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El expediente

El senador Peter Lucas era un viejo veterano del Capitolio. Sabía que si quería asegurarse de que se emprendiera alguna clase de acción oficial como resultado del expediente sobre Ricky Colenso y la confesión de Milan Rajak, tendría que llevar el asunto a las alturas; de hecho, hasta lo más alto.

Tratar con los jefes de sección o de departamento no serviría de nada. La manera de pensar de los que ocupan cargos públicos situados a ese nivel se ceñía única y exclusivamente a pasarle la patata caliente a otro departamento. Siempre era otro al que le correspondía hacer algo, y solo una orden tajante procedente de las instancias superiores obtendría un resultado.

Como senador republicano y amigo desde hacía muchos años de George Bush padre, Peter Lucas podía llegar hasta el secretario de Estado, Colin Powell, y el nuevo fiscal general, John Ashcroft. Con eso quedarían cubiertos Estado y justicia, los dos departamentos que quizá pudieran llegar a hacer alguna cosa. Incluso en ese caso no sería tan simple. Los secretarios de gabinete no querían que fueran a verlos con problemas y preguntas; preferían que lo hicieran con soluciones a los problemas.

La extradición no constituía la especialidad de Lucas. Necesitaba averiguar qué era lo que podía y debería hacer Estados Unidos en una situación semejante. Aquello requería investigación, y Lucas contaba con un equipo de jóvenes profesionales precisamente para dicho propósito. El senador los puso a trabajar. Su mejor sabueso, una brillante joven de Wisconsin, fue a verlo una semana más tarde.

—Ese animal llamado Zilic puede ser arrestado y deportado a Estados Unidos al amparo del Acta General de Control del Crimen de 1984 —dijo.

El pasaje que había descubierto la joven provenía de la sesión del Congreso sobre temas de inteligencia y seguridad del año 1997. Concretamente, en aquel caso el ponente había sido Robert M. Bryant, subdirector del FBI; y se había dirigido al Comité contra el Crimen.

—He subrayado los párrafos más relevantes, senador —añadió la joven.

Lucas le dio las gracias y leyó el texto que había depositado ante él.

Las responsabilidades extraterritoriales del FBI —había dicho el señor Bryant hacía cuatro años— se remontan a mediados de la década de los ochenta, cuando el Congreso aprobó por primera vez leyes autorizando al FBI a ejercer la jurisdicción federal en otros países en el caso de que un ciudadano de la nación haya sido asesinado.

Detrás de aquel lenguaje tan insulso se ocultaba una nueva y muy desconcertante norma legal que el resto del mundo básicamente había pasado por alto, al igual que lo habían hecho la inmensa mayoría de ciudadanos de Estados Unidos de América. Antes del Acta General de Control del Crimen de 1984, siempre se había dado por sentado que si se cometía un asesinato, ya fuese en Francia o en Mongolia, solo los gobiernos francés o mongol tenían jurisdicción para perseguir, arrestar y juzgar al asesino. Aquello era de aplicación tanto si la víctima era un francés o un mongol, como si se trataba de un estadounidense de visita en el país.

Estados Unidos se había limitado a arrogarse el derecho de decidir que si alguien mataba a uno de sus ciudadanos en cualquier lugar del mundo, a todos los efectos prácticos era como si lo hubieses asesinado en Broadway. Aquello significaba que la jurisdicción estadounidense abarcaba la totalidad del planeta. Ninguna conferencia internacional había sancionado tal suposición, y Estados Unidos se había limitado a decir que así era. El señor Bryant había seguido hablando:

… Y el Acta Global de Seguridad Diplomática y Antiterrorismo de 1986 estableció un nuevo estatuto extraterritorial concerniente a los actos terroristas llevados a cabo contra ciudadanos de los Estados Unidos de América.

Eso no constituía un problema, pensó el senador. Zilic no era un militar del ejército yugoslavo, ni un policía. Trabajaba por su cuenta y el calificativo de terrorista no podrá ser rebatido. Zilic era extraditable a Estados Unidos de acuerdo con ambos estatutos. Siguió leyendo.

Una vez obtenida la aprobación por parte del país anfitrión, el FBI cuenta con la autoridad legal necesaria para desplegar personal del FBI a fin de llevar a cabo investigaciones extraterritoriales allí donde fue cometido el acto criminal, capacitando de ese modo a Estados Unidos para perseguir a terroristas por crímenes cometidos en el extranjero contra ciudadanos de la nación.

