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El padre

Había sido solo una trifulca familiar y debió haber terminado con un beso y pelillos a la mar. Pero tuvo lugar entre una hija de apasionada sangre italiana y un severo y tenaz padre.

En el verano de 1991 Amanda Jane Dexter tenía 16 años y era tremendamente atractiva. Los genes de los Marozzi, de origen napolitano le habían proporcionado un cuerpo como para hacer que un obispo perdiera la cabeza. El rubio linaje anglosajón de Dexter la había dotado de la cara de la Bardot en sus años mozos. Los chicos de la localidad iban tras ella como un enjambre de abejas y su padre tenía que aceptarlo. Pero no le gustaba Emilio.

No tenía nada en contra de los hispanos pero había algo ladino y falso en Emilio, incluso un aire de depredador y cruel, detrás de su imagen de joven ídolo. Pero Amanda Jane había caído rendida a sus pies.

El problema llegó a la cúspide durante las largas vacaciones de verano. Emilio le propuso llevársela de vacaciones a la playa. Hiló una buena historia: habría otros jóvenes, adultos supervisando, deportes de playa, aire fresco y el estimulante olor del Atlántico. Pero cuando Cal Dexter le miró a los ojos, Emilio esquivó la mirada. El instinto le dijo que había algo andaba mal. Y dijo que no.

Una semana después Amanda Jane se fugó. Dejó una nota diciendo que no se preocuparan, que todo iría estupendamente, pero que ella ya era una mujer adulta y se negaba a que la tratasen como a una niña. Nunca regresó.

Las vacaciones escolares llegaron a su fin. Amanda Jane seguía sin aparecer. Cuando ya era demasiado tarde, su madre, que había aprobado su petición, escuchó por fin a su esposo. No tenían la dirección de la escapada playera, y no sabían absolutamente nada sobre los padres de Emilio, dónde vivía éste o su procedencia. La dirección del Bronx que había estado utilizando resultó ser una pensión. Su coche tenía matrícula de Virginia, pero una comprobación en Richmond informó a Dexter de que había sido vendido al contado en julio. Hasta su apellido, González, era tan común entre los hispanos como Smith entre los anglosajones.

Cal Dexter consultó, a través de sus contactos, con el sargento del Departamento de Personas Desaparecidas de la policía de Nueva York. El sargento se mostró comprensivo, pero resignado.

—Hoy en día tener dieciséis años es como ser adulto, abogado. Duermen juntos, pasan las vacaciones juntos, se van a vivir juntos…

El Departamento de Personas Desaparecidas solo podía emitir una orden de búsqueda en el caso de que hubiera alguna evidencia de amenazas, malos tratos, abandono del hogar paterno causado por el uso de la fuerza, abuso de drogas, lo que fuera.

Dexter mencionó un mensaje telefónico. Había sido enviado a una hora en que Amanda Jane sabía que su padre estaría trabajando y su madre se encontraría fuera de casa. El mensaje estaba grabado en la cinta del contestador.

En él Amanda Jane aseguraba que se encontraba bien, que era muy feliz y que ninguno de los dos debía preocuparse por ella. Estaba viviendo su propia vida y disfrutando mucho de ella. Volvería a ponerse en contacto con sus padres cuando estuviera preparada para ello.

Cal Dexter siguió la pista de la llamada. Procedía de un móvil, de los que empleaban esas tarjetas que se compraban en cualquier sitio, por lo que resultaba imposible localizar a su dueño. Le puso la cinta al sargento y éste se encogió de hombros. Como ocurre en todos los departamentos de personas desaparecidas de todas las fuerzas policiales del país, el sargento tenía un montón de casos pendientes. Aquello no era una emergencia.

La Navidad llegó, pero no resultó nada alegre. Para el hogar de los Dexter, fue la primera celebración navideña en dieciséis años que pasaron sin la compañía de su pequeña.

El cadáver fue encontrado por un hombre que había salido a correr por la mañana. Aquel hombre se llamaba Hugh Lamport, tenía una pequeña asesoría fiscal y era un ciudadano honrado y respetuoso de la ley que trataba de mantenerse en forma. Para él aquello significaba correr cinco kilómetros todos los días entre las seis y media y hasta tan cerca de las siete como se lo permitiera el cuerpo; esta obligación incluía mañanas tan frías y nubladas como la del 18 de febrero de 1992.

