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El jesuita

Aunque Paul Devereaux confiaba en que el FBI no tendría permiso para desmantelar su Proyecto Peregrino, estaba perturbado por la desagradable reunión con Colin Fleming. No infravaloraba ni la inteligencia, ni las influencias ni la pasión del contrario. Lo que preocupaba era la amenaza de la espera.

Después de dos años a la cabeza de un proyecto tan secreto que solo era conocido por el director de la CIA, George Tenet y por Richard Clarke, el experto en antiterrorismo de la Casa Blanca, estaba cerca, terriblemente cerca de hacer saltar la trampa para crear la cual, había removido cielo y tierra.

El objetivo se llamaba simplemente UBL. Esto se debía a que toda la comunidad de la inteligencia de Washington utilizaban la primera letra del nombre Usama en vez del más usado por los medios de comunicación, Osama.

En verano del 2001 toda la comunidad estaba obsesionada y convencida de que UBL intentaría muy pronto un ataque contra Los Estados Unidos. La mayoría pensaban que el ataque sería contra alguno de los grandes intereses estadounidenses fuera de América. Solo un 10 por ciento creía en la posibilidad de que el ataque se produjese en territorio americano.

La obsesión creció en todas las agencias pero sobre todo en los departamentos antiterroristas de la CIA y el FBI. Estos tenían la intención de descubrir que es lo que planeaba UBL y abortarlo.

Haciendo caso omiso del edicto presidencial 12333 que prohibía acciones sangrientas en territorio extranjero, Paul Devereaux no estaba tratando de evitar que UBL hiciese lo que tenía pensado hacer: lo que intentaba era matarlo.

Muy al principio de su carrera, el estudiante salido del College cayó en la cuenta de que su ascenso dentro de la Compañía dependía de que se especializase en algo. Durante los juventud de Devereaux, en el apogeo de Vietnam y la guerra fría, la mayoría de los debutantes habían escogido la División Soviética, y la lengua que se debía aprender era el ruso. Devereaux en cambio, eligió el mundo árabe y el estudio a fondo del islam. Todos consideraron que estaba loco.

Dedicó su formidable inteligencia a la labor de dominar el árabe hasta que prácticamente pudo pasar por un nativo, estudió el islam hasta alcanzar el nivel de un erudito en el Corán. Su reivindicación llegó el día de Navidad de 1979: la URSS invadió un lugar llamado Afganistán, y la inmensa mayoría de los agentes que había de los cuarteles generales de la CIA en Langley empezaron a buscar sus mapas para averiguar dónde quedaba aquello.

Devereaux reveló que, aparte del árabe, hablaba razonablemente bien el urdu, la lengua de Pakistán, y tenía conocimientos de pashtun, hablado por las distintas tribus que se extendían a través de la frontera nordeste de Pakistán hasta el interior Afganistán.

Fue entonces cuando su carrera realmente despegó. Devereaux fue uno de los primeros en afirmar que la URSS había ido demasiado lejos sin darse cuenta del lío en que se estaba metiendo, que las tribus afganas nunca consentirían ninguna ocupación extranjera, y que el ateísmo soviético ofendía su fanatismo islámico y que con la ayuda material de Estados Unidos se podía formar una feroz resistencia con base en las montañas, que terminaría sangrando al Cuadragésimo Ejército del general Boris Gromov.

Antes de que aquello hubiera terminado, muchas cosas habían cambiado. Los muyaidines habían mandado de regreso a casa a cincuenta mil reclutas rusos dentro de ataúdes; el ejército de ocupación, pese a haber infligido horrendas atrocidades a los afganos, había visto que su moral se resquebrajaba y que su presa se liberaba poco a poco.

Fue una combinación de Afganistán y la llegada de Mijaíl Gorbachov la que empujó a la URSS hacia la pendiente final que la llevó a su desintegración y puso fin a la guerra fría. Paul Devereaux había pasado de Análisis a Ops y, junto con Milt Bearden, había ayudado a distribuir entre los luchadores de las montañas armamento y equipo estadounidenses para librar la guerra de guerrillas por valor de mil millones de dólares.

