Era el sueño, siempre el sueño. No podía quitárselo de encima. Sentía que el sueño no lo dejaba en paz. Noche tras noche se despertaba gritando, bañado en sudor, y su madre entraba corriendo para abrazarlo e intentar reconfortarlo.
El muchacho constituía tanto un enigma como una preocupación para sus padres, ya que o no podía o no quería describir su pesadilla. Su madre, sin embargo, estaba convencida de que su hijo no había tenido semejantes sueños hasta su regreso de Bosnia.
El sueño siempre era el mismo. Soñaba con aquella cara en el fango viscoso, un pálido disco rodeado por un anillo de excrementos, algunos bovinos, otros humanos, rogando vivir y pidiendo clemencia a gritos. No entendía el idioma en que hablaba la cara, al contrario que Zilic, pero palabras como «no, no, por favor, no lo hagas» son bastante internacionales.
Los hombres que empuñaban los palos reían y volvían a empujar. Y la cara volvía a aparecer, pero Zilic metía su palo dentro de la boca abierta y empujaba hacia abajo hasta que el muchacho acababa muriendo en algún lugar de aquellas negras profundidades. Entonces él despertaba, gritando y llorando, y su madre lo tomaba entre sus brazos y le decía que todo iba bien, que se encontraba en su propia habitación de su casa del Senjak.
Pero él no podía explicar lo que había hecho, aquello en lo que había tomado parte cuando pensaba que estaba cumpliendo con su deber patriótico para con Serbia.
Su padre se mostraba bastante menos dispuesto a reconfortarlo, y afirmaba que trabajaba mucho y tenía necesidad de sus horas de sueño. Fue en el otoño de 1995 cuando Milan Rajak tuvo su primera sesión con un psicoterapeuta profesional.
Empezó a ir dos veces a la semana al hospital psiquiátrico que había en la calle Palmoticeva, el mejor de Belgrado. Sin embargo, los expertos del Laza Lazarevic tampoco pudieron ayudarlo, porque Milan no se atrevía a confesar.
El alivio, se le dijo, viene con la purga, pero la catarsis requiere confesión. Milosevic aún ocupaba el poder, pero mucho más aterradores habían sido los feroces ojos de Zoran Zilic, aquella mañana en Banja Luka, cuando Milan le dijo que quería dejarlo todo y volver a su casa de Belgrado. Mucho más aterradoras habían sido las palabras que Zilic le susurró acerca de la mutilación y de la muerte si alguna vez llegaba a abrir la boca.
El padre de Milan era un ateo convencido que se había educado bajo el régimen comunista del mariscal Tito, y había sido un leal sirviente del Partido durante toda su vida. Pero su madre había conservado su antigua fe en la Iglesia ortodoxa serbia, que junto con las Iglesias griega y rusa formaba parte de las Iglesias cristianas orientales. Soportando en silencio las burlas de su esposo y de su hijo, la mujer se había pasado todos aquellos años yendo al servicio religioso de la mañana. A finales de 1995, Milan comenzó a acompañarla.
Empezó a encontrar algo de consuelo en el ritual y la letanía, los cánticos y el incienso. El horror parecía difuminarse un poco en el interior del templo que se alzaba junto al campo de fútbol, a solo tres manzanas de donde vivían ellos, y al que acudía siempre su madre.
El año 1996 Milan suspendió los exámenes de derecho, para furia y desesperación de su padre, que se pasó dos días echando chispas por toda la casa. Si las noticias de la facultad no habían sido de su agrado, lo que tenía que decirle su hijo lo dejó atónito.
—No quiero ser abogado, padre. Quiero entrar en la Iglesia.
Requirió algún tiempo, pero el padre de Milan finalmente se calmó y trató de hacerse a la idea de que su hijo había cambiado. Al menos el sacerdocio era algo parecido a una profesión. No daba la riqueza, cierto, pero era respetable. Un hombre todavía podía mantener la cabeza alta y decir: «Mi hijo es miembro de la Iglesia, ¿sabe usted?».
El padre de Milan descubrió que para llegar a ser sacerdote se requerían años de estudio, y que había que pasar la mayor parte de ese tiempo en un seminario. Pero su hijo tenía otras ideas. Quería vivir en clausura y comenzar a hacerlo cuanto antes; convertirse de inmediato en monje, repudiando lo material en favor de la vida sencilla.
