Había una conexión segura entre el resguardado enclave de la costa de la república de San Martin y uno de los ordenadores del despacho de McBride. Al igual que Washington Lee, utilizaba el sistema de encriptación PGP para privatizar las comunicaciones y hacerlas invisibles a los espías. La diferencia es que McBride estaba autorizado.
Devereaux estudió el texto del mensaje que procedía del sur. Estaba claro que lo había escrito el jefe de seguridad de la propiedad, el sudafricano Van Rensberg. El inglés era muy formal, como el del que lo habla como segundo idioma.
Su significado también estaba claro. Describía el Piper Cheyenne de la mañana anterior: su doble pasada, la primera en dirección a la Guayana francesa y la segunda, veinte minutos más tarde, en sentido contrario. También mencionaba el reflejo del sol en la lente de una cámara en el costado derecho del avión e incluso el número de matrícula que pudo observar cuando el avión voló demasiado bajo por encima del paso de montaña.
—Kevin, rastrea ese avión. Necesito saber a quién pertenece, quien lo opera, quién lo pilotaba ayer y quién era el pasajero. Date prisa.
En su anónimo apartamento de Brooklyn, Cal Dexter había revelado sus setenta y dos fotogramas y los había ampliado lo más que podía sin que perdiesen demasiada resolución, antes de imprimirlas. De los mismos negativos había sacado también diapositivas para poder proyectarlas sobre una pantalla y estudiarlas más de cerca.
Con los fotogramas impresos había confeccionado un mapa de pared tan largo y alto como la pared de su salón. Estuvo sentado durante horas, estudiando la pared, comparando a veces un pequeño detalle con la diapositiva correspondiente. Cada diapositiva mostraba los detalles de una forma más nítida y clara pero solamente el mapa de la pared le proporcionaba una idea del conjunto. Quienquiera que se hubiese hecho cargo del proyecto había gastado millones y había construido una fortaleza temible e ingeniosa.
La naturaleza también había ayudado. La lengua de tierra que se adentraba en el mar era muy diferente del interior de la pequeña república que estaba poblada de una húmeda jungla. Sobresalía como la hoja de una daga triangular, resguardada de tierra adentro por la cadena de montañas que alguna fuerza primitiva había formado hace millones de años.
La cordillera se extendía de orilla a orilla y a cada lado caía en el mar azul en forma de abruptos acantilados de altura vertiginosa, Cualquiera que, desde la finca, observase las montañas con unos prismáticos, vería con toda facilidad cualquier cosa que intentase llegar hasta el sitio prohibido.
Tan solo había un corte o puerto de montaña en aquella cordillera. Había una estrecha pista que subía desde tierra adentro, hacía curvas y bajaba por el otro lado de la pendiente hasta llegar a la propiedad. En el puerto de montaña había una barrera y una caseta de guarda que Dexter había visto demasiado tarde, casi con el rabillo del ojo.
Dexter comenzó a hacer una lista del equipo que iba a necesitar. Entrar no supondría ningún problema. Lo que sería prácticamente imposible sería salir llevándose al hombre y perseguido por un pequeño ejército de guardias.
—El avión pertenece a una empresa formada por un solo hombre que tiene un solo avión en alquiler. Está en Georgetown, Guayana —dijo Kevin McBride esa tarde—. Se llama «Lawrence Aero Services» y el propietario es George Lawrence, ciudadano de Guayana. Parece perfectamente legal; la clase de avión que un extranjero puede alquilar para volar hacia el interior… o a lo largo de la costa, como en este caso.
—¿Tiene un número de teléfono ese señor Lawrence? —preguntó Devereaux.
—Sí, claro. Aquí está.
—¿Trataste de ponerte en contacto con él?
—No. La conexión sería abierta. Y además, ¿porqué tendría que discutir por teléfono acerca de un cliente con un completo desconocido? Quizás incluso advirtiese al cliente.
—Tienes razón. Tendrás que ir tú. Utiliza vuelos regulares. Pídele a Casandra que te haga una reserva en el primer vuelo. Busca al señor Lawrence. Si tienes que pagarle, hazlo. Averigua quién es nuestro inquisitivo amigo de la cámara y el motivo por el que estaba allí. ¿Tenemos una delegación allí?
