Cuando se trataba de lo que estaba bien y lo que estaba mal, del pecado y de, lo que era justo, el subdirector del FBI Colin Fleming era un auténtico fundamentalista. El concepto de que nunca había que rendirse estaba presente en sus genes, llegados hacía cien años a través del Atlántico desde las calles adoquinadas de Portadown. Doscientos años antes de eso, sus antepasados habían llevado su código presbiteriano hasta el Ulster desde las costas occidentales de Escocia.
Cuando se trataba del mal, tolerar equivalía a amoldarse; amoldarse significaba contemporizar, y esto último era admitir la derrota, algo que él nunca podría hacer.
Cuando leyó la síntesis del informe del Rastreador y la confesión del serbio, y a continuación los detalles de la muerte de Ricky Colenso, Fleming resolvió que el responsable debería, si fuera posible, hacer frente a un tribunal en el mayor país del mundo, Estados Unidos.
De todas las personas de las distintas agencias que habían leído el informe que se había hecho circular entre ellas con la petición adjunta del secretario Powell y el fiscal general Ashcroft, Fleming se había tomado de una manera casi personal el hecho de que su departamento no dispusiera de ninguna información actualizada sobre Zoran Zilic y no estuviese en situación de ayudar.
En un último intento de lograr algo, Fleming había hecho circular una foto del rostro del gángster serbio entre los treinta y ocho delegados en el extranjero.
Se trataba de una foto mucho mejor que las que aparecían en los archivos de prensa, aunque no fuese tan reciente como la que la mujer de la limpieza serbia del bloque 23 de Belgrado le había dado a Dexter. Había sido tomada en Belgrado hacía cinco años con una cámara provista de teleobjetivo, siguiendo órdenes del jefe de estación de la CIA, cuando el escurridizo Zilic era una de las figuras más poderosas de la corte de Milosevic.
El fotógrafo había sorprendido a Zilic saliendo de su coche, en el acto de incorporarse, con la cabeza erguida y la mirada dirigida hacia aquella lente que no podía ver, situada a casi medio kilómetro de distancia. Era delegado del FBI en la embajada de Belgrado, había obtenido una copia de la foto de su colega de la CIA, por lo que ambas agencias se hallaban en posesión de la misma imagen.
En términos generales, la CIA opera fuera de Estados Unidos y el FBI dentro. Pero a pesar de ello, y en el marco de la incesante lucha contra el espionaje, el terrorismo y el crimen, el FBI no tiene más remedio que colaborar intensa y extensamente con los países extranjeros, sobre todo con los países aliados, a los que destina sus propios «agregados legales».
Podría parecer que el cargo de agregado legal es una especie de nombramiento diplomático que responde ante el Departamento de Estado, pero no es así. El «delegado» es el representante del FBI en la embajada local de Estados Unidos. Cada uno de ellos había recibido la foto de Zilic de manos del subdirector Fleming e instrucciones de enseñarla esperando un golpe de suerte. Este llegó bajo la improbable forma del inspector Bin Zayid.
Si se le hubiera preguntado al respecto, el inspector Mousa Bin Zayid habría respondido que él también era un buen hombre. Servía a su emir, el jeque Majtum de Dubai, con absoluta lealtad, no aceptaba sobornos, honraba a su Dios y pagaba sus impuestos. Si además de todo ello se ganaba un poco de dinero extra clandestinamente pasando información a su amigo de la embajada estadounidense, aquello no era más que un simple acto de cooperación con el aliado de su país y no debía confundirse con ninguna otra cosa.
Fue así como el inspector se encontró un caluroso día de julio, disfrutando del aire acondicionado de la embajada, esperando a que bajara su amigo para irse a comer. Sus ojos se posaron en el tablón de noticias.
Se levantó y se precipitó hacia él. Estaban las habituales noticias de los próximos eventos, funciones, llegadas, salidas e invitaciones para hacerse socio de varios clubs. Entre todo ello había una fotografía con la pregunta «¿Ha visto Ud. a este hombre?» impresa.