Mientras vivía de cualquier manera, corriendo y combatiendo en las montañas de Afganistán, Devereaux presenció la llegada de centenares de jóvenes e idealistas voluntarios antisoviéticos procedentes de Oriente Próximo, que no hablaban ni el dari ni el pashtún, pero aun así estaban dispuestos a luchar y morir lejos de su casa si fuera necesario.

Devereaux sabía muy bien qué estaba haciendo él allí: combatiendo a una superpotencia que amenazaba a su país. Pero ¿qué estaban haciendo allí los jóvenes saudíes, egipcios y yemeníes? Washington hacía como si ni ellos ni los informes de Devereaux existieran. Devereaux, sin embargo, estaba fascinado con aquellos voluntarios. Escuchando durante horas sus conversaciones en árabe mientras fingía conocer apenas una docena de palabras de una lengua que en realidad hablaba con fluidez, llegó a tomar conciencia de que aquellos jóvenes no estaban combatiendo el comunismo sino el ateísmo.

No obstante, había algo más que eso, porque también sentían un odio y un desprecio igualmente apasionados hacia el cristianismo, Occidente y, más específicamente, Estados Unidos. Entre ellos se hallaba el febril, temperamental y demasiado mimado vástago de una familia saudí inmensamente rica, que repartía millones para los campos de adiestramiento bajo la protección de Pakistán, financiando residencias para refugiados y comprando y distribuyendo comida, mantas y medicinas a los otros muyaidines. Su nombre era Usama.

Usama quería que lo considerasen un gran guerrero, al igual que Ahmad Sah Massud, pero de hecho solo tomó parte en una pequeña escaramuza, a finales de la primavera de 1987, y eso fue todo. Milt Bearden decía que no era más que un mocoso mimado, pero Devereaux lo observaba con gran atención. Detrás de las interminables referencias a Alá que el joven hacía, había un odio profundo que algún día encontraría otro objetivo aparte de los rusos.

Paul Devereaux volvió a Langley y a una cascada de horrores. Había optado por no casarse, prefiriendo el estudio y su trabajo a las distracciones de una esposa e hijos. Su difunto padre le había legado una gran fortuna; su elegante casa en el viejo barrio de Alexandría podía presumir de una muy admirada colección de arte islámico y alfombras persas.

Trató de advertir contra la insensatez de dejar abandonado Afganistán a su guerra civil después de la derrota de Gromov, pero la euforia que siguió a la caída del Muro de Berlín llevó a una convicción de que, con la URSS sumiéndose en el caos, los países satélites soviéticos huyendo hacia Occidente en busca de la libertad y el comunismo mundial súbita e irremediablemente muerto, las últimas amenazas existentes contra la única superpotencia que quedaba en el planeta estaban evaporándose igual que la niebla cuando sale el sol.

Devereaux apenas había tenido tiempo de volver a casa e instalarse en ella cuando, en agosto de 1990, Saddam Hussein invadió Kuwait. En Aspen, el presidente Bush y Margaret Thatcher, vencedores de la guerra fría, estuvieron de acuerdo en que no podían tolerar semejante acción. Cuarenta y ocho horas después, los primeros F-15 Eagle volaban hacia Thumrait, en Omán, y Paul Devereaux se dirigía hacia la embajada de Estados Unidos en Riyad, Arabia Saudí.

Los acontecimientos se sucedían a una velocidad tremenda y el ritmo de trabajo era agotador, porque de lo contrario quizá se hubiera dado cuenta de algo. Un joven saudí, también regresado de Afganistán y que afirmaba ser el líder de un grupo de guerrilleros y de una organización conocida simplemente como «La Base», ofrecía sus servicios al rey Fahd para defender Arabia Saudí del agresor del norte.

El monarca saudí probablemente tampoco reparó en quién era la persona que le hacía aquella oferta. Lo que hizo, en cambio, fue permitir la llegada a su país de medio millón de soldados y aviadores extranjeros enviados por una coalición de cincuenta naciones para expulsar de Kuwait al ejército iraquí y proteger los campos petrolíferos saudíes. El 80 por ciento de aquellos soldados y aviadores eran infieles, es decir cristianos, y sus botas de combate pisaron el mismo suelo que albergaba los lugares santos de La Meca y Medina. Casi cuatrocientos mil de ellos procedían de Estados Unidos.

