18
El golfo

Las plataformas petrolíferas tienen que ser abastecidas constantemente, bien mediante barcos cargueros, bien empleando helicópteros, sobre todo cuando se trata de transporte de personas.

Las compañías petrolíferas cuentan con sus propios helicópteros, pero aun así existe espacio de sobras para las empresas de vuelos chárter, e Internet revelaba la existencia de tres de dichas empresas, todas ellas ubicadas en Dubai. Cuando visitó la primera de las tres, el estadounidense Alfred Barnes se había convertido en un abogado. Dexter escogió la firma más pequeña, basándose en el razonamiento de que probablemente fuese la que prestara menos atención a las formalidades y se mostrase más interesada en los gruesos fajos de billetes de dólar. Acertó en ambas cosas.

La empresa tenía su sede en un cobertizo prefabricado de Port Rashid; su propietario y jefe de pilotos resultó ser un antiguo aviador de las fuerzas aéreas del ejército británico que se ganaba la vida allí. Esa clase de personas siempre procuran saltarse las formalidades.

—Alfred Barnes, abogado —se presentó Dexter, extendiendo la mano—. Tengo un problema, una agenda muy apretada y un presupuesto enorme.

El ex capitán británico enarcó cortésmente una ceja. Dexter empujó la foto sobre la superficie del escritorio señalado por las quemaduras de los cigarrillos.

—Mi cliente es, o mejor dicho era, un hombre muy rico.

—¿Perdió su fortuna? —preguntó el piloto.

—En cierta manera. Murió. Mi bufete es el principal ejecutor, y este hombre es el principal beneficiario. Solo que lo ignora y nosotros no conseguimos dar con él.

—No me dedico a buscar personas desaparecidas, sino que soy piloto. Y de todas maneras nunca lo he visto.

—No hay ninguna razón por la que debiese haberlo visto. Se trata del fondo de la foto. Mírela con atención. Un aeropuerto o un aeródromo, ¿verdad? Lo último que he sabido de ese hombre es que estaba trabajando en la aviación civil aquí en los Emiratos Árabes Unidos. Si usted lograra identificar ese aeropuerto, probablemente yo podría dar con el hombre.

El piloto estudió la foto.

—Aquí los aeropuertos tienen tres zonas: la militar, la de las líneas aéreas y la de los aviones privados —dijo después—. Esa ala pertenece a un reactor privado. Y en el Golfo hay docenas, puede que incluso centenares de ellos. La mayoría lucen el emblema de la compañía y son propiedad de árabes ricos. ¿Qué es lo que quiere hacer usted?

Lo que quería Dexter era comprar el acceso del piloto a las zonas de vuelo de todos aquellos aeropuertos. Eso tenía un precio, y requirió dos días. La tapadera era que tenía que ir a recoger a un cliente. Tras pasar una hora en el recinto de los reactores de ejecutivos, y dado que el cliente ficticio no se presentaba, el capitán informó a la torre de que rescindía el contrato de vuelo y dejaba la pista.

Los aeropuertos de Abu Dabi, Dubai y Sharyah eran enormes, y solo el sector destinado a los aparatos privados de cada uno de ellos era mucho más grande que el fondo visible en la foto.

Los emiratos de Ajman y Umm al-Qawayn carecían de aeropuerto, pero ambos estaban muy cerca del aeropuerto de Sharyah. Eso dejaba la ciudad de al-Ain, al-Fuyairah, en el extremo de la península que daba al golfo de Omán, y, en el norte, el emirato menos conocido de todos, Ras al-Jaimah.

Lo encontraron la mañana del segundo día. El Bell Jetranger cruzó el desierto para tomar tierra en lo que el británico llamó Al K. Allí estaban los edificios con la bandera ondeando detrás de ellos.

Dexter había contratado el avión para dos días, y había llevado consigo su maletín. Liquidó la cuenta pendiente con un puñado de billetes de cien dólares, bajó a la pista y vio despegar el Bell. Miró alrededor y se dio cuenta de que se hallaba casi en el mismo sitio donde debería de haberse encontrado Srechko Petrovic cuando consiguió la foto que había sellado su destino. Un empleado salió del edificio de la administración y le indicó que dejara vacía el área.

El edificio de llegadas y salidas internacionales tanto para las compañías aéreas como para los reactores privados de pasajeros era elegante, limpio y pequeño, sobre todo esto último. Estaba claro que el Aeropuerto Internacional al-Qassimi nunca había interesado a las aerolíneas más importantes del mundo.

