20
El reactor

Cuando vio la casa, Cal Dexter reconoció una de esas ironías que hay en la vida. En vez del soldado convertido en abogado que llegaba a tener la mejor casa del condado de Westchester, había sido el flaco adolescente de Bedford-Stuyvesant quien había triunfado. En trece años, era evidente que las cosas le habían ido muy bien a Washington Lee.

Cuando Lee le abrió la puerta aquella mañana de domingo de finales del mes de julio, Dexter reparó en que se había hecho arreglar los dientes de conejo, la nariz en forma de pico de ave de presa había sido levemente retocada, y llevaba el cabello pulcramente cortado, en lugar del antiguo peinado afro. Washington Lee era ahora un hombre de negocios de treinta y dos años de edad con una esposa y dos niños pequeños, una preciosa casa y una modesta pero próspera consultoría informática.

Dexter había perdido todo cuanto había tenido en el pasado, y Washington Lee nunca había esperado tener tanto como había conseguido. Tras seguirle el rastro hasta dar con él, Dexter había telefoneado para anunciarle su visita.

—Entre, abogado —dijo el ex pirata informático.

Bebieron sendos refrescos en el jardín trasero. Dexter le ofreció un folleto a Lee. Su portada mostraba un reactor para ejecutivos de dos motores ladeándose sobre un mar azul.

—Es del dominio público, naturalmente —le dijo—. Necesito encontrar uno de ese modelo. Un aparato en particular. Quiero saber quién lo compró, cuándo, quién es su propietario en la actualidad y, por encima de todo, dónde reside.

—¿Y piensa que ellos no quieren que usted lo sepa?

—Si el propietario está sin ocultar su identidad, entonces me he equivocado y tendré que seguir buscando. Pero si estoy en lo cierto, habrá buscado refugio en algún lugar lo más discreto posible y estará viviendo bajo un nombre falso, protegido por guardias armados y varias capas de protección informatizada.

—Y esas son las capas que usted quiere que le ayude a retirar.

—Así es.

—Las cosas se han puesto bastante más difíciles en los últimos trece años —dijo Lee—, y yo soy uno de los que han contribuido a ello, desde el punto de vista técnico. Los legisladores han hecho lo mismo desde el punto de vista legal. Lo que usted me está pidiendo es que lleve a cabo una entrada por la fuerza. O tres. Eso es totalmente ilegal.

—Lo sé.

Washington Lee miró alrededor. Dos niñitas chillaban mientras chapoteaban dentro de una piscina de plástico en el extremo opuesto del jardín. Su esposa, Cora, estaba en la cocina preparando el almuerzo.

—Hace trece años lo que veía ante mí era una temporada muy larga entre rejas —dijo Lee—. Habría salido de allí para regresar al gueto. En vez de eso, me dio una oportunidad. Cuatro años con un banco y luego nueve años por mi cuenta, inventando los mejores sistemas de seguridad que hay en Estados Unidos, aunque quizá no esté bien que sea yo quien lo diga. Ahora ha llegado el momento de saldar mis deudas. De acuerdo, abogado. ¿Qué es lo que quiere?

Lo primero que hicieron fue concentrarse en el avión. El nombre de Hawker se remontaba dentro de la aviación británica a la Primera Guerra Mundial. El aparato que Stephen Edmond había pilotado en el año 1940 era un Hawker Hurricane, y el último caza que había llegado a utilizarse en los frentes de combate había sido el ultraversátil Harrier. En los años setenta, las compañías más pequeñas sencillamente ya no estaban en condiciones de permitirse los costes de investigación y desarrollo necesarios para seguir diseñando nuevos modelos. Solo los gigantes estadounidenses de la aeronáutica podían hacerlo, e incluso ellos después de fusionarse. La Hawker se dedicó cada vez más a la aviación civil.

Llegados los años noventa, prácticamente todas las empresas aeronáuticas del Reino Unido se encontraban bajo un mismo techo, el de la BAE, o British Aerospace. Cuando la junta directiva decidió reducir las dimensiones de la empresa, la división Hawker fue adquirida por la Raytheon Corporation de Wichita, Kansas. Los nuevos propietarios mantuvieron un pequeño departamento de ventas en Londres y el centro de mantenimiento en Chester.

Lo que obtuvo Raytheon a cambio de sus dólares fue el reactor bimotor de corto alcance HS 125, el muy popular Hawker 800, y el modelo Hawker 1000 con un radio de acción de casi cinco mil kilómetros.