—No en el lugar mismo; en Caracas.
—Utiliza Caracas para las comunicaciones seguras. Le daré órdenes al jefe de la delegación.
Estudiando su montaje fotográfico tamaño pared, la mirada de Cal Dexter fue desde los picos escarpados hasta la península, conocida simplemente como El Punto. Extendiéndose desde la base del muro que formaba la cordillera había una pista que cogía las dos terceras partes de las mil quinientas yardas disponibles. Al lado de la pista, había una valla metálica que cercaba el campo de aterrizaje, el hangar. Los almacenes, el depósito de fuel, el generador de electricidad y todo el resto.
Usando un par de compases y estimando la longitud del hangar en un centenar de pies, Dexter pudo empezar a calcular y marcar distancias entre los distintos puntos. Esto permitió calcular que la cantidad de tierra cultivada era de unos tres mil acres. Estaba claro que los excrementos de los pájaros y la tierra traída por el viento durante siglos habían creado un suelo muy fértil, porque Dexter podía ver rebaños que pastaban y lo que parecía una cosecha excelente. Quienquiera que hubiese creado El Punto había buscado ser completamente autosuficiente tras los baluartes de la escarpadura y el océano.
El problema de la irrigación se resolvía mediante un torrente que brotaba de la base de las colinas y fluía a través de la propiedad antes de precipitarse hacia el mar en una cascada. Solo podía, originarse en la meseta interior y atravesar el muro protector por un cauce subterráneo. Dexter anotó la frase: «¿Entrar nadando?». Un rato después la tacharía. Sin un ensayo previo, tratar de pasar por un túnel subterráneo desconocido sería una locura. Todavía se acordaba del terror que había sentido al arrastrarse a través de las trampas de agua de los túneles de Cu Chi, y solo medían unos cuantos metros de largo. Aquel conducto tendría varios kilómetros de longitud, y Dexter ni siquiera sabía dónde empezaba.
En la base de la pista, más allá de la valla, distinguía una aglomeración de unos quinientos pequeños bloques blancos que debían de constituir algún tipo de viviendas. Había calles sucias, unos cuantos edificios más grandes que seguramente albergarían los comedores colectivos y una pequeña iglesia. Era una especie de aldea; pero resultaba bastante extraño que no se vieran mujeres y niños en las calles. Tampoco había huertos ni animales. El lugar parecía más bien una colonia penal. Quizá quienes servían al hombre detrás del que andaba Dexter no hubieran tenido demasiada elección.
Dirigió su atención hacia el cuerpo principal de la propiedad agrícola. En ella se encontraban todos los campos cultivados así como los rebaños, graneros y establos; y un segundo grupo de pequeños edificios blancos. Un hombre de uniforme apostado ante ellos indicaba que aquellas construcciones eran los barracones para el personal de seguridad, los guardias y los supervisores. A juzgar por el aspecto, el número y las dimensiones de los alojamientos, y el probable índice de ocupación, Dexter calculó que solo entre los guardias habría un centenar de hombres. Había también cinco casas con jardín, aparentemente para los encargados y el personal de vuelo.
Las fotografías y las diapositivas estaban sirviendo a su propósito, pero Dexter necesitaba dos cosas más. Una era un modelo tridimensional, y la otra un conocimiento lo más completo posible de las rutinas y procedimientos. Para lo primero se necesitaría un modelo a escala de la totalidad de la península, y lo segundo requeriría varios días de silenciosa observación.
A la mañana siguiente, Kevin McBride tomó un vuelo directo desde Dulles hasta Georgetown, Guayana, donde aterrizó a las dos de la tarde. Las formalidades en el aeropuerto fueron muy simples, y McBride, que solo llevaba una bolsa de viaje para una estancia de una noche, no tardó en encontrarse dentro de un taxi.
Servicios Aéreos Lawrence no resultó muy difícil de encontrar. Sus pequeñas oficinas estaban en un callejón junto a la calle Waterloo. El hombre de la CIA llamó varias veces a la puerta, pero no obtuvo respuesta. El calor y la humedad empezaban a empaparle la camisa. McBride echó una mirada por la ventana cubierta de polvo y volvió a llamar.
