La veloz embarcación de pesca Chiquita abandonó el muelle del puerto deportivo de Golfito cuando faltaban unos instantes para que amaneciera y enfiló el canal que llevaba a mar abierto.
Su propietario y capitán, Pedro Arias, iba al timón, y si tenía alguna clase de reserva acerca de su pasajero americano, se las guardaba para sí.
El hombre se había presentado el día anterior conduciendo un ciclomotor con matrícula costarricense. El ciclomotor había sido comprado, de segunda mano pero en excelente estado, a bastantes kilómetros de allí siguiendo la carretera Panamericana en Palmar Norte, adonde el turista había llegado en un vuelo local procedente de San José.
El recién llegado había recorrido todo el muelle; examinando las distintas embarcaciones para la pesca deportiva que había atracadas en él, hasta que por fin se decidió por una. Tras asegurar el ciclomotor sujeto a un farol con una cadena, el hombre se echó la mochila al hombro. Parecía un excursionista maduro.
Pero aquel hombre no quería ir de pesca; por eso todas las cañas de pescar se encontraban alineadas sobre el techo de la cabina mientras el Chiquita dejaba atrás el promontorio de Punta Voladera y entraba en el golfo Dulce. Arias puso rumbo hacia el sur para dirigirse a Punta Banco, que quedaba a una hora de navegación de allí.
Las verdaderas intenciones del gringo explicaban la presencia de dos bidones de plástico llenos de combustible que habían sido atados con cuerdas a la cubierta de popa. Aquel hombre quería que lo llevaran fuera de las aguas de Costa Rica, alrededor del promontorio de Punta Burica, y de allí a Panamá.
Las razones que había dado de que su familia estaba pasando las vacaciones en Ciudad de Panamá y de que deseaba conocer algo del «campo panameño» le habían parecido a Pedro Arias tan faltas de sustancia como la niebla marina que en ese momento empezaba a desvanecerse con los primeros rayos del sol.
Aun así, si un gringo quería entrar en Panamá siguiendo un camino solo transitable por bicicletas y ciclomotores, que partía de una playa solitaria sin tener que pasar antes por ciertas formalidades, el señor Arias era un hombre dotado de una gran tolerancia, especialmente en cuanto concernía al vecino Panamá.
A la hora del desayuno el Chiquita, una Bertram Moppie de unos nueve metros de eslora, dejó atrás Punta Banco a una velocidad de doce nudos por unas aguas muy tranquilas y se adentró en el oleaje del auténtico Pacífico. Arias viró cuarenta grados a babor para ir siguiendo el contorno de la costa durante dos horas más hasta llegar a la isla Burica y la frontera no indicada.
Eran las diez de la mañana cuando vieron el primer dedo del faro de la isla Burica asomando por encima del horizonte, y había transcurrido otra media hora cuando doblaron el recodo de la costa y siguieron adelante en dirección nordeste.
Pedro Arias señaló con un amplio movimiento del brazo la tierra que se extendía a su izquierda, la costa este de la Burica peninsular.
—Todo eso ya es Panamá —informó.
El americano agradeció la explicación con una inclinación de la cabeza y estudió el mapa. Luego señaló con el índice.
—Por aquí —dijo en español.
El área que estaba señalando era un tramo de costa en el que no aparecía indicada la presencia de ninguna población o complejo turístico. Allí no había más que playas desiertas y varios caminos que se internaban en la selva. El capitán asintió y cambió el curso para describir una línea, más recta y no tan larga, a través de la bahía de Charco Azul. Les quedaban por recorrer cuarenta kilómetros, un poco más de dos horas.
Llegaron allí a la una. Las escasas embarcaciones de pesca que habían visto en la gran extensión de la bahía no les prestaron ninguna atención.
El visitante quería navegar siguiendo la costa a unos cien metros de ella. Cinco minutos después, al este de Chiriquí Viejo, vieron una playa arenosa con unas cuantas cabañas de paja del tipo que utilizan los pescadores locales cuando no desean pasar la noche a bordo. Aquello significaba la presencia de algún camino que conducía al interior. Ningún vehículo de cuatro ruedas podría recorrerlo, ni siquiera un todoterreno, pero con un ciclomotor las cosas serían distintas.
