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El pozo

La paz había llegado a Bosnia con los acuerdos de Dayton de noviembre de 1995, pero más de cinco años después las cicatrices de la guerra todavía no estaban ni siquiera disimuladas y mucho menos curadas.

Bosnia nunca había sido una república rica. No tenía reservas minerales ni ninguna costa dálmata para atraer a los turistas; únicamente una agricultura que apenas si empleaba tecnología en las granjas desperdigadas entre las montañas y los bosques.

Recuperarse de los daños económicos requeriría varios años, pero el daño social había sido mucho peor. Eran muy pocos los que se sentían capaces de imaginar que no harían falta una o dos generaciones para que serbios, croatas y musulmanes aceptaran volver a vivir los unos al lado de los otros, o siquiera separados por unos cuantos kilómetros, en zonas vigiladas por las fuerzas armadas.

Los organismos internacionales expresaron sus habituales consideraciones sobre la reunificación y la restauración de la confianza mutua, justificando así los intentos condenados al fracaso de recomponer los pedazos de la federación en vez de hacer frente a la necesidad de la partición.

La tarea de gobernar aquella entidad hecha añicos fue confiada al alto representante de las Naciones Unidas, una especie de procónsul con poderes casi absolutos, respaldado por los soldados de la UNPROFOR. De todas las tareas nada atractivas que recayeron sobre las personas que no disponían de tiempo para exhibirse en el escenario político pero que realmente hacían que las cosas sucedieran, la menos agradable fue la de la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas (CIPD).

Dicha labor fue llevada a cabo con una impresionante y callada eficiencia por Gordon Bacon, un antiguo policía inglés. La CIPD tuvo que cargar con la tarea de escuchar a las decenas de miles de familiares de los «desaparecidos» y tomar sus declaraciones por una parte, así como de seguir la pista a los centenares de «minimatanzas» que se habían producido desde 1992 y exhumar los cuerpos por otra. La tercera labor consistió en tratar de emparejar las declaraciones con los restos encontrados y así devolver el cráneo y el montón de huesos a los familiares, para que estos los enterraran por última vez según su credo religioso o la ausencia del mismo.

El proceso de emparejamiento habría resultado completamente imposible sin el ADN, pero la nueva tecnología significaba que un poco de sangre tomada de uno de los familiares y una astilla de hueso procedente del cadáver bastaban para proporcionar una prueba indudable de la identidad del segundo. A mediados del año 2000, el laboratorio de ADN más eficiente y rápido de Europa no se encontraba en la capital de algún próspero país occidental sino en Sarajevo, donde era dirigido y gestionado por Gordon Bacon con unos fondos minúsculos. Para verlo, el Rastreador entró en la ciudad bosnia al volante de su coche dos días después de que Milan Rajak hubiera firmado la declaración con su nombre.

El Rastreador no había tenido necesidad de llevar consigo al serbio. Rajak había revelado que antes de morir el cooperante bosnio Fadil Sulejman había explicado a sus asesinos que la granja había pertenecido a su familia. Gordon Bacon leyó la declaración de Rajak con interés.

Ya había tenido ocasión de leer centenares de declaraciones antes, pero quienes las hacían siempre eran los escasos supervivientes, nunca uno de los perpetradores, y en ninguna de ellas se había visto involucrado un estadounidense. El Rastreador comprendió que el misterio de lo que él conocía como el expediente Colenso por fin podría ser resuelto. Habló con el comisionado de la CIPD para la zona de Travnik y le pidió la máxima cooperación posible con el señor Gracey cuando éste llegara allí. Luego pasó la noche en el dormitorio que tenía disponible su compatriota y por la mañana partió hacia el norte.

Se necesitan poco más de dos horas para llegar a Travnik, y a mediodía el Rastreador ya se encontraba allí. Había hablado con Stephen Edmond, y una muestra de la sangre del abuelo estaba en camino desde Ontario.

El 11 de abril el equipo de exhumación salió de Travnik en dirección a las colinas, con la ayuda de un guía local. Las preguntas formuladas en la mezquita habían descubierto rápidamente a dos hombres que habían conocido a Fadil Sulejman, uno de los cuales sabía de la granja de la familia de éste en el valle. Ahora aquel hombre iba en el todoterreno que abría la marcha.

Los hombres que se encargarían de cavar habían llevado consigo ropa protectora, equipos de respiración, palas, cepillos para el pelo provistos de cerdas blandas, guantes y bolsas para guardar los restos, todo lo que necesitaban emplear en su horrendo trabajo.