Para el fanático aquello era un insulto intolerable a Alá y Su profeta Mahoma. Así pues, declaró su propia guerra privada, primero contra la casa gobernante que había permitido semejante blasfemia. Pero lo que era todavía más importante, la rabia abrasadora que Devereaux había percibido en las montañas del Hindu Kush por fin había encontrado su objetivo. UBL declaró la guerra a Estados Unidos y empezó a hacer planes.

Si Paul Devereaux hubiera sido destinado a Contraterrorismo en el momento en que la guerra del Golfo estuvo terminada y ganada, el curso de la historia quizá se hubiera alterado. Pero en 1992, CT no constituía una prioridad; el poder pasó a manos de William Clinton y tanto la CIA como el FBI entraron en la peor década de sus existencias gemelas. En el caso de la CIA, con la devastadora noticia de que Aldrich Ames había estado traicionando a su país durante más de ocho años. Más tarde se sabría que Robert Hanssen, del FBI, todavía lo estaba haciendo.

En la que debería haber sido la hora de la victoria después de cuatro décadas de larga contienda con la URSS, ambas agencias padecieron crisis de liderazgo, moral y competencia.

Los nuevos señores adoraban a un nuevo dios, la corrección política. Los prolongados escándalos del Irangate y la ayuda ilícita a los «contras» nicaragüenses hicieron que los nuevos señores padeciesen crisis nerviosas. Hombres que valían mucho se fueron en tropel, y burócratas y pequeños funcionarios fueron súbitamente elevados a la categoría de jefes de departamento, pasando por encima de hombres con décadas de experiencia en primera línea.

En las eclécticas cenas de partido, Paul Devereaux sonreía educadamente a los congresistas, y los senadores se acicalaban antes de anunciar que al menos el mundo árabe amaba a Estados Unidos. Se referían a los diez príncipes a los cuales acababan de visitar. El jesuita había pasado años moviéndose igual que una sombra entre la realidad musulmana, y una vocecita susurraba dentro de él: «No, nos odian a muerte».

El 26 de febrero de 1993, cuatro terroristas árabes introdujeron una furgoneta alquilada en el segundo nivel del aparcamiento subterráneo del World Trade Center. La furgoneta contenía entre quinientos cincuenta y setecientos cincuenta kilos de un explosivo de fabricación casera obtenido a base de fertilizante llamado nitrato de urea. Afortunadamente para Nueva York, distaba mucho de ser el explosivo más potente conocido.

A pesar de ello, produjo una gran explosión. Lo que nadie sabía con certeza, y no más de una docena de personas sospechaba siquiera, era que la deflagración constituía la primera salva disparada en el Fort Sumter[2] de una nueva guerra.

Por entonces, Paul Devereaux era subdirector de la división de Oriente Próximo, con base en Langley aunque viajaba constantemente. En parte a causa de lo que veía durante sus viajes, y en parte a lo que llegaba hasta él en el torrente de informes procedentes de las estaciones de la CIA desperdigadas por el mundo islámico, su atención se fue apartando de las cancillerías y palacios de ese mundo árabe del que debería haberse ocupado, para seguir otra dirección.

Casi como una tarea complementaria, Devereaux empezó a solicitar informes suplementarios de sus estaciones; no acerca de lo que estaba haciendo el primer ministro, sino acerca del estado de ánimo imperante en la calle, en los zocos, en las medinas, en las mezquitas y en las madrasas, las escuelas islámicas donde se prepara la siguiente generación de jóvenes musulmanes. Cuanto más observaba y escuchaba, más alarmado se sentía Devereaux.

«Nos odian a muerte —le decía su voz—, y lo único que les hace falta es un coordinador con talento.» Devereaux se dedicó a investigar en sus ratos libres y volvió a encontrar el rastro del fanático saudí UBL. Supo que había sido expulsado de su país por su impertinencia al denunciar al monarca por haber permitido que los infieles pisaran las la arenas sagradas.

Se enteró de que estaba operando desde Sudán, otro Estado islámico donde el fundamentalismo fanático ocupaba el poder. Jartum ofreció entregar al saudí a Estados Unidos, pero nadie se mostró interesado. Luego desapareció para volver a las colinas de Afganistán, donde la guerra civil había terminado en favor de la facción más fanática, la de los ultrarreligiosos talibanes.