Pero las investigaciones llevadas a cabo por Dexter mostraban que el modelo 1000 había dejado de producirse en 1996, por lo que si Zoran Zilic era dueño de uno, este tenía que ser de segunda mano. Además, solo se habían fabricado cincuenta y dos aviones de aquel modelo, treinta de los cuales pertenecían a una flota chárter con sede en Estados Unidos.

Dexter buscaba uno de los veintidós restantes que habían cambiado de manos durante los últimos dos años, tres como máximo. Había un puñado de agencias especializadas en aviones caros de segunda mano, pero las posibilidades de que el aparato hubiera sido objeto de una revisión de mantenimiento completa durante el cambio de propietario eran de diez contra una, y eso probablemente significaba regresar a la división Hawker de Raytheon. Lo cual hacía bastante probable que fueran ellos los que hubiesen hecho la venta.

—¿Alguna cosa más? —preguntó Lee.

—La matrícula P4-ZEM. No se corresponde con ninguno de los principales registros de aviación civil internacionales. El número hace referencia a la diminuta isla de Aruba.

—Nunca he oído hablar de ella —dijo Lee.

—Formaba parte de las antiguas Antillas Holandesas, junto con Curaçao y Bonaire. Esas dos siguieron siendo holandesas. Aruba obtuvo un estatuto especial de autogobierno en 1986. Todas ofrecen cuentas bancarias secretas, registros para empresas y ese tipo de cosas. Son una auténtica pesadilla para la lucha contra el fraude, pero representan un ingreso fácil para una isla que por lo demás carece de recursos. Aruba tiene una diminuta refinería de petróleo. Aparte de eso, todos sus ingresos proceden del turismo, a lo cual hay que añadir cuentas bancarias secretas, sellos postales muy vistosos y matrículas o registros a los que luego no hay manera de seguirles el rastro. Yo diría que mi objetivo cambió su vieja matrícula por una nueva.

—¿De manera que Raytheon no tendría ninguna constancia de la matrícula P4-ZEM?

—Podemos estar casi seguros de que no. Dejando aparte eso, no divulgan los detalles de los clientes. Ni soñarlo.

—Ya lo veremos —murmuró Washington Lee.

El genio de la informática había aprendido mucho en trece años, en parte porque había inventado gran número de cosas. La mayoría de los auténticos fanáticos de los ordenadores que hay en Estados Unidos se encuentran en Silicon Valley, y para que alguien de la costa Este se ganase su respeto, tenía que ser realmente bueno.

Lo primero que Lee se había dicho a sí mismo un millar de veces era: «Nunca permitas que vuelvan a pillarte». Mientras pensaba en la primera tarea ilegal que iba a intentar hacer en trece años, resolvió que nadie iba a seguir su rastro por autopistas de la información hasta llegar a una casa en Westchester.

—¿A cuánto asciende su presupuesto? —preguntó.

—Digamos que es adecuado. ¿Por qué?

—Quiero alquilar una caravana Winnebago. Necesito un circuito doméstico completo, con sistema energético incluido, pero también necesito transmitir, desconectar y esfumarme. Dos, necesito el mejor ordenador personal que se pueda conseguir, que arrojaré a un río muy caudaloso cuando todo esto haya terminado.

—No hay problema. ¿De qué modo piensas atacar?

—Desde todos los frentes. El registro del gobierno de Aruba, para empezar. Tienen que escupir cómo se llamaba ese Hawker cuando Raytheon lo vio por última vez. Segundo, la Corporación Zeta en el registro de empresas de Bermudas. Director general, destino de las comunicaciones, transferencias monetarias, todo. En tercer lugar, esos planes de vuelo que presentó para que los registrasen. Tiene que haber ido a ese emirato… ¿cómo dijo que se llamaba…?

—Ras al-Jaimah.

—Vale, Ras al-Lo-Que-Sea. Tiene que haber llegado allí procedente de alguna parte.

—El Cairo. Llegó allí procedente de El Cairo.

—De modo que su plan de vuelo estará guardado en los archivos informatizados del control de tráfico aéreo de El Cairo: Tendré que hacerles una visita. La buena noticia es que dudo que vayan a tener demasiados muros protectores.

—¿Necesitas ir a El Cairo? —preguntó Dexter.

Washington Lee miró a Dexter como si éste se hubiera vuelto loco.

—¿Ir a El Cairo? ¿Por qué razón iba a hacerlo?

—Has dicho que tendrías que hacerles una visita.

—Me refería a hacerles una visita en el ciberespacio. Puedo visitar la base de datos de El Cairo desde un camping de Vermont. Oiga, abogado, ¿por qué no se va a casa y espera? Este no es su mundo.