—No hay nadie, amigo —dijo una voz servicial detrás de él. El hombre que acababa de hablar era un anciano sentado a la sombra a unas cuantas puertas de distancia, que se daba aire con un abanico de hojas de palma.
—Estoy buscando a George Lawrence —dijo McBride.
—¿Es usted británico?
—No, soy de Estados Unidos.
El anciano dedicó unos instantes a reflexionar en ello, como si la disponibilidad del piloto de vuelos chárter Lawrence fuera algo que dependiese por entero de la nacionalidad de quien lo buscaba.
—¿Es usted amigo suyo?
—No. Estaba pensando en alquilar su avión, si consigo dar con él.
—Lawrence lleva ausente desde ayer —dijo el anciano—. No se lo ha vuelto a ver desde que se lo llevaron.
—¿Y quién se lo llevó, amigo?
El anciano se encogió de hombros como si el llevarse a un vecino por la fuerza fuese algo de lo más habitual.
—¿La policía? —preguntó McBride.
—No. Eran blancos. Vinieron en un coche de alquiler.
—¿Turistas… clientes? —dijo McBride.
—Quizá —admitió el anciano, y añadió—: Pruebe en el aeropuerto. Él guarda su avión allí.
Quince minutos más tarde, un Kevin McBride empapado en sudor se dirigía nuevamente hacia el aeropuerto. Fue al mostrador de aviación privada y preguntó por George Lawrence. Pero; en vez de dar con él, conoció al inspector Floyd Evans del Departamento de Policía de Georgetown.
McBride regresó a la parte sur de la ciudad, pero esta vez dentro de un coche patrulla, y fue conducido a un despacho donde el aire acondicionado era como un baño frío largamente retrasado e igual de delicioso. El inspector Evans jugueteó distraídamente con su pasaporte.
—¿Qué está haciendo exactamente en Guayana, señor McBride? —le preguntó.
—Esperaba hacer una corta visita con la idea de traer de vacaciones a mi esposa más adelante.
—¿En el mes de agosto? Aquí hasta las salamandras se ponen a cubierto en agosto. ¿Conoce al señor Lawrence?
—Bueno, no. Tengo un amigo en Washington. Me dio el nombre y dijo que a lo mejor me gustaría volar al interior del país. Mi amigo me dijo que el señor Lawrence era el mejor piloto de vuelos chárter que había por aquí. Acabo de ir a sus oficinas para ver si estaba disponible y podía llevarme a hacer un vuelo. Eso es todo. ¿Qué es lo que he hecho mal?
El inspector cerró el pasaporte y se lo devolvió.
—Usted llegó de Washington hoy. Eso parece estar lo bastante claro, y sus billetes y el sello de entrada en su pasaporte lo confirman. El hotel Meridien confirma su reserva de una noche para hoy.
—Mire, inspector, sigo sin entender por qué me han traído aquí. ¿Sabe dónde puedo encontrar al señor George Lawrence?
—Oh, sí. El señor Lawrence está en el depósito de cadáveres de nuestro hospital general. Al parecer ayer tres hombres se lo llevaron de sus oficinas en un todoterreno alquilado. Anoche devolvieron el todoterreno a la empresa de alquiler y luego se fueron en avión. ¿Estos tres nombres significan algo para usted, señor McBride?
Le tendió una hoja de papel por encima del escritorio. McBride miró los tres nombres, todos ellos falsos, porque era él quien los había proporcionado.
—No, lo siento. No significan nada para mí. ¿Por qué está en el depósito de cadáveres el señor Lawrence?
—Porque este amanecer un hombre que iba a vender verduras al mercado encontró su cadáver. El señor Lawrence estaba muerto en una cuneta, justo al salir de la ciudad. Usted, naturalmente, todavía estaba volando hacia aquí.
—Eso es terrible. No llegué a conocerlo, pero lo siento mucho.
—Sí que es terrible. Nosotros hemos perdido a nuestro piloto de vuelos chárter. El señor Lawrence perdió la vida y, dicho sea de paso, ocho de las uñas de sus dedos. Sus oficinas han quedado destrozadas y los archivos donde figuraban los nombres de sus clientes anteriores han desaparecido. En su opinión, señor McBride, ¿qué podían querer de él sus captores?