Devereaux tomó nota de que el saudí había llegado mostrando una inmensa generosidad, obsequiando a los talibanes con millones de dólares en regalos personales y convirtiéndose rápidamente en una figura muy importante dentro del país. Lo acompañaban casi cincuenta guardaespaldas, y encontró a varios centenares de muyaidines extranjeros (no afganos) que seguían viviendo allí. Enseguida corrió la voz por los bazares de las poblaciones fronterizas paquistaníes de Quetta y Peshawar de que el hombre que acababa de regresar impulsaba dos frenéticos programas, destinados a construir elaborados complejos de cavernas en una docena de lugares, y a establecer campos de adiestramiento. Los campamentos no eran para los militares afganos, sino para voluntarios terroristas. La noticia llegó hasta Paul Devereaux. El odio islamista hacia su país había encontrado a su coordinador.

Entretanto se produjo la matanza de rangers estadounidenses a manos de los somalíes, provocada por un pésimo trabajo de inteligencia. No solo se subestimó la oposición del señor de la guerra Aidid, sino que también había otros combatiendo allí, y mucho más capaces que los somalíes; eran saudíes. En 1996 una potente bomba destruyó las torres de al-Kobar, en Dhahran, Arabia Saudí, matando a diecinueve soldados estadounidenses e hiriendo a muchos otros.

Paul Devereaux fue a ver al director George Tenet.

—Déjeme ir a Contraterrorismo —le suplicó.

—CT está haciendo un buen trabajo y no necesita a nadie más —dijo el director.

—Seis muertos en Manhattan, diecinueve en Dhahran. Es al-Qaeda. Detrás de ello están UBL y su gente, aun cuando no llegaran a poner las bombas personalmente.

—Eso ya lo sabemos, Paul. Trabajamos en el asunto, al igual que el FBI. Nadie quiere que las cosas se queden como están.

—George, el FBI no sabe absolutamente nada acerca de al-Qaeda. No conocen a los árabes, ni su psicología. Los del FBI son muy buenos con los gángsteres, pero todo lo que hay al este del canal de Suez les es tan desconocido como el lado oscuro de la luna. Yo podría aportar una nueva visión.

—Paul, te quiero en Oriente Próximo. Me eres más útil allí. El rey de Jordania se está muriendo y no sabemos quién será su sucesor. ¿Su hijo Abdullah o su hermano Hassan? El dictador de Siria está a punto de perder el poder. ¿Quién se hará con el control de la situación? Saddam les está haciendo la vida cada vez más intolerable a los inspectores de armamento. ¿Y si los expulsa del país? Por no mencionar que el conflicto entre palestinos e israelíes está afectando de manera cada vez más directa a la región. Te necesito en Oriente Próximo.

Fue en 1998 cuando Devereaux consiguió la transferencia que había estado buscando. El 7 de agosto sendas bombas de gran poder explotaron delante de las embajadas estadounidenses en Nairobi y Dar es Salaam.

Doscientas trece personas murieron en Nairobi; cuatro mil setecientas veintidós resultaron heridas. De los muertos, doce eran estadounidenses. La explosión en Tanzania no fue tan terrible; hubo once muertos y setenta y dos heridos. Entre los primeros no había ningún estadounidense, pero dos quedaron inválidos, al-Qaeda fue identificada rápidamente como la responsable de ambos atentados. Paul Devereaux encomendó sus responsabilidades en Oriente Próximo a un joven y prometedor arabista al que había tomado bajo su protección y fue trasladado a Contraterrorismo.

Ostentaba el rango de subdirector, pero no desplazó al ya existente. No fue un acuerdo demasiado elegante. Devereaux se mantuvo cerca de Análisis actuando como una especie de asesor, pero no tardó en convencerse de que la regla clintoniana de emplear como informadores únicamente a fuentes de carácter irreprochable era una locura.

Era la misma clase de locura que había llevado al fracaso de la respuesta en África. Los misiles crucero destruyeron una fábrica de aspirinas situada en los alrededores de Jartum, capital de Sudán, porque se pensaba que, el ya hacía mucho tiempo ausente UBL, fabricaba armas químicas allí.

Setenta misiles Tomahawk más fueron lanzados sobre Afganistán para matar a UBL. Convirtieron en pequeñas rocas un montón de enormes peñascos a razón de varios millones de dólares por cada explosión, pero UBL se hallaba en el otro extremo del país. A partir de aquel fracaso y de la encendida defensa del mismo Devereaux, se creó Peregrino.