A quince kilómetros al sudeste de Belgrado encontró lo que quería, el pequeño monasterio de San Esteban, en el pueblecito de Slanci. Dicho monasterio estaba habitado por no más de una docena de monjes sometidos a la autoridad del abad, o iguman. Los monjes trabajaban en los campos y los graneros de su propia granja, cultivaban su propia comida, aceptaban donativos de unos cuantos turistas y peregrinos, meditaban y rezaban. Había una lista de espera para entrar en el monasterio y absolutamente ninguna posibilidad de saltársela.
El destino intervino en el encuentro con el iguman, el abad Vasilije. Él y Rajak padre se miraron mutuamente con asombro. A pesar de la frondosa barba negra salpicada de gris, Rajak reconoció al mismo Goran Tomic que había ido a la escuela con él cuarenta años antes. El abad accedió a conocer a su hijo y discutir con el mismo una posible carrera dentro de la Iglesia.
El abad, un hombre de aguda inteligencia, adivinó que el hijo de su antiguo compañero de escuela era un joven desgarrado por algún conflicto interior que no le permitía encontrar la paz en el mundo exterior. El abad ya había visto aquello antes. No podía crear un puesto para un monje, observó, pero de vez en cuando se permitía que algunos seglares convivieran con los monjes con el propósito de hacer un «retiro».
En el verano de 1996, con la guerra de Bosnia ya terminada, Milan Rajak fue a Slanci e inició allí un prolongado retiro, dedicado a cultivar tomates y pepinos, meditar y rezar. Entonces el sueño se disipó.
Pasado un mes, el abad Vasilije le sugirió amablemente que se confesara, y así lo hizo Milan. Hablando en susurros, a la luz de una vela que ardía junto al altar y bajo la mirada del hombre de Nazaret, le contó al abad lo que había hecho.
El abad se persignó fervientemente y rezó; por el alma del muchacho que había muerto en el pozo negro y por el penitente que tenía junto a él. Luego apremió a Milan a que fuera a las autoridades y declarara contra los responsables de aquel hecho.
Pero el control que Milosevic ejercía sobre el país era absoluto y el terror que inspiraba Zoran Zilic, igual de poderoso. Era inconcebible que las «autoridades» levantaran siquiera un dedo contra Zilic. Cuando éste llevara a cabo la venganza que había prometido, a nadie se le movería un pelo. Así que el silencio se mantuvo.
El dolor empezó en el invierno de 2000, y Milan reparó en que se intensificaba con cada movimiento que hacía. Pasados dos meses consultó con su padre, quien supuso que se trataría de algún «virus» pasajero. Aun así, solicitó que su hijo fuera sometido a unas cuantas pruebas en el hospital general de Belgrado, el centro Klinicki.
Belgrado siempre ha presumido de contar con una medicina que figura entre las más avanzadas de Europa, y el hospital general de Belgrado podía codearse con las mejores instituciones sanitarias del continente. Hubo tres series de pruebas, y padre e hijo fueron recibidos por especialistas en proctología, urología y oncología. Fue el profesor que dirigía el tercero de aquellos departamentos quien finalmente pidió a Milan Rajak que fuera a verlo a su despacho en el hospital.
—Tengo entendido que está usted estudiando para ser monje —dijo.
—Así es.
—Entonces cree en Dios, ¿verdad?
—Sí.
—A veces me gustaría creer también. Por desgracia, no puedo hacerlo. Pero ahora su fe se verá puesta a prueba. Las noticias no son buenas.
—Dígamelo, por favor.
—Usted padece lo que los médicos llamamos «cáncer colorrectal».
—¿Es operable?
—Me temo que no.
—¿Reversible con quimioterapia?
—Es demasiado tarde para eso. Lo siento, lo siento muchísimo.
El joven miró por la ventana. Acababa de ser sentenciado a muerte.
—¿Cuánto tiempo me queda, profesor?
—Eso es algo que siempre se pregunta, a lo que no hay forma de responder. Con ciertas precauciones, cuidados, una dieta especial, un poco de radioterapia… un año. Posiblemente menos, posiblemente más. No mucho más.
Corría el mes de marzo de 2001. Milan Rajak regresó a Slanci y se lo contó al abad. El anciano lloró por quien se había convertido en el hijo que nunca había llegado a tener.
El 1 de abril la policía de Belgrado arrestó a Slobodan Milosevic. Zoran Zilic ya había desaparecido. El padre de Milan había recurrido a todos sus contactos en la policía para confirmar que el gángster más poderoso y que había conseguido llegar más alto en Yugoslavia simplemente se había desvanecido hacía más de un año y actualmente estaba viviendo en algún lugar del extranjero. Así pues, nadie conocía su paradero, y su influencia se había esfumado junto con él.