Sobre la explanada de cemento que se extendía ante el edificio de la terminal había varios Antonov y Tupolev de fabricación rusa. También había un viejo biplano Yakovlev monomotor. Un avión de pasajeros lucía el emblema y el logotipo de las Líneas Aéreas de Tayikistán. Dexter subió un piso hasta la cafetería y se tomó un café.

En el mismo piso se hallaban las oficinas administrativas, incluido el extraordinariamente optimista Departamento de Relaciones Públicas. Su única habitante era una nerviosa joven envuelta de la cabeza a los pies en un chador negro que solo dejaba visibles sus manos y el pálido óvalo de su cara. Hablaba un inglés entrecortado y vacilante.

Alfred Barnes había pasado a ser un asesor inmobiliario de proyectos de turismo que trabajaba para una gran empresa de Estados Unidos y deseaba informarse acerca de las facilidades que Ras al-Jaimah podía ofrecer a los ejecutivos que estuvieran buscando un centro de conferencias exótico. En especial, necesitaba saber si podían ofrecer los servicios habituales en un aeropuerto para los reactores de ejecutivos en los que llegarían.

La joven se mostró cortés pero categórica. Todas las peticiones de información relacionadas con el turismo deberían ser dirigidas al Departamento de Turismo, en el Centro Comercial, junto a la parte vieja de la ciudad.

Un taxi llevó allí a Dexter. Era un pequeño edificio cúbico situado dentro de un área en proceso de expansión, a unos quinientos metros del Hilton y justo al lado del nuevo puerto de aguas profundas. Por lo que vio, no había mucha gente interesada en desarrollar el turismo.

El señor Hussein al-Jouri se habría definido, en el caso de que se lo hubieran preguntado, como un buen hombre. Eso no significaba que se sintiera satisfecho con su vida. Para justificar lo primero, Jouri habría dicho que solo tenía una esposa pero la trataba bien. Intentaba educar a sus cuatro hijos como se esperaba que lo hiciese un buen padre. Iba a la mezquita cada viernes y daba limosnas para las obras de caridad según su capacidad económica y de acuerdo con lo que mandaba el Corán.

Debería haber llegado muy lejos en la vida, Alá mediante. Pero al parecer Alá no le sonreía. Jouri se había quedado atascado en los rangos medios del Ministerio de Turismo, para ser exactos en un pequeño cubo de ladrillos que formaba parte de un proyecto inmobiliario junto al puerto, al cual nadie iba nunca. Entonces un día entró aquel americano sonriente.

El señor Jouri se mostró encantado. Por fin alguien que acudía a solicitar información, y la ocasión de practicar ese inglés al cual había dedicado tantos centenares de horas. Después de varios minutos de educada conversación —qué encantador por parte del americano haberse dado cuenta de que a los árabes no les gustaba pasar directamente a los negocios—, ambos acordaron que, dado que el sistema del aire acondicionado se había averiado y la temperatura exterior ya rozaba los 37 °C, siempre podían utilizar el taxi que había llevado al americano hasta allí para ir a la cafetería del Hilton.

Una vez que estuvieron sentados en el agradable frescor del bar del Hilton, el señor Jouri empezó a sentirse un poco intrigado al ver que su visitante no parecía tener ninguna prisa por pasar a hablar de negocios. Finalmente el árabe dijo:

—Bueno, ¿y de qué manera puedo ayudarlo?

—Verá, amigo mío —repuso el americano en un tono muy serio—, la filosofía que inspira mi vida es la de que nuestro poderoso y clemente Creador nos ha puesto en la tierra para que nos ayudemos los unos a los otros. Y me parece que soy yo el que está aquí para ayudarlo a usted.

El visitante llegado de Estados Unidos empezó a hurgar casi distraídamente en los bolsillos de su chaqueta. De ellos fueron saliendo su pasaporte, varias cartas de presentación y un fajo de billetes de cien dólares que dejó sin respiración al señor Jouri.

—Veamos si nos es posible ayudarnos el uno al otro.

Jouri contempló los dólares.

—Si hay algo que yo pueda hacer… —murmuró.

—Me parece que debería ser muy honrado con usted —dijo el americano—. Mi verdadero trabajo en la vida es cobrar deudas. Un trabajo no muy atractivo, pero necesario. Cuando compramos cosas, deberíamos pagar por ellas. ¿No es así?

—Sin duda.

—Hay un hombre que viene a su aeropuerto de vez en cuando. En su propio reactor. Se trata de este hombre.