Alrededor de Langley todo el mundo estaba mas o menos de acuerdo en que Devereaux habría tenido que jugar unas cuantas cartas para conseguir que aceptaran sus términos. El Proyecto Peregrino era tan secreto que solo el director Tenet sabía qué pretendía hacer Devereaux. Fuera de la CIA, el jesuita tuvo que confiar en otra persona, el jefe del Departamento Antiterrorista de la Casa Blanca, Richard Clarke, que había iniciado su carrera bajo George Bush padre y la había continuado bajo Clinton.

En Langley aborrecían a Clarke por lo directo y corrosivo de sus críticas, pero Devereaux lo quería y necesitaba por varias razones. El hombre de la Casa Blanca estaría de acuerdo con la clase de acción implacable y despiadada que Devereaux tenía en mente; podía mantener la boca cerrada cuando quería hacerlo, y además estaba en condiciones de proporcionarle las herramientas que necesitaba en el momento en que fueran precisas.

En primer lugar, Devereaux fue autorizado a tirar al cubo de la basura toda mención de que no se permitiría acabar con la vida del objetivo o utilizar para dicho fin «recursos» que podrían ser absolutamente repugnantes, en caso de que fuese necesario llegar a ese extremo. Esos permisos no procedían del Despacho Oval. Desde aquel momento Paul Devereaux pasó a llevar a cabo su propio número de funambulismo, y en ningún momento habló nadie de redes de seguridad.

Se hizo con un despacho propio y escogió a su propio equipo. Fue en busca de los mejores hombres que podía conseguir, mientras el director apagaba los gritos de protesta. Devereaux, que nunca había sido un constructor de imperios, quería disponer de una unidad pequeña cuyos miembros estuvieran muy unidos, y cada uno de los cuales fuera un especialista. Consiguió tres despachos contiguos en el sexto piso del edificio principal con vistas a los arces y las mimbreras que crecían en dirección al Potomac, totalmente ocultos a las miradas salvo en invierno, cuando los árboles perdían sus hojas.

Necesitaba como mano derecha a un hombre eficiente y en el que pudiera confiar; alguien leal y merecedor de toda su confianza que hiciera lo que se le pidiese sin tratar de pensar o decidir por su cuenta. Escogió a Kevin McBride.

Salvo que ambos eran profesionales del mundillo de los servicios de inteligencia, que habían ingresado en la Compañía a los veinticinco años y llevaban cerca de 30 años sirviendo en ella, Devereaux y McBride no podían ser más distintos.

El jesuita era delgado, no se permitía ninguna clase de capricho y hacía ejercicio cada día en el gimnasio que tenía en casa. McBride había ido engordando con el paso de los años, no renunciaba a sus seis latas de cerveza los fines de semana y había perdido la mayor parte del pelo en lo alto de la cabeza.

Según los informes, su matrimonio con Molly era tan estable como una roca, tenía dos hijos que acababan de dejar el hogar paterno y una modesta casa en una urbanización residencial más allá del Beltway. Carecía de fortuna personal y vivía frugalmente de su sueldo.

Había hecho gran parte de su carrera en embajadas extranjeras, pero nunca había llegado a ascender a jefe de estación. No era ninguna amenaza, sino un Número Dos de primera clase. Si tenía que hacerse algo, se hacía. Podía confiarse en ello. Nada de cháchara seudointelectual. Los valores de McBride eran tradicionales, americanos y prosaicos.

El 12 de octubre de 2000, cuando el Proyecto Peregrino llevaba doce meses de existencia, al-Qaeda volvió a atacar. Esta vez los perpetradores fueron dos yemeníes que se suicidaron para alcanzar su objetivo. Era la primera vez desde 1983, cuando se empleó contra soldados estadounidenses en Beirut, que surgía el concepto de «bombardero suicida». En el World Trade Center, Mogadiscio, Dhahran, Nairobi y Dar es Salaam, UBL no había exigido el sacrificio supremo. En Adén, lo hizo. Estaba subiendo las apuestas.