El senador frunció el entrecejo. Aquello no tenía ningún sentido. Estaba incompleto. La frase clave era: «Una vez obtenida la aprobación por parte del país anfitrión…». Pero la cooperación entre fuerzas policiales no era nada nuevo. Por supuesto que el FBI podía aceptar una invitación procedente de una fuerza policial extranjera para desplazarse y echarles una mano. Venía ocurriendo desde hacía años. ¿Y por qué se necesitaban dos normas legales separadas, una en 1984 y otra en 1986?

La respuesta, que el senador no sabía, era que la segunda norma legal iba por delante de la primera, y que la frase «Una vez obtenida la aprobación por parte del país anfitrión…» no había sido más que un mero intento de tranquilizar al comité por parte del señor Bryant. Aquello a lo que él estaba aludiendo sin que se atreviera a declararlo en voz alta (estaba hablando durante la era Clinton) era la palabra «entrega».

En el Acta de 1986, Estados Unidos se autoconcedía el derecho a pedir educadamente que el asesino de un ciudadano de la nación fuera extraditado a Estados Unidos. Si la respuesta era negativa, o si había un retraso aparentemente interminable que equivaliera a un rechazo de la petición, entonces se habría terminado lo de jugar a ser un buen chico. Estados Unidos se autorizaba a sí mismo a enviar un equipo encubierto de agentes, capturar al «perpetrador» y traerlo para que fuera juzgado.

Tal como lo había expresado el cazador de terroristas del FBI John O’Neill cuando la nueva norma fue aprobada: «A partir de ahora, el consentimiento del país anfitrión ya no tiene que ver una puta mierda con el asunto». La captura del supuesto asesino de un ciudadano de Estados Unidos llevada a cabo conjuntamente por la CIA y el FBI había pasado a denominarse «entrega». Ha habido una decena de operaciones muy encubiertas de dicha naturaleza desde que la nueva norma había sido aprobada durante la presidencia de Ronald Reagan. Todo empezó debido a un transatlántico italiano que se dedicaba a hacer cruceros de recreo. En octubre de 1985 el Achille Lauro, que había salido de Génova, estaba recorriendo la costa norte de Egipto y se dirigía hacia la costa israelí llevando a bordo un variopinto cargamento de turistas, entre los cuales había unos cuantos estadounidenses.

El Achille Lauro había sido abordado secretamente por cuatro palestinos del Frente para la Liberación de Palestina, un grupo terrorista relacionado con la OLP de Yasir Arafat, por aquel entonces exiliado en Túnez.

El objetivo de los terroristas no era hacerse con el barco sino desembarcar en Ashdod, uno de los puertos de destino en Israel, y allí hacer varios rehenes de esta nacionalidad. Pero el 7 de octubre, entre Alejandría y Port Said, los terroristas se encontraban en uno de sus camarotes comprobando sus armas cuando entró un camarero, vio las armas y se puso a gritar. Los cuatro palestinos se dejaron dominar por el pánico y secuestraron el transatlántico.

A eso siguieron cuatro días de tensas negociaciones. Un avión condujo desde Túnez a Abu Abbas, quien aseguró ser el negociador de Arafat. Tel Aviv se negó a aceptar su presencia, haciendo hincapié en que Abu Abbas no era un mediador sino el jefe del FLP. Finalmente se llegó a un acuerdo: los terroristas podrían bajar del barco y un avión de pasajeros egipcio los llevaría de regreso a Túnez. Encañonado con un arma, el capitán italiano confirmó que nadie había sido herido. Se lo obligó a mentir.

Una vez que el transatlántico hubo sido liberado, quedó claro que el tercer día los palestinos habían asesinado a Leon Klinghoffer, un anciano turista neoyorquino, de setenta y nueve años de edad, que iba en silla de ruedas. Le habían pegado un tiro en la cara y luego lo habían arrojado al mar, con silla de ruedas y todo. Para Ronald Reagan aquello fue la gota que colmaba la medida. Todos los acuerdos quedaron anulados. Pero los asesinos estaban volando hacia casa, dentro de un avión de pasajeros de un estado soberano, amigo de Estados Unidos y en el espacio aéreo internacional; es decir, en un avión intocable. O quizá no. El azar quiso que el portaaviones Saratoga estuviera bajando por el Adriático, con F-16 Tomcat a bordo. Cuando estaba anocheciendo el avión egipcio fue localizado cerca de Creta, dirigiéndose hacia el oeste con rumbo a Túnez. Cuatro Tomcat surgieron súbitamente de la penumbra y flanquearon el avión de pasajeros. El aterrorizado capitán egipcio pidió que se le permitiera efectuar un aterrizaje de emergencia en Atenas. Permiso denegado. Los Tomcat le indicaron mediante señales que debería acompañarlos o hacer frente a las consecuencias. El mismo EC2 Hawkeye, también procedente de la cubierta del Saratoga, que había localizado al avión egipcio transmitió los mensajes entre éste y los cazas.