Washington Lee alquiló su caravana y compró su ordenador personal, más los programas que necesitaba para lo que tenía pensado hacer. Todo aquello lo pagó en efectivo, excepto la caravana, que necesitaba un permiso de conducir especial. Pero alquilar una caravana no significaba necesariamente que un pirata informático hubiese puesto manos a la obra. También compró un generador de gasolina para que le proporcionara la energía necesaria cada vez que quisiera conectarse y transmitir.

Lo primero y más fácil de llevar a cabo fue acceder al banco de datos del registro de Aruba, que operaba desde una oficina con base en Miami. En vez de utilizar un fin de semana, pues cualquier visita no autorizada aparecería registrada el lunes por la mañana, Lee entró en el archivo un día laboral de mucho ajetreo cuando la base de datos estaba respondiendo a un montón de preguntas, lo que significaba que la suya se perdería entre otras muchas.

La matrícula del Hawker 1000 P4-ZEM había sido en otro tiempo VP-BGG, lo cual significaba que el aparato había sido registrado en algún lugar de la zona de registro británica.

Lee estaba utilizando un sistema diseñado para ocultar su identidad y paradero llamado IBB, las iniciales de «Intimidad Bastante Buena», un sistema tan seguro que de hecho era ilegal. Había establecido dos claves, una pública y la otra privada. Tenía que enviar desde la clave pública, porque esta solo podía codificar; las respuestas las recibiría únicamente en su clave privada, porque esta solo podía descifrar. La ventaja desde el punto de vista de Lee era que el sistema de cifrado, desarrollado por algún patriota aficionado a las matemáticas teóricas, resultaba tan impenetrable que sería muy improbable que alguien pudiera descubrir su identidad o dónde se encontraba. Si se mantenía en movimiento y reducía al máximo el tiempo que permanecía conectado, debería poder hacerlo sin correr riesgo alguno.

Su segunda línea de defensa era mucho más elemental: se comunicaría mediante el correo electrónico y únicamente a través de cibercafés en las ciudades por las que fuera pasando.

El control de tráfico aéreo de El Cairo reveló que cada vez que el Hawker 1000 P4-ZEM aterrizaba en Egipto para repostar, procedía de las Azores.

El mero hecho de que el itinerario fuese del oeste hacia el este, pasando por las Azores hasta llegar a El Cairo, y que de allí siguiera camino hacia Ras al-jaimah, indicaba que el P4-ZEM partía de algún lugar del Caribe o Sudamérica. No era una prueba irrebatible, pero tenía sentido.

Desde un lugar en Carolina del Norte, Washington Lee persuadió a la base de datos del tráfico aéreo portugués de las Azores de que admitiera que el P4-ZEM llegaba desde el oeste, pero tomaba tierra en un campo privado propiedad de la Corporación Zeta. Aquello convertía en un callejón sin salida la línea de investigación a través de los planes de vuelo presentados y archivados.

La isla de Bermuda también garantiza el secreto bancario y la confidencialidad empresarial a aquellos clientes que estén dispuestos a pagar lo máximo en dólares a cambio de lo máximo en seguridad, y se enorgullece de ofrecer un servicio realmente muy exclusivo.

La base de datos de Hamilton, sin embargo, no consiguió resistir el sistema de desciframiento que Washington Lee introdujo en ella, y admitió que la Corporación Zeta realmente se hallaba registrada en las islas. Pero solo pudo dar como directores a tres nombres locales, todos ellos de una respetabilidad absoluta. No mencionaba a Zoran Zilic, ni ningún nombre que sonara a serbio.

Nuevamente en Nueva York, Cal Dexter, basándose en lo que Washington Lee le había dicho acerca de que el Hawker operaba desde algún lugar del Caribe, había contactado con un piloto de vuelos chárter al que había defendido cuando un pasajero se había mareado muchísimo durante el vuelo e intentó ponerle una demanda argumentando que el piloto debería haber escogido un tiempo algo mejor.

—Pruebe con los RIV —le dijo el piloto—. Son los Registros de Información de Vuelo. Saben quién opera desde cada una de sus áreas.

El RIV del área sur del Caribe se encontraba en Caracas, Venezuela, y confirmó que el Hawker 1000 P4-ZEM tenía su base justo allí. Por un instante Dexter pensó que quizá había estado perdiendo el tiempo con todas sus otras líneas de investigación. Parecía tan sencillo: pregunta al RIV local y ellos te lo dirán.

—Cuidado —le advirtió el piloto de vuelos chárter—, eso no significa que el avión esté allí, sino que se encuentra registrado como si lo estuviera.