El señor Lamport estaba corriendo por el lateral herboso de Indian River Road, Virginia Beach, que era donde vivía. La hierba resultaba menos dura para los tobillos que el asfalto o el cemento. Pero cuando llegó a un puente que salvaba una pequeña alcantarilla, el señor Lamport se encontró con que podía elegir entre pasar por el puente de cemento o saltar al fondo de la alcantarilla. Saltó.

Entonces vio que algo pasaba por debajo de él durante el salto, algo que relucía pálidamente en la penumbra que precede al amanecer. Tras tomar tierra, el señor Lamport se volvió y escrutó la alcantarilla. La joven yacía en la postura extrañamente descoyuntada de la muerte, mitad dentro del agua y mitad fuera de ella. El señor Lamport miró frenéticamente en torno a sí y vio una tenue luz a unos cuatrocientos metros de distancia entre los árboles; otra persona madrugadora se estaba preparando la taza de café matinal. El señor Lamport echó a correr hacia allí y llamó enérgicamente a la puerta. La persona que había estado preparándose el café miró por la ventana, escuchó la explicación que Lamport le daba a voz en cuello y lo dejó entrar.

La llamada fue atendida por la telefonista del turno de noche en la centralita de la comisaría central de Princess Anne Road, Virginia City. Al advertir que se trataba de un asunto urgente, la funcionaria pidió que acudiera el coche patrulla más próximo. La respuesta a su petición llegó del único coche patrulla del distrito Primero, que se encontraba a un kilómetro y medio aproximadamente de la alcantarilla. Recorrió esa distancia en un minuto; se encontró a un hombre con chándal y otro que llevaba una bata para indicarles el lugar.

Los dos agentes no necesitaron más de un par de minutos para pedir que vinieran los detectives de Homicidios y un equipo forense completo. El dueño de la casa trajo café, que fue recibido con gratitud, y los cuatro hombres esperaron.

Ese sector del este de Virginia está ocupado por seis ciudades contiguas, lo que forma una conurbación que se prolonga durante kilómetros a lo largo de ambas orillas del río James y Hampton Roads. Es un paisaje salpicado de bases de la Armada y la Aviación, ya que allí las carreteras y los caminos desembocan en la bahía de Chesapeake y por lo tanto terminan en el Atlántico.

De las seis ciudades, incluidas Norfolk, Portsmouth, Hampton (con Newport News), James City y Chesapeake, la mayor con mucho es Virginia Beach. Cubre casi dos mil cien kilómetros cuadrados y tiene cuatrocientos treinta mil habitantes del millón y medio de la conurbación.

De sus cuatro distritos, el Segundo, el Tercero y el Cuarto corresponden a áreas edificadas, mientras que el Primero es muy extenso y fundamentalmente rural. Sus mil trescientos veinte kilómetros cuadrados, divididos en dos grandes secciones por Indian River Road, se extienden hasta la frontera de Carolina del Norte. Los expertos del Departamento Forense y los hombres de Homicidios llegaron a la alcantarilla aproximadamente en el mismo momento, treinta minutos más tarde. El forense apareció cinco minutos después. El amanecer, o lo que pasaba por él, también llegó, y no tardó en ponerse a lloviznar.

El señor Lamport fue llevado a su casa para que pudiera ducharse e hiciese una declaración completa. El hombre que había estado preparando el café también declaró, lo cual significaba que solo pudo confirmar que no había visto ni oído nada durante la noche.

El forense estableció rápidamente que la víctima era una joven blanca, que la muerte se había producido casi con seguridad en otro lugar y que el cadáver había sido arrojado a la alcantarilla presumiblemente desde un coche. Ordenó al ayudante de la ambulancia que llevara el cadáver al depósito estatal de Norfolk, una instalación que sirve a las seis ciudades.

Los detectives locales de Homicidios dedicaron un poco más de tiempo a pensar que si los asesinos, que parecían tener el código moral situado más o menos al nivel del ombligo de una serpiente y un coeficiente intelectual que hacía juego con él, hubieran seguido cinco kilómetros más, habrían entrado en los terrenos pantanosos que rodean la bahía Back. Allí, un cuerpo lastrado con algo de peso podía desaparecer para siempre sin que nadie se enterara jamás. Pero al parecer se les había agotado la paciencia, y tiraron su horrible carga allí donde esta sería encontrada rápidamente, lo que daría inicio a una caza del hombre.