El valle se hallaba igual de como debía de haber sido seis años antes, a excepción de la vegetación, un poco más crecida. Nadie se había presentado para reclamarlo. La familia Sulejman sencillamente parecía haber dejado de existir.

Dieron con el pozo sin dificultad. Las lluvias primaverales no habían sido tan abundantes como en el año 1995, y el contenido del pozo había ido solidificándose hasta quedar convertido en una arcilla maloliente. Los hombres que se encargarían de cavar se protegieron las piernas con unas prendas que recordaban un poco a las botas altas que utilizan quienes van a pescar con mosca, y luego se pusieron unas chaquetas protectoras. Por lo demás, parecían inmunes a la fetidez.

Rajak había declarado que el día del asesinato el pozo negro estaba lleno a rebosar, pero si los pies de Ricky Colenso habían tocado el fondo, no podía tener más de un metro ochenta de profundidad, aproximadamente. Lo escaso de las lluvias había hecho que la superficie se hallara medio metro más abajo.

Después de que se hubiera sacado a paletadas poco más de medio metro de barro viscoso, el comisionado de la CIPD ordenó a sus hombres que reemplazaran las palas por unas llanas. Una hora después se hicieron visibles los primeros huesos, y al cabo de otra hora de trabajo con rascadores y cepillos de pelo de camello, el lugar de la matanza quedó al descubierto.

El aire no había penetrado en ningún momento hasta el fondo del pozo, y eso había impedido la labor de los gusanos. La descomposición se debía únicamente a las enzimas y los bacilos.

Había desaparecido hasta el último fragmento de tejido, y tras ser limpiada con un paño húmedo la primera calavera que había quedado visible relució con una límpida blancura. Había trozos de cuero, procedentes de las botas y los cinturones de los dos hombres, así como una hebilla de cinturón ornamentada, seguramente llegada de Estados Unidos, además de remaches metálicos de los tejanos y botones de una chaqueta de pana.

Uno de los hombres que estaban arrodillados en el fondo del pozo dijo que había encontrado algo y les pasó un reloj. Los setenta meses pasados no habían afectado la inscripción que había en el reverso de aquél: RICKY, DE MAMÁ. GRADUACIÓN. 1994.

Todos los niños habían sido arrojados al pozo cuando ya estaban muertos, y al hundirse habían quedado los unos encima de los otros, o muy cerca. El tiempo y la descomposición habían convertido los seis cadáveres en un amasijo de huesos, pero el tamaño de los esqueletos revelaba su origen.

Sulejman también estaba muerto en el momento de ser arrojado al pozo. Su esqueleto yacía sobre la espalda, con las extremidades extendidas, de la misma manera en que se había ido hundiendo el cuerpo. Su amigo bajó la mirada hacia el interior del pozo y le rezó a Alá. Confirmó que su antiguo compañero de clase medía aproximadamente un metro setenta de estatura.

El octavo cuerpo era el más grande, pues su estatura superaba el metro ochenta. Yacía de un costado, como si en su agonía el americano hubiera intentado arrastrarse hacia la pared del pozo a través de la negrura. Los huesos estaban encogidos sobre sí mismos, en posición fetal. El reloj provenía de aquel montón de huesos, así como la hebilla del cinturón. Los dientes delanteros del cráneo estaban destrozados, lo que confirmaba el testimonio de Rajak.

El sol ya había empezado a ponerse cuando el último hueso fue recuperado y guardado. Los restos de los dos adultos fueron introducidos en sendas bolsas, mientras que los de los niños fueron metidos en una; ya los clasificarían en el depósito de cadáveres, en la ciudad.

El Rastreador regresó a Vitez en su coche para pasar la noche allí. Hacía mucho tiempo que el ejército británico se había marchado de Vitez, pero se alojó en el mismo hostal donde lo había hecho antes. Por la mañana volvió a la delegación de la CIPD en Travnik.

Desde Sarajevo, Gordon Bacon autorizó al comisionado local a que entregara los restos de Ricky Colenso al comandante Gracey, quien se encargaría de trasladarlos a la capital.

La muestra de sangre ya había llegado de Ontario. Las pruebas del ADN quedaron completadas en apenas dos días. El director de la delegación de la CIPD en Sarajevo confirmó que el esqueleto más grande en efecto correspondía a Richard Ricky Colenso, de Georgetown, Estados Unidos de América. Ahora necesitaba contar con la autorización formal de los familiares para dejarlo al cuidado de Philip Gracey, de Andover, Hampshire, Reino Unido. Dicha autorización tardó un par de días en llegar.