La diversión terminó cuando el avión de pasajeros, con los asesinos y Abu Abbas, su líder, a bordo, tomó tierra bajo escolta en la base estadounidense de Sigonella, Sicilia. Entonces todo se complicó.

Sigonella era una base compartida por la Armada estadounidense y las fuerzas aéreas italianas. Técnicamente se trataba de territorio soberano de Italia, y Estados Unidos se limitaba a pagar un alquiler. El gobierno de Roma, que se había puesto considerablemente nervioso, reclamó el derecho a juzgar a los terroristas. El Achille Lauro era suyo; la base área, también.

Hizo falta una llamada personal del presidente Reagan al destacamento de las Fuerzas Especiales estadounidenses en Sigonella ordenando a estas que no interviniesen y dejaran que los italianos se quedaran con los palestinos.

A su debido tiempo, los terroristas fueron sentenciados en Génova, la ciudad de la que había partido el transatlántico. Pero su jefe, Abu Abbas, voló tan libre como un pájaro el 12 de octubre y todavía se encontraba en libertad. El ministro de Defensa italiano se sintió tan disgustado que presentó su dimisión. En aquellos momentos el presidente era Bettino Craxi. Este murió más tarde en el exilio, también en Túnez, buscado por haber cometido fraude a gran escala mientras ocupaba el cargo.

La respuesta de Reagan a aquella perfidia sería el Acta Global, apodada el Acta del «Nunca más». Finalmente no fue la brillante joven de Wisconsin sino el veterano cazador de terroristas Oliver Buck Revell, ya retirado, quien obtuvo una cena excelente de parte del viejo senador y le habló acerca de las «entregas».

Ni siquiera entonces se pensó que la «entrega» podría llegar a ser necesaria en el caso de Zilic. Después de Milosevic, Yugoslavia estaba más que dispuesta a regresar a la comunidad de las naciones civilizadas. Necesitaba grandes préstamos del Fondo Monetario Internacional y de otras fuentes para reconstruir su infraestructura después de los setenta y ocho días de bombardeos de la OTAN. Kostunica, su nuevo presidente, sin duda consideraría que arrestar a Zilic y extraditarlo a Estados Unidos suponía un precio insignificante que pagar a cambio.

Esa, ciertamente, era la petición que el senador Lucas tenía intención de formular a Colin Powell y John Ashcroft. En el peor de los casos, pediría que se autorizase una entrega encubierta.

Lucas hizo que su equipo preparase una sinopsis de una página a partir del informe completo redactado por el Rastreador en 1995 con el objetivo de explicarlo todo, desde la marcha de Ricky Colenso a Bosnia para tratar de ayudar, a los pobres refugiados hasta su presencia en un valle solitario el 15 de mayo de 1995.

Lo que ocurrió en el valle aquella mañana, tal como había sido descrito por Milan Rajak, estaba comprimido en dos páginas, con los pasajes más horripilantes abundantemente subrayados. Precedido por una carta personal de Lucas, el expediente fue debidamente encuadernado para facilitar su lectura.

Aquello era otra de las cosas que le había enseñado la Colina del Capitolio. Cuanto más alto era el cargo, más breve debía ser el resumen. A finales de abril, Lucas obtuvo una cita con los dos secretarios del gabinete.

Cada uno lo escuchó con expresión solemne y luego le prometió que leería el resumen y lo pasaría al departamento apropiado. Y así lo hicieron.

Estados Unidos cuenta con trece grandes agencias que se dedican a recopilar información y datos sobre cuestiones de inteligencia. Entre ellas probablemente reúnen el 90 por ciento de todos los datos referentes a inteligencia, lícita e ilícita, que se producen a lo largo del día en la totalidad del planeta.