El 2 de abril de 2001, Milan Rajak sacó de entre sus cosas un vieja tarjeta. Luego cogió una hoja de papel y, escribiendo en inglés, redactó una carta dirigida a Londres. Lo que más le costó decir de cuanto escribió en aquella carta se encontraba en la primer frase. «He cambiado de parecer. Estoy preparado para testificar. Tres días más tarde, veinticuatro horas después de que hubiera recibido la carta y tras haber hecho una rápida llamada telefónica a Stephen Edmond en Windsor, Ontario, el Rastreador volvía a Belgrado.
La declaración fue tomada en inglés, en presencia de un notario público e intérprete jurado. Fue firmada y atestiguada, y decía así:
Allá por 1995, los jóvenes serbios estaban acostumbrados a creer todo lo que se les contaba, y yo no era ninguna excepción. Hoy en día puede estar muy claro qué cosas tan terribles se llegaron a hacer en Bosnia y en Croacia, y más tarde en Kosovo, pero a nosotros se nos decía que las víctimas eran comunidades serbias aisladas que vivían en aquellas antiguas provincias, y yo me lo creía. La idea de que nuestras propias fuerzas armadas estuvieran cometiendo asesinatos en masa de ancianos, mujeres y niños resultaba inconcebible. Se nos decía que solo los croatas y los bosnios hacían esa clase de cosas. Las fuerzas serbias únicamente estaban interesadas en proteger y rescatar las comunidades de la minoría serbia.
Cuando en abril de 1995 un compañero de la facultad de derecho me contó que su hermano y unos cuantos más iban a ir a Bosnia para proteger a los serbios de aquellos lugares y necesitaban un operador de radio, no sospeché nada.
Había hecho mi servicio militar como operador de radio, pero siempre manteniéndome a varios kilómetros de cualquier combate. Accedí a renunciar a mis vacaciones de primavera para ayudar a mis compatriotas serbios en Bosnia.
Cuando me uní a los otros doce, enseguida me di cuenta de que eran unos tipos muy duros, pero lo atribuí a que se trataba de soldados curtidos por los combates y me reproché ser demasiado blando y haber estado demasiado mimado.
La columna, formada por cuatro vehículos todoterreno, estaba integrada por doce hombres, incluido el jefe, quien se unió a nosotros en el último momento. Solo entonces supe que aquel hombre era Zoran Zilic, del que había oído hablar vagamente pero que tenía una oscura y temible reputación. Estuvimos conduciendo durante dos días, siempre hacia el norte a través de la Republika Serbska hasta que entramos en la Bosnia central. Llegamos a Banja Luka y aquel lugar se convirtió en nuestra base de operaciones, especialmente el hotel Bosna, donde ocupamos unas cuantas habitaciones y comíamos y bebíamos.
Hicimos tres patrullas al norte, el este y el oeste de Banja Luka, pero no encontramos enemigos o aldeas serbias amenazadas. El 14 de mayo fuimos hacia el sur internándonos en la cordillera de los montes Vlasic. Sabíamos que más allá de esa cordillera se encontraban Travnik y Vitez, ambas en territorio enemigo.
A última hora de la tarde de aquel día, íbamos por un camino que discurría entre los bosques cuando nos encontramos con dos niñas. Zilic bajó del jeep y habló con ellas. Sonreía, y yo pensé que estaba siendo muy amable. Una le dijo que se llamaba Laila. En ese momento no lo entendí. Laila era un nombre musulmán. La niña acababa de firmar su propia sentencia de muerte y la de su aldea.
Zilic subió a las dos niñas al jeep que encabezaba la marcha y entonces ellas le señalaron donde vivían. Era una aldea en un pequeño valle perdido entre los bosques; poca cosa. Tenía siete casas y unos cuantos graneros; en ella vivían unos veinte adultos y una docena de niños. Cuando vi la media luna que había encima de la diminuta mezquita comprendí que se trataba de musulmanes, pero estaba claro que no representaban ninguna amenaza.
Los otros bajaron de los vehículos y reunieron a todos los habitantes de la aldea. Yo no sospeché nada cuando empezaron a registrar las casitas. Había oído hablar de fanáticos musulmanes, muyaidines procedentes de Oriente Próximo, Irán y Arabia Saudí, que merodeaban por toda Bosnia y mataban a los serbios con que se cruzaban. Quizá algunos se escondieran allí, pensé.