En Norfolk comenzaron a trabajar con el cadáver: hacer una autopsia que estableciera la causa, el tiempo y, a ser posible, el lugar de la muerte, así como establecer su identidad. El examen visual no reveló nada significativo; la ropa interior era sucinta, aunque ya no resultaba provocativa, y el vestido, bastante revelador, estaba hecho jirones. No había medallones, brazaletes, tatuajes o bolso.

Antes de que el patólogo forense diera inicio a su tarea, el rostro de la víctima, que mostraba lesiones y contusiones indicativas de una paliza salvaje, fue restaurado lo mejor que se pudo mediante suturas y maquillaje, y fotografiado. La foto circularía por las brigadas antivicio de las seis ciudades, porque el código del cuerpo parecía indicar una posibilidad de que la joven hubiera formado parte de aquello que se conoce con el eufemismo de «vida nocturna».

Los otros dos detalles que los cazadores de identificaciones necesitaban y obtuvieron eran las huellas dactilares y el grupo sanguíneo. Después el patólogo empezó a trabajar. Fueron las huellas dactilares las que proporcionaron algo de base a su investigación.

Las seis ciudades respondieron que no tenían resgistradas las huellas. Los detalles fueron enviados a la capital estatal, Richmond, donde se guarda un archivo de huellas dactilares que abarca toda Virginia. Transcurrieron los días. La respuesta finalmente llegó: «Lo sentimos». El siguiente paso hacia arriba es el FBI, que cubre la totalidad de Estados Unidos y utiliza el Sistema de Identificación Automatizado Internacional de Huellas Dactilares, el SIAIHD.

El informe del patólogo afectó incluso a los endurecidos detectives de Homicidios. La joven no parecía tener mucho más de dieciocho años, eso si los tenía. Había sido hermosa, pero alguien, además de la manera de vivir de la joven, se había encargado de poner fin a eso.

La dilatación vaginal y anal era tan exagerada que estaba claro que la joven había sido penetrada, y repetidamente, por instrumentos mucho más grandes que un órgano masculino normal. La paliza que había acabado con su vida no había sido la única, sino que había habido otras antes. También se detectó que consumía heroína, probablemente desde hacía seis meses como máximo.

Tanto para los detectives de Homicidios como para los de la brigada contra el vicio de Norfolk, el informe decía «prostitución». El que este hecho pudiera estar acompañado de drogadicción, y que fuera el proxeneta el único suministrador de la droga, no constituía ninguna novedad para ellos.

Cualquier chica que intentara huir de las garras de semejante clase de vida, se arriesgaba a ser castigada, lo que de producirse podía llevar aparejado el que se la obligara a participar en exhibiciones que incluían el bestialismo y las más brutales perversiones. Había seres que estaban dispuestos a pagar por aquello, y como consecuencia también había seres dispuestos a suministrárselo.

Después de la autopsia, el cadáver pasó a la nevera mientras continuaba la búsqueda de su identidad. La joven seguía siendo Juanita Nadie. Entonces un detective de la brigada contra el vicio de Portsmouth creyó reconocer la fotografía que se había hecho circular, a pesar de los daños y de la decoloración de la piel. Le pareció que podía tratarse de una prostituta que se hacía llamar Lorraine.

Las indagaciones revelaron que «Lorraine» llevaba varias semanas en paradero desconocido. Antes de aquello había trabajado para una pandilla de hispanos, famosa por su salvajismo, que utilizaba a sus componentes para que entablaran relación con muchachas de las ciudades del norte y las atrajeran hacia el sur con promesas de matrimonio, unas preciosas vacaciones, o lo que hiciera falta en cada caso.

La brigada contra el vicio de Portsmouth estuvo trabajando a fondo a la banda, pero sin obtener ningún resultado. Los chulos aseguraron ignorar el verdadero nombre de Lorraine, e insistieron en que la chica ya era una profesional cuando había llegado allí y que había regresado a la costa Oeste por decisión propia. La fotografía simplemente no era lo bastante clara para demostrar que no hubiera sido así.