Dejar el ciclomotor en los bajíos requirió unos cuantos gruñidos y empujones y algo de esfuerzo, pero finalmente lo consiguieron, y los dos hombres se despidieron. Lo acordado había sido la mitad en Golfito y la otra mitad al llegar a destino. El gringo pagó. Se trataba de un tipo bastante extraño, pensó Arias, pero sus dólares eran tan buenos como los de cualquier otro para dar de comer a cuatro niños hambrientos. Fue alejando el Chiquita de la arena y puso rumbo hacia el mar abierto. A un kilómetro y medio de la costa, vació los dos barriles dentro de sus tanques de combustible y fue en dirección oeste para volver a casa.
En la playa, Cal Dexter cogió un destornillador, quitó las matrículas de Costa Rica y las arrojó al mar. Luego sacó de su mochila un juego de matrículas panameñas y las atornilló al ciclomotor.
Sus papeles no podían ser más perfectos. Gracias a la señora Nguyen contaba con un pasaporte estadounidense, pero no a nombre de Calvin Dexter, cuyo pasaporte ya había sido sellado unos días antes en el aeropuerto de Ciudad de Panamá. También disponía de un permiso de conducir a juego.
Su precario español, adquirido en los tribunales y los centros de detención de la ciudad de Nueva York, donde el 20 por ciento de su clientela era hispana, no resultaba lo bastante bueno para fingir que era panameño. Pero a un visitante llegado de Estados Unidos siempre se le permite adentrarse en el interior del país en busca de un lugar donde pescar.
Habían transcurrido poco más de dos años desde que, en diciembre de 1989, Estados Unidos había convertido unas cuantas zonas de Panamá en un colador para derrocar y capturar al dictador Noriega, y Dexter sospechaba que la mayoría de los policías panameños habrían captado el mensaje básico.
La estrecha vereda salía de la playa y discurría entre la densa selva hasta convertirse, unos quince kilómetros tierra adentro, en un sendero. Este pasaba a ser un camino sin asfaltar con alguna que otra granja a los lados, y Dexter sabía que allí encontraría la carretera Panamericana, esa proeza de la ingeniería que va desde Alaska hasta el extremo sur de la Patagonia.
Volvió a llenar el depósito en Ciudad David y luego empezó a bajar por la Panamericana para recorrer los quinientos kilómetros que había hasta la capital. Oscureció. Dexter cenó con unos cuantos camioneros en un área de servicio junto a la carretera, volvió a llenar el depósito y siguió adelante. Cruzó el puente de peaje que lleva a Ciudad de Panamá, pagó en balboas y entró en el suburbio de Balboa cuando estaba saliendo el sol. Luego se dirigió a un parque, encadenó el ciclomotor a un banco y, tras echarse en este, durmió durante tres horas.
Dedicó la tarde al reconocimiento sobre el terreno. El mapa a gran escala de la ciudad que Dexter había comprado en Nueva York le mostró dónde quedaba el mísero y duro barrio de Chorrillo, en el que Noriega y Madero habían crecido a unas cuantas manzanas el uno del otro.
Pero los que vienen de muy abajo y han triunfado siempre prefieren llevar una vida más cómoda si pueden hacerlo, y los dos pubs de los que le habían dicho a Dexter que Madero era propietario parcial se encontraban en la zona elegante de Paitilla, frente a los tugurios del Barrio Viejo, al otro lado de la bahía.
Eran las dos de la madrugada cuando el matón repatriado decidió que ya estaba harto del bar y discoteca Papagayo y quería irse. La anónima puerta negra con mirilla y una discreta placa de latón se abrió, y dos hombres corpulentos salieron en primer lugar. Eran los guardaespaldas de Madero.
Uno de ellos entró en la limusina Lincoln estacionada junto al bordillo y puso el motor en marcha. El otro miró a un lado y otro de la calle. Sentado con los pies en el pavimento y el cuerpo encogido encima de la acera, el vagabundo se volvió y esbozó una sonrisa que mostró unos dientes medio podridos. Sucios mechones grasientos caían sobre sus hombros y un fétido impermeable cubría su cuerpo.