Cuando hubo terminado el registro, Zilic volvió al primer vehículo y se sentó a la ametralladora montada sobre un soporte giratorio que había instalada detrás del asiento delantero. Les gritó a sus hombres que se dispersaran y abrió fuego sobre los campesinos acurrucados delante del corral.
Ocurrió casi antes de que yo tuviera tiempo de darme cuenta de qué había ocurrido. Los cuerpos de los campesinos se agitaban al ser alcanzados por las balas de grueso calibre. Los otros soldados abrieron fuego con sus metralletas. Algunos de los campesinos trataron de salvar a sus hijos, arrojándose sobre ellos para cubrirlos con sus cuerpos. Algunos de los más pequeños lograron escapar de esta manera, corriendo entre los adultos y llegando a los árboles. Más tarde supe que seis de ellos habían logrado escapar así.
Me entraron ganas de vomitar. Había un intenso olor a sangre y vísceras flotando en el aire, un hedor que nunca sientes en las películas de Hollywood. Yo nunca había visto morir a nadie anteriormente, pero aquellas personas ni siquiera eran soldados o partisanos. Solo habíamos encontrado una vieja escopeta, quizá usada para matar conejos y cuervos.
Cuando hubo terminado, la mayoría de los que habían disparado estaban bastante decepcionados. No habían encontrado alcohol ni nada de valor, así que prendieron fuego a las casas y los graneros y los dejamos ardiendo.
Pasamos la noche en el bosque. Los hombres habían llevado consigo su propio slivovitz y casi todos se emborracharon. Yo intenté beber, pero lo vomité todo. Una vez que me hube inmerso en mi saco de dormir, comprendí que había cometido un terrible error. Los hombres que me rodeaban no eran patriotas, sino solo unos bandoleros que mataban porque disfrutaban haciéndolo.
A la mañana siguiente empezamos a bajar por una serie de caminos de montaña, casi todos ellos desperdigados a lo largo de las laderas, para regresar al collado que nos llevaría hasta Banja Luka pasando por encima de las montañas. Entonces fue cuando encontramos la granja. Se alzaba solitaria en otro pequeño valle entre los bosques. Vi que Zilic, que iba en el primer jeep, alzaba la mano en una señal de que nos detuviéramos. Luego nos indicó por gestos que apagásemos los motores. Los conductores obedecieron, y se hizo el silencio. Entonces, de pronto, oímos voces.
Nos apeamos de los jeeps sin hacer ruido, cogimos las armas y fuimos sigilosamente hasta la linde del valle. A unos cien metros de allí había dos adultos que estaban sacando a seis niños de un granero. Aquellos hombres no iban armados ni llevaban uniforme. Detrás de ellos había una granja consumida por las llamas; y a un lado de ella, un Toyota Landcruiser nuevo de color negro con las palabras PANES Y PECES escritas en la portezuela. Los dos hombres se volvieron y nos miraron en cuanto nos vieron venir. Entonces la mayor de los pequeños, una niña que tendría unos diez años, se echó a llorar. Era Laila. La reconocí por el pañuelo que llevaba en la cabeza.
Zilic fue hacia el grupo con el arma levantada, pero ninguno de los dos hombres intentó luchar. El resto nos desplegamos, formando un semicírculo en torno a los cautivos. El más alto de los dos hombres habló, y reconocí el acento estadounidense. Zilic también lo reconoció. Ninguno de los demás hablaba una palabra de inglés. «¿Quiénes son ustedes?», preguntó el americano.
Zilic no respondió. Fue hacia ellos para examinar aquel Landcruiser recién salido del concesionario. En ese momento la pequeña Laila echó a correr hacia el vehículo. Uno de los hombres trató de cogerla, pero la pequeña se le escapó. Zilic se volvió, alzó su pistola, apuntó, disparó y le voló la nuca a la niña. Zilic estaba muy orgulloso de su excelente puntería.
El americano, que se encontraba a unos tres metros de Zilic, dio dos zancadas y le asestó un puñetazo con todas sus fuerzas en el lado de la boca. Suponiendo que hasta ese momento el hombre hubiera tenido alguna posibilidad de sobrevivir, eso acabó con ella. Zilic fue pillado por sorpresa, como era lógico que ocurriese, porque no había nadie en toda Yugoslavia que se hubiese atrevido a hacer tal cosa.
Se produjo un instante de absoluta incredulidad mientras Zilic se desplomaba, con el labio partido. Dos segundos después, seis de sus hombres cayeron sobre el americano y empezaron a golpearlo con las botas, los puños y las culatas de sus armas. Lo dejaron reducido a una pulpa sanguinolenta. Habrían acabado con él, pero entonces Zilic intervino. Se había levantado y estaba limpiándose la sangre de la boca. Ordenó a sus hombres que dejaran de golpearlo.