Pero Washington sí que pudo demostrarlo, porque aportó una identificación firme basada en las huellas dactilares. Amanda Jane Dexter había intentado ser más lista que el servicio de seguridad de un supermercado local y había robado uno de los artículos allí expuestos. La cámara de seguridad la puso en evidencia. El tribunal juvenil aceptó la historia de Amanda Jane, respaldada por cinco compañeras de clase, y la dejó marchar con una advertencia. Pero sus huellas dactilares pasaron a los archivos del Departamento de Policía de Nueva York, y habían sido enviadas al SIAIHD.

—Me parece —murmuró el sargento Austin, de la brigada contra el vicio de Portsmouth cuando se enteró— que ahora quizá pueda echarles el guante a esos bastardos.

Cuando el teléfono sonó en el apartamento del Bronx estaba haciendo otra asquerosa mañana invernal, pero aun así tal vez fuese lo bastante buena para pedirle a un padre que recorriera casi quinientos kilómetros para identificar a su única hija.

Cal Dexter se quedó sentado en el borde de la cama y pensó que hubiera sido preferible morir en los túneles de Cu Chi antes que tener que soportar aquel dolor. Finalmente se lo contó a Angela, y luego la abrazó mientras ella sollozaba. A continuación telefoneó a su suegra, que fue de inmediato.

No podía esperar a que despegara un avión de La Guardia con rumbo al aeropuerto internacional de Norfolk. Le habría resultado imposible quedarse sentado allí y aguardar en el caso de que hubiera habido un retraso en los vuelos debido a la niebla, la lluvia, el granizo o una congestión en el tráfico aéreo. Lo que hizo fue coger su coche y conducir hasta allí. Saliendo de Nueva York, cruzó el puente para entrar en Newark y después siguió adelante a través de todos aquellos lugares que tan bien había llegado a conocer mientras lo trasladaban de una obra a otra. Luego salió de New jersey, atravesó un trozo de Pensilvania y otro de Delaware, y finalmente fue hacia el sur, más y más, dejando atrás Baltimore y Washington hasta que llegó al final de Virginia.

En el depósito de cadáveres de Norfolk, Cal Dexter bajó la mirada hacia aquella cara que en otro tiempo había sido hermosa y tan querida y dirigió un vago asentimiento de cabeza hacia el detective de Homicidios que lo había acompañado; posteriormente Dexter conoció los aspectos básicos mientras tomaba un café con el detective. Amanda Jane había recibido una paliza a manos de una persona o varias personas desconocidas. Había muerto a causa de una severa hemorragia interna. Al parecer, después los asesinos habían metido el cuerpo dentro del maletero de un coche, conducido hasta la parte más rural del distrito Primero, Virginia City, y lo habían tirado allí. Las investigaciones continuaban su curso. Dexter supo que aquello solo era una parte de la verdad.

Hizo una larga declaración y refirió a los detectives todo cuanto sabía acerca de «Emilio», pero a aquellos el nombre no les dijo nada. Dexter solicitó que le entregaran el cuerpo de su hija para llevárselo. La policía no tenía nada que objetar a su petición, pero la decisión le correspondía al Departamento Forense. Requirió tiempo. Formalidades. Procedimientos legales. Dexter fue a Nueva York en su coche, lo dejó allí, regresó y esperó. Finalmente pudo llevar el cadáver de su hija en un coche fúnebre, de vuelta a casa.

El féretro estaba sellado. Dexter no quería que su esposa ni ningún miembro de la familia viera lo que había dentro de él. El funeral fue una ceremonia íntima. Amanda Jane fue enterrada cuando solo faltaban tres días para que cumpliese diecisiete años. Una semana después, Dexter regresó a Virginia.

El sargento Austin estaba en su despacho de la sede central de la policía de Portsmouth, en el número 711 de Crawford Street, cuando lo llamaron desde la centralita para decirle que había un tal señor Dexter que deseaba verlo. El nombre no significó nada para él. No lo relacionó con el hecho de que hubiese reconocido un rostro en la fotografía de aquella prostituta, Lorraine.

Preguntó qué quería el señor Dexter y le dijeron que el visitante quizá pudiera aportar algo una investigación en curso. Sobre esa base, el visitante fue acompañado al despacho del sargento.

