millones de dólares en construir su mansión, y otros diez en su propiedad. Pese a los inevitables gastos necesarios para llevar a cabo semejante hazaña, la mitad de ese dinero había sido desembolsado en San Martín, y un sustancial porcentaje del mismo había ido a parar a manos del coronel Moreno.

De una manera mucho más directa, Moreno cobraba unos honorarios a cambio de proporcionar trabajadores esclavos, que se renovaban siempre que era necesario mediante nuevos arrestos. Mientras ningún peón escapara o regresara con vida, el acuerdo era tan lucrativo como carente de riesgos. El hombre de la CIA no tuvo ninguna necesidad de suplicarle su cooperación.

—Si pone un pie en San Martín —dijo Moreno con su voz entrecortada y jadeante—, le echaré el guante. No volverá a verlo, pero le transmitiremos toda la información que le saquemos. Tiene usted mi palabra al respecto.

Durante el viaje de regreso al lugar por donde se cruzaba el río y el avión que lo esperaba en Parbo, McBride pensó en la misión que se nada impuesto a si mismo el cazador de recompensas invisible; pensó en las defensas, y en el precio del fracaso, la muerte a manos del coronel Moreno y sus hombres expertos en provocar dolor. Se estremeció, y no a causa del aire acondicionado.

Gracias a los milagros de la tecnología moderna, Calvin Dexter no necesitaba regresar a Pennington para recoger cualquier mensaje del contestador automático de su despacho. Podía hacer la recogida de los mensajes desde una cabina pública en Brooklyn, y eso fue lo que hizo el día 15 de agosto.

La mayor parte de los mensajes procedían de voces a las que Dexter iba reconociendo antes de que quien llamaba se identificase. Se trataba de vecinos, clientes y hombres de negocios locales que por lo general querían desearle unas felices vacaciones y preguntarle cuándo volvería a estar sentado detrás de su escritorio. Fue el penúltimo mensaje el que estuvo a punto de hacer que el auricular se le cayera de la mano y lo obligó a mirar, sin verlo, el tráfico que pasaba velozmente por detrás del cristal de la cabina. Cuando hubo dejado el auricular en su sitio, Dexter estuvo caminando durante una hora tratando de determinar cómo había llegado a suceder, quién había filtrado su nombre y lo que hacía, y, lo más importante de todo, si la voz anónima era la de un amigo o la de alguien que quería traicionarlo.

La persona no se había identificado. Su voz era áspera y monocorde, como si llegara hasta Dexter a través de varias capas de pañuelos de papel. Se había limitado a decir:

—Tenga cuidado, Vengador. Ellos saben que irá allí.