—Bien, ¿lo ha visto Ud.? —preguntó una voz alegre detrás de él, y una mano le palmeó la espalda. Era Bill Brunton, su contacto, su anfitrión para almorzar y su agregado legal.
—Oh, si —dijo el inspector—. Hace dos semanas.
El buen humor de Brunton se esfumó. El restaurante de pescado en Jumeirah podía esperar un rato.
—Subamos a mi despacho inmediatamente —sugirió.
—¿Recuerda dónde y cuándo? —preguntó a bocajarro de vuelta en su despacho.
—Claro. Hace dos semanas. Yo estaba visitando a unos parientes en Ras al-Khaimah y me encontraba en la carretera Faisal; ¿la conoce? Al sudeste, la carretera que sale de la ciudad, entre Old Town y el Golfo.
Brunton asintió con la cabeza.
—Bien, pues un camión intentaba maniobrar hacia atrás un un sitio estrecho. Tuve que parar. A mi izquierda había un café con una terraza. Había tres hombres sentados a una mesa. Uno de ellos era éste.
Señaló hacia la fotografía que se encontraba ahora boca arriba encima de la mesa de despacho.
—¿No existe ninguna duda al respecto?
—Ninguna. Este era el hombre.
—¿Estaba con otros dos?
—Sí.
—¿Los reconoció?
—Uno por el nombre. El otro de vista. El nombre del primero es Bout.
Bill Brunton respiró profundamente. Vladimir Bout era conocido por casi todo el mundo de cualquier servicio de Inteligencia de Oriente u Occidente. Era sobradamente sabido que era un antiguo mayor de la KGB que se había convertido en uno de los mayores traficantes de armas en el mercado negro. Un comerciante de la muerte, de primera categoría.
El hecho de que ni siquiera hubiese nacido en Rusia, sino que era medio tajik, de Dushanbe, confirma su habilidad para moverse en los bajos fondos. Los rusos son el pueblo más racista del mundo y en la URSS se referían a los habitantes de las repúblicas no-rusas como «chornys», en el significado de «negros»; y no era un cumplido. Tan solo los rusos blancos y los ucranianos podían escapar al término e izarse hasta la categoría étnica de un auténtico ruso. Para un mestizo tajik, el graduarse en el prestigioso Instituto Militar de Lenguas Extranjeras de Moscú, fachada de la academia de entrenamiento de la KGB y haberlo logrado con un rango de comandante era completamente inusual.
Fue asignado al regimiento de Transporte Aéreo y Naval de las Fuerzas Aéreas Soviéticas, también fachada para el envío de armas a las guerrillas anti-occidentales y a los regímenes del Tercer Mundo que se oponían a Occidente.
En este puesto pudo utilizar sus excelentes conocimientos del portugués, en la guerra civil de Angola. También le proporcionó importantísimos contactos en las fuerzas aéreas.
Con el colapso de la URSS en 1991, reinó el caos durante varios años y se abandonaron los arsenales militares. Los comandantes vendieron sus equipos a cualquier precio. Bout sencillamente compró los dieciséis Ilyushin 76 de su propia compañía por un precio ridículo y se dedicó a los vuelos charter y al negocio del transporte de mercancías.
En 1992 volvió a su tierra natal; la guerra civil afgana había comenzado, justo en la frontera de su nativa Tajikistán y uno de los principales contendientes era su amigo tajik, el General Dostum. La única mercancía que le interesaba a Dostum eran armas. Bout se las proporcionó.
En 1993 se dejó ver en Ostende, Bélgica, trampolín hacia África vía el Congo, la ex colonia belga sacudida permanente por la guerra. Su fuente de suministros procedente del gran fondo de armas de la antigua Unión Soviética basada en inventarios ficticios, era ilimitada. Entre sus nuevos clientes figuraba el Interahamwe, los carniceros genocidas de Ruanda y Burundi.
Sus actividades provocaron que incluso los belgas se pusieran un poco nerviosos y Bout fue expulsado de Ostende. A continuación apareció en 1995 en Sudáfrica vendiendo armas tanto a las guerrillas angoleñas de la UNITA como a sus enemigos del gubernamental MPLA. Pero con Nelson Mandela ocupando la presidencia sudafricana, las cosas también se le pusieron bastante mal y tuvo que salir corriendo de allí.