Jouri miró la foto durante unos segundos y luego sacudió la cabeza. Su mirada volvió al fajo de dólares. ¿Cuatro mil? ¿Cinco? Para que Faisal pueda ir a la universidad…

—Pero desgraciadamente este hombre no pagó su avión —añadió el americano—. En cierto sentido, por consiguiente, lo robó. Pagó el depósito, y luego se fue volando en él y nadie volvió a verlo. Probablemente cambió el número de matrícula. Ahora bien, esos aparatos son caros. Cuestan veinte millones de dólares cada uno. Así pues, los verdaderos propietarios se mostrarían muy agradecidos, de una manera muy práctica, con quien pueda ayudarlos a dar con su avión.

—Pero si ese hombre se encuentra aquí ahora, denúncielo. Pida que se decomise el aparato. Tenemos leyes…

—Por desgracia, ha vuelto a irse. Pero cada vez que aterriza aquí, queda constancia de ello. Después ese registro pasa a los archivos del aeropuerto de Ras al-Jaimah. Ahora bien, un hombre dotado de su autoridad, señor Jouri, podría pedir ver esos archivos.

El funcionario se secó los labios con un pañuelo limpio.

—¿Cuándo estuvo aquí ese avión?

—En diciembre pasado.

Antes de salir del bloque 23, Dexter había sabido de labios de la señora Petrovic que su hijo había estado fuera de casa desde el 13 hasta el 20 de diciembre. Calculando que Srechko había regresado a su país inmediatamente después de obtener la foto, debería haber estado en Ras al-Jaimah alrededor del día 18 de diciembre. En cuanto a cómo había sabido el muchacho que debía ir allí, Dexter no tenía ni idea. Srechko debía de haber sido un buen reportero, o muy afortunado. Kovac debería haberlo contratado.

—Aquí vienen muchos reactores como ese —dijo el señor Jouri.

—Lo único que necesito son los números de registro y un listado en el que figure la descripción de esa clase de aparatos, específicamente de aquellos cuyos propietarios son europeos, y esperemos que figure en él, y que estuvieron aquí entre el 15 y el 19 de diciembre pasado. Ahora bien, yo diría que en esos cuatro días habría… ¿cuántos aviones? ¿Diez?

Rezó para que el árabe no le preguntara cómo era posible que no supiese el modelo del avión si representaba a los vendedores. Empezó a separar billetes de cien dólares del fajo.

—Como muestra de mi buena fe, y de mi completa confianza en usted, amigo mío. Y los otros cuatro mil más tarde.

El árabe todavía parecía dudar, visiblemente dividido entre el deseo de hacerse con una suma tan magnífica y el miedo a ser descubierto y despedido de su trabajo. El americano añadió unos cuantos argumentos más.

—Si usted estuviera haciendo algo que fuera a perjudicar a su país, ni soñaría con pedírselo. Pero este hombre es un ladrón. Quitarle aquello que ha robado solo puede ser una cosa buena. ¿O acaso el Libro no elogia al que obra con justicia contra aquel que ha obrado mal?

Jouri cubrió los mil dólares con una mano.

—Me alojaré aquí —dijo Dexter—. Bastará con que pregunte por el señor Barnes en cuanto tenga listo lo que le he pedido.

La llamada llegó dos días después. El señor Jouri se estaba tomando bastante en serio su nuevo papel de agente secreto, ya que llamó desde un teléfono público.

—Soy su amigo —dijo una voz entrecortada, a media mañana.

—Hola, amigo mío. ¿Desea verme? —preguntó Dexter.

—Sí. Tengo lo que me pidió.

—¿Aquí o en la oficina?

—En ninguno de los dos sitios. Son lugares demasiado públicos. En el hotel al-Hamra, a la hora del almuerzo.

El diálogo no habría podido resultar más sospechoso en el caso de que alguien hubiera estado escuchando, pero Dexter dudaba de que el servicio secreto de Ras al-Jaimah estuviera trabajando en el caso.

Dexter pidió que le llamaran un taxi. El hotel al-Hamra quedaba fuera de la ciudad, a quince kilómetros por la costa en dirección a Dubai. Se trataba de una vieja fortaleza árabe erizada de torres, convertida en complejo turístico de cinco estrellas.

Dexter llegó allí a mediodía, demasiado temprano para almorzar en el Golfo, ocupó un sillón en el vestíbulo abovedado, pidió una cerveza y se dedicó a contemplar el arco de la entrada. El señor Jouri apareció, acalorado y sudando a pesar de que solo había tenido que andar cien metros después de dejar su coche en el aparcamiento, justo cuando acababa de dar la una. De los cinco restaurantes escogieron el libanés, que ofrecía un bufet frío.