Durante ese intervalo, y siguiendo las instrucciones enviadas desde Ontario, el Rastreador compró un féretro en la mejor funeraria de Sarajevo. Los encargados de esta dispusieron el esqueleto junto con otros materiales para proporcionar al ataúd el mismo peso y equilibrio que si contuviera un auténtico cadáver, y luego lo sellaron para siempre.

Fue el 16 de abril cuando el Grumman IV del magnate canadiense llegó con una carta de autorización para seguir adelante. El Rastreador entregó el féretro y el grueso expediente lleno de papeleo al capitán, y luego regresó a su hogar y a los verdes campos de Inglaterra.

Stephen Edmond estaba en el aeropuerto Dulles de Washington para recibir a su reactor cuando éste tomó tierra la tarde del día 16, después de haber repostado en Shannon. Un magnífico coche fúnebre llevó el féretro a una funeraria, donde permanecería durante dos días mientras se completaban los últimos trámites para el entierro.

El día 18 la ceremonia tuvo lugar en el muy exclusivo cementerio de Oak Hill, en la calle R de la zona noroeste de Georgetown. Fue un acto íntimo y se llevó a cabo siguiendo el rito de la Iglesia Católica. La madre del chico, la Sra. Annie Colenso, de soltera Edmond, estaba de pie con el brazo de su marido alrededor de ella, sollozando suavemente. El profesor Colenso se secaba los ojos y miraba de vez en cuando a su suegro, como si no supiera qué hacer y buscara su guía.

Al otro lado de la tumba el canadiense de 81 años de edad estaba de pie con su traje oscuro como un pilar de su propio mineral de pentlandita y miraba sin pestañear hacia el ataúd de su nieto. No le había mostrado el informe del Rastreador a su hija o a su yerno y naturalmente tampoco el testimonio de Milan Rajak. Sólo sabían que un testigo ocular había venido mas tarde diciendo que recordaba haber visto el Landcruiser negro en el valle, y como consecuencia, los dos cuerpos habían sido encontrados. Pero tuvo que reconocer que habían sido asesinados y enterrados. No había otra forma de explicárselo al chico de seis años.

Una vez acabado el servicio religioso, los asistentes al funeral se marcharon para dejar trabajar a los enterradores. La señora Colenso corrió hacia su padre y lo abrazó, apretando su cara contra la tela de su camisa. La miró y acarició su cabeza, al igual que lo había hecho cuando ella era una niña y algo la asustaba.

—Papá, quiero que quien sea que le haya hecho esto a mi hijo sea atrapado. No quiero que le maten rápida y limpiamente. Quiero que despierte cada mañana en la cárcel durante el resto de su vida y que sepa que no saldrá nunca, y quiero que reflexione y se de cuenta de que esto le está sucediendo porque mató a mi hijo a sangre fría.

El anciano ya había tomado una decisión.

—Puede que tenga que remover el cielo y puede que tenga que remover el infierno y así lo haré si debo hacerlo —dijo con voz sorda.

La dejó ir, saludo con la cabeza al profesor y fue hacia su limusina. En cuanto el chófer empezó a subir la cuesta tomó el teléfono y marcó un número. En alguna parte, en Capitol Hill, una secretaria contestó.

—Comuníqueme con el senador Peter Lucas —dijo.

La cara del viejo senador de New Hampshire se iluminó al recibir el mensaje. Las amistades nacidas en el calor del combate pueden durar una hora o toda una vida. Hacía 56 años que Stephen Edmond y Peter Lucas habían estado sentados en un prado inglés, una mañana de primavera, y habían llorado por los jóvenes de ambos países que nunca volverían a casa. Pero su amistad había perdurado como si fueran hermanos.

Ambos sabían que cualquiera de los dos iría hasta el fin del mundo si el otro se lo pedía. Ahora el canadiense estaba a punto de pedirlo.

Uno de los aspectos de la genialidad de Franklin Delano Roosevelt era que, aun siendo un demócrata convencido, estaba preparado para utilizar el talento donde quiera que lo encontrara. Fue justo después de Pearl Harbor cuando había dado con un republicano conservador en un partido de fútbol y le había pedido que entrase a formar parte de la Oficina de Servicios Estratégicos.

El hombre que había encontrado era el general William «Bill el Salvaje» Donovan, hijo de unos inmigrantes irlandeses, que había estado al mando del Regimiento de Lucha 69 en el frente oeste, durante la primera guerra mundial. Después de esto, y siendo un experimentado abogado, se convirtió en Fiscal General Adjunto bajo las órdenes de Herbert Hoover; luego pasó años como asesor legal en Wall Street.