El mero volumen hace que la absorción, análisis, filtración, cotejo, almacenamiento y recuperación de semejante material constituya un problema de proporciones industriales. Otro problema es que dichas agencias casi nunca se ponen en contacto las unas con las otras.

Se ha oído murmurar a los jefes de inteligencia estadounidenses en un bar a altas horas de la noche que darían sus pensiones por disponer de algo parecido al Comité Conjunto de Inteligencia británico.

El CCI se reúne en Londres una vez a la semana, presidido por un veterano mandarín en el que todos confían para congregar a las cuatro agencias de ese país bastante más pequeño: el Servicio Secreto de Inteligencia (extranjero); el Servicio de Seguridad (interior); el cuartel general de Comunicaciones del Gobierno (SIGINT, los escuchas), y la Rama Especial de Scotland Yard.

Compartir los datos de inteligencia y los progresos en las distintas investigaciones puede evitar la duplicación y el desperdicio de información, pero su principal objetivo es ver si fragmentos de esta obtenidos en distintos lugares por distintas personas pueden llegar a acabar el rompecabezas que mostrará esa imagen que todos andan buscando.

El informe del senador Lucas fue remitido a seis de las agencias, cada una de las cuales repasó obedientemente sus archivos para determinar, en el caso de que hubiera algo, qué habían averiguado y archivado acerca de un gángster yugoslavo llamado Zoran Zilic.

La Agencia de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, también conocida como ATF, no tenía nada. Zilic nunca había operado en Estados Unidos y la ATF rara vez operaba en el extranjero, eso si alguna vez lo había hecho.

Las otras cinco eran la Agencia de Defensa (DIA) que se interesa por cualquier traficante de armas; la Agencia de Seguridad Nacional (ASA), la mayor de todas, que desde su base en Fort Meade, Maryland, estudia cada día millones de millones de palabras habladas, enviadas por el correo electrónico o remitidas mediante fax, con una tecnología que casi supera la ciencia ficción; el Departamento de la Lucha contra la Droga (DEA), que se interesará por cualquier persona que haya traficado en alguna ocasión con narcóticos en cualquier lugar del mundo; el FBI (por supuesto), y la CIA. Las dos últimas agencias constituyen la punta de lanza de la búsqueda permanente de datos acerca de terroristas, asesinos, señores de la guerra, regímenes hostiles y cualquier otra posible amenaza.

Hizo falta una semana o más, y abril se convirtió en mayo. Pero como la orden procedía de lo más alto, las búsquedas fueron muy concienzudas.

Toda la gente de la DIA, el DEA y Fort Meade aportó gruesos expedientes. En sus distintas competencias, hacía años que todos ellos estaban al corriente de las andanzas de Zoran Zilic. La mayor parte de sus entradas hacían referencia a las actividades de Zilic desde que se había convertido en uno de los protagonistas de la política de Belgrado, como apoyo armado de Milosevic, traficante de drogas y armas, extorsionador y delincuente en general.

Que Zoran Zilic hubiera asesinado a un joven estadounidense durante la guerra de Bosnia era algo que aquellas agencias no sabían y se lo tomaron muy en serio. Habrían ayudado en el caso de que hubiesen podido hacerlo, pero todos sus expedientes tenían una cosa en común: terminaban quince meses antes de la fecha que le interesaba al senador.

Zoran Zilic se había esfumado, evaporado, desvanecido. Lo sentimos.

En la CIA, envuelta en el follaje veraniego junto al Beltway, el director pasó la solicitud al segundo jefe de operaciones. Bajando por la cadena jerárquica, éste consultó con cinco subdivisiones: Balcanes, Terrorismo, Operaciones Especiales y Tráfico de Armas fueron cuatro de ellas. Incluso consultó, más como formalidad que otra cosa, con el pequeño y obsesivamente secreto departamento, conocido como Peregrino, formado menos de un año antes, después de la matanza de los diecisiete marineros a bordo del Cole en el puerto de Adén.

Pero la respuesta siempre fue la misma. Claro que tenemos expedientes, pero nada que sea posterior a hace quince meses. Estamos de acuerdo con todos nuestros colegas. Zoran Zilic ya no se encuentra en Yugoslavia, pero no tenemos ni idea de su paradero. Zilic no ha atraído nuestra atención en los últimos dos años, por lo que no tenemos ninguna razón para gastar tiempo y fondos.