En 1998 apareció en los Emiratos Árabes Unidos y se instaló en Sharyah. Los británicos y los estadounidenses presentaron el expediente de Bout al emir, y tres semanas antes de que Bill Brunton se sentara en su despacho con el inspector Bin Zayid, Bout había vuelto a ser expulsado.
Lo que hizo, sencillamente, fue desplazarse quince kilómetros costa arriba y establecerse en Ajman, donde ocupaba una suite en el edificio de la Cámara del Comercio e Industria. Con solo cuarenta mil habitantes, Ajman carece de petróleo y apenas si tiene industria, por lo que no podía mostrarse tan escrupuloso como Saryah.
Para Bill Brunton la identificación era importante. No sabía por qué su superior, Colin Fleming, estaba interesado en el serbio desaparecido, pero aquel informe sin duda iba a mejorar considerablemente su reputación profesional dentro del edificio Hoover.
—¿Y el tercer hombre? —preguntó—. Dijiste que lo conocías de vista. ¿Tienes alguna idea de dónde lo has visto?
—Por supuesto. Aquí. ¿Es alguno de tus colegas?
Si Bill Brunton creía que ya había tenido bastantes sorpresas aquel día, estaba muy equivocado. Sintió un nudo en el estómago. Con mucho cuidado, sacó un expediente del cajón inferior de su escritorio. Era un listado del personal de la embajada. El inspector Bin Zayid no vaciló a la hora de señalar la foto del agregado cultural.
—Este —dijo—. Era el tercer hombre que estaba sentado a la mesa. ¿Lo conoces?
Brunton lo conocía, desde luego. A pesar de que los intercambios culturales eran escasos y bastante espaciados en el tiempo, el agregado cultural era un hombre muy ocupado. Aquello se debía a que en realidad se trataba del jefe de estación de la CIA.
Las noticias procedentes de Dubai enfurecieron a Colin Fleming. No se trataba tanto de que la agencia secreta con sede en Langley estuviera manteniendo conversaciones con un hombre como Vladimir Bout, ya que se trataba de algo que quizá fuese necesario en el proceso de recogida de información. Lo que lo puso furioso fue el hecho de que estaba claro que alguien que ocupaba un puesto muy elevado en la CIA le había mentido al mismísimo secretario de Estado, Colin Powell, y a su propio superior, el fiscal general. Se habían infringido un montón de reglas, y Fleming estaba bastante seguro de saber quién lo había hecho. Llamó a Langley y pidió una reunión inmediata por un asunto de cierta urgencia.
Los dos hombres ya se habían encontrado antes. Habían tenido un choque bastante serio en presencia de la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, y no se podían ver. A veces los extremos opuestos se atraen, pero no en este caso.
Paul Devereaux III era el último vástago de un largo linaje de esas familias que en Massachusetts representan lo más parecido a una aristocracia. Era un hijo dilecto de Boston de la cabeza a los pies.
Ya había dado muestras de su brillantez intelectual bastante antes de la edad escolar, y dejó una estela triunfal en la Boston College High School, una de las más destacadas instituciones educativas de los jesuitas en Estados Unidos, donde se graduó con las más altas calificaciones.
En el Boston College los profesores lo tuvieron enseguida por alguien que aspiraba a lo máximo y algún día ingresaría en la Compañía de Jesús, eso si no alcanzaba cargos de la mayor responsabilidad en el mundo académico.
Paul Devereaux estudió humanidades, especializándose en filosofía y teología. Lo leyó todo, desde Ignacio de Loyola, naturalmente, hasta Teilhard de Chardin. Pasó en vela noches enteras debatiendo con su profesor de teología sobre el concepto de la doctrina del mal menor y la meta más alta, según la cual el fin justifica los medios y aun así no condenar el alma, con tal de que nunca sean quebrantados los parámetros de aquello que no es permisible.