El americano estaba vivo. Tenía la camisa rasgada, el torso enrojecido por las patadas y la cara, cubierta de cortes, empezaba a hinchársele. La camisa abierta revelaba un grueso cinturón para el dinero. Zilic hizo una seña con la mano y uno de sus hombres se lo arrancó de un tirón. El cinturón estaba lleno de billetes de cien dólares; resultó que había unos diez. Zilic examinó al muchacho que había osado golpearlo.
—Cielos —dijo—, cuánta sangre. Necesitas un baño frío, amigo mío, algo que te refresque un poco.
Se volvió hacia sus hombres, que habían quedado perplejos ante su aparente preocupación por el americano. Pero Zilic había visto algo más en el claro. El pozo negro estaba lleno a rebosar, tanto de desechos de animales como humanos, pues había habido un tiempo en que había servido a ambos propósitos. Si bien los años transcurridos desde entonces habían solidificado aquellos detritos, las recientes lluvias habían vuelto a licuarlos. Siguiendo órdenes de Zilic, el americano fue arrojado dentro.
La conmoción del frío tuvo que hacerlo volver en sí. Sus pies encontraron el fondo del pozo negro, y empezó a debatirse. Cerca había un vallado para las reses hecho con estacas y tablones. Estaba viejo y medio roto, pero algunas de las largas estacas todavía se hallaban enteras. Los hombres cogieron unas cuantas y empezaron a hundir al americano en aquella superficie viscosa.
El americano empezó a gritar, pidiendo clemencia cada vez que su rostro volvía a emerger por encima del líquido viscoso. Estaba suplicando por su vida. A la sexta vez, quizá fuera la séptima, Zilic cogió un palo y le metió el extremo en la boca abierta, rompiéndole la mayor parte de los dientes. Luego empujó hacia abajo y siguió empujando hasta que el americano estuvo muerto.
Corrí hasta los árboles y vomité la salchicha y el pan negro que había comido para desayunar. Quería matarlos a todos, pero ellos eran muchos y yo me sentía demasiado asustado. Mientras estaba vomitando, oí disparos. Habían matado a los otros cinco niños y al cooperante bosnio que había llevado hasta allí al americano. Todos los cadáveres fueron arrojados al pozo negro, donde se hundieron lentamente hasta desaparecer. Luego uno de los hombres descubrió que las palabras PANES Y PECES que había en las puertas delanteras del Landcruiser no eran más que un adhesivo. No costó nada arrancarlo.
Cuando nos fuimos de allí no quedaba ni rastro de lo ocurrido, excepto las manchas de un rojo sorprendentemente intenso que la sangre de los niños había dejado sobre la hierba y el centelleo de unos cuantos cartuchos de latón. Aquella tarde Zoran Zilic repartió los dólares. Le dio cien dólares a cada hombre. Yo me negué a aceptarlos, pero él insistió en que cogiera al menos un billete para que siguiera siendo «uno de los chicos».
Aquella misma tarde intenté deshacerme del billete en el bar del hotel, pero Zoran me vio, y entonces sí que se puso realmente furioso conmigo. Al día siguiente le dije que me volvía a casa, a Belgrado. Me amenazó con que si alguna vez llegaba a decir una palabra de lo que había visto, daría conmigo, me mutilaría y luego me mataría.
Sé desde hace mucho tiempo que no soy un hombre valiente, y ha sido el miedo que le tenía a Zoran lo que me ha mantenido callado durante todos estos años, incluso cuando el inglés vino a hacerme aquellas preguntas en el verano de 1995. Pero ahora ya me siento en paz conmigo mismo y estoy dispuesto a testificar en cualquier tribunal en Holanda o Estados Unidos, con tal de que Dios Todopoderoso me dé las fuerzas necesarias para seguir con vida hasta entonces.
Juro por Él que todo lo que he dicho es la verdad y nada más que la verdad.
Declarado por mí en el distrito de Senjak, Belgrado, este séptimo día del mes de abril de 2001.
MILAN RAJAK
Aquella noche el Rastreador envió un largo mensaje a Stephen Edmond en Windsor, Ontario. Las instrucciones con las que el anciano respondió al mensaje no podían estar más claras: «Vaya donde tenga que ir y haga todo aquello que sea necesario, pero encuentre a mi nieto o lo que queda de él y tráigalo a casa, Georgetown, Estados Unidos de América».