Fundada por los británicos mucho antes de la Revolución, Portsmouth es la más antigua de las seis ciudades del conurbano.

En la actualidad ocupa la orilla sudoeste del río Elizabeth, y consiste principalmente en edificios no muy altos de ladrillo rojo que contemplan a través de las aguas el moderno esplendor de los rascacielos de Norfolk, que se alzan al otro lado. Es el lugar al que van muchos soldados y trabajadores en busca de «un rato agradable» cuando ya ha oscurecido. La brigada contra el vicio del sargento Austin no estaba allí para servir de adorno.

El visitante no parecía gran cosa comparado con la musculosa mole del antiguo defensa central de fútbol americano convertido en detective. Se limitó a detenerse delante del escritorio y dijo:

—¿Se acuerda de esa adolescente que se dedicó a la prostitución y se volvió adicta a la heroína, fue violada y después golpeada hasta morir hace cuatro semanas? Soy su padre.

Sonó una alarma en la mente del sargento, que se puso de pie y extendió la mano. Los ciudadanos enfurecidos y deseosos de venganza contaban con toda su simpatía, y no podían esperar otra cosa. Sin embargo, para cualquier policía que esté haciendo su trabajo, esas personas constituyen una molestia y pueden llegar a ser peligrosas.

—Lo lamento mucho, señor. Puedo asegurarle que se hizo cuanto…

—Tranquilo, sargento. Solo quiero saber una cosa y luego lo dejaré en paz.

—Señor Dexter, comprendo sus sentimientos, pero no estoy capacitado para…

El visitante llevó la mano derecha al bolsillo de su chaqueta y se dispuso a sacar algo de él. ¿Habrían metido la pata los de seguridad en la entrada? ¿Iba armado aquel hombre? La pistola del sargento se encontraba a la incómoda distancia de tres metros, guardada dentro del cajón de un escritorio.

—¿Qué está haciendo, señor?

—Me dispongo a poner encima de su escritorio unos cuantos trozos de metal, sargento Austin.

El hombre siguió hablando hasta que hubo terminado. El sargento Austin había estado en el ejército, porque él y su visitante eran de una edad similar, pero nunca había salido de Estados Unidos.

Un instante después bajaba la vista hacia dos Estrellas de Plata, tres Estrellas de Bronce, la Medalla de Honor del Ejército y cuatro Corazones Púrpura. El sargento Austin nunca había visto nada semejante.

—Hace mucho tiempo y muy lejos de aquí, pagué por el derecho a saber quién mató a mi hija. Lo compré con mi sangre. Usted me debe ese nombre, señor Austin.

El detective de la brigada contra el vicio fue hacia la ventana y miró en dirección a Norfolk. Aquello era irregular, completamente irregular. Podía costarle su puesto en el cuerpo.

—Madero. Benjamin Benny Madero. Dirigía una pandilla de hispanos que se dedicaba al negocio del vicio. Muy violento, muy depravado. Sé que fue él quien lo hizo, pero no dispongo de pruebas suficientes para detenerlo.

—Gracias —dijo el hombre detrás de él, recogiendo sus medallas.

—Pero en el caso de que esté pensando en hacerle una visita, llega demasiado tarde —añadió el sargento—. Yo también he llegado demasiado tarde. Todos hemos llegado demasiado tarde. Madero se ha ido. Ha vuelto a su Panamá natal.

Una mano empujó la puerta del pequeño emporio de arte oriental de la calle Veintidós junto a Madison Avenue, en Manhattan. La campanilla que había encima del quicio tintineó con el movimiento de la puerta.

El visitante paseó la mirada por los estantes llenos de jade y celadón, piedra y porcelana, marfil y cerámica que había a su alrededor; vio elefantes y semidioses, paneles, colgaduras murales, pergaminos e innumerables Budas. Una figura salió de la parte de atrás de la tienda.

—Necesito una nueva identidad —dijo Calvin Dexter. Habían transcurrido catorce años desde que le había permitido rehacer sus vidas al antiguo vietcong y a su esposa. El oriental no titubeó ni un instante. Inclinó la cabeza.

—Por supuesto —dijo—. Venga conmigo, por favor.

Era el 15 de Marzo de 1992.