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La foto

Después del intento de desenmascararlo llevado a cabo por el FBI seis años antes, Dexter decidió que no había ninguna necesidad de mantener encuentros cara a cara. En vez de eso, ideó varias tapaderas para ocultar su paradero y su identidad.

Una de ellas fue un pequeño apartamento con un solo dormitorio en Nueva York, pero no en el Bronx, donde Dexter hubiera podido ser reconocido. Lo alquiló amueblado y pagaba el alquiler cada trimestre, con la puntualidad de un reloj, siempre en efectivo. El apartamento no atraía la atención oficial, y además Dexter no residía en él.

También utilizaba teléfonos móviles, pero sólo de los que emplean tarjetas. Dexter compraba una buena cantidad fuera del estado, utilizaba cada aparato en una o dos ocasiones y luego lo tiraba al East River. Ni siquiera la NSA, que dispone de la tecnología necesaria para localizar el origen exacto de una llamada telefónica, puede identificar al comprador de esos móviles ni guiar a la policía hacia la ubicación de la llamada si el usuario se mantiene en movimiento, reduce al máximo la duración de la llamada y se libra del aparato después de utilizarlo.

Otro truco consistía en recurrir a la cabina telefónica, al viejo estilo. Los números marcados desde una cabina pueden ser rastreados, claro está; pero hay tantos millones de ellas que a menos que se sospeche de una cabina determinada o de una serie de ellas resulta muy difícil captar la conversación, identificar al que telefonea como un hombre buscado, dar con la ubicación y conseguir que un coche de la policía llegue allí a tiempo.

Finalmente, también utilizaba el muy vilipendiado sistema postal de Estados Unidos. Las cartas eran enviadas a la dirección de una inocente tienda de comestibles, propiedad de unos coreanos, situada a dos manzanas del apartamento de Dexter en Nueva York. Aquello no supondría ninguna protección si el correo o la tienda eran puestos bajo vigilancia, pero tampoco había ninguna razón para hacerlo.

Dexter contactó con quien había puesto el anuncio llamándole al móvil cuyo número aparecía en él. Lo hizo desde un móvil de los que emplean tarjeta, y en medio del campo de New Jersey.

Stephen Edmond se identificó sin demora y describió en cinco frases lo que le había ocurrido a su nieto. El Vengador le dio las gracias y cortó la comunicación.

En Estados Unidos hay varias hemerotecas gigantescas, las más conocidas de las cuales son las del New York Times, el Washington Post y la Lexis Nexis. Dexter utilizó la tercera. Visitó su base de datos de Nueva York y pagó en efectivo.

Había suficiente información para confirmar la identidad de Stephen Edmond. También leyó dos artículos, ambos del Toronto Star, acerca de la desaparición, hacía años, del nieto de éste mientras trabajaba para una ONG en Bosnia. La persona que deseaba contratar sus servicios parecía libre de toda sospecha. Dexter volvió a llamar al canadiense y expuso los términos del acuerdo: considerables gastos operativos, adelanto de sus honorarios y una bonificación cuando Zilic fuese entregado a la justicia estadounidense.

—Eso es un montón de dinero para un hombre al que no conozco ni probablemente conozca nunca. Usted podría cogerlo y esfumarse —dijo el canadiense.

—Y usted, señor, podría acudir de nuevo al gobierno de Estados Unidos, algo que, presumo, ya habrá hecho.

—Está bien —dijo el canadiense tras una pausa—. ¿Adónde debería enviarlo?

Dexter le dio un número de cuenta en un banco de las islas Caimán y una dirección de correo en Nueva York.

—El dinero al número de cuenta, y todo el material obtenido por las investigaciones que ya se hayan efectuado a la dirección de correo —dijo, y cortó la comunicación.

El banco caribeño haría circular el dinero a través de una docena de cuentas distintas dentro de su sistema de ordenadores, pero también abriría una línea de crédito con un banco de Nueva York. Todo ello se haría en favor de un ciudadano holandés que se identificaría mediante un impecable pasaporte holandés.