—¿Algún problema? —preguntó Dexter mientras cogían sus platos e iban a lo largo de la hilera de mesas que parecían a punto de desplomarse sobre sus caballetes.

—No —respondió el funcionario—. Expliqué que mi departamento estaba contactando con todos los visitantes conocidos para enviarles un folleto acerca de las nuevas instalaciones de lujo actualmente disponibles en Ras al-Jaimah.

—Qué idea tan brillante —dijo Dexter con una amplia sonrisa—. ¿Nadie lo encontró extraño?

—Al contrario. Los de Tráfico Aéreo sacaron los planes de vuelo correspondientes al mes de diciembre e insistieron en dármelos todos.

—¿Hizo hincapié en la importancia de los propietarios europeos?

—Sí, pero solo hay cuatro o cinco que no sean compañías petrolíferas sobradamente conocidas. Sentémonos.

Se sentaron a una mesa de un rincón y pidieron dos cervezas. Al igual que muchos árabes modernos, el señor Jouri no tenía absolutamente ningún problema con las bebidas alcohólicas.

Estaba muy claro que adoraba la comida libanesa. Había llenado su plato con un montón de mezzah, humus, mutabal, queso hallumi ligeramente pasado por la parrilla, sambusek, kibbe y hojas de parra rellenas. Le entregó una hoja de papel a Dexter y empezó a comer.

Dexter fue repasando minuciosamente los listados de los planes de vuelo archivados correspondientes al mes de diciembre, junto con la hora del aterrizaje y el tiempo que había durado la estancia antes de la partida del avión, hasta que llegó al 15 de diciembre. Con un rotulador rojo fue enmarcando entre paréntesis los que aparecían a partir de entonces y que cubrían el período que iba hasta el 19 de diciembre. Había un total de nueve aviones.

Dos Grumman 111 y un Grumman IV pertenecían a compañías petrolíferas de Estados Unidos. Un Dassault Mystère francés y un Falcon eran propiedad de Elf-Aquitaine. Eso dejaba la cifra en cuatro.

Había un reactor Lear de pequeña envergadura perteneciente a un príncipe saudí y un Cessna Citation algo más grande propiedad de un multimillonario de Bahrein que se dedicaba a los negocios. Los últimos dos aviones eran un Westwind fabricado en Israel que había llegado procedente de Bombay, y un Hawker 1000 procedente de El Cairo que después había regresado a su lugar de origen. Alguien había anotado algo en árabe junto al Westwind.

—¿Qué pone aquí? —preguntó Dexter.

—Ah, sí, ese aparato viene a menudo. Pertenece a un productor de cine de la India que vuela desde Bombay. Siempre hace un alto aquí cuando va de camino a Londres, Cannes o Berlín. Acude a todos los festivales cinematográficos. En la torre lo conocen de vista.

—¿Tiene la foto?

El señor Jouri le pasó la foto que había cogido prestada.

—En cuanto a ese —añadió—, les parece que siempre viene a bordo del Hawker.

El Hawker 1000, cuya matrícula era P4-ZEM, figuraba como propiedad de la Corporación Zeta, de las Bermudas.

Dexter dio las gracias a su informante y pagó el resto de los cuatro mil dólares que le había prometido. Aquello era un montón de dinero, pero Dexter pensaba que a cambio había obtenido la pista que necesitaba.

Durante el trayecto de regreso al aeropuerto de Dubai, estuvo reflexionando acerca de algo que le habían dicho en una ocasión. Hacía unos años alguien le había asegurado qué cuando un hombre cambia de identidad, no siempre puede resistirse a la tentación de retener un minúsculo detalle en recuerdo de los viejos tiempos.

Porque daba la casualidad de que ZEM eran las tres primeras letras de Zemun, el distrito de Belgrado donde había nacido y se había criado Zoran Zilic; y también daba la casualidad de que Zeta era la palabra que se empleaba para la letra Z en griego y en español.

Pero sin duda Zilic se habría ocultado a sí mismo y a las empresas que le servían de tapadera, por no mencionar su avión, si el Hawker realmente era suyo.

Los registros debían de estar guardados en algún lugar, pero el acceso a las bases de datos debía de ser imposible para el inocente buscador de información.

Dexter era tan capaz de servirse de un ordenador como cualquiera, pero no sabía cómo abrirse paso hasta el interior de una base de datos protegida. Sin embargo, conocía a alguien que sí podía hacerlo.