El vagabundo fue introduciendo muy lentamente la mano derecha dentro de una bolsa de papel marrón que sujetaba contra su pecho. El gorila deslizó la mano por debajo de la axila izquierda y se puso tenso. Entonces el vagabundo fue sacando poco a poco la mano de la bolsa con una botella de ron barato entre los dedos. Echó un trago y luego, con la generosidad de los que están muy borrachos, le ofreció la botella al gorila.
El gorila carraspeó, escupió en el pavimento, retiró la mano vacía de debajo de su chaqueta, se relajó y dio media vuelta. Aparte del vagabundo borracho, la calle estaba desierta y no presentaba ningún peligro. El gorila fue hasta la puerta negra y llamó a ella.
Emilio, el hombre que había reclutado a la hija de Dexter, fue el primero en salir, seguido por su jefe. Dexter esperó hasta que la puerta se hubo cerrado y bloqueado automáticamente antes de ponerse en pie. La mano que salió por segunda vez de la bolsa de papel empuñaba un magnum Smith and Wesson del calibre 44 con el cañón recortado.
El gorila que había escupido nunca supo qué fue lo que lo había alcanzado. El proyectil se disgregó en cuatro fragmentos, que penetraron en el blanco después de recorrer los tres metros de distancia que los separaban de él, y produjeron destrozos considerables dentro de su pecho.
Emilio, que era guapo de morirse, había abierto la boca para gritar cuando la segunda descarga le dio simultáneamente en la cara, el cuello, un hombro y el pecho.
El segundo gorila tenía medio cuerpo fuera del coche cuando fue al encuentro de su Hacedor gracias a una cita imprevista con cuatro fragmentos metálicos, que hendieron el aire rotando frenéticamente antes de entrar en el lado de su cuerpo expuesto al tirador. Benjamín Madero había vuelto a la puerta negra y estaba gritando que lo dejaran entrar cuando fueron efectuados los disparos números cuatro y cinco. Algún alma valerosa del interior ya había entreabierto la puerta unos centímetros cuando una astilla rozó su pelo untado de brillantina. La puerta volvió a cerrarse a toda prisa. Madero cayó, todavía golpeando la puerta con los puños pidiendo entrar, y resbaló por el reluciente panel de madera dejando largas manchas rojas con su ensangrentada guayabera tropical. El vagabundo fue hacia él, sin mostrar pánico ni prisa particulares, se inclinó para darle la vuelta y lo miró a la cara. Madero aún vivía, pero ya no por mucho tiempo.
—Amanda Jane, mi hija —dijo en español, y luego disparó el sexto proyectil para hacerle pedazos las entrañas.
Los últimos noventa segundos de vida de Madero no tuvieron nada de divertidos.
Más tarde, un ama de casa que se había asomado a su ventana al otro lado de la calle contó a la policía que vio a un vagabundo doblar la esquina y a continuación oyó el ruido de un ciclomotor que se alejaba. Aquello fue todo.
Antes de que saliera el sol, el ciclomotor quedó apoyado en un muro a dos barrios de distancia, con la llave de encendido puesta y sin la cadena. No duraría ahí más de una hora.
La peluca, los dientes postizos y el impermeable terminaron hechos un ovillo dentro de un cubo de basura en un parque público. La mochila fue arrojada entre los andamios de una obra tras vaciarla por completo.
A las siete horas, un ejecutivo estadounidense que vestía mocasines, pantalones de algodón, un polo y una ligera chaqueta deportiva y llevaba consigo una bolsa de viaje de Abercrombie y Fitch, llamó un taxi enfrente del hotel Miramar y le dijo al taxista que lo llevara al aeropuerto. Tres horas después, ese mismo ejecutivo estadounidense despegó del aeropuerto en la Clase Club del vuelo regular para Newark, de la Continental Airlines.