La otra gran esperanza habría sido el FBI. En algún lugar del enorme edificio Hoover, en la avenida Pensilvania con la calle Novena, tenía que haber un expediente reciente que describiera con exactitud dónde se podía encontrar, detener y hacer comparecer ante la justicia a aquel asesino, ¿verdad?

El director Robert Mueller, recientemente nombrado sucesor de Louis Freeh, remitió hacia abajo el expediente y la petición con la orden expresa de «actuar sin dilación», y el material terminó en el escritorio del subdirector Colin Fleming.

Fleming era un hombre que llevaba toda la vida en el FBI y no recordaba un solo instante, ni siquiera cuando era muchacho, en el que no hubiese querido ser un agente del FBI. Provenía de una familia de presbiterianos escoceses, y su fe era tan firme como su concepto de la ley, el orden y la justicia.

En lo tocante al trabajo que hacía el FBI, Fleming era un fundamentalista. Compromisos, acomodos, concesiones: en lo que concernía al crimen, todo aquello eran meras excusas para no meterse en líos. Fleming los despreciaba. Compensaba su falta de sutileza con tenacidad y dedicación.

Procedía de las graníticas colinas de New Hampshire, un lugar donde se presume de que los hombres son tan firmes y sólidos como sus rocas. Fleming era un republicano convencido y Peter Lucas era su senador. De hecho, había hecho campaña local por Lucas y había llegado a conocerlo personalmente.

Tras leer el sucinto informe, Fleming llamó al senador Lucas a su despacho para preguntar si podía acceder a la totalidad del informe redactado por el Rastreador y la confesión completa de Milan Rajak. Aquella misma tarde le fue enviada una copia mediante mensajero.

Fleming leyó los expedientes con ira creciente. Él también tenía un hijo del que se sentía orgulloso, un aviador de la Armada; pensar en lo que le había sucedido a Ricky Colenso lo llenó de rabia justiciera. El FBI tenía que ser el instrumento que hiciera comparecer a Zilic ante la justicia, ya fuese mediante una extradición o a través de una entrega. En su calidad de supervisor del departamento que se ocupaba de terrorismo originado por fuentes extranjeras, Fleming autorizaría personalmente al equipo de entrega para que localizase al asesino y le echase el guante.

Pero el FBI no podía hacer tal cosa, porque el FBI se encontraba en la misma situación que los demás. A pesar de que sus actividades gangsteriles y su relación con el tráfico de armas y de drogas habían colocado a Zoran Zilic en el punto de mira del FBI, nunca había sido sorprendido en un acto de terrorismo antiestadounidense o de apoyo al mismo; por lo que cuando se desvaneció, el FBI no intentó seguirle la pista. Su expediente terminaba hacía quince meses.

Con profunda pena, Fleming tuvo que unirse a los otros integrantes de la comunidad de inteligencia y admitir que no sabía dónde estaba Zoran Zilic.

Sin un paradero, resultaba imposible solicitar la extradición. Aun en el caso de que Zilic hubiera buscado refugio en un Estado donde no rigieran las normas de una autoridad convencional, una operación de captura solo podía organizarse si el FBI averiguaba dónde se encontraba Zilic. En su carta personal al senador Lucas, el subdirector Fleming se disculpaba diciendo que el FBI no lo sabía.

La tenacidad de Fleming era algo que le venía, junto con los genes, de las tierras altas escocesas. Un par de días después, Fleming almorzó con Fraser Gibbs. El FBI cuenta con dos altos cargos retirados de un estatus casi icónico, capaces de llenar las salas de conferencias para los estudiantes del Centro de Adiestramiento de bahía Quantico siempre que van allí.

Uno es el imponente ex jugador de fútbol americano y antiguo piloto de los marines Buck Revell; el otro es Fraser Gibbs, quien dedicó los primeros años de su carrera a infiltrarse en el crimen organizado como agente encubierto, lo que constituye el tipo de trabajo más peligroso que se puede encontrar, y pasó la segunda mitad de ella aplastando la Cosa Nostra a lo largo de toda la costa Este. Cuando se lo destinó nuevamente a Washington después de que una bala en la pierna izquierda lo hubiera dejado cojo, se encargó del departamento que se ocupaba de los mercenarios, asesinos a sueldo y delincuentes que trabajaban por su cuenta. Gibbs mantuvo el entrecejo fruncido mientras pensaba en la pregunta que acababa de formularle Fleming.