En 1966 Paul Devereaux tenía diecinueve años. La guerra fría estaba en su apogeo y el comunismo todavía parecía capaz de atraer hacia su bando al Tercer Mundo y dejar a Occidente convertido en una isla asediada. Fue entonces cuando el papa Pablo VI apeló a los jesuitas y les pidió que pasaran a ser la punta de lanza en la lucha contra el ateísmo.
Para Paul Devereaux ateísmo no siempre significaba comunismo, pero este era sinónimo de aquel. Él serviría a su país, pero no lo haría en la Iglesia o el mundo académico, sino en un lugar que le había sido mencionado discretamente en el club de campo, cuando un colega de su padre le presentó a un hombre que fumaba en pipa.
Una semana después de haberse graduado en el Boston College, Paul Devereaux ingresó en la CIA. Para él, aquella fue la mañana luminosa y llena de confianza en uno mismo de la que hablaba el poeta. Los grandes escándalos todavía estaban por venir.
Con sus orígenes privilegiados y sus contactos, Paul Devereaux fue ascendiendo en la jerarquía mientras iba deteniendo los dardos de la envidia con una combinación de encanto natural e inteligencia. También demostró que poseía una de las virtudes más preciadas por la Agencia en aquellos años: era leal. Por esa razón a un hombre pueden perdonársele muchísimas cosas, a veces incluso demasiadas.
Pasó bastante tiempo en las tres divisiones principales: Operaciones (Ops), Inteligencia (Análisis), y Contrainteligencia (Seguridad Interna). Entonces su carrera se vio bruscamente frenada con el nombramiento de John Deutsch como director.
Los dos hombres simplemente no simpatizaron el uno con el otro. Esas cosas ocurren. Deutsch, sin ningún pasado en el servicio de inteligencia, fue el último en una larga y bastante desastrosa sucesión de nombramientos políticos. Creía que Devereaux, quien hablaba con fluidez siete idiomas, lo despreciaba en silencio, y tal vez estuviese en lo cierto.
Devereaux consideraba al nuevo director como un memo políticamente correcto, nombrado por aquel presidente natural de Arkansas al que menospreciaba —a pesar de que él también era demócrata—, incluso antes de Paula Jones y de Mónica Lewinsky.
No era un matrimonio que hubiese sido urdido en los cielos, y poco faltó para que se convirtiera en un divorcio cuando Devereaux salió en defensa de un jefe de división de Sudamérica acusado de emplear contactos de honestidad bastante dudosa.
Todos en la Agencia se habían tragado de buena gana la Orden Ejecutiva Presidencial 12333, excepto unos cuantos dinosaurios que se remontaban a la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de la OE puesta en vigor por el presidente Ford, prohibiendo cualquier nueva «eliminación».
Devereaux tenía considerables reservas, pero no llevaba el tiempo suficiente en la CIA para que se le pidiera consejo. Le parecía que en el mundo profundamente imperfecto de la inteligencia se presentarían ocasiones en las que un enemigo o traidor tuvieran que ser eliminados como medida de precaución. Dicho de otra manera, podía darse el caso de que para preservar diez vidas que corrían un peligro cierto quizá fuese necesario eliminar a alguien.
En cuanto al criterio que había de emplearse en casos como ese, Devereaux consideraba que si el director no era un hombre dotado de la suficiente integridad moral para que se le pudiera confiar semejante decisión, no debería ocupar su cargo.
Pero bajo Clinton, en opinión del ya veterano agente a esas alturas, la corrección política había llegado a extremos de auténtica locura con aquella instrucción, según la cual las fuentes de dudosa reputación no debían ser utilizadas como informadores. Devereaux se sentía como si le estuvieran pidiendo que limitase sus fuentes a los monjes y los niños del coro.
Por eso cuando en Sudamérica un hombre vio amenazada su carrera por emplear a ex terroristas para recoger información sobre terroristas en activo, Devereaux escribió un informe tan sarcástico que circuló entre el sonriente personal de la División de Operaciones de la misma manera en que lo hacían los ilegales samizdat dentro de la antigua Unión Soviética.
Una vez que las cosas hubieron llegado a ese punto, Deutsch quiso exigir la marcha de Devereaux, pero su subdirector, George Tenet, le aconsejó cautela, y finalmente fue Deutsch quien se marchó, sustituido por el mismo Tenet.