No eran sus habilidades como abogado lo que Roosevelt necesitaba; la cualidad que él necesitaba para crear la primera unidad de los servicios de inteligencia y fuerzas especiales de los Estados Unidos era su belicosidad pura. Sin mucha vacilación el viejo guerrero reunió en torno suyo un cuerpo de jóvenes brillantes y bien relacionados como sus «correveydile».

Entre ellos estaban Arthur Schlesinger, David Bruce y Henry Hyde, todos llegarían a la oficina principal.

En ese tiempo Peter Lucas, aumentaba sus riquezas y privilegios entre Manhattan y Long Island, era un estudiante de segundo año en Princeton, y el día de Pearl Harbor decidió que también quería ir a la guerra. Su padre le prohibió semejante cosa. En febrero de 1942, el joven desobedeció a su padre y dejó la universidad; todo el gusto por los estudios había desaparecido. Tomó varios cursos tratando de encontrar algo que realmente quisiera hacer; jugando con la idea de ser piloto de guerra, tomó lecciones privadas de aviación hasta que comprendió que tenía el mal de altura.

Los sistemas operativos se establecieron en junio de 1942. Peter Lucas se ofreció a sí mismo de inmediato y fue aceptado. Se veía a sí mismo con la cara pintada de negro, arrastrándose por las noches muy lejos de las líneas Alemanas. En lugar de eso asistió a numerosas fiestas de cocktail. El general Donovan quería un ayudante de campo de primera clase, eficiente y pulido.

Vio de cerca las preparaciones para los aterrizajes en Sicilia y Salerno, en el cual los agentes de sistemas operativos estaban totalmente involucrados, y rogaba por algo de acción. Ten paciencia, se decía a sí mismo. Era como llevar a un niño a una tienda de dulces pero dejarlo dentro de una caja de vidrio. Podía ver pero no podía tocar. Finalmente, acudió al general con un rotundo ultimátum:

—O peleo bajo sus órdenes, o renuncio y me uno a los transportadores aéreos.

Nadie le daba ningún ultimátum a «Bill el Salvaje» Donovan pero clavó su mirada en aquel joven y quizá vio algo de lo que él mismo era hacía un cuarto de siglo antes.

—Haga ambas cosas —le dijo—, en orden inverso.

Con Donovan manteniéndole todas las puertas abiertas. Peter Lucas se desprendió del odiado traje de civil y fue a Fort Benning para convertirse en una «maravilla de noventa días», un atajo rápido para salir como Subteniente de los Transportadores Aéreos.

Se perdió los aterrizajes del día D en Normandía —estaba todavía en la escuela de paracaidistas—. Cuando se graduó, regresó con el General Donovan.

—Usted lo prometió —le dijo.

Peter Lucas consiguió su salto en paracaídas con la cara pintada de negro, durante una fría noche otoñal, en las montañas detrás de las líneas alemanas en la Italia del norte. Ahí se cruzó con los partidarios italianos que eran fervientes comunistas, y con las Fuerzas Especiales Británicas que parecían bastante retiradas como para dedicarse a algo.

En un par de semanas que aprendió que la «retirada» era un truco. El grupo de Jedburgh al que se había unido estaba formado por algunos de los asesinos con más experiencia y disciplina de la guerra. Sobrevivió el amargo invierno de 1944 en las montañas, y casi permaneció ileso hasta el final de la guerra. Era Marzo de 1945 cuando él y otros cinco corrieron hacia una brigada de resistencia de hombres de las SS en la retaguardia. Ni siquiera sabían que siguieran en la región. Hubo un tiroteo y le pegaron dos balas de una ametralladora Schmeisser en el hombro y brazo izquierdo.

Estaban a muchas millas de ningún lado, sin morfina, y les costó una semana de marcha en agonía hasta encontrar una unidad del frente británico. Le practicaron una operación de urgencia, un vuelo aturdidor como morfina en un Liberator y una convalescencia mucho mejor en un hospital londinense.

Cuando estuvo lo suficiente bien para irse, fue enviado a una casa para convalecientes en la costa de Sussex. Compartió habitación con un piloto peleador canadiense que se recuperaba lentamente de dos piernas rotas. Jugaron ajedrez mientras pasaban los días.

Al volver a casa se encerró en su caparazón. Entró a trabajar en la firma de su padre en Wall Street y pasado un tiempo terminó dirigiéndola. Tras convertirse en un auténtico gigante de la comunidad financiera, a la edad de setenta años se presentó a las elecciones al Senado. En abril de 2001 Peter Lucas se hallaba en su cuarto y último mandato como senador republicano por New Hampshire y acababa de ver cómo se elegía a un presidente de su partido.