Tres días después, un expediente metido dentro de un sobre muy resistente llegó a una tienda de comestibles regentada por unos coreanos, en Brooklyn. Fue recogido por la persona a la cual iba remitido, el señor Armitage. El expediente contenía fotocopias de la totalidad de los informes redactados por el Rastreador, el del año 1995 y el de esa misma primavera de 2001, así como la confesión de Milan Rajak. El canadiense no había accedido a ninguno de los expedientes sobre Zoran Zilic que figuraban en los archivos de las distintas agencias de inteligencia estadounidenses, por lo que los datos de que disponía sobre Zoran Zilic eran bastante escasos. Lo peor de todo era que no había ninguna foto.

Dexter volvió a los archivos de los medios de comunicación, que en la actualidad son la principal fuente de cualquiera que desee investigar la historia reciente. No existe prácticamente ningún acontecimiento o persona que se hayan convertido en noticia sobre los que algún periodista no haya escrito o algún fotógrafo no haya hecho una fotografía. Pero Zoran Zilic casi lo había conseguido.

A diferencia del siempre ávido de publicidad Zeljko Arkan Raznatovic, Zilic aborrecía que lo fotografiasen. Era evidente que llegaba hasta donde hiciera falta para evitar cualquier clase de publicidad. En eso se parecía bastante a terroristas palestinos como Sabri al-Banna, conocido con el nombre de Abu Nidal.

Dexter encontró en un ejemplar del Newsweek un amplio artículo que se remontaba a la guerra de Bosnia. En él se hacía referencia a los «señores de la guerra» serbios, pero Zoran Zilic solo era mencionado de pasada, probablemente por falta de material. Había una foto de un hombre en lo que parecía una fiesta, pero su rostro aparecía borroso. Otra foto mostraba a un adolescente. Provenía de los archivos policiales de Belgrado, y era evidente que se remontaba a los días de las pandillas callejeras de Zemun. Cualquiera de los dos hombres habría podido pasar por la calle junto a Dexter y no habría reconocido al serbio en él.

El inglés, el Rastreador, mencionaba una agencia de investigación privada de Belgrado, ciudad que se hallaba inmersa en la posguerra y la era post-Milosevic. La capital yugoslava, en la que había nacido y se había criado Zilic y de la cual se había desvanecido, parecía el sitio por el cual empezar. Dexter voló de Nueva York a Viena y desde allí a Belgrado, donde se alojó en el Hyatt. Desde su ventana del décimo piso, la maltrecha ciudad balcánica se extendía debajo de él. A un kilómetro de distancia aproximadamente se veía el hotel en cuyo vestíbulo habían asesinado a tiros a Raznatovic pese a toda su cohorte de guardaespaldas.

Un taxi lo llevó a la agencia de detectives Chandler, todavía dirigida por Dragan Stojic, el aspirante a Philip Marlowe. La tapadera de Dexter era un encargo del New Yorker pidiéndole una biografía de Raznatovic de diez mil palabras. Stojic asintió y gruñó.

—Todo el mundo lo conocía. Se casó con una cantante pop, una chica preciosa. Bueno, ¿y qué es lo que desea usted de mí?

—La verdad es que ya tengo casi todo lo que necesito para escribir ese reportaje —repuso Dexter, que utilizaba un pasaporte estadounidense a nombre de Alfred Barnes—. Pero luego me vino a la cabeza otra persona que creo también debería mencionar. Estoy pensando en Zoran Zilic, que actuó en los bajos fondos de Belgrado durante la época de Arkan.

Stojic soltó un profundo suspiro.

—Ese sí que era un auténtico mal bicho —dijo—. Nunca le gustó que se escribiera acerca de él, se lo fotografiara o se hablase de su persona siquiera. Si alguien lo ponía nervioso por alguno de esos motivos, recibía una… visita. No hay gran cosa en los archivos acerca de él.

—Ya me lo imagino. Bien, ¿cuál es la principal agencia de material periodístico que hay en Belgrado?