—En una ocasión oí hablar de alguien —admitió finalmente—. Un cazador de hombres, una especie de cazador de recompensas. Tenía un nombre de código.

—¿Un asesino? Ya sabe que las reglas del gobierno prohíben taxativamente ese tipo de cosas.

—No, precisamente no se trata de eso —repuso el viejo veterano—. De acuerdo con los rumores que corrían, ese hombre no mata. Secuestra, captura, los trae de vuelta… ¿Cómo demonios se llamaba?

—Podría ser importante —dijo Fleming.

—Siempre actuaba en el mayor de los secretos. Mi predecesor trató de identificarlo. Envió a un agente encubierto para que fingiera que deseaba contratar sus servicios. Pero el hombre se olió el truco de algún modo, dio una excusa, se marchó de la reunión y desapareció.

—¿Por qué no se puso en contacto con nosotros y nos puso al corriente de lo que hacía? —preguntó Fleming—. Si ese hombre no se dedicaba a matar…

—Supongo que pensó que como él actuaba en el extranjero, y dado que al FBI no le gusta que la gente vaya por libre en su terreno, pediríamos instrucciones a los de arriba y se nos ordenaría que le cerráramos el chiringuito. Y probablemente hubiese estado en lo cierto. De modo que se mantuvo entre las sombras y nunca me dediqué a perseguirlo.

—El agente presentaría un informe.

—Sí, lo hizo. El procedimiento habitual, probablemente bajo el nombre de código de ese hombre. Nunca llegamos a encontrar ningún otro nombre. Ah, ya lo tengo. Vengador. Teclee «Vengador». Ya veremos qué aparece.

La información que facilitó el ordenador era muy escasa. Se había introducido un anuncio en la sección de pequeños anuncios personales de una revista técnica para fanáticos de los aviones clásicos. Al parecer se trataba de la única manera en que se comunicaba. Se había urdido una historia y luego se había concertado una cita.

El cazador de recompensas había insistido en sentarse entre las sombras delante de una lámpara cuya intensa luz iluminaba a su interlocutor. El agente declaró que era de estatura mediana y que debía de pesar unos setenta kilos. En ningún momento le vio la cara. Pasados tres minutos el hombre sospechó algo; extendió la mano y apagó la luz, y cuando el agente dejó de parpadear, el hombre ya había desaparecido.

Lo único que pudo contar el agente fue que el cazador de recompensas tenía un tatuaje en el antebrazo izquierdo. Al parecer representaba una rata sonriente que miraba por encima del hombro mientras enseñaba el trasero.

Nada de aquello hubiese tenido el menor interés para el senador Lucas o su amigo de Canadá. Pero lo mínimo que podía hacer Colin Fleming era pasarle al senador el nombre en código y el método de contacto. Se trataba de una posibilidad entre cien, pero era todo lo que tenía.

Tres días después, en su despacho de Ontario, Stephen Edmond abrió la carta que le había enviado su amigo de Washington. Ya había recibido las comunicaciones de las seis agencias, y prácticamente había renunciado a toda esperanza.

El anciano magnate leyó la carta suplementaria y frunció el entrecejo. Él había estado pensando en que Estados Unidos utilizara todo su poder para exigir a un gobierno extranjero que atrapara a su asesino y lo enviara a Estados Unidos.

Nunca se le había ocurrido la posibilidad de que llegaba demasiado tarde; que Zilic simplemente se había desvanecido; que ninguna de las agencias de Washington, con sus presupuestos de miles de millones de dólares, sabían dónde se encontraba y, por lo tanto, no podían hacer nada.

Stephen Edmond estuvo reflexionando durante diez minutos y luego se encogió de hombros y pulsó el intercomunicador. Jean, quiero poner un anuncio clasificado. En la columna personal de la sección «Se Busca» de una revista técnica de Estados Unidos. Tendrás que buscar las señas. Nunca he oído hablar de ella. Se llama Lo mejor de la aviación. Quiero que ponga esto:

«VENGADOR. Buscado. Oferta seria. Sin limitaciones económicas. Se ruega telefonear».

Luego añade mi número de móvil y mi línea particular. ¿Lo has entendido, Jean?

Veintiséis hombres de agencias de inteligencia con sede en Washington y sus alrededores habían visto la petición. Todo lo que habían respondido a ella era que no sabían dónde se encontraba Zoran Zilic.

Uno de esos hombres había mentido.