—No le sigo.

—Es muy sencillo —repuso el piloto—. Un yate puede llevar la leyenda WILMINGTON, DELAWARE en su popa porque está registrado allí. Pero puede pasarse toda la vida haciendo cruceros por el Caribe. El hangar donde guardan ese Hawker tal vez se encuentre a kilómetros de Caracas.

Washington Lee propuso el último recurso y dio instrucciones a Dexter. Tras dos días conduciendo, Lee llegó a la ciudad de Wichita, Kansas. Telefoneó a Dexter en cuanto estuvo listo.

El subencargado de ventas recibió la llamada de Nueva York en su despacho del quinto piso del edificio de la sede de la empresa.

—Llamo en nombre de la Corporación Zeta, de Bermuda —dijo la voz—. ¿Se acuerda de que nos vendieron un Hawker 1000 matrícula VP-BGG, ya sabe, el que era de propiedad británica, hace unos cuantos meses? Soy el nuevo piloto.

—Desde luego que me acuerdo, señor. ¿Y con quién estoy hablando?

—Verá, ocurre que el señor Zilic no está nada contento con el diseño de la cabina y le gustaría introducir algunos cambios. ¿Ustedes pueden ofrecer ese servicio?

—Por supuesto que remodelamos cabinas, señor… ejem…

—Y al mismo tiempo podrían echar un vistazo a los motores y hacerles una puesta a punto.

El subencargado de ventas se irguió en su asiento. Recordaba muy bien aquella operación. Todo había sido revisado y puesto a punto para que el aparato pudiese ser utilizado durante un par de años sin que hubiese ninguna clase de problemas importantes. A menos que el nuevo propietario hubiese permanecido casi constantemente en el aire, los motores no deberían necesitar otra puesta a punto hasta un año más tarde como mínimo.

—¿Puedo saber exactamente con quién estoy hablando? No creo que esos motores necesiten una nueva puesta a punto —dijo. La voz del otro extremo de la línea empezó a balbucear.

—¿De veras? Oh, Dios. Pues entonces no sabe cuánto lo siento. Debo de haberme equivocado de avión.

La comunicación se cortó. A esas alturas, el subencargado de ventas ya se hallaba consumido por las sospechas. Que él recordara, nunca había mencionado la venta de la matrícula del Hawker de origen británico perteneciente a la firma Avtech de Biggin Hill, Kent. Decidió pedir a los de seguridad que localizaran el origen de aquella llamada y trataran de establecer quién la había hecho.

Llegaría demasiado tarde, naturalmente, porque el móvil por el que había sido efectuada estaba siendo lanzado a las profundidades del East River. Pero mientras tanto, se acordó del piloto de entregas de la Corporación Zeta que había ido a Wichita para entregar el Hawker a su nuevo propietario.

Era un yugoslavo muy agradable, un antiguo coronel de la Fuerza Aérea de su país, con los papeles en perfecto orden que incluían todos los registros completos de la escuela de vuelo de Estados Unidos donde había ido a reciclarse para aprender a pilotar el Hawker. Consultó sus registros de ventas: el piloto fue el capitán Svetomir Stepanovic, y además había una dirección de correo electrónico.

El subencargado de ventas envió un breve correo electrónico al capitán del Hawker para alertarlo de la extraña e inquietante llamada telefónica. Al final de los recintos ajardinados que rodeaban el edificio de la sede central, estacionado detrás de unos árboles, Washington Lee escaneaba las emanaciones electromagnéticas de su monitor dando gracias al cielo de que el ejecutivo de ventas no estuviese usando el sistema Tempest como escudo para proteger su ordenador de ese tipo de escaneos y al EEM interceptando el mensaje. Le daba igual el texto; lo que le interesaba era la dirección del receptor del mensaje.

Dos días más tarde en Nueva York, habiendo devuelto la caravana a la empresa de alquiler, con el disco duro y el software sumergidos en alguna parte del río Missouri, Washington Lee sacó un mapa y lo marcó con la punta de un lápiz.

—Está aquí —dijo. República de San Martin, alrededor de cincuenta millas al este de la ciudad de San Martin. Y el capitán del avión es un yugoslavo. Creo que tiene a su hombre, abogado. Y ahora, si me perdona, tengo un hogar, una esposa, dos niños y un negocio a los que atender.

El Vengador buscó los mapas de más alta definición que pudo encontrar e incluso los amplió. Justo al final del istmo en forma de lagartija que une Norteamérica y Sudamérica, la amplia masa del sur empieza con Colombia al oeste y con Venezuela en el centro.