—Una pregunta muy fácil de responder, porque en realidad solo existe una. Se llama VIP; sus oficinas están en Vracar y el editor en jefe es Slavko Markovic.

Dexter se levantó.

—¿Eso es todo? —preguntó el Marlowe de los Balcanes—. No creo que valga una factura.

El estadounidense sacó un billete de cien dólares de su cartera y lo depositó sobre el escritorio.

—Toda información tiene un precio, señor Stojic. Incluso un nombre y una dirección.

Otro taxi lo llevó a la agencia de material periodístico VIP. El señor Markovic estaba comiendo, por lo que Dexter buscó una cafetería y se estuvo entreteniendo con un almuerzo ligero y una copa del tinto local hasta que aquel estuvo de regreso.

Markovic se mostró tan pesimista como el detective privado, pero entró en su base de datos interna para ver qué tenía.

—Un artículo —dijo—, y da la casualidad de que está en inglés. Se trataba de lo que habían publicado en Newsweek acerca de la guerra de Bosnia.

—¿Eso es todo? —quiso saber Dexter—. Ese hombre era poderoso, importante, una figura prominente. Seguramente tiene que haber algo más acerca de él.

—El problema reside en que precisamente era todas esas cosas —repuso Markovic—. Y además era un hombre muy violento. Cuando gobernaba Milosevic la cosa estaba muy clara. Por lo visto, Zilic hizo desaparecer todo lo que hacía referencia a su persona antes de esfumarse. Archivos policiales, registros de los tribunales, televisión estatal, medios de comunicación… absolutamente todo. Ni su familia, ni sus antiguos colegas quieren hablar de él. Les advirtieron de que debían mantenerse alejados de ese hombre. El señor Sin Cara, ese es Zilic.

—¿Recuerda usted cuándo se hizo el último intento de escribir algo acerca de él?

Markovic reflexionó durante unos instantes.

—Ahora que lo menciona, oí el rumor de que alguien lo había intentado. Pero al final la cosa terminó en nada. Después de la caída de Milosevic, y con Zilic en paradero desconocido, alguien intentó escribir un artículo sobre él. Me parece que el encargo fue cancelado.

—¿Quién era?

—Según mi informante, una revista de Belgrado llamada Ogledalo, que significa «El Espejo».

La publicación todavía existía y su editor aún era Vuk Kobac. Aunque era el día de cierre en la revista, Kovac accedió a conceder unos cuantos minutos de su tiempo al estadounidense. Perdió su entusiasmo inicial cuando escuchó lo que éste quería saber.

—Ese desgraciado… —masculló—. Ojalá nunca hubiera oído hablar de él.

—¿Qué ocurrió?

—El encargo se le hizo a un joven que trabajaba por su cuenta. Un chico muy simpático con ganas de hacer carrera en la profesión, ya sabe. Quería entrar en plantilla. Yo no tenía ninguna vacante, pero me suplicó que le diera una oportunidad. Así que le encargué un artículo. Se llamaba Petrovic, Srechko Petrovic. El pobre chico solo tenía veintidós años…

—¿Qué le sucedió?

—Lo atropelló un coche, eso fue lo que le sucedió. Srechko Petrovic aparcó su coche enfrente del bloque de apartamentos en el que vivía con su madre y se dispuso a cruzar la calle. Un Mercedes dobló la esquina y le pasó por encima.

—Un conductor que no miraba por donde iba.

—Tanto que consiguió pasarle por encima dos veces. Luego se fue.

—Desalentador.

—Y permanente. Incluso estando en el exilio, ese hombre puede ordenar «eliminar» a quien sea aquí, en Belgrado, y pagar por ello.

—¿Sabe cuál era la dirección de su madre?

—Espere un momento… Mandamos una corona de flores… Encontró la dirección y se despidió de su visitante.

—Una última pregunta —dijo Dexter—. ¿Cuándo fue todo eso?

—Hace seis meses, justo después de Año Nuevo. Le daré un pequeño consejo, señor Barnes. Limítese a escribir acerca de Arkan. Él está muerto y ya no representa ningún peligro. Pero deje en paz a Zilic. Ese hombre lo matará. Y ahora he de darme prisa, porque debemos cerrar el número para mandarlo a imprimir.