Cuando supo quién estaba al otro extremo de la línea, Lucas le dijo a su secretaria que no le pasara ninguna otra llamada y su voz atronó en la limusina que en ese momento se encontraba rodando por la carretera a quince kilómetros de allí.

—¡Steve! Me alegro mucho de volver a oírte. ¿Dónde estás?

—Aquí, en Washington. Peter, necesito verte. Se trata de algo muy importante.

Percibiendo el estado de ánimo de su amigo, el senador también se puso serio.

—Claro, muchacho. ¿Quieres contármelo ahora?

—Prefiero hacerlo durante el almuerzo. ¿Puedes hacerme un hueco en tu agenda?

—Tacharé todo lo que tenga apuntado en la página. Iremos al Hay Adams. Pregunta por mi mesa habitual del rincón. Allí se está muy tranquilo. A la una en punto, ¿de acuerdo?

Los dos amigos se encontraron cuando el senador entró en el vestíbulo. El canadiense lo estaba esperando allí.

—A juzgar por el tono de tu voz el asunto parecía realmente serio, Steve. ¿Tienes algún problema?

—Acabo de venir de un entierro en Georgetown. He enterrado a mi único nieto.

El senador lo miró y las arrugas del dolor compartido fruncieron su rostro.

—Santo Dios… Lo siento muchísimo, viejo amigo. No soy capaz de imaginarlo. ¿Enfermedad? ¿Accidente?

—Hablemos en la mesa. Hay algo que necesito que leas.

Cuando estuvieron sentados, el canadiense respondió a la pregunta de su amigo.

—Mi nieto fue asesinado. A sangre fría. No aquí, sino en Bosnia. Hace seis años.

Le explicó brevemente la edad del muchacho, sus deseos allá por 1995, de contribuir a aliviar los padecimientos de los bosnios, su odisea hasta conseguir llegar a la población de Travnik, cómo accedió a ayudar a su intérprete a que encontrase la granja en que había vivido su familia. Después pasó a la confesión de Rajak.

Les sirvieron un par de martinis secos. El senador pidió salmón ahumado, pan moreno y un Meursault bien frío. Edmond asintió, indicando con ello que tomaría lo mismo.

Peter Lucas estaba acostumbrado a leer deprisa, pero cuando iba por la mitad del informe dejó escapar un suave silbido y empezó a ir más despacio.

Mientras el senador leía las últimas páginas del informe, Steve Edmond miró alrededor. Su amigo había sabido escoger bien; la mesa en que se hallaban estaba situada un poco más allá del piano de cola y resguardada en un rincón junto a la ventana, desde la que se podía divisar una esquina de la Casa Blanca. El Hay Adams se parecía más a una casa de campo del siglo XVIII que a un restaurante ubicado en el centro de una populosa capital.

El senador Lucas alzó la cabeza.

—No sé qué decir, Steve. Quizá sea el documento más espantoso que he leído jamás. ¿Qué es lo que quieres que haga?

Un camarero se llevó los platos y les trajo dos cafés solos muy cortos y sendas copas de Armagnac de diez años. Los dos hombres guardaron silencio hasta que el joven camarero se hubo marchado.

Steve Edmond bajó la vista hacia las manos de ambos, inmóviles sobre la blancura del mantel. Eran manos de ancianos, con las venas hinchadas, los dedos en forma de salchicha y la piel cubierta de manchas marrones. Eran manos que habían pilotado un caza Hurricane para meterlo entre una formación de bombarderos Dornier; que habían vaciado el cargador de una carabina M-1 dentro de una taberna llena de hombres de las SS en las afueras de Bolzano; manos que habían tomado parte en peleas, acariciado mujeres, sostenido a recién nacidos, firmado cheques, creado fortunas, alterado el curso de la política y cambiado el mundo. En el pasado.

La mirada de Peter Lucas se encontró con la de su amigo y de inmediato supo en qué estaba pensando.

—Sí. Ahora somos viejos. Pero aún no estamos muertos. ¿Qué quieres que haga?

—Quizás podamos hacer una última buena obra. Mi nieto era ciudadano americano. Los Estados Unidos tienen derecho a reclamar la extradición de ese monstruo donde quiera que esté. Taerlo aquí. Someterlo a juicio por asesinato en primer grado. Esto implica al Departamento de Justicia. Y al Estado. Actuando juntos sobre cualquier estado que esté dando acogida a ese cerdo. ¿Podrás hacérselo llegar?

—Querido amigo, si el gobierno de Washington no puede hacerte justicia, nadie puede.

Levantó su copa.

—Por una última buena obra.

Pero se equivocaba.