El este de Venezuela están las cuatro Guayanas. La primera es la antigua Guayana británica, llamada ahora simplemente Guayana. A continuación viene la Guayana holandesa, ahora Surinam. Más al este está la Guayana francesa, el sitio de la Isla del Diablo y la historia de Papillón y ahora lugar del Kourou, el complejo espacial europeo. Entre Surinam y el territorio francés, Dexter encontró el triángulo de jungla que fue en su día la Guayana española, llamada, después de la independencia, San Martin.

Otras investigaciones revelaron que se la conocía como la última de las auténticas repúblicas bananeras, gobernada por un dictador militar brutal, aislada, pobre, escuálida y plagada de malaria. Un lugar en el que el dinero podía comprar un buen sistema de protección.

A comienzos de Agosto el Piper Cheyenne II, con una autonomía de vuelo de 1200 millas, voló a lo largo de la costa, a una altura de 1250 pies, una altura suficiente para no levantar demasiadas sospechas, como si fuese un ejecutivo que viajaba desde Surinam a la Guayana francesa, pero lo suficientemente bajo como para poder tomar unas buenas fotografías.

Alquilado en el aeropuerto de Georgetown, en Guayana, el Piper 1200 lo llevaría justo hasta la frontera francesa y luego de vuelta otra vez. El cliente, Alfred Barnes, con un pasaporte de ciudadano americano, se había convertido ahora en un promotor de recursos de vacaciones, en busca de lugares apropiados. El piloto guayanés pensó para sus adentros que él no pagaría por ir de vacaciones a San Martin pero ¿quién era él para perder un arrendamiento perfecto por el avión, por el cual se pagaba en dólares al contado?

El piloto mantenía el avión pegado a la costa, tal y como se le había ordenado, para que el pasajero, sentado en el asiento del copiloto pudiera sacar sus prismáticos fuera de la ventanilla si la ocasión lo requería.

Después de Surinam y su frontera, tras la desembocadura del río Commini, no había ninguna playa de arena durante millas. La costa estaba llena de manglares en aguas marrones infestadas de serpientes de la jungla al mar. Pasaron por encima de la capital, la ciudad de San Martin, dormida bajo el ardiente calor húmedo.

La única playa estaba al este de la ciudad, en La Bahía, pero estaba reservada a los ricos y poderosos de San Martin, básicamente el dictador y sus amigos. Al final de la república, a diez millas de los bancos del río Maroni y el comienzo de la Guayana francesa, estaba El Punto.

Una península triangular, como una aleta de tiburón adentrándose en el mar; separada del lado del continente, y de costa a costa, por una cordillera de montañas, o sierra, Pero estaba habitada.

El piloto no había llegado nunca tan lejos de modo que la península era para él un simple triángulo de costa en sus mapas de navegación. Podía ver que había una especie de finca protegida ahí abajo. Su pasajero comenzó a tomar fotos.

Dexter estaba usando una Nikon F5 de 35 mm. con un motor que le daría cinco fotogramas por segundo y terminaría su carrete en siete segundos, pero no podía permitirse el estar volando en círculos para poder cambiar la película.

Había regulado el obturador de la cámara a una velocidad alta ya que, cualquier cosa por debajo de los 500 por segundo haría que la foto quedase movida. Usar una película de 400 ASA y una apertura de diafragma de f8 era lo mejor que podía hacer.

En la primera pasada consiguió sacar la mansión de la punta de la península, con su muro protector y una enorme puerta, además de los campos cuidados por granjeros, filas de graneros y el cercado que separaba los campos de un puñado de cabañas cuadradas blancas, que parecía ser el poblado de los trabajadores.

Varias personas miraron hacia arriba y vio que dos hombres uniformados comenzaban a correr. En aquel momento ya había sobrepasado la propiedad y se dirigían a territorio francés. En la segunda pasada hizo que el piloto volara desde tierra adentro de forma que pudiese ver la propiedad desde la derecha, desde la perspectiva del continente. Miraba la propiedad que se extendía desde los picos de la sierra, hasta el mar, con la mansión al final, pero un guarda que estaba debajo del Piper anotó el número de la matrícula.

Gastó su segundo rollo en tomar fotos de la pista de aterrizaje privada que se encontraba al pie de las montañas tomando las residencias, los talleres y el hangar principal. Un tractor arrastraba un bireactor de ejecutivo hacia el hangar y fuera de vista. La cola casi había desaparecido de la vista. Dexter pudo echar una rápida ojeada a la aleta antes de que la envolvieran las sombras. La matrícula era P4-ZEM.