La dirección era Novi Beograd, bloque 23. Dexter reconoció Novi Beograd, o Nuevo Belgrado, por el mapa urbano que había comprado en la librería del hotel. Se trataba de un distrito lúgubre, no lejos de donde Dexter se alojaba, entre los ríos Sava y Dunav, ese Danubio que decididamente no tenía nada de azul. Durante los años del comunismo, habían hecho furor los enormes bloques de apartamentos para los trabajadores. Se los levantaba en solares vacíos de Novi Beograd, y semejaban grandes colmenas de cemento cada una de cuyas celdillas era un piso diminuto al que se accedía por un largo pasillo descubierto azotado por los elementos.

Algunos de ellos habían sobrevivido mejor que otros, dependiendo del nivel de prosperidad de sus habitantes. El bloque 23 era un horror infestado de cucarachas. La señora Petrovic vivía en el noveno piso y el ascensor estaba fuera de servicio. Dexter podía subir aquellos nueve pisos corriendo, pero se preguntó cómo se las arreglaría la gente de mayor edad, especialmente si se tenía en cuenta que en aquel país todos parecían fumar un cigarrillo detrás de otro.

Subir a ver a la señora Petrovic sin un acompañante no tenía sentido. No había ninguna probabilidad de que la mujer hablase inglés, y Dexter no conocía el serbocroata. Pero una de las guapas, jóvenes y despiertas recepcionistas del Hyatt aceptó su oferta de sacarlo del apuro. Estaba ahorrando para casarse y doscientos dólares por una hora de trabajo al final de su turno le parecieron muy aceptables.

Llegaron allí a las siete, y lo hicieron justo a tiempo. La señora Petrovic limpiaba oficinas y cada tarde se iba de casa a las ocho para pasar la noche trabajando en un edificio que había al otro lado del río.

La señora Petrovic era una de esas personas que han sido derrotadas por la vida, como lo reflejaba su rostro, agotado y surcado de arrugas. Sin duda debía de tener menos años que los setenta que aparentaba, pero su esposo había muerto en un accidente de trabajo y no le había dejado ninguna compensación ni pensión de viudedad, y a su hijo lo habían asesinado debajo de su propia ventana. Tal como ocurre siempre que una persona muy pobre ve acercarse a otra con aspecto próspero, la primera reacción de la señora Petrovic fue de suspicacia.

Dexter había llevado consigo un gran ramo de flores. Hacía mucho, mucho tiempo que nadie le regalaba flores a la señora Petrovic. Anna, la recepcionista del hotel, las repartió en tres jarros en la diminuta y miserable habitación.

—Quiero escribir acerca de lo que le sucedió a Srechko —dijo Dexter—. Ya sé que no puedo hacer que vuelva, pero quizá contribuya a descubrir al hombre que le hizo aquello. ¿Me ayudará?

La señora Petrovic se encogió de hombros.

—Yo no sé nada —dijo—. Nunca le preguntaba por su trabajo.

—La noche en que murió… ¿Llevaba algo consigo?

—No lo sé. Registraron su cuerpo. Se lo llevaron todo.

—¿Registraron el cuerpo? —preguntó Dexter—. ¿Allí mismo, en la calle?

—Sí.

—¿Tenía papeles? ¿Notas que no se hubiera llevado consigo? ¿Algo que hubiera dejado aquí, en el piso?

—Sí, tenía montones de papeles, y una máquina de escribir, y lápices. Pero yo nunca los leí.

—¿Podría verlos?

—Han desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Se los llevaron. Se lo llevaron todo. Hasta la cinta de la máquina de escribir.

—¿La policía?

—No, los hombres.

—¿Qué hombres?

—Volvieron. Dos noches después. Me obligaron a sentarme en el rincón, allí. Lo registraron todo. Se llevaron todo lo que él tenía.

—¿No queda absolutamente nada de aquello en lo que estaba trabajando Srechko para el señor Kobac?