El Cole, un destructor de la clase Burke, se hallaba atracado junto al viejo puerto británico de carbón y antigua guarnición en el extremo de la península árabe. Yemen era el lugar de nacimiento del padre de UBL, por lo que éste debía de encontrar particularmente ofensiva la presencia estadounidense allí.

Dos terroristas que iban a bordo de una lancha hinchable llena de TNT pasaron rápidamente entre la flotilla de embarcaciones de avituallamiento, se incrustaron entre el casco y el atracadero y se hicieron volar por los aires. Debido a la compresión existente entre el casco y el hormigón, se abrió un enorme agujero. Diecisiete marineros del Cole murieron y treinta y nueve resultaron heridos.

Devereaux había estudiado el terror, su génesis y la manera en que era infligido. Sabía que, ya sea impuesto por el Estado o por una fuente no gubernamental, el terror siempre se divide en cinco niveles.

Por encima están los que traman las acciones, los planificadores, los autorizadores, los inspiradores. Luego vienen los que hacen que sea posible actuar, los suministradores, sin los cuales ningún plan puede llegar a dar resultado. Son los que se encargan de reclutar, adiestrar, conseguir fondos y aprovisionar. En tercer lugar vienen los que hacen las cosas; aquellos que se encuentran privados del pensamiento moral normal, que meten las cápsulas de Zyklon-B dentro de las cámaras de gas, colocan la bomba, aprietan el gatillo. En cuarto lugar están los colaboradores activos; aquellos que guían a los asesinos, denuncian al vecino, revelan el escondite, traicionan al antiguo amigo de la escuela. Debajo del todo están las grandes masas; bovinas, estúpidas, que saludan al tirano y ensalzan a los asesinos.

Dentro del terror contra Occidente en general, y contra Estados Unidos en particular, al-Qaeda desempeñaba las dos primeras funciones. Ni UBL ni su Número Dos ideológico, el egipcio Aiman Kawahiri, ni su jefe de operaciones Mohamed Atef, ni su emisario internacional Abu Zubaidah necesitarían jamás llegar a poner una bomba o conducir un camión.

Las escuelas islámicas, las madrasas, proporcionarían un torrente de fanáticos adolescentes, ya impregnados de un profundo odio a toda esa parte del mundo que no fuese fundamentalista, junto con una versión manipulada de unos cuantos extractos distorsionados del Corán. A ellos podían añadirse unos cuantos conversos maduros más, hábilmente manejados para que pensaran que el asesinato en masa les garantizaría el paraíso coránico.

Entonces al-Qaeda sencillamente diseñaría, reclutaría, adiestraría, equiparía, dirigiría, financiaría y observaría.

Mientras se dirigía hacia la limusina después de su terrible enfrentamiento con Colin Fleming, Devereaux volvió a examinar la moralidad de lo que estaba haciendo. Sí, aquel serbio repugnante había matado a un joven estadounidense. En algún lugar de ahí fuera había un hombre que había matado a cincuenta personas, y más que vendrían en el futuro.

Se acordó del padre dominico Xavier, quien lo había puesto a prueba presentándole un problema moral.

—Un hombre viene hacia ti con la intención de matarte. Tiene un cuchillo. Su alcance total es de algo más de un metro. Tú tienes el derecho de actuar en defensa propia. Careces de escudo, pero tienes una lanza. Su longitud es de tres metros. ¿Le das un lanzazo, o esperas?

El padre Xavier enfrentaba a un pupilo con otro, a cada uno de los cuales le había asignado la labor de defender mediante argumentos el punto de vista opuesto. Devereaux nunca titubeaba.

El mayor bien contra el menor de los males. ¿Había buscado el enfrentamiento el hombre que tenía la lanza? No. Entonces estaba autorizado a utilizarla. No contraatacando, ya que eso venía si se conseguía sobrevivir al ataque inicial, sino llevando a cabo un ataque preventivo. En el caso de UBL, Devereaux no sentía absolutamente ningún escrúpulo de conciencia. Devereaux mataría para proteger a su país, y sin que le importara en lo más mínimo lo horribles que fuesen los aliados a los que tuviera que recurrir. Fleming estaba equivocado. Necesitaba a Zilic.

Para Paul Devereaux siempre había habido un enigma en lo que concernía a su propio país y el lugar que éste ocupaba en los afectos del mundo, y por fin creía haberlo resuelto.