Y el arma, la Smith and Wesson adaptada para disparar proyectiles que se dividían en cuatro fragmentos mortíferos destinados a los trabajos en distancias cortas, había ido á parar al interior de una cloaca, en algún lugar de aquella ciudad que en ese instante se inclinaba por debajo de la punta del ala.
El arma quizá hubiese estado permitida dentro de los túneles de Cu Chi, pero veinte años después había funcionado de maravilla en las calles de Panamá.
Dexter supo que algo iba mal apenas metió su llave en la cerradura de su apartamento en el Bronx. Al abrir la puerta lo recibió el rostro de su suegra, la señora Marozzi, con las mejillas surcadas de lágrimas.
El dolor no lo era todo; también estaba la culpa. Angela Dexter había dado su aprobación a Emilio como pretendiente para su hija, y luego no había puesto ningún reparo a las «vacaciones» junto al mar que había propuesto el joven panameño. Cuando su esposo dijo que tendría que estar fuera durante una semana para atender ciertos negocios pendientes, Angela supuso que se refería a algún asunto legal.
Él debería haberse quejado. Debería habérselo contado a su esposa. Debería haber entendido lo que le estaba pasando por la cabeza a Angela. Cuando dejó la casa de sus padres después de haberse alojado en ella desde el funeral de su hija, Angela Dexter había vuelto al piso del Bronx con un enorme montón de barbitúricos y había puesto fin a su vida.
El ex obrero de la construcción, soldado, estudiante, abogado y padre se sumió en una profunda depresión. Finalmente llegó a dos conclusiones. La primera fue que ya no le quedaba ninguna vida en el Departamento del Defensor Público, siempre corriendo de los tribunales a los centros de detención para luego regresar a los tribunales. Entregó todos sus expedientes, vendió el piso, se despidió con los ojos llenos de lágrimas de aquella familia Marozzi que tan buena había sido con él y regresó a New Jersey.
Encontró la pequeña población de Pennington, feliz en su boscoso paisaje pero sin ningún nadie que ejerciera la abogacía en ella. Compró una pequeña oficina y colgó su letrero. Adquirió una casa en Chesapeake Drive y una camioneta para sustituir el sedán de la ciudad. Para borrar el dolor, empezó a adiestrarse en la brutal disciplina del triatlón.
La segunda conclusión a la que llegó fue que Madero había muerto de una manera demasiado fácil. Lo que realmente se merecía hubiese sido comparecer ante un tribunal en Estados Unidos y oír cómo un juez lo sentenciaba a cadena perpetua sin ninguna remisión posible de la pena; a despertar cada día y no ver nunca el cielo; a saber que pagaría hasta el fin de sus días por lo que le había hecho a una joven que gritaba.
Calvin Dexter sabía que el ejército de su país y dos años en el infierno maloliente bajo el suelo de la jungla de Cu Chi le habían proporcionado talentos peligrosos. Silencio, paciencia, invisibilidad, la destreza de un cazador, la implacabilidad de un rastreador nato.
Supo por los medios de comunicación que un hombre había perdido a su hijo a manos de un asesino que luego había desaparecido en el extranjero. Dexter estableció un contacto encubierto con él, obtuvo los detalles, fue más allá de las fronteras de su tierra natal y trajo de regreso al asesino. Luego se desvaneció para volver a convertirse en el encantador e inofensivo abogado de Pennington, NJ.
Por tres veces en siete años, colgó el aviso de CERRADO POR VACACIONES en su oficina de Pennington y luego salió al mundo para dar con un asesino y llevarlo de vuelta por la fuerza adonde podría ser «debidamente procesado». Por tres veces alertó al Servicio Federal de Alguaciles y luego volvió a desaparecer entre la oscuridad.
Pero cada vez que lo mejor de la aviación aterrizaba sobre su alfombrilla, Dexter examinaba la columna de pequeños anuncios personales, la única manera en que las poquísimas personas que sabían de su existencia podían establecer contacto con él.
Volvió a hacerlo la soleada mañana de aquel 13 de mayo de 2001. El anuncio rezaba:
«VENGADOR. Buscado. Oferta seria. No hay límite de precio. Se ruega telefonear».