—Solo la foto. Me había olvidado de la foto.

—Hábleme de la foto, por favor.

La historia fue tomando forma poco a poco. Tres días antes de ser asesinado Srechko, el cachorro de reportero había asistido a una fiesta de Año Nuevo, donde habían derramado un poco de vino tinto encima de su chaqueta de pana. Su madre la había metido en la bolsa de la ropa sucia para lavarla después.

Una vez que murió su hijo, ya no tenía ningún sentido lavarla. La señora Petrovic también se olvidó de la bolsa de la ropa sucia, y a los gángsteres no se les ocurrió preguntar por ella. Cuando la señora Petrovic juntaba la ropa sucia de su hijo, la chaqueta de pana manchada de vino cayó de la bolsa. Ella examinó rápidamente los bolsillos para ver si su hijo se había olvidado algo de dinero dentro, y entonces descubrió la foto.

—¿Todavía la tiene? ¿Puedo verla? —pidió Dexter.

La señora Petrovic asintió, fue tan sigilosamente como un ratoncito a un costurero que había en un rincón y regresó con la foto. Era de un hombre, pillado desprevenido por el fotógrafo. Estaba levantando la mano para cubrirse la cara, pero el obturador se había cerrado justo a tiempo. El hombre, que aparecía muy erguido, llevaba pantalones deportivos y una camisa de manga corta, y se le veía toda la cara.

La imagen era en blanco y negro y carecía de la claridad que hubiese obtenido un profesional, pero una ampliación y una mejora de los detalles harían de ella lo mejor que Dexter podía esperar conseguir jamás. Recordó la foto tomada a Zilic en su adolescencia y la foto de la fiesta que había encontrado en Nueva York, y que llevaba oculta bajo el forro de su maletín. Aunque eran imperfectas, estaba claro que se trataba del mismo hombre: Zilic.

—Me gustaría comprar esta foto, señora Petrovic —dijo.

La mujer se encogió de hombros y respondió algo en serbocroata.

—Dice que puede quedársela —tradujo Anna—. La foto no tiene ningún interés para ella. No sabe quién es ese hombre. —Una última pregunta. Inmediatamente antes de que muriera, ¿se ausentó Srechko de su casa durante algún tiempo?

—Sí, en diciembre. Siempre estaba fuera una semana. No dijo dónde había estado, pero tenía una quemadura por el sol en la nariz. La señora Petrovic los acompañó hasta la puerta y aquel pasillo expuesto a los vientos que conducía al ascensor fuera de servicio y el pozo de la escalera. Anna iba delante. Cuando la joven se hubo alejado lo suficiente para que no pudiera oírlo, Dexter se volvió hacia la madre serbia que también había perdido a su hijo y le habló suavemente en inglés.

—Usted no puede entender ni una palabra de lo que le digo, señora, pero si alguna vez consigo meter a ese cerdo entre rejas en Estados Unidos, en parte será por usted. Y todo correrá por cuenta de la casa.

La señora Petrovic no entendió nada, por supuesto, pero respondió a la sonrisa con un «Hvala». Durante el día que llevaba en Belgrado, Lexter había aprendido que aquella palabra significaba «Gracias».

Dexter había dado instrucciones al taxista de que esperara. Dejó a Anna, a la que le entregó sus doscientos dólares, en su casa de los suburbios y se dedicó a estudiar la foto durante el trayecto de regreso al centro.

Zilic estaba en lo que parecía una gran extensión de cemento o asfalto. Detrás de él había edificios bajos con aspecto de almacenes. Encima de uno de ellos flameaba una bandera, parte de la cual quedaba fuera de la foto.

Había algo más fuera del encuadre, pero Dexter no logró distinguir de qué se trataba. Le tocó el hombro al taxista con la mano.

—¿Tiene una lupa?

El taxista no se entendió, pero Dexter se lo explicó por señas. El hombre asintió. Guardaba una dentro de la guantera para estudiar su guía urbana en caso de necesidad.