Alrededor de 1945, año de nacimiento de Devereaux, y durante toda la década siguiente a través de la guerra de Corea y del inicio de la guerra fría, Estados Unidos no había sido simplemente la nación más rica y con mayor poderío militar del planeta, sino también la más amada, admirada y respetada.

Después de cincuenta años, las dos primeras cualidades perduraban. Estados Unidos era más rico y más fuerte que nunca, la única superpotencia que quedaba y aparentemente la dueña y señora de todo cuanto veían sus ojos.

Pero en amplias zonas del mundo —el África negra, el islam, la Europa de izquierdas—, era aborrecido con una inmensa pasión. ¿Qué era lo que había ido mal? La cuestión suponía un auténtico dilema que planteaba un continuo desafío a la Colina del Capitolio y a los medios de comunicación.

Devereaux sabía que su país distaba mucho de ser perfecto; cometía errores, a menudo demasiados. Pero, en el fondo de su corazón, Estados Unidos tenía tan buenas intenciones como cualquier otro país y era mejor que la mayoría de ellos. En su calidad de viajero por el mundo, Devereaux había tenido ocasión de ver desde muy cerca a una gran parte de esa «mayoría». Una porción muy considerable de ella era tremendamente peligrosa.

La mayoría de los estadounidenses no podían llegar a comprender la metamorfosis que se había producido entre los años 1951 y 2001, así que fingían que no había ocurrido y aceptaban la máscara cortés que les ofrecía el Tercer Mundo tomándola por sus verdaderos sentimientos.

¿No había intentado el Tío Sam predicar la democracia contra la tiranía? ¿No había entregado al menos un billón de dólares en ayuda? ¿No se había pasado cinco décadas pagando los cien mil millones de dólares al año que costaba la factura de la defensa de Europa occidental? ¿Qué justificaba las manifestaciones de odio, las embajadas saqueadas, las banderas quemadas, las feroces pancartas?

Fue un viejo maestro de espías británico quien se lo explicó a Devereaux en un club londinense, a finales de los sesenta, mientras la situación en Vietnam iba poniéndose cada vez más fea y estallaban los disturbios.

—Mi querido muchacho, si fuerais débiles nadie os odiaría. Si fuerais pobres, tampoco. No os odian a pesar del billón de dólares, sino debido al billón de dólares.

El viejo espía señaló con un ademán Grosvenor Square, donde políticos de izquierdas y estudiantes barbudos se congregaban para arrojar piedras contra la embajada estadounidense.

—El odio que despierta vuestro país no se debe a que ataque a los nuestros —continuó—, sino a que mantiene a salvo a los suyos. No busquéis nunca la popularidad. Podéis tener la supremacía o ser amados, pero nunca ambas cosas a la vez. El sentimiento hacia vosotros está constituido por un diez por ciento de genuina discrepancia y un noventa por ciento de envidia.

»Nunca olvides dos cosas. Ningún hombre puede estar perdonando siempre a su protector. De todas las clases de aborrecimiento que puede llegar a experimentar un hombre, ninguna supera al que siente hacia su benefactor.

El viejo espía ya llevaba mucho tiempo muerto, pero Devereaux había visto la verdad de su cinismo en medio centenar de capitales. Le gustase o no, su país era el más poderoso del mundo. En su día Roma había disfrutado de este dudoso honor. Habían respondido al odio con la fuerza cruel de las armas.

Hacía un siglo, el Imperio Británico había sido el gallo. Había respondido al odio con un desprecio lánguido. Ahora les tocaba el turno a los americanos y se torturaban las conciencias preguntándose qué habían hecho mal. El jesuita y agente secreto hacía tiempo que tenía las ideas claras al respecto. Haría lo que creía que debía ser hecho y un día, en presencia de su Creador, pediría perdón. Mientras tanto, los que odiaban a los americanos podían irse preparando.

Cuando llegó a la oficina Kevin McBride le estaba esperando con cara de malas noticias.

—Han localizado a nuestro amigo —dijo—. Está furioso y aterrorizado. Piensa que le están acechando.

Devereaux pensó en Fleming del FBI antes que en el demandante.

—¡Maldito hombre! —dijo—. ¡Maldición y al infierno con él! Nunca pensé que lo lograría y menos aún tan rápido.