Algo sucedió en África durante el verano de 1998 que hizo que el nuevo director tuviera necesidad del mordaz pero efectivo intelectual, a pesar de lo que éste opinaba acerca del jefe de ambos. Dos embajadas de Estados Unidos saltaron por los aires.
Ni para la más humilde de las mujeres de la limpieza constituía un secreto que desde el fin de la guerra fría en 1991, la nueva versión de ésta se había estado librando contra el creciente terrorismo, y la unidad dentro de la División de Operaciones a la que le «tocó cargar» con ello fue el Centro de Contraterrorismo. Paul Devereaux no trabajaba en dicha unidad. Debido a que una de las lenguas que hablaba era el árabe y su carrera había incluido tres misiones en países árabes, por aquel entonces era el Número Dos de Oriente Próximo.
La destrucción de las embajadas lo sacó de allí y lo puso al frente de una pequeña fuerza especial dedicada a una sola labor que respondía únicamente ante el director en persona. La tarea se llamó Operación Peregrino, en alusión a ese halcón que flota silenciosamente en las alturas por encima de su presa, sobre la que desciende, con rapidez y precisión, sólo cuando está seguro de obtener un resultado letal.
En ese nuevo departamento, Devereaux disponía de acceso ilimitado a cualquier información procedente de cualquier fuente, así como de un pequeño pero experto equipo. Como su Número Dos escogió a Kevin McBride, quien intelectualmente no podía compararse con él pero que era experimentado, trabajador y leal. Fue McBride quien contestó a la llamada. Cubrió la bocina del auricular con la mano y dijo a Devereaux:
—Es el subdirector Fleming desde el FBI. No parece estar muy contento. ¿Me voy?
Devereaux le indicó con una seña que se quedara.
—Colin… Paul Devereaux. ¿Qué puedo hacer por ti?
Su frente fue llenándose de arrugas mientras escuchaba.
—Sí, claro, sería una buena idea que nos reuniéramos.
Escogieron un piso franco, algo que siempre resulta conveniente para tener una pelea a gritos. Cada día se llevaba a cabo un barrido en busca de sistemas de escucha, cada palabra era registrada con el conocimiento de los participantes en la reunión, y bastaba con llamar para que alguien se presentase con un aperitivo.
Fleming le entregó el informe que había remitido Bill Brunton. Devereaux lo leyó con el rostro impasible.
—¿Y? —quiso saber en cuanto hubo terminado.
—Haz el favor de no decirme que el inspector de Dubai se equivocó de hombre —repuso Fleming—. Zilic era el mayor traficante de armas de Yugoslavia. Lo dejó y desapareció. Ahora lo ven hablando con el mayor traficante de armas en el Golfo y África. Totalmente lógico.
—Nunca se me pasaría por la cabeza intentar encontrar un defecto en ese razonamiento tan lógico —apuntó Devereaux.
—Y hablando con el hombre de tu departamento que cubre el Golfo —añadió Fleming.
—Con el hombre de la Agencia que cubre el Golfo —puntualizó Devereaux afablemente—. ¿Por qué yo?
—Porque tú llevabas prácticamente la totalidad de Oriente Próximo, aunque se suponía que debías ser el segundo violín de la orquesta. Porque en aquel entonces el personal de la CIA en el Golfo te habría informado a ti. Porque aunque ahora estás metido en alguna clase de proyecto especial, esa situación no ha cambiado. Porque dudo mucho que la de hace dos semanas fuera la primera visita que hacía Zilic a ese rincón perdido del mundo. Lo que me imagino es que tú sabías, con toda exactitud, dónde estaba Zilic cuando llegó la petición, o que al menos sabías que estaría en el Golfo y disponible para ser capturado en una fecha determinada. Y no dijiste nada.
—¿Y? Las sospechas distan mucho de ser una prueba, incluso en nuestra profesión.
—Esto es más serio de lo que al parecer piensas, amigo mío. Lo mires como lo mires, tú y tus agentes os estáis relacionando con unos conocidos criminales de la peor calaña, lo que va en contra de las reglas. Sí, va absolutamente en contra de todas las reglas.