El objeto largo y plano que entraba en la foto desde la izquierda cobró nitidez. Era el extremo del ala de un avión, pero quedaba a menos de dos metros del suelo. Por lo tanto, no se trataba de un avión de pasajeros, sino de un aparato más pequeño.

Dexter reconoció entonces los edificios que había al fondo. No se trataba de almacenes, sino de hangares, y por el tamaño debían de alojar aviones privados, esos reactores de ejecutivos que rara vez superan los nueve metros hasta el extremo superior de la cola. El hombre se hallaba en un aeródromo privado o en la zona de un aeropuerto destinada a esos aparatos.

En el hotel le prestaron ayuda. Sí, había varios cibercafés en Belgrado, y todos ellos abiertos hasta tarde. Dexter cenó en el bar del hotel y cogió un taxi para ir al más próximo. Una vez que se hubo conectado a su buscador favorito, pidió todas las banderas del mundo.

La que ondeaba sobre los hangares que aparecían en la foto era en blanco y negro, pero se veía claramente que tenía tres franjas horizontales, la inferior de las cuales parecía negra, o quizá de un azul muy oscuro. Dexter optó por el negro.

Mientras iba pasando por las banderas del mundo, reparó en que más de la mitad de ellas tenían alguna clase de símbolo, logotipo o emblema superpuesto encima de las tramas. La que buscaba Dexter no tenía ninguno. Aquello reducía las posibilidades a la otra mitad.

Las banderas que tenían franjas horizontales y no presentaban ningún logotipo no sumaban más de dos docenas, y aquellas cuya franja inferior era negra o casi negra ascendían a cinco.

Gabón, Holanda y Sierra Leona tenían tres franjas horizontales, la inferior de las cuales era azul oscuro, un color que podía aparecer como negro en una fotografía monocroma. Solo dos presentaban una franja inferior decididamente negra: Sudán y otra. Pero la bandera de Sudán tenía un triángulo verde a lo largo del asta, además de tres franjas horizontales. La bandera restante tenía una franja vertical junto al asta. Mirando la foto, Dexter distinguió aquella cuarta franja; no se la veía demasiado claramente, pero estaba allí. Las otras tres, de color verde, blanco y negro, se prolongaban hacia el borde que aleteaba al viento. Zilic se encontraba en un aeropuerto de algún lugar de los Emiratos Árabes Unidos.

Incluso en diciembre, un eslavo de piel pálida podía terminar con la nariz quemada por el sol en los EAU.

Los Emiratos Árabes Unidos están compuestos por un total de siete emiratos pero solo los tres más grandes y ricos, Dubai, Abu Dabi y Sharyah, acuden rápidamente a la memoria. Los otros cuatro son mucho más pequeños y casi desconocidos.

Todos ellos ocupan el extremo sudeste de la península arábiga, junto al golfo Pérsico.

Solo uno de ellos, al-Fuyairah, se extiende hacia el sur, paralelo al golfo de Omán y, por consiguiente, hacia el océano Índico; los otros seis forman una línea a lo largo de la costa norte, separados de Irán por las aguas del golfo Pérsico. Aparte de las siete capitales, está la ciudad-oasis en el desierto de al-Ain, que cuenta con un aeropuerto.

Mientras todavía estaba en Belgrado, Dexter había localizado un estudio de retratos fotográficos provisto de la tecnología necesaria para volver a fotografiar la instantánea de Zoran Zilic, incrementar su nitidez y luego ampliar el resultado haciéndolo pasar del tamaño de un naipe al de un libro de bolsillo.

Dexter dejó al fotógrafo ocupado en aquella labor y volvió al cibercafé. Se conectó a la red, solicitó información sobre los Emiratos Árabes Unidos y se bajó todo cuanto encontró. Al día siguiente, cogió el servicio regular de JAT que iba a Dubai pasando por Beirut. Los Emiratos obtienen su riqueza principalmente del petróleo, si bien todos ellos han tratado de ampliar la base de sus economías fomentando el turismo e introduciendo el comercio libre de impuestos. La mayoría de los depósitos de petróleo se encuentran junto a la costa.