—No tengo ni idea.
—Claro, lo había olvidado. Usted no es más que un representante de comercio que está haciendo un breve viaje, ¿verdad? Pues en ese caso le sugiero que regrese a Estados Unidos, señor McBride. Es libre de irse cuando quiera.
—Esa gente son una pandilla de animales —protestó McBride dirigiéndose a Devereaux por la línea protegida que comunicaba la estación de Caracas con Langley.
—Vuelve a casa, Kevin —dijo su superior—. Preguntaré a nuestro amigo del sur qué ha descubierto, eso suponiendo que haya descubierto algo.
Paul Devereaux contaba desde hacía ya mucho tiempo con un contacto dentro del FBI, y se lo había procurado porque creía que ningún hombre que hiciera la clase de trabajo que él hacía dispondría jamás de suficientes fuentes de información, y que no había muchas probabilidades de que el FBI fuera a compartir con él las gemas que habrían constituido el verdadero amor fraterno.
Había pedido a su contacto que consultara la base de datos del archivo para comprobar qué expedientes había retirado el subdirector (División de Investigación) Colin Fleming desde que había circulado el pedido procedente de las alturas acerca de un muchacho asesinado en Bosnia. Entre los expedientes retirados había uno marcado simplemente como «Vengador».
Kevin McBride llegó la mañana siguiente, agotado después del viaje. Paul Devereaux estaba en su despacho tan temprano y con un aspecto tan impecable como de costumbre.
Le entregó un expediente a su subordinado.
—Es él —dijo—, nuestro intruso. He hablado con nuestro amigo en el sur. Naturalmente, fueron tres de sus matones los que trataron con tan espantosa brutalidad a Lawrence. Y tienes razón: Son unos animales. Pero ahora mismo son unos animales vitales para nosotros. Es una lástima, pero no hay manera de evitarlo.
Golpeó suavemente el expediente con las puntas de los dedos.
—Nombre de código, Vengador. Edad, alrededor de cincuenta años; Estatura, constitución… todo está ahí, en el expediente. Hay una breve descripción. En estos momentos se hace pasar por el ciudadano estadounidense llamado Alfred Barnes. Ese fue el hombre que contrató al profundamente infortunado señor Lawrence para que lo llevara a sobrevolar la propiedad de nuestro amigo. Y en los archivos del Departamento de Estado no hay ningún Alfred Barnes que encaje con esa descripción en posesión de un pasaporte estadounidense. Encuéntralo, Kevin, y detenlo. Impide que siga adelante con lo que está haciendo.
—Espero que no te estés refiriendo a una eliminación.
—No, eso está prohibido. Lo que quiero decir es que lo identifiques. Si utiliza un nombre falso, puede que tenga otros. Encuentra el que intentará utilizar para entrar en San Martín. Luego informa al muy desagradable pero eficiente coronel Moreno, en San Martín. Estoy seguro de que se puede confiar en que haga lo que deba hacerse.
Kevin McBride fue a su despacho para leer el expediente. Ya conocía al jefe de la policía secreta de la República de San Martín. Cualquier oponente del dictador que cayera en sus manos estaba condenado a morir, probablemente muy despacio. McBride estudió el expediente del Vengador con la minuciosa atención que era habitual en él.
A dos estados de distancia, en la ciudad de Nueva York, el pasaporte de Alfred Barnes era arrojado a las llamas. Dexter no tenía ninguna pista o la menor prueba de que lo hubieran visto, pero mientras él y Lawrence estaban sobrevolando el paso en la cadena montañosa, Dexter había dado un respingo al ver una cara que alzaba la mirada hacia él, lo bastante cerca del avión para leer el número de la matrícula. Así que, solo por si acaso, Alfred Barnes dejó de existir.
Una vez hecho eso, Dexter empezó a construir su modelo a escala de la hacienda-fortaleza.
Al otro lado de la ciudad, en la parte baja de Manhattan, la esposa de Nguyen Van Tran se afanaba con su mirada de miope sobre tres nuevos pasaportes.
Era el 3 de agosto de 2001.