—Bien, de modo que se han infringido unas cuantas reglas estúpidas. Nuestra profesión no está hecha para quienes tienen el estómago muy delicado. Hasta el FBI debe mostrar una cierta comprensión cuando se hace un mal pequeño para obtener el bien mayor.
—No te pongas condescendiente conmigo —dijo ásperamente Colin Fleming.
—Intentaré no hacerlo —respondió el bostoniano. Muy bien, estás enfadadísimo. ¿Qué es lo que vas a hacer?
Ya no tenía ninguna necesidad de ser educado.
—Me parece que no voy a poder pasar por alto esto —dijo Fleming—. El tal Zilic es un auténtico monstruo. Tienes que haber leído lo que le hizo a ese chico de Georgetown. Pero ahora estás relacionándote con él. A través de otro, pero relacionándote de todos modos. Sabes lo que puede llegar a hacer Zilic, lo que ya ha hecho. Todo figura en el expediente, y sé que tienes que haberlo leído. Hay testimonios de que, cuando era un gángster, Zilic colgó por los tobillos a un tendero que se negaba a pagar la protección y lo dejó suspendido encima de una estufa eléctrica hasta que le hirvieron los sesos. Zoran Zilic es un sádico. ¿Para qué demonios lo estás utilizando?
—Si realmente lo estoy utilizando, entonces el asunto está clasificado como alto secreto. Incluso para un subdirector del FBI.
—Entrega a ese cerdo. Dinos dónde podemos encontrarlo.
—Aunque lo supiera, lo que no estoy dispuesto a admitir, la respuesta es no.
Colin temblaba de ira y disgusto.
—¿Cómo puedes ser tan asquerosamente cínico? —gritó—. En 1945 el CIC hizo tratos en la Alemania ocupada con algunos nazis que se suponía debían ayudar en la lucha contra el comunismo. Nunca deberíamos haberlo hecho. No deberíamos haber tocado a esos cerdos ni con la punta de un palo. Estuvo mal entonces, y está mal ahora.
Devereaux suspiró. Aquello estaba empezando a volverse aburrido y ya hacía mucho tiempo que carecía de sentido.
—Ahórrame la lección de historia —replicó—. Repito lo que te he dicho hace unos instantes: ¿qué piensas hacer al respecto?
—Voy a ir a ver a tu director con lo que sé —contestó Fleming.
Paul Devereaux se puso de pie. Había llegado el momento de marcharse.
—Deja que te diga una cosa. En diciembre pasado yo hubiese sido una tostadita en tus manos. Hoy, soy asbesto. Los tiempos cambian.
Lo que quería decir con eso era que en diciembre de 2000 el presidente era Bill Clinton.
Después de que tuviese lugar un molesto embrollo con el recuento de votos de Florida, el presidente que juró el cargo en enero de 2001 fue un tal George W. Bush, cuyo partidario más entusiasta no era otro que el director de la CIA, George Tenet.
Y los peces gordos que había a su alrededor no iban a ver fracasar el Proyecto Peregrino solo porque alguien se hubiera saltado unas cuantas reglas clintonianas. De todos modos, ellos ya estaban haciendo lo mismo.
—Esto no se ha terminado aquí —dijo Fleming mientras Devereaux se alejaba—. Te aseguro que si yo tengo algo que ver con ello, daremos con Zilic y haremos que sea juzgado en Estados Unidos.
Devereaux se dedicó a pensar en la observación mientras su coche lo llevaba de regreso a Langley. No había sobrevivido durante treinta años en el pozo de serpientes que era la CIA sin desarrollar unas formidables antenas. Acababa de hacerse un enemigo, quizá bastante peligroso.
«Daremos con Zilic.» ¿Quién? ¿Cómo? ¿Y qué podía «tener que ver con ello» el moralista del edificio Hoover? Devereaux suspiró. Un motivo de preocupación más en un mundo lleno de ellos. Tendría que vigilar a Colin Fleming como un halcón… en cualquier caso, como un halcón peregrino. El chiste lo hizo sonreír, pero no